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146/2📑El Amigo de mí Hijo - Parte 2

146/2📑El Amigo de mí Hijo - Parte 2


Diego estaba solo en casa esa tarde. Sus padres habían salido por el fin de semana y Leo estaba con unos amigos en la ciudad vecina. Él se encontraba recostado en el sofá, viendo sin interés una película cualquiera, cuando escuchó el timbre.

Abrió la puerta sin pensar mucho... y allí estaba Carolina.

Vestía una blusa blanca suelta, sin sujetador, y unos jeans que moldeaban su cuerpo maduro de manera obscenamente provocativa. Llevaba los labios pintados de rojo intenso, y el cabello recogido en una cola alta, como si hubiera venido directamente de una fantasía que él intentaba dejar atrás.

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—Hola, Diego… ¿puedo pasar? —preguntó con voz suave, pero decidida.

Él dudó apenas un segundo. Asintió. Cerró la puerta tras ella.

—¿Qué hacés acá? —le preguntó con la garganta seca.

—No dejo de pensarte, Diego. Te dije que no iba a insistir, pero me cansé de mentirme… —Se acercó—. Te deseo. No he tocado a nadie desde vos. No me importa si no querés una relación, si no me amás… solo quiero sentirte de nuevo.

La confesión lo dejó mudo. Quiso hablar, pero ella ya lo estaba besando.

Un beso desesperado, cargado de semanas de abstinencia forzada y lujuria contenida. Las manos de Carolina buscaron su cintura, su pecho, hasta bajar con rapidez hacia el bulto que se endurecía con solo rozarla. Lo desabrochó con torpeza, como si no pudiera esperar ni un segundo más.

—No tenés idea de cómo te extraño —jadeó, sacando su pene erecto—. Este cuerpo joven, este sabor… este maldito fuego que me dejaste.

Sin decir más, lo empujó contra el respaldo del sillón y se arrodilló entre sus piernas. Tomó su pija y lo besó mientras le acariciaba el torso, hasta que lo envolvió con su boca, lenta pero intensa, como si quisiera recordar cada textura, cada gemido, cada latido de su deseo.

Diego se arqueó, hundiendo los dedos en su cabello.

—Carolina… —murmuró, sin poder resistirse.

Ella lo miró desde abajo, con los labios húmedos y los ojos oscuros de deseo.

—No me importa si no me amás, pero no me digas que no me querés así… No podés negarme esto —susurró mientras lo masturbaba con movimientos rítmicos—. Voy a ser tu secreto, si eso querés. Pero no me digas que terminamos.

Se incorporó, se quitó la blusa lentamente frente a él, dejando ver sus tetas firmes, deseables, maduros, tentadores., Se sentó sobre sus piernas, lo besó de nuevo y guió su pija entre sus muslos húmedos, rozándolo, volviéndolo loco.

—Quiero que me hagas tuya. Acá. Ahora. Como aquella vez.

Diego sabía que aquello era una locura, que nada iba a terminar bien si seguían… pero su cuerpo ya no obedecía a su mente. El deseo lo dominaba. La quería. La necesitaba. Como antes… o tal vez más.

Y así comenzó otro capítulo secreto, en la historia de dos almas que ardían sin rumbo, unidas por una obsesión que ninguno de los dos sabía apagar.

Carolina se frotaba contra él, sus caderas ondulaban sobre el cuerpo desnudo de Diego, que ya no pensaba en nada más que en ella. Sus labios se fundieron en un beso hambriento, desesperado, lleno de todo lo que no se dijeron. Ella se desabrochó los jeans y se los bajó sin pudor, quedando completamente desnuda encima de él.

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—Quiero que me lo des todo —susurró al oído, mordiéndole suavemente el lóbulo—. Todo eso que me quitaste aquella vez… hoy lo necesito más.

Diego deslizó sus manos por la espalda de Carolina, bajando hasta sus caderas anchas, y la alzó con fuerza. Ella se arqueó, tomó su pija y se lo frotó entre los labios íntimos, jadeando contra su boca.

Y entonces se lo metió de una vez en la concha, hasta el fondo, como si llevara semanas soñando con ese momento.

—¡Ah… Diego! —exclamó mientras comenzaba a cabalgarlo con movimientos feroces, húmedos, calientes.

El cuerpo de ella se movía con fuerza sobre él, las tetas botaban con cada embestida, su cara transformada en puro placer. Diego no podía creer lo que estaba viviendo. La mujer que había deseado en secreto, la madre de su mejor amigo, lo montaba como una loca, como una diosa maldita que lo había reclamado solo para ella.

—¿Así te gusta, bebé? ¿Así te gusta tu regalo prohibido? —gimió ella—. Esto es tuyo, solo tuyo.

Lo besaba, lo arañaba, lo cabalgaba sin descanso. La intensidad era tal que los cojines del sillón caían al piso, el crujido de la madera del mueble se mezclaba con los gemidos cada vez más sucios de ambos.

Hasta que Diego, llevándola de la cintura, la giró con una rapidez que la sorprendió. La puso en cuatro sobre el sofá, la tomó de las caderas y le metió la pija en la concha, de nuevo, con fuerza, con hambre.

Carolina gemía de placer como una mujer poseída.

—¡Sí… así! ¡Dámelo todo! ¡Todo! —gritaba, sin importarle nada.

Diego la sujetó fuerte de las tetas y embistió con más intensidad, más profundo, escuchando cómo sus cuerpos chocaban con un ritmo brutal, mientras ella apretaba las sábanas, mordiéndose los labios para no gritar más.

Hasta que, jadeando, él se inclinó sobre su espalda y le susurró con voz ronca:

—¿Puedo tenerte entera?

Ella entendió de inmediato. Se giró ligeramente, lo miró por encima del hombro, con una mezcla de deseo y lujuria en los ojos.

—¿Querés mi culo, Diego? —preguntó mordaz—. ¿Querés ser el único que estuvo ahí?

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Él no respondió. Solo escupió sobre su mano, lubricó su pija, y fue despacio… pero decidido. Ella gemía fuerte, mezclando dolor y placer, pero no se detuvo.

—Dale… hacelo tuyo. Que nadie más me toque así. Solo vos —jadeó.

Cuando finalmente la tuvo completa, Diego sintió cómo su cuerpo temblaba de placer. Moviéndose con cuidado, firmeza, pero sin freno, la tomó hasta que ella explotó en un gemido que inundó toda la sala.

Él no aguantó mucho más. La sacó, se la agito unos segundos y terminó sobre sus tetas, jadeando, dejando caer gotas calientes sobre esa piel que tanto lo volvía loco.

Ella lo miró con una sonrisa traviesa, mientras respiraba agitada.

—¿Y decías que no me amás…? —le dijo, limpiándose con los dedos—. Decímelo de nuevo a la cara después de esto…

Diego la miró en silencio.

Sabía que lo que tenían era demasiado fuerte para resistir. Tal vez no era amor… pero tampoco era algo que pudiera negar.

Y Carolina lo sabía.

Por eso, esa noche, antes de irse, se giró en la puerta y le dijo:

—Yo ya no me pienso alejar. Y si querés que esto se mantenga en secreto… más te vale seguir haciéndome acabar así cada vez.

Y se fue, dejándolo ahí, con el corazón acelerado… y el alma en llamas.

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Era jueves por la tarde cuando Diego recibió el mensaje.

> “¿Tenés planes esta noche? Quiero cocinarte algo rico. Veni a casa a las 8. Leo va a dormir en lo de un amigo.”

El corazón de Diego latió más rápido. No era raro que Carolina buscara un momento a solas con él, pero ese mensaje tenía algo distinto. Más íntimo. Más… personal.

A la hora señalada, Diego llegó. Ella lo esperaba en bata de seda negra, descalza, con el cabello suelto y un leve maquillaje. El aroma a comida casera flotaba en el aire, pero él apenas podía concentrarse con el escote profundo que se asomaba en cada movimiento de Carolina.

—Hola, bombón —le dijo, abrazándolo—. Hoy no quiero apurarnos. Quiero que cenemos, que hablemos… y después… veremos.

La cena transcurrió entre copas de vino, risas cómplices y miradas cargadas de deseo. Pero Diego notaba algo distinto. Carolina no lo miraba como otras veces. No era solo deseo. Era algo más.

Cuando terminaron, ella recogió lentamente los platos, dejándole ver las curvas de su cuerpo con cada movimiento. Luego, se le acercó, sentándose sobre él.

—Diego… —susurró, con los ojos clavados en los suyos—. No quiero que esto sea solo sexo.

Él tragó saliva.

—¿Qué querés decir?

—Quiero conquistarte. Quiero que sientas por mí algo más que solo placer. Sé que sos joven, y que esto es una locura, pero no puedo más. No dejo de pensar en vos, en tu forma de mirarme, de tocarme, de hacerme tuya…

Sus labios se encontraron en un beso lento, profundo, cargado de algo más denso que la lujuria. Diego la abrazó con fuerza. Sentía un torbellino adentro.

Carolina se puso de pie, le tendió la mano y lo llevó al dormitorio. Todo estaba preparado: velas encendidas, música suave, sábanas limpias. Se desnudó frente a él, sin prisa, mirándolo fijo. No era un show. Era una entrega.

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—Esta noche no quiero solo que me cojas… Quiero que me hagas el amor, Diego.

Él se acercó y la besó con dulzura, desnudándose lentamente. Se metieron bajo las sábanas, acariciándose como si fuera la primera vez.

Ella tomó su pija entre sus manos y lo acarició con devoción, como si estuviera tocando algo sagrado. Luego se inclinó y lo mamó lentamente, con ternura y hambre mezcladas, mirándolo todo el tiempo.

Diego estaba al borde del estallido, pero la contuvo, la hizo acostarse, y comenzó a devorarle las tetas, una por una, besando su vientre, su cintura, hasta que ella abrió las piernas y lo guió dentro.

La penetró despacio, como quien entra en un templo. Carolina jadeaba suave, aferrada a su espalda, diciéndole entre susurros lo mucho que lo deseaba, lo mucho que lo necesitaba.
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—Sos mío… —le dijo, mordiéndole el hombro—. Y voy a hacer que te enamores de mí, aunque me cueste el alma.

Diego se detuvo, la miró fijamente, y luego la besó. Ella lo envolvió con las piernas y lo apretó más profundo, llevándolo al límite, montándolo después con una energía feroz, hasta acabar encima de él, temblando.

Después del orgasmo, quedaron abrazados, sus cuerpos brillando de sudor.

—¿Me vas a dejar intentarlo? —preguntó ella, acariciándole el pecho—. ¿Conquistarte… de verdad?

Diego no dijo nada. Solo le acarició el rostro… y volvió a besarla.

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El sonido de la lluvia matinal se filtraba por la ventana, acompañando el silencio tibio de la habitación. Carolina abrió los ojos antes que Diego. Lo observó a su lado, dormido, con el pecho desnudo y el rostro sereno. Acarició con la yema de los dedos su abdomen, bajando con lentitud, hasta que lo sintió estremecerse apenas.

—Buen día, dormilón —susurró, besándole el cuello.

—¿Ya amaneció? —murmuró él, sin abrir los ojos.

—Sí… y hoy quiero que empieces el día conmigo —dijo ella, con esa sonrisa que era puro juego.

Se levantó desnuda, dejando que la sábana deslizara por su cuerpo, y caminó hasta el baño. Abrió la ducha y el vapor comenzó a llenar el ambiente. Sin decir más, lo llamó con un gesto.

Diego se incorporó, siguiéndola. Cuando entró a la ducha, el agua caliente ya resbalaba por el cuerpo de Carolina, empapando su piel dorada, acentuando sus curvas.

Ella lo abrazó bajo el agua, sus tetas presionadas contra el torso de él, y comenzaron a besarse, húmedos, sin apuro. Carolina tomó el jabón y, mirándolo con picardía, comenzó a enjabonarlo. Primero el pecho, los brazos, el vientre. Luego bajó lentamente, frotando con dedicación cada rincón de su cuerpo. Diego cerró los ojos, dejándose hacer.

Ella se arrodilló bajo la ducha, dejando que el agua le mojara el cabello mientras deslizaba las manos entre sus muslos. Acarició su pene con lentitud, con deseo, hasta que lo sintió endurecerse en sus manos. Levantó la vista, lujuriosa, y lo envolvió con los labios, moviéndose despacio, como si saboreara un manjar. Lo sostuvo así por un rato, jugando con la lengua, provocando jadeos cada vez más intensos.

—No… esperá —dijo él, conteniéndose—. Quiero que sea allá.

Ella sonrió.

—Entonces vení.

Salieron mojados, entre risas suaves, dejando un rastro de gotas hasta la cama. Se tendieron aún húmedos, las pieles encendidas. Carolina se subió sobre él, Guió su pija con la mano, y lo recibió dentro de su concha, con un gemido suave y prolongado.

Cabalgó despacio al principio, moviéndose con ritmo, con sus cabellos mojados cayendo sobre el rostro. Luego más rápido, más fuerte, dejándose llevar por la intensidad, con los cuerpos chocando, húmedos y entregados. Diego la sujetó de las tetas, las besaba, jadeando, mirándola como si no pudiera creer lo que vivía.

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El clímax llegó con gemidos contenidos y respiraciones desbordadas. Ella se dejó caer sobre él, exhausta y feliz, y se quedaron abrazados, con los corazones aún latiendo fuerte.

—Voy a hablar con tus padres —susurró de pronto.

Diego abrió los ojos.

—¿Qué?

—Y con Leo. No quiero esconderme más. Si esto va a seguir… quiero hacerlo bien. Quiero que seas mío, sin esconder nada.

Él no respondió de inmediato. La miró, acariciándole la espalda desnuda. Sabía que ese momento llegaría. Y lo que había empezado como deseo, se le había metido en la piel, más profundo de lo que quería admitir.

Ella lo besó suave, como si ya supiera la respuesta.
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El domingo por la tarde, Leo volvió del club algo más temprano de lo habitual. Encontró a su madre en la cocina, nerviosa, preparando una torta que no pensaba hornear. Movía los utensilios sin lógica, distraída, y cuando él se acercó a servirse un vaso de jugo, ella se quedó mirándolo fijamente.

—¿Mamá? —preguntó Leo, notando algo raro en su tono.

Ella dejó lo que tenía en las manos. Tragó saliva. Respiró hondo.

—Tenemos que hablar —dijo con voz firme pero temblorosa.

Leo frunció el ceño. —¿Pasó algo?

—Sí… o no. Depende de cómo lo tomes —respondió. Hizo una pausa larga, luego bajó la vista, y la volvió a levantar con valentía—. Se trata de Diego.

El corazón de Leo dio un vuelco. —¿Qué hizo?

Ella negó con la cabeza, despacio. —No es lo que él hizo, es… lo que hicimos. —Y ahí, sin rodeos, agregó—: Leo, estoy teniendo algo con él.

Silencio.

La frase flotó en el aire como una bomba.

Leo se quedó paralizado. Su madre siguió hablando antes de que él pudiera reaccionar.

—No fue algo planeado, ni buscado. Pero pasó. Y no una sola vez. Él y yo… estamos viéndonos. Hace semanas. Me miró distinto. Me hizo sentir viva de nuevo. Y sé que es tu amigo, sé que no es lo correcto, pero también sé que te merecés la verdad. Por eso te lo digo.

Leo apoyó el vaso sobre la mesada con fuerza.

—¿Estás con Diego? ¿Mi amigo? ¿Mi compañero de facultad? —repitió con incredulidad—. ¿Vos sabés lo que estás diciendo?

Ella no bajó la mirada.

—Sí, lo sé. No me siento orgullosa de cómo empezó, pero lo que siento por él ya no es sólo deseo. Me importa. Mucho. Y si vos querés alejarte, lo voy a entender. Pero no quería seguir mintiéndote.

Leo caminó en círculos. Respiraba agitado. La cabeza le daba vueltas.

—Es que… ¡no tiene sentido! ¿Él qué dice?

—Que no está seguro. Tiene miedo de perderte como amigo. De que sus padres no lo acepten. Pero yo… yo no quiero seguir escondiéndome, Leo. Si hay una mínima posibilidad, quiero intentarlo. Pero necesitaba decírtelo a vos primero.

Leo la miró como si no la conociera. Luego bajó la cabeza. El silencio fue largo.

—Dame tiempo —dijo al fin—. Necesito digerir esto. Diego es mi amigo… y vos sos mi mamá. Es raro, es jodido. Pero gracias por decirme la verdad. Al menos eso.

Carolina quiso acercarse, pero se contuvo. Él salió de la cocina, sin mirar atrás.

Ella se quedó sola, apoyada en la mesada, temblando. No sabía si había perdido a su hijo para siempre… o si había dado el primer paso hacia una vida sin máscaras.

La tarde estaba tibia, casi primaveral. Carolina se paró frente a la puerta de los padres de Diego con el corazón latiéndole en la garganta. Había preparado lo que quería decir muchas veces en su mente, pero ahora que estaba allí, todo parecía desvanecerse en su estómago.

Golpeó suavemente.

La madre de Diego, Sonia, abrió con una sonrisa.

—¡Carolina! Qué sorpresa. ¿Todo bien?

—Hola, Sonia. ¿Está tu esposo? ¿Puedo pasar un minuto?

—Claro, claro. Adelante.

En el comedor, el señor Rubén leía el diario. Cuando la vio, se puso de pie.

—Carolina, qué gusto. ¿Todo bien con Leo?

Ella asintió. Pero no sonrió.

—Vine porque necesito hablar con ustedes dos. Es algo… importante. Y prefiero que lo escuchen de mí.

La pareja se miró entre sí. Se sentaron. Carolina también lo hizo. Inspiró profundo.

—Esto no es fácil de decir. Pero quiero ser honesta. Tiene que ver con su hijo, con Diego.

Sonia frunció el ceño. Rubén ladeó la cabeza.

—¿Le pasó algo?

—No —respondió—. Al contrario. Diego está bien. Pero desde hace un tiempo, él y yo… nos hemos estado viendo.

Silencio.

—¿Viendo… en qué sentido? —preguntó Sonia, aunque lo sospechaba.

Carolina no esquivó la mirada.

—Tenemos una relación. Empezó como algo inesperado, pero fue creciendo. Sé que hay una diferencia de edad. Sé que soy la madre de su amigo. Lo sé todo. Y por eso estoy acá: porque no quiero seguir escondiéndome. Me importa. Diego me importa mucho. Y si esto va a funcionar, necesito saber si puedo contar con ustedes.

Los ojos de Sonia se llenaron de sorpresa, después de indignación, y luego de una pausa, de confusión.

—¿Carolina… estás saliendo con Diego? ¿Con mi hijo?

Rubén se puso tenso, cruzó los brazos.

—¿Desde cuándo?

—Hace unas semanas —respondió ella con la voz firme—. Todo comenzó de forma casual. Pero no fue un juego. Ninguno de los dos quiso burlarse de nadie. Lo hablé con Leo. Se lo confesé. Y ahora… estoy dando este paso con ustedes.

Sonia se llevó la mano a la boca. Rubén se levantó de la silla. Caminó unos pasos.

—Esto es una locura. Vos sos… la madre del mejor amigo de mi hijo. ¡Podrías ser su madre!

Carolina se puso de pie también.

—No vine a pedir permiso. Vine por respeto. Porque los aprecio. Porque a pesar de lo que puedan pensar, lo que hay entre Diego y yo no es algo vacío. Es real. Y si ustedes no lo aceptan, lo voy a entender. Pero no voy a mentir más.

Sonia estaba entre molesta y confundida. Rubén respiraba pesado.

—¿Él lo ve así también?

—Sí —dijo ella—. Aunque le cuesta. Aunque le da miedo. Por ustedes. Por su amistad con mi hijo.

Un largo silencio se apoderó de la sala.

Finalmente, Sonia habló.

—Yo no entiendo nada de esto. Me parece un escándalo. Pero… también sé lo que es amar a alguien de verdad. Y si vos estás dispuesta a pararte frente a nosotros con esta sinceridad, quizás… eso diga más que todo lo demás.

Rubén no dijo nada más. Asintió, con la mandíbula apretada.

Carolina no pidió aplausos. Solo se despidió con la misma dignidad con la que llegó.

Cerró la puerta detrás de sí y, por primera vez, sintió que el camino hacia una historia real estaba abriéndose.


Diego llegó a casa al final de la tarde, sin imaginar lo que le esperaba. Entró silbando, con la mochila al hombro, y se encontró a sus padres sentados en el comedor, junto con Leo, que tenía cara de haber sido obligado a quedarse.

—¿Qué pasa? —preguntó con una sonrisa nerviosa, al verlos tan serios.

Sonia fue directa.

—Carolina vino a hablar con nosotros.

Diego se quedó congelado.

—¿Qué…? ¿Qué les dijo?

Rubén tomó la palabra, con voz firme pero sin enojo.

—Nos contó todo. Lo de ustedes dos. Que están juntos. Que se ven desde hace semanas. Que esto es serio.

Diego tragó saliva. Miró a Leo, que no lo miraba.

—Mierda… —murmuró—. Iba a decírselos. Pero no sabía cómo. No quería decepcionarlos. Ni arruinar la amistad con Leo.

Entonces fue su madre la que habló, y para sorpresa de Diego, no había juicio en su voz. Solo emociones mezcladas.

—Fue un impacto. No lo voy a negar. Sos mi hijo. Y ella… es una mujer adulta. La madre de tu mejor amigo. ¡La conozco desde hace años! Pero después de escucharla, después de ver cómo se paró frente a nosotros con sinceridad y sin esconderse, entendí que esto no es un capricho.

Rubén asintió, serio.

—Nos costó. Pero no somos quiénes para juzgar. Vos sos un adulto, Diego. Y si esta mujer te hace bien, si te sentís querido, respetado… entonces no tenemos derecho a impedírtelo.

Diego respiró hondo, por primera vez en horas.

—Gracias… No saben lo que significa para mí que no me den la espalda.

Entonces, todos miraron a Leo. Él levantó la vista, con un gesto de resignación.

—Al principio me re dolió, ¿sabés? Pensé: “¿Cómo puede hacerme esto? Es mi mamá”. Pero después entendí que no era contra mí. Que vos no me traicionaste. Que esto les pasó a los dos, y lo manejaron con más madurez que muchos adultos que conozco.

Hizo una pausa.

—Solo les pido una cosa. No quiero verlos besándose cuando yo esté presente, ¿ok?

Todos rieron. Hasta Rubén sonrió.

Diego se acercó y le dio un abrazo a su padre. Luego a su madre. Y por último, a Leo, que le golpeó la espalda con fuerza, a modo de cierre.

Esa noche, el aire en la casa estaba más liviano. Lo que había comenzado como un tabú, como un juego secreto, ahora era una verdad aceptada.

Y Diego sabía que, desde ese momento, todo podía comenzar de verdad.


Diego se miraba al espejo con una sonrisa distinta. El blazer nuevo que Carolina lo había convencido de comprar le sentaba perfecto, el corte de pelo más prolijo. Pero más allá del look, lo que realmente lo hacía verse distinto… era la confianza.

Carolina lo esperaba abajo, y cuando él bajó las escaleras, sintió un nudo en el estómago.

Vestido ajustado, escote profundo, labios rojos intensos, y una mirada cargada de deseo. Ella lo miró de arriba abajo y murmuró con voz grave:

—Mi hombre está irresistible esta noche…

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Lo besó con pasión apenas lo tuvo al alcance. Ya no había miedo. Ya no había secretos. Esa noche saldrían juntos como pareja oficial.

Fueron a cenar a un restaurante elegante. Diego le sostenía la mano sobre la mesa mientras hablaban, reían y compartían miradas cómplices. En la mesa de al lado, un par de chicos no podían dejar de mirar a Carolina. Uno incluso lo felicitó al pasar al baño:

—Sos un suertudo, hermano. Qué mujer te conseguiste…

Y Diego sonrió. Porque por primera vez, no sintió que debía esconder nada. Esa mujer despampanante, segura, deseada… era suya. Y él era suyo.

Más tarde, fueron a bailar. En la pista, Carolina lo guiaba con su sensualidad como si el mundo entero desapareciera. Cada movimiento suyo era una provocación directa, cada roce una promesa.

Cuando salieron del boliche, él pensó que la noche estaba por terminar. Pero ella, con una sonrisa pícara, le susurró al oído:

—Tengo reservado un lugar. Vamos a sellar esta nueva etapa… como merecemos.


Apenas entraron al hotel, Carolina se volvió hacia Diego y lo besó con una mezcla de urgencia y ternura. No esperó a cerrar completamente la puerta; sus labios lo buscaron, sus manos se deslizaron por debajo de la camisa, palpando la piel de su pecho como si necesitara confirmar que era real, que al fin podía tenerlo sin restricciones.

—Esta vez no me guardo nada —le dijo con voz ronca, mientras sus dedos aflojaban su cinturón.

Diego se quedó sin palabras, pero su cuerpo respondió antes que su boca. La sujetó por la cintura y la levantó con fuerza, haciendo que sus piernas se cierren alrededor de su torso. La besó con hambre. Carolina gemía suave, empapada de deseo, mientras su vestido se deslizaba hacia abajo hasta quedar en ropa interior.

—Me tenías loca… desde el primer día —susurró ella, mientras bajaba su cierre y liberaba su erección—. Tu juventud, tu intensidad… este cuerpo que ahora es mío.

Se arrodilló ante él. Le acarició la pija lento, besando la base, la punta, el tronco, hasta tomarlo entero con sus labios. Diego arqueó la espalda, jadeando, viendo cómo ella lo adoraba con la boca, como si cada centímetro de su pija mereciera veneración. La lengua de Carolina era hábil, sus movimientos intensos pero suaves, una combinación perfecta entre lujuria y devoción.

—Quiero sentirte dentro —murmuró ella, sacandose todo y subiéndose a la cama y abriéndose para él—. No como antes… Esta vez, todo. Dámelo todo.

Él se deslizó sobre su cuerpo como si fuera un templo. La penetró la concha lento, profundo, sintiendo cómo ella lo recibía con gemidos que se mezclaban con respiraciones agitadas. Se movían como si estuvieran hechos el uno para el otro, como si sus cuerpos se conocieran desde siempre.

Ella lo montó con fuerza después, tomándole el rostro, jadeando con cada embestida, sus tetas rebotando, el se las mamaba, los labios entreabiertos por el placer. Los dos temblaban, rozando el límite, acariciando ese punto donde el éxtasis se funde con el amor.
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Carolina lo guió con una mirada al borde de la locura. Se giró, se inclinó en cuatro, y él la cogio por el culo, más profundo, más rítmico. Su cuerpo lo pedía todo. Él se lo dio.

Y cuando creyó que ya no podía más, ella lo volteó, se colocó entre sus piernas, y lo mamó nuevamente en su boca, mirando hacia arriba con esos ojos brillantes, devorándolo hasta llevarlo al límite.

Diego terminó jadeando, gritando. Ella tragó, lo miró con picardía, y le acarició el pecho.

—Ahora sí... sos mío —susurró.

Y esa noche, Diego supo que lo era.

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A la mañana siguiente, con los primeros rayos del sol colándose por la ventana, Carolina apoyó la cabeza sobre su pecho desnudo y murmuró:

—Te amo, Diego. Y no me importa lo que diga el mundo.

Él le acarició la espalda y le respondió:

—Yo también te amo. Gracias por verme... cuando nadie más lo hizo.

Y así, entre caricias lentas, comenzaron su nueva vida. Sin secretos. Sin miedo. Solo pasión, complicidad… y un amor que ya no necesitaba esconderse.

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5 comentarios - 146/2📑El Amigo de mí Hijo - Parte 2

luisferloco
el relato se centra en dos personas, pero lo que no veo, es que tengan miedo de que el marido los encuentre
DESTHEROS
No vive con el marido, son separados, ella vivía sola con el hijo, por eso le insistia tanto en oficializar la relación. En marido viene de vez en cuando pero por el hijo.
luisferloco
puede ser una continuación?
DESTHEROS
Tal vez, pero ya seria una relación normal de pareja, sin el morbo que inicio todo.
luisferloco +1
ok, sos el autor, pero le pondría pimienta ahora, la relación entre Diego y Leo, cuando lo ve entrar con la madre a la habitación, o escuchar a la madre gemir gracias a su amigo...
DESTHEROS +1
@luisferloco puede ser, o que aparesca una amante de él, lo tendre en cuenta
Flordelgado99
Muy buena historia, te invito a leer la mía..si tenés alguna sugerencia la acepto. Saludos
Douu83832
Excelente historia y que buen final le diste, aunque no termine como inicio tuve un cierre espectacular.