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145📑La Salvaje

145📑La Salvaje


El calor era denso como una manta húmeda sobre los hombros. El explorador Nicolás, bronceado, musculoso, con la camisa pegada al pecho por el sudor, apartaba la vegetación con su machete mientras el sol caía en picada sobre la selva amazónica. Su expedición era solitaria, una mezcla de búsqueda científica y escape personal. Pero nada lo preparó para ella.

Un movimiento entre los árboles. Algo… o alguien.

—¿Hola? —dijo en voz alta, la mano ya en el machete por si era un jaguar.

Y entonces la vio.

Una mujer de cabello castaño, largo, salvaje, cayéndole por la espalda semi desnuda. Sus ojos eran de un verde profundo, como si hubieran absorbido la selva misma. Estaba descalza, apenas cubierta por una prenda de cuero hecha a mano que apenas tapaba sus pezones endurecidos por el aire húmedo. Tenía el cuerpo de una diosa: musculoso, firme, cubierto de tierra y sudor, libre y animal.

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—Tú… —balbuceó él, boquiabierto.

Ella no dijo palabra. Lo observaba como si él fuera el intruso, el animal.

Y lo era. Él alzó las manos lentamente, mostrando que no era una amenaza.

—No voy a hacerte daño —dijo, pero su voz tembló. Su pija ya latía en sus pantalones al verla moverse con esos muslos anchos y firmes, ese vientre plano, ese cuerpo salvaje.

Ella se acercó, como si olfateara su olor. Lo rodeó en silencio. Le rozó la cara con los dedos. Lo empujó contra un árbol y lo miró con ojos encendidos. Luego… lo lamió. Desde la base del cuello hasta el mentón. Un gruñido gutural salió de su garganta.

Nicolás no pudo resistirse. Cuando ella lo empujó más fuerte contra el árbol, cuando sus caderas se apretaron contra su erección atrapada en el pantalón, ya no importaban las reglas, el mundo, la civilización.

La Salvaje gruñó otra vez, bajó la mano y desabrochó su cinturón. No conocía palabras, pero sabía exactamente qué hacer. Su instinto era puro deseo.

Lo liberó. Su pija brotó, gruesa, tensa, palpitando.

Ella la tomó con fuerza, caliente y directa, y la frotó contra su concha mojada, húmeda como la selva después de la lluvia. No llevaba nada debajo. Sus labios vaginales estaban hinchados, abiertos, preparados.

—Ah… joder… —susurró él, cuando sintió la punta empujar entre sus pliegues.

Y se montó. Sin permiso, sin aviso, sin miedo. Se lo enterró completo de un solo movimiento, con una fuerza animal, mientras se aferraba a sus hombros. Lo cabalgaba contra el tronco del árbol como si lo reclamara como suyo, como si el mundo entero se redujera al momento en que su concha se lo tragaba una y otra vez.

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Nicolás no podía más. Sus manos aferraban esas nalgas duras, salvajes, moviéndose al ritmo de los gemidos que salían de su garganta.

Ella no hablaba, rugía. Cada vez que él se hundía más en su interior, ella se aferraba más fuerte, mordía su cuello, arañaba su pecho, y lo apretaba con las piernas. Era como ser cogido por una diosa primitiva.

La piel contra piel, el calor, el olor a tierra, sudor y sexo llenaban el aire.

Ella lo miró a los ojos, le sujetó la cara con ambas manos, y gimió alto, como una fiera en celo, mientras su cuerpo se estremecía. Su orgasmo fue salvaje, espasmódico, mojando su pija con oleadas calientes que le hicieron perder el control.

Y entonces, con un grito ahogado, él también explotó dentro de ella, sin poder contenerse más.

Cuando terminó, ella lo abrazó con fuerza, como si no quisiera soltarlo jamás. Aún dentro, aún jadeante.

—¿Quién eres…? —susurró él, embobado.

Ella solo sonrió. Una sonrisa pura, primitiva. Su cuerpo pegado al suyo, aún latiendo.

La Salvaje lo había marcado. Y no lo dejaría escapar.

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Despertó con el olor a tierra húmeda, flores silvestres y sexo. La selva cantaba con su sinfonía de chillidos y susurros. Nicolás abrió los ojos y ahí estaba ella, sentada sobre una piedra, comiendo fruta, desnuda como si la vergüenza nunca hubiese sido inventada.

Sus pezones aún estaban erguidos, su piel brillaba con rocío y sudor, y cuando lo vio despertar, sonrió como una fiera satisfecha.

—Hola… —dijo él, aún desorientado.

Ella se acercó con una fruta en la mano—una papaya abierta, jugosa—y se la ofreció sin palabras. Él mordió. Dulce, pegajosa. Ella lamió el jugo que se derramó por su barbilla.

—¿Cómo te llamas? —preguntó él.

Ella ladeó la cabeza. No entendía.

—¿Nombre? —repitió él, señalándose a sí mismo—Nicolás. Yo. Nico.

Ella lo imitó, señalándose el pecho. Y luego, con voz ronca y acento imposible, dijo:

—Kaia.

Kaia. Sonaba a viento, a río, a raíces profundas.

Durante los días siguientes, Nicolás intentó enseñarle palabras básicas: agua, comida, árbol, piel. Ella era rápida, observadora. Aprendía tocando, repitiendo, imitando. Pero más allá del lenguaje, lo que compartían era el cuerpo.

Una tarde, bajo la lluvia, Kaia lo llevó a una cascada oculta. El agua caía con fuerza, y el sonido lo envolvía todo. Ella se sumergió desnuda y lo miró con esa mezcla de inocencia salvaje y lujuria primitiva.

—Ven —dijo, señalándolo.

Él se desvistió, mojándose con la lluvia, su pija endureciéndose al verla juguetear entre la espuma del agua. Kaia se acercó y lo abrazó bajo la caída. Su cuerpo mojado se frotó contra el de él, y empezó a besarlo. Primero los labios, luego el cuello, y luego descendió por su pecho con la lengua, como una serpiente lenta y sensual.

Cuando llegó a su pija, se arrodilló en el agua. Lo tomó con una mano firme y comenzó a lamerlo con lentitud. No como una mujer que lo hace por complacer. Lo saboreaba. Como si fuera una fruta exótica. Una necesidad vital.

—Kaia… —murmuró él, estremecido, mientras ella lo tomaba por completo en su boca.

Lo mamaba con devoción, con movimientos rítmicos, con saliva mezclada con agua. Le miraba a los ojos, gruñía placenteramente cada vez que lo sentía tensarse. Él se aferraba a su cabeza, le acariciaba los cabellos mojados.

Cuando estuvo a punto de correrse, ella lo detuvo. Se levantó y se subió a una roca plana bajo la cascada. Se abrió de piernas, sus labios vaginales brillaban, húmedos, abiertos, palpitantes.

—Tú… ahora —dijo, apenas articulando, pero con intención clara.

Nicolás se acercó y se inclinó entre sus piernas. Empezó a besarle la concha, a lamerla con lentitud, a explorarla como un mapa nuevo. Ella gimió alto, se arqueó, y le agarró el pelo como si quisiera fundirse con él.

Kaia sabía de placer. Sabía de ritmo, de contacto con la tierra. Su cuerpo se sacudía con cada caricia, con cada lamida profunda. Cuando ella se vino, lo hizo con un grito agudo, temblando, apretando sus muslos contra su cara.

Después, él la tomó ahí mismo, con fuerza. La penetró con una furia contenida, mientras la lluvia los lavaba. La cogía de espaldas, luego de lado, luego de frente. Ella se movía con él, como si fueran parte de la misma naturaleza salvaje.

Cuando acabaron, exhaustos, se recostaron entre las hojas, el agua deslizándose sobre sus cuerpos enlazados.

Kaia lo miró. Tocó su pecho.

—Tú. Fuerte. Bueno.

Nicolás sonrió.

—Y tú eres mi salvaje hermosa.

Ella no entendió todas las palabras, pero le bastó una: mi.

Lo besó suave, y en ese momento, en medio de la selva, sin civilización ni lenguaje perfecto, se entendieron mejor que cualquier pareja del mundo.

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La paz duró poco.

Nicolás y Kaia compartían los días en su cabaña de madera rústica, entre frutas, fuego, baños de río y noches de placer. Kaia hablaba más, aprendía con rapidez. Su voz era grave, hermosa, con ese acento tribal que volvía cada palabra un susurro animal.

—Tú hombre bueno. —le decía—. Pero lento. —Y reía, mientras lo empujaba al suelo para montarlo como una yegua indomable.

Pero aquella tarde, la selva se volvió silenciosa. Demasiado.

Kaia tensó el cuerpo de inmediato. Se agachó como una pantera, con los sentidos despiertos. Nicolás la vio transformarse: ya no era la mujer juguetona, sino la cazadora.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

—Hombres. Cerca. Malos. —dijo con los dientes apretados— Los K'uri. Hombres que matan. Que roban.

Ella sacó una lanza de madera con punta de hueso. Nicolás quiso protegerla, pero ella lo detuvo con una sola mano en el pecho.

—Tú, calla. Mira.

Desde la espesura, emergieron tres figuras. Cuerpos tatuados, lanzas, ojos duros. Vestían taparrabos de piel. Uno de ellos tenía un collar con dedos humanos. Kaia dio un paso al frente, desnuda, sin miedo.

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—¡Kaia! —gruñó uno, sorprendido—. Vuelve con tribu. Eres nuestra.

—¡No! Kaia libre. —espetó ella con una furia incendiaria—. Este hombre es mío.

—Vamos a matarlo. Después tú serás de todos —dijo el más grande, lamiéndose los labios.

Nicolás sintió un escalofrío. Pero antes de que pudiera moverse, Kaia saltó.

Fue un destello de furia rubia, una fiera. La lanza voló, se clavó en el muslo del primero. Rodó, se abalanzó sobre el segundo y le partió la mandíbula con una piedra. El tercero intentó huir, pero ella lo alcanzó con un grito animal, y lo golpeó hasta dejarlo inconsciente.

La selva volvió a rugir con su canto.

Kaia estaba de pie, sudada, jadeando, la piel salpicada de sangre, más hermosa que nunca. Nicolás la miraba, embobado. La bestia. La diosa. Su hembra.

Ella se volvió hacia él, con los ojos encendidos.

—¿Tienes miedo?

—No… —susurró él.

—Mientes. —se le acercó despacio—. Eres hombre de ciudad. Blando.

—Kaia…

Ella le tomó la cara con fuerza, lo empujó contra un tronco y lo besó brutalmente, como si lo reclamara otra vez. Luego le desató el pantalón y le sacó la pija.

—Siempre duro para mí —dijo, con voz oscura—. Pero hoy, yo mando. Yo te cojo.

Lo empujó al suelo, boca arriba, y lo montó de rodillas. Su cuerpo, manchado de batalla, brillaba como una diosa salvaje. Se hundió con su concha sobre su pija con un gemido grave, profundo.

—Mírame. No cierres ojos. Mírame cuando me llenas.

Nicolás la obedecía. Ella lo cabalgaba con fuerza, con dominio, apretando sus caderas con ritmo perfecto. Él se agarraba de sus tetas. Cada embestida era un golpe de poder, cada gemido, una orden.

—Tú dentro… más… más… —jadeaba ella, y lo abofeteó suave—. Tú eres mío. Yo decido cuándo vienes.
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Lo apretó con fuerza vaginal, lo exprimió hasta dejarlo temblando.

—¿Vas a correrte?

—S-sí…

—No todavía. —lo apretó con fuerza interna, deteniéndose—. Solo cuando yo diga.

Y lo torturó con placer. Se movía apenas, lo acariciaba, lo apretaba. Sus pezones rozaban su pecho, sus uñas dejaban marcas. Era la reina de la selva, y él su esclavo de placer.

Cuando por fin lo dejó terminar, fue gritando, desbordando dentro de ella con toda la fuerza contenida.

Ella no se movió. Se quedó sentada sobre su pija aún caliente, jadeando, mirándolo desde arriba.

—Yo mato por ti. Yo te cojo. Yo te cuido. Tú eres mío.

Nicolás, desnudo, rendido, sin aliento, solo pudo asentir.

La Salvaje lo había conquistado por completo.


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Esa noche, el cielo ardía en tonos rojos y naranjas. Un eclipse parcial cubría la luna, y la selva cantaba con sonidos antiguos. Nicolás notó que Kaia había estado recogiendo plantas, frutas y piedras durante todo el día. Estaba inquieta, concentrada. Algo preparaba.

—¿Qué haces, amor? —le preguntó.

Ella lo miró y sonrió con ternura. Su cabello estaba trenzado con flores silvestres. Su cuerpo, bañado, perfumado con resina de árbol, vestía por primera vez un atuendo ceremonial hecho con hojas entrelazadas. Aún dejaba ver casi todo: sus tetas firmes, su ombligo, el monte púbico apenas cubierto.

—Tú… me diste palabras —dijo con una voz suave—. Me diste nombre. Risa. Pensamiento. Yo solo era cuerpo. Instinto. Pero ahora… soy mujer.

Nicolás tragó saliva, emocionado.

—Kaia, tú siempre fuiste más que eso…

Ella lo interrumpió, acercándose, acariciándole el rostro.

—Gracias por enseñarme… a ser persona. Ahora yo te doy… regalo. El ritual. De fuego. De piel. De unión.

Él no entendía del todo, pero no dijo nada. Kaia lo tomó de la mano y lo condujo a un claro entre árboles. Ahí, había una fogata encendida, frutas dispuestas en círculos, flores. Y en el centro, una piedra plana, como un altar.

—Te voy a hacer mío. Para siempre. Cuerpo con cuerpo. Alma con alma.

Se arrodilló ante él y comenzó a desvestirlo con lentitud. Cada prenda removida era un gesto ceremonial. No había prisa, solo devoción. Lo besaba en cada centímetro desnudo: hombros, abdomen, muslos. Cuando su pija quedó libre, Kaia no la tomó. La miró como algo sagrado.

—Hoy no te cojo con furia. Hoy te uno… conmigo. Como tribu antigua.

Lo hizo recostarse sobre la piedra. El calor de la fogata le tocaba la piel. Ella subió sobre él, de rodillas, como una sacerdotisa. Se acarició las tetas lentamente, dejando caer aceite perfumado sobre ellos, y lo frotó sobre su abdomen. Luego sobre su vulva.

—Yo soy fuego. Yo soy agua. Yo soy la selva. —murmuró.

Se abrió la concha lentamente y lo fue tomando en su interior con una lentitud hipnótica. Nicolás sintió su calor envolverlo, como si ella fuera un templo húmedo, ancestral.

Ella comenzó a moverse suavemente, con ritmo sagrado. No era sexo. Era un conjuro.

Kaia lo miraba fijo, sus ojos brillando a la luz del fuego.

—Cuando termine, tú ya no serás solo hombre. Serás mío. Para siempre. Como espíritu. Como raíz.

—Kaia… te amo.

Ella sonrió, emocionada. Lagrimas ardientes se mezclaban con el sudor. Y entonces el ritmo cambió: sus caderas comenzaron a moverse en círculos lentos, profundos. Le hablaba con cada gemido, con cada apretón de su vientre.

Le tomó las manos y las puso sobre sus tetas.

—Toca mi corazón.

Sus sexos se frotaban mojados, calientes, mientras el eclipse oscurecía la selva. El ambiente era puro calor, puro deseo, puro trance.

Kaia gemía con la boca entreabierta, sus tetas subían y bajaban con cada respiración. Nicolás ya no podía contenerse, sentía que algo se rompía por dentro: no era solo un orgasmo, era una entrega completa.

—Ahora… —susurró ella—. Ven… dentro… de mí. Marca tu alma… en mi cuerpo.

Y cuando lo hizo, con un rugido tembloroso, Kaia se corrió también, apretándolo con las piernas, mordiéndole el cuello, temblando de placer absoluto.

Permanecieron así, unidos, temblando, respirando lento.

Ella se recostó sobre él y le susurró al oído:

—Ya no soy solo Kaia. Soy nosotros.

Y el fuego ardió toda la noche, como testigo del ritual sagrado entre un hombre perdido… y su salvaje.

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Pasaron tres semanas desde el ritual.

Kaia, con su inteligencia natural y cuerpo de diosa, había aprendido rápido. Nicolás no quería separarse de ella, ni por un instante. Por eso tomó una decisión: la traería con él.

El viaje a la ciudad fue surreal. Kaia nunca había visto un auto, ni un edificio, ni una prenda con costuras rectas. Todo era nuevo para ella. Pero su instinto de adaptación era feroz.

Con la ayuda de Nicolás, consiguió documentos, ropa, e incluso un nuevo nombre: Kaia Silva.

—Silva… por la selva —le explicó él. Ella sonrió, orgullosa.

Aprendía rápido: a sentarse con las piernas cruzadas, a usar cubiertos, a mirar a los ojos sin parecer una amenaza. En pocas semanas, ya caminaba con vestido, el cabello recogido, y modales suaves. Los demás la miraban fascinados: una belleza magnética, misteriosa, con esa sensualidad que no se puede fabricar.

La presentó en sociedad. Amigos, colegas, cenas. Todos la adoraban.

—¿De dónde es? —preguntaban.

—Del Amazonas —respondía él, sonriendo con misterio—. Es... especial.

Y lo era. Pero lo que nadie imaginaba era lo que ocurría por las noches.

Porque cuando Kaia se quitaba el vestido, los tacones y el maquillaje, la fiera volvía.

Cerraban la puerta del departamento, y Kaia se transformaba. Su mirada cambiaba.

—Ya puedo hablar con todos. Puedo sonreír, decir gracias… comer con cuchillo. —decía mientras se acercaba a él con la ropa interior deslizándose por sus muslos—. Pero contigo… no quiero ser dama.

—¿No?

—No. Contigo… quiero ser tu selva.

Lo empujaba contra el colchón, le arrancaba la camisa con una sola mano. Lo montaba con furia contenida, lo mordía en el cuello, le hablaba en su dialecto olvidado mientras lo cabalgaba hasta dejarlo sin aire.

—Tú me enseñaste a caminar entre gente. A pensar. A reír. Pero mi alma… —decía mientras su vagina lo engullía con lentitud—... sigue mojada de río, sucia de barro. Tuya.

Hacían el amor con una intensidad que los espejos no podían ocultar. Nicolás era su presa cada noche. Ella decidía cuándo tomarlo, cómo, dónde.

A veces en la ducha. A veces en la cocina. A veces de pie, contra la ventana del piso 14, con la ciudad como testigo.

—Eres mía, Kaia —le decía él, susurrando mientras acababa dentro de ella.

Y ella respondía con una sonrisa oscura:

—No. Tú eres mío.

Y lo era.

Porque, aunque ahora usara perfume francés y hablara inglés con acento, en la cama seguía siendo la reina de la selva.

Una fiera envuelta en seda.

Y Nicolás, cada noche, regresaba al único lugar donde se sentía verdaderamente libre: entre las piernas de su salvaje.

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