
El lunes por la mañana parecía normal… hasta que ella entró.
Vestía una blusa blanca abotonada, falda tubo entallada, tacones finos y un perfume que dejaba estelas. Se llamaba Julieta, tenía 28 años, sonrisa fácil, mirada directa. Era la nueva del equipo.

Él, Marcos, llevaba ocho años casado, gerente de cuentas, siempre correcto. Pero bastó con que ella se presentara, le estrechara la mano con un apretón firme y le dijera al oído:
—Así que vos sos el famoso Marcos… Tenías pinta de jefe, pero no pensé que fueras tan atractivo.
…para que algo empezara a temblarle por dentro.
Al principio, todo fue sutil. Comentarios ambiguos. Risas demasiado largas. Un roce innecesario al pasar. Pero Julieta era constante. Insistente. Sin pudores.
Un día en el ascensor, cuando quedaron solos, él estaba mirando su celular cuando ella se giró y sin previo aviso, le dijo:
—Tenés cara de que aguantás mucho… ¿lo sabrá tu esposa?
Marcos levantó la vista, incómodo.
—Julieta… tené cuidado con lo que decís.
Ella sonrió, se acercó más. Le rozó el pecho con su cuerpo.
—¿Cuidado? No me digas que te molesta.
Le rozó el bulto con la mano. Apenas. Fugaz. Pero lo suficiente para que el cuerpo de él reaccionara antes que su cabeza.
—Esto dice otra cosa —susurró, y cuando las puertas se abrieron, salió caminando como si nada.
Los días siguientes fueron aún más atrevidos. Le dejaba notas en el escritorio:
> “¿Pensás en mí cuando te duchás?”
“Si alguna vez necesitás algo más que números, yo soy buena en cálculos... de placer.”
Una tarde, al pasar por detrás, le dio una nalgada rápida. Otra vez en el ascensor, le apretó el bulto con descaro.
Marcos le pidió que se calmara. Que eso no estaba bien. Que él estaba casado.
—No me importa —respondió ella—. Vos me querés. Aunque no lo admitas.
Pero el quiebre llegó un viernes, tarde, cuando todos se habían ido.
Ella apareció en su oficina con una carpeta en la mano, pero sin sostén debajo de la blusa. Las puntas de sus pezones eran evidentes.
—Necesito tu firma… —le dijo, dejando la carpeta, pero quedándose quieta frente a él.
Marcos intentó ignorarla, pero Julieta caminó alrededor del escritorio, se sentó en el borde y abrió las piernas lentamente.
—¿No querés? Está bien… Pero decime que no te excita —le dijo, acariciándose el muslo.
Él se levantó bruscamente.
—Julieta, esto se está yendo al carajo.
—¿Y si ya estoy mojada por vos? —le contestó ella—. ¿Y si quiero mamárte la pija hasta que olvides que estás casado? ¿Qué vas a hacer?
Marcos no dijo nada. Solo la miró… largo, intenso, con los ojos encendidos. Su cuerpo ya lo había traicionado.
Ella se arrodilló. Desabrochó el cinturón. Lo miró desde abajo.
—Yo te la voy a chupar mejor que tu esposa… y después vas a querer más.

Y él no la detuvo.
Su lengua era experta. Jugaba con cada centímetro. Lo hacía sufrir. Lo provocaba. Él trató de resistirse, pero cuando la sintió llevárselo todo a la boca, profunda, mojada, y empezó a gemir sin poder evitarlo, supo que había caído.
Había cruzado la línea. Y Julieta… ya lo sabía.
Marcos seguía temblando por lo que había hecho. La cara de Julieta, empapada en su deseo, seguía ardiéndole en la memoria. Ella se había limpiado con una sonrisa triunfal, como si acabara de marcar un territorio.
Y él… no había podido decirle que no.
Julieta se puso de pie, arreglándose la blusa como si nada hubiera pasado.
—¿Me llevás? Vine en Uber y ya no quiero gastar más.
Marcos dudó. Pero ya no había nada que proteger. El daño estaba hecho.
—Sí… te llevo.
Pero no tomó el camino a su casa. Dio vueltas, hasta que frenó frente a un motel discreto, con luces suaves y una entrada lateral.
Julieta lo miró con una sonrisa ladina.
—¿Te perdiste?
Marcos tragó saliva.
—No. Estoy donde quiero estar.
Ella lo observó. Seria. Sin ironía.
—¿Seguro?
—No. Pero me tenés demasiado excitado. No puedo más. Y sé que vos tampoco.
—Entonces bajá la palanca, jefe. Que esta gata está en celo.
Entraron a la habitación 23. Luces rojas. Cama redonda. Un espejo en el techo.
Apenas cerraron la puerta, él la arrinconó contra la pared. La besó con rabia contenida. Le arrancó la blusa. Julieta gimió fuerte, le subió la camisa y empezó a lamerle el pecho, desesperada.
Marcos la levantó del piso, le abrió las piernas y le clavó la pija en su concha contra la pared. Ella gritó, envolviéndolo con las piernas, sintiendo cómo la llenaba.

—Dios… ¡sí! —gritó Julieta, arqueando la espalda.
Él embestía con fuerza, mientras le mordía el cuello, la boca, le pellizcaba los pezones endurecidos. Ella estaba mojada, completamente entregada.
Después, la puso de rodillas en la cama, la tomó de las caderas y la penetró por detrás, rápido, duro, haciéndola chocar contra la cabecera. Julieta jadeaba sin filtro, sus tetas saltaban con cada embestida.
—¡Dámelo todo, casado! ¡Rompeme, que soy tu putita! —gritaba ella, encendida, mientras se tocaba el clítoris con furia.
Marcos se detuvo un segundo, miró su cuerpo brillando de sudor, su espalda arqueada, sus gemidos descarados… y supo que ya no había vuelta atrás.
—¿Querés más? —preguntó él, jadeando.
—Dámelo en el culo. ¡Ahora!
Marcos escupió, la preparó con dos dedos, y cuando la sintió lista, la penetró con cuidado pero firmeza. Julieta apretó los dientes, pero sonrió.
—¡Sí… sí! ¡Rompeme, que soy toda tuya!

La cogió con todo. Ella se corrió varias veces, temblando, con lágrimas en los ojos del placer. Él acabó dentro de ella, profundo, caliente, rugiendo.
Quedaron tirados en la cama, exhaustos. Julieta le acarició el pecho, aún sin aliento.
—¿Ves? Te dije que yo lo hacía mejor que tu esposa.
Marcos no dijo nada. Solo la miró. El deseo seguía ahí. Y también el miedo.
Pero ya no importaba.
Julieta se había convertido en su adicción.

Los encuentros se hicieron más frecuentes. Moteles, baños de la oficina, incluso una vez en el asiento trasero del auto mientras llovía. Julieta era insaciable. Cada vez que se subía a él, lo cabalgaba con una furia hambrienta, como si necesitara marcarlo, dominarlo, dejarlo vacío y vuelto a llenar solo con ella.
Marcos había perdido el control.
—No puedo dejarte —le confesó una tarde, mientras ella le lamía el cuello—. Me hacés mierda, pero me tenés loco.
Julieta sonrió, sin responder. Lo besó, se vistió, y se fue sin mirar atrás.
En la oficina, todo seguía igual… excepto que Julieta empezó a ganarse a todos: simpática con los jefes, eficaz con las tareas, encantadora en las reuniones. Hasta con la esposa de Marcos, que una vez lo pasó a buscar, fue encantadora.
Pero nadie sabía que ella había dejado, estratégicamente, un arete en el auto de Marcos. Ni que le había sacado fotos mientras dormía desnudo. Ni que, en su celular, tenía un video de él cogiendola salvajemente, de espaldas, tirándole del pelo, gimiendo su nombre como un desesperado.
Julieta tenía un plan.
Una noche, después de otro polvo brutal, mientras él se recuperaba, ella se sentó en la cama con una sonrisa distinta.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Claro…
—¿Qué pasaría si tu esposa se entera de todo esto?
Marcos se puso tenso.
—¿Qué estás diciendo?
Ella sacó el celular. Reprodujo un video. Marcos desnudo, sobre ella, jadeando como un animal.
—Esto es solo uno. Tengo más. Fotos. Audios. Mensajes.
Él se incorporó, blanco.
—¿Estás loca?
Julieta se puso de pie, tranquila.
—No. Estoy decidida. Quiero que estés conmigo. Todo el tiempo. No solo cogiendo. Quiero tu casa. Quiero tu cama. Y si no me la das… haré que la pierdas.
Marcos la miró, aterrado. Excitado. Confundido.
Ella caminó hasta él, se subió sobre su cuerpo y volvió a montarlo, con la misma pasión salvaje de siempre.
—Ahora cogeme —le susurró—. Cogeme como si supieras que soy peligrosa… y que ya soy tu dueña.
Y él… volvió a hundirse en su concha. Porque el miedo y la lujuria lo tenían atrapado.

Julieta no era solo una obsesión. Era una amenaza envuelta en deseo.
Y Marcos ya no podía escapar.
Pasaron dos días sin que Julieta apareciera. Marcos no podía concentrarse. Miraba el celular con ansiedad, cada mensaje le helaba la sangre.
Hasta que un sobre apareció sobre su escritorio. Anónimo. Dentro, una foto impresa: él, desnudo, dormido. Su cara era inconfundible. Ella, encima, lamiéndole el pecho. Al dorso, una nota escrita a mano:
> “A esto le llamo desayuno de campeones. ¿Querés que la próxima lo reciba tu esposa?”

Marcos sintió que el mundo se le venía abajo.
Esa misma noche, la buscó. La llamó, la esperó afuera del edificio donde vivía.
Cuando ella bajó, venía vestida de forma casual: jeans ajustados, sin ropa interior, y una remera que no escondía sus pezones erectos.
—Estás tardando en entender, Marcos —le dijo, sin enojo.
—¿Qué querés? —preguntó él, suplicante.
—Tiempo. Sexo. Y algo más.
—¿Qué?
Julieta lo miró fijo.
—Quiero que firmes un contrato. Vamos a vernos dos veces por semana, mínimo. Cuando yo diga, donde yo diga. Quiero un teléfono exclusivo para mí. Y, de vez en cuando… vas a pagarme algo. No por el sexo. Por callarme.
Marcos tragó saliva.
—¿Sos una escort?
Ella se acercó.
—Soy tu puta personal. Y si querés que esto se mantenga entre nosotros… más vale que seas un cliente fiel.
Lo besó con furia, lo agarró del bulto con fuerza, y susurró:
—Y ahora… vas a llevarme a tu auto, y vas a hacerme el amor como si te fuera la vida en eso. Porque lo es.
Dentro del coche, lo desnudó sin piedad. Se subió a él, arrancó su pantalón, y cabalgo su pija con fuerza, gemidos altos, sin cuidar los gritos. Lo arañó, le escupió el pecho, le mordió los labios.

—¡Esto es mío! —le gritó, clavando las uñas en sus nalgas—. Tu pija, tu cuerpo, tus mentiras. Todo. ¡MÍO!
Él acabó adentro de ella, otra vez, derrotado, exhausto, rendido.
Y mientras recuperaba el aliento, Julieta ya estaba mirando su celular.
—Te acabo de transferir otro videíto. Guardalo bien.
Marcos ya no era un hombre libre. Julieta era su droga. Su carcelera. Su delirio.
Y lo peor… es que una parte de él amaba esa sumisión.

Marcos ya no dormía bien. Tenía pesadillas. Se masturbaba pensando en ella, pero al acabar sentía repulsión. No por Julieta. Por sí mismo.
Había caído en una trampa de sexo, deseo y miedo. Ya no sabía si era víctima o cómplice.
Hasta que una noche, después de un nuevo polvo frenético en un estacionamiento, Julieta le dijo:
—Pronto te voy a presentar a alguien… para jugar de a tres. Te gusta eso, ¿no?
Él no respondió. Pero algo en su mirada le hizo entender que tenía que parar.
Al día siguiente, en un impulso desesperado, buscó en Internet: "acoso sexual femenino, chantaje íntimo, relaciones laborales abusivas". Terminó pidiendo cita con una abogada especializada en violencia de género… en ambos sentidos.
Contó todo. Desde el primer beso hasta los videos. La abogada lo escuchó con atención, sin juzgarlo.
—¿Cuál es el nombre completo de ella? —preguntó.
—Julieta Contreras.
La abogada tecleó. Miró. Frunció el ceño.
—¿Trabajó antes en una empresa llamada Qualisystems?
Marcos asintió.
—Sí. Dijo que renunció.
—No renunció. La echaron. Dos hombres hicieron denuncias… similares a la tuya. Uno era casado, igual que vos.
El corazón de Marcos se detuvo un segundo.
—¿Qué…?
—Julieta tiene un patrón. Se involucra con tipos que tienen algo que perder: esposas, hijos, reputación. Graba, manipula, chantajea. No busca solo sexo. Busca control. Dominación total.
Marcos salió de ahí con los papeles de una denuncia preliminar, y un plan para protegerse legalmente. Pero dentro suyo, algo ardía todavía.
No solo miedo. También deseo.
Julieta no era una mujer cualquiera. Era un incendio. Y él seguía sin querer apagarlo.
Esa noche, ella lo llamó.
—¿Dónde estás? Estoy caliente y necesito que me metas esa pija tuya hasta el alma.
Marcos respiró hondo.
—Nos tenemos que ver. Pero esta vez… donde yo diga.
Silencio. Luego, risa suave.
—Así me gusta. Que te pongas macho. Mandame ubicación, y llevá todo… porque esta noche quiero acabar como perra en celo.
Él cortó. Cerró los ojos. Sabía que entraba en territorio peligroso.
Pero también sabía que, si quería salir de ahí, iba a tener que hundirse una vez más… para después atacarla desde adentro.
Marcos preparó todo con frialdad.
Micrófonos ocultos. Dos cámaras en su auto. Una en su reloj. Otra en su habitación.
Y lo más difícil: su voluntad para resistir el deseo que Julieta aún le provocaba.
Esa noche, la citó en un hotel discreto, mismo lugar donde se habían visto otras veces. Ella llegó como siempre: con un vestido corto, sin ropa interior, labios rojos y mirada de fiera.
—Tenés esa cara de tipo que se va a portar mal —le dijo al oído mientras lo empujaba contra la pared.
Marcos solo sonrió. Sabía que cada palabra estaba siendo grabada.
Julieta lo desnudó con furia. Se arrodilló, lo miró con lujuria, y le dijo mientras lo acariciaba:
—Esta noche vas a acabar tantas veces que ni vas a poder caminar mañana. Y si no me das lo que quiero… le voy a mandar el video de vos gimiendo mi nombre a tu esposa.
Click. La grabación lo tenía todo.
Luego se montó con la concha sobre su pija. El polvo fue salvaje. Dominante. Como siempre.
Pero en su mente, Marcos no sentía placer. Sentía determinación.
—Filmame —le dijo con voz fingida de lujuria.
Julieta sacó su celular. Él fingió dejarla. Sonrió a la cámara. Gozó. Fingió rendirse.

Al día siguiente, con todas las pruebas en mano, Marcos fue con su abogada a la policía. Fotos. Videos. Audios. El historial de otras víctimas.
No podían meterla presa aún, pero lo que sí lograron fue emitirle una orden de restricción inmediata. También iniciaron un proceso penal por acoso, chantaje y extorsión.
Julieta recibió la notificación en su trabajo, delante de todos.
Se le cayó la sonrisa.
Esa noche, Marcos recibió un mensaje anónimo.
> “Esto no termina así. Creés que ganaste, pero yo todavía tengo cosas tuyas. No me conocés del todo, Marcos. A mí nadie me usa y queda intacto.”
Él apagó el celular.
Había ganado… por ahora.
Pero sabía que la guerra con Julieta aún no había terminado.
Y lo peor es que, en el fondo, parte de él quería que volviera a tocar la puerta.


3 comentarios - La Nueva Compañera
+ 10
Nicole, qué buena compañera de trabajo