
Era lunes por la mañana. El banco estaba lleno de clientes que hacían fila, algunos pagando facturas, otros retirando dinero. Martín, un joven contador de 28 años, esperaba su turno para depositar cuando todo estalló.
Las puertas se abrieron de golpe y tres figuras encapuchadas irrumpieron con armas en mano. Los gritos llenaron la sala.
—¡Todos al suelo, carajo! —rugió uno de ellos, disparando al techo.
Martín se lanzó al piso junto con los demás, pero su corazón latía tan fuerte que sentía que se le iba a escapar del pecho. El pánico era real. Uno de los asaltantes se encargaba de los guardias, otro del cajero principal, y la tercera figura —una mujer, lo delataba su voz— caminaba entre los clientes vigilando.
Se movía ágil, con un cuerpo marcado bajo la ropa negra ajustada. Los ojos azules resaltaban detrás de la máscara, brillando con una mezcla de frialdad y adrenalina. Pasó junto a Martín y lo apuntó de cerca.
—¿Y tú? —dijo con voz ronca, femenina pero dura—. Levántate.
Él obedeció, temblando. Ella lo observó de arriba abajo, como si estuviera eligiendo algo.
—Necesito un rehén. Vas a ser tú.
Lo jaló del brazo y lo levantó con fuerza sorprendente. Martín sintió la presión del cañón en su costado mientras lo usaba como escudo humano. El grupo comenzó a salir con las bolsas llenas de dinero.
Las alarmas sonaban. Afuera ya se escuchaban sirenas acercándose.
—¡Mierda, la policía! —gruñó uno de los hombres.
—Cambio de plan —dijo la mujer, y lo empujó contra una camioneta negra estacionada. Lo subió primero a los asientos traseros y se metió con él, mientras los otros arrancaban el vehículo con un chirrido de llantas.
El motor rugió y salieron disparados a toda velocidad, con patrullas siguiéndolos de cerca. El cuerpo de Martín temblaba, atrapado, mientras la asaltante lo sostenía contra ella, con la pistola aún en la mano. Su olor a sudor y perfume barato lo rodeaba, y por un instante, en medio del miedo, sintió un calor extraño.
Las sirenas se multiplicaban detrás de ellos, cada vez más cerca. La camioneta negra se sacudía con los volantazos bruscos mientras el conductor trataba de ganar terreno.
—¡Nos van a alcanzar! —gritó uno de los cómplices.
Martín, con el corazón a mil, notó un cartel en la carretera: “Desvío hacia obras – camino lateral”. Miró rápido a la mujer y le susurró con urgencia:
—Por ahí… tomen el desvío de tierra, las patrullas no entrarán con tanta velocidad.
Ella lo miró con sorpresa, midiendo si era una trampa.
—Si me mientes, te mato aquí mismo.
El conductor obedeció, girando bruscamente hacia el camino lateral. El vehículo saltó con las piedras y la tierra, mientras dos patrullas pasaban de largo por la carretera principal. Durante unos segundos, parecían haber ganado aire.
Pero la suerte duró poco. Un helicóptero apareció arriba, iluminando la camioneta con un foco enceguecedor. Las patrullas restantes entraron al camino y cerraron la salida.
—¡Nos jodieron! —gritó el cómplice del asiento delantero.
Los neumáticos delanteros reventaron por los pinchos de la policía. La camioneta derrapó violentamente y acabó de costado contra una zanja. En segundos, los agentes rodearon a los tres asaltantes. Gritos, golpes, esposas, todo en caos.
La mujer reaccionó antes de que pudieran atraparla. Tiró a Martín al suelo y se pegó a él como si aún lo usara de escudo. Le susurró al oído con rabia contenida:
—No abras la boca.
En el desconcierto, cuando los policías arrastraban a los otros dos hombres esposados, Martín tuvo una idea desesperada. Se acercó al oído de la mujer y murmuró:
—Si finges que eres una rehén como yo, saldrás de aquí.
Ella lo miró con esos ojos helados, intentando leerlo.
—¿Me estás ayudando… o quieres que me atrapen?
Él tragó saliva, sabiendo que estaba arriesgando su vida.
—Confía. Si no, acabas muerta o en prisión.
La mujer respiró hondo, se sacó la máscara, revelando su cabello negro y lo hermosa que era, Martín la miró embobado, ella soltó el arma discretamente bajo el asiento y se aferró al brazo de Martín, temblando como si fuera una víctima. Cuando los agentes los alumbraron con linternas, él gritó con voz quebrada:
—¡Estamos aquí! ¡Somos rehenes!
Los policías los arrastraron lejos del vehículo, sin sospechar nada. La mujer bajó la cabeza, fingiendo estar en shock. Nadie la revisó con detalle: la prioridad era esposar a los capturados y asegurar el dinero.
En medio del caos, Martín y la asaltante fueron apartados con otros civiles rescatados. Ella, pegada a él, se inclinó lo justo para susurrarle al oído:
—Acabas de salvarme el culo… y eso, te lo voy a recompensar como no imaginas.
Un escalofrío le recorrió la espalda. No sabía si temerle o desearla.
Martín aún no entendía del todo cómo había terminado allí, subiendo a la parte trasera de una moto que la mujer había robado a pocos metros del caos policial. El aire le golpeaba el rostro mientras ella, pegada al manubrio, lo guiaba a toda velocidad fuera de la ciudad.
Después de una hora de caminos laterales, entraron en un viejo galpón abandonado cerca de una cantera. Apagó el motor, bajó con agilidad. El cabello negro, húmedo de sudor, enmarcaba unos labios gruesos y unos ojos intensos que parecían devorarlo.
—Bienvenido a mi pequeño escondite —dijo, dejando el arma sobre una mesa oxidada—. Y gracias… sin ti ya estaría esposada o muerta.
Martín se quedó en silencio, aún temblando por la adrenalina. Ella dio unos pasos lentos hacia él, mirándolo fijo.
—Te lo prometí, —susurró con una sonrisa torcida—. Y yo siempre pago mis deudas.
Lo empujó suavemente contra una pared y, sin darle tiempo a reaccionar, se arrodilló frente a él. Bajó la bragueta con manos seguras, liberándo su pija, que se endurecia en sus manos, y comenzó a jugar con la lengua despacio, provocadora. Sus labios se cerraron alrededor, chupando con fuerza, mientras lo miraba hacia arriba con una mezcla de desafío y deseo.
Martín soltó un gemido entrecortado, apoyando la cabeza contra la pared. Sentía su boca recorrerlo con maestría, alternando succiones profundas con lamidas juguetonas. Ella se apartó un segundo, se limpió los labios y murmuró:
—¿Eso te gusta? Apenas estoy empezando.
Se subió sobre él , la ropa ajustada marcando cada curva. Se bajó el pantalón con un movimiento ágil y guió su pija dentro de su concha con un suspiro ronco. Comenzó a cabalgarlo con fuerza, dándole sentones que resonaban contra su pelvis, cada golpe más húmedo y sonoro que el anterior.

Martín la tomó por la cintura, jadeando, mientras sus manos subían hasta sus tetas firmes. Ella se las ofreció, gimiendo en su oído:
—Apriétame las tetas, muérdelas… soy toda tuya esta noche.
Los cuerpos chocaban con un ritmo salvaje, sudorosos, llenando el galpón de jadeos y gemidos. Ella lo besaba con desesperación, mordiéndole el labio, para luego volver a cabalgarlo con fuerza, haciéndolo perder el control.
De pronto, él la giró con un empujón firme y la puso en cuatro sobre una mesa vieja. Se acomodó detrás y le metió la pija en la concha, la penetró profundo, sujetándola de las caderas mientras ella gritaba obscenidades, pidiéndole más, moviendo las nalgas contra él.
La tomó con embestidas cada vez más duras, el sonido de sus cuerpos chocando resonando en el lugar vacío. Martín estaba al borde, sujetándola fuerte, hasta que finalmente salió de ella y descargó toda su leche sobre sus nalgas, marcándola con su calor.

Ella jadeaba, con el cabello desordenado y una sonrisa peligrosa en los labios. Se giró lentamente, se pasó un dedo por la piel húmeda de su trasero y lo miró a los ojos.
—Eso… es solo un adelanto de cómo sé recompensar a quien me salva.
Martín respiraba agitado, sabiendo que estaba cruzando un límite sin retorno. Ella no era solo una asaltante: era un torbellino de peligro, placer y locura… y él ya estaba atrapado en su juego.
El galpón olía a sudor, pólvora vieja y sexo. La mujer se había puesto una camiseta rota que encontró entre cajas, mientras Martín, aún jadeante, intentaba asimilar lo que acababa de pasar.
Ella encendió un cigarrillo, lo sostuvo entre los labios y exhaló el humo con calma.
—Escucha… —dijo con voz ronca—. Mis socios son unos cobardes. Si la policía los está apretando, seguro ya me delataron.
Martín la miró sorprendido.
—¿Y qué haremos entonces?
La respuesta llegó antes de tiempo. Afuera se escuchó un zumbido de motores y ladridos de perros. Una voz amplificada retumbó en la cantera:
—¡Sabemos que estás aquí! ¡Ríndete con las manos en alto!
Ella maldijo y apagó el cigarro contra la mesa.
—Lo sabía. Están haciendo un rastrillaje. Tenemos minutos, como mucho.
Corrió hacia una trampilla oculta detrás de unos barriles oxidados y la abrió, revelando un túnel de mantenimiento que descendía entre piedras húmedas.
—Por aquí. Vamos.
Martín dudó.
—¿Y si nos atrapan?
Ella lo agarró del cuello de la camisa y lo besó con rabia, mordiéndole el labio.
—Ya no hay vuelta atrás. Estás conmigo… o muerto.
Bajaron por el túnel mientras arriba se escuchaban pasos, linternas y perros husmeando. Avanzaron agachados, el eco de las botas acercándose cada vez más. El corazón de Martín latía como un tambor.
De pronto, un rayo de luz los alcanzó: una linterna los había descubierto.
—¡Allí! ¡Se escapan por abajo! —gritó un policía.
Ella sacó un arma pequeña que había escondido en su bota y disparó dos veces al techo del túnel, levantando polvo y rocas que bloquearon el pasillo.
—Eso los detendrá un rato.
Corrieron hasta salir a un descampado iluminado por la luna. El silencio contrastaba con el bullicio de sirenas detrás. Martín cayó de rodillas, exhausto. Ella se inclinó frente a él, sudando, el cabello desordenado, y lo tomó del mentón con fuerza.
—Me diste una idea brillante en el banco, y ahora me salvaste otra vez con tu silencio. —Le sonrió con malicia—. Te juro que voy a recompensarte de nuevo… y esta vez será más salvaje.
El descampado se extendía oscuro bajo la luz fría de la luna. A lo lejos, aún se escuchaban sirenas y ladridos, pero cada vez más débiles: habían logrado despistar al rastrillaje. La mujer lo jaló de la mano hasta un viejo granero abandonado, con la puerta apenas sostenida por bisagras oxidadas.
—Aquí estaremos a salvo… por un rato —dijo, cerrando detrás de ellos.
Martín cayó sentado contra una pila de pacas de heno, exhausto, mientras ella se arrodillaba frente a él con esa sonrisa peligrosa.
—Te lo dije… te voy a recompensar como mereces.
Le desabrochó la bragueta con brusquedad liberándole la dura pija, devorándolo con la mirada antes de inclinarse sobre él. Su lengua lo recorrió lentamente, de la base a la punta, antes de envolverlo con la boca caliente. Martín arqueó la espalda, gimiendo, mientras ella lo mamaba con un ritmo intenso, alternando succiones profundas con chupones húmedos que dejaban marcas rojas en su piel.
Se apartó apenas, dejando un hilo de saliva brillante, y lo miró con esos ojos azules que parecían hipnotizarlo.
—¿Lo sientes? Este es mi agradecimiento… y aún falta.

Se subió encima de él con fuerza, guiándo su pija dentro de su concha caliente con un gemido ronco. Empezó a cabalgarlo con un frenesí salvaje, dándole sentones bruscos que hacían crujir la madera del granero. Sus uñas se clavaban en sus hombros, sus tetas rebotaban frente a su cara, y Martín las atrapó con las manos, jugando con ellas, chupándolas con desesperación.
Ella gritaba obscenidades, gimiendo cada vez más alto, hasta que lo empujó contra el heno y se puso en cuatro frente a él. Se giró apenas, con el cabello despeinado pegado a la piel sudorosa, y le dijo con voz ronca:

—Ahora quiero que me lo metas… por el culo.
Martín, enardecido, se colocó detrás y la penetró lentamente el culo. Ella apretó los dientes, gimiendo fuerte, hasta que el dolor se transformó en placer, empujando sus caderas contra él con ansias salvajes. El choque de sus cuerpos resonaba en el granero, acompañado de jadeos, gemidos y respiraciones agitadas.
Martín la sujetó fuerte de la cintura, embistiéndola cada vez más profundo mientras ella arqueaba la espalda y se mordía los labios con fuerza. Finalmente, cuando ya no pudo contenerse más, salió de ella y descargó todo sobre sus tetas, manchándola mientras ella se acariciaba, mirándolo con esa sonrisa retadora.
Se tumbó junto a él, sudorosa, aún respirando con fuerza.
—Eres un maldito lleno de sorpresas —dijo con una risa entrecortada—. Tal vez debería llevarte conmigo…
Martín la miró, sin saber si estaba condenado o bendecido por haberse cruzado con ella. Afuera, la noche seguía en calma, como si el mundo hubiera desaparecido.

El amanecer se filtraba tímido entre las tablas rotas del granero. Martín dormía agotado, con el cuerpo desnudo cubierto apenas por una manta. A su lado, ella lo observaba en silencio, con los labios húmedos y los ojos brillando de deseo.
Se inclinó sobre él y comenzó a besarlo por el cuello, descendiendo hasta su torso. Con una sonrisa traviesa murmuró en su oído:
—Despierta… quiero un mañanero.
Martín abrió los ojos lentamente, sorprendido por la calidez húmeda de su boca envolviéndo su pija. Ella lo mamaba con ansias, chupando cada vez más profundo, mientras sus manos lo acariciaban con firmeza. Él gimió, acariciándole el cabello, dejándose llevar por esa succión ardiente que lo hacía estremecer.
Ella se subió encima sin quitarse la camiseta que le colgaba apenas de un hombro. Guió su pene dentro de su vagina y comenzó a cabalgarlo con movimientos intensos, rápidos, jadeando con la respiración entrecortada. Cada sentón hacía crujir la paja bajo sus rodillas, mientras los gemidos llenaban el aire del amanecer.

Martín la sostuvo por la cintura, hundiéndose más en su cuerpo húmedo, sintiendo cómo lo apretaba con fuerza. Ella arqueaba la espalda, sus tetas rebotaban, y se inclinaba para besarlo con desesperación, mordiéndole los labios.
El ritmo se volvió frenético, salvaje, hasta que él no pudo más y terminó dentro de ella con un gemido profundo. Ella se dejó caer sobre su pecho, sudorosa, el corazón desbocado, sonriendo satisfecha.
—Eres mi vicio… —susurró con voz ronca, acariciándole el rostro.
Pero el momento no duró. El ruido de motores y voces rompió la calma. Afuera, una patrulla frenaba frente al granero. Luces rojas y azules se colaban entre las rendijas.
Ella se incorporó de golpe, aún desnuda, con los ojos encendidos de adrenalina.
—¡Mierda, nos encontraron!
Martín se sentó, el corazón acelerado, mientras escuchaban las botas acercándose a la puerta.
La mañana, que había empezado con placer, estaba a punto de convertirse otra vez en una carrera por sobrevivir.

Después de días huyendo juntos, compartiendo adrenalina, sexo y miedo, Martín y ella habían logrado mantenerse un paso adelante de la policía. Habían dormido en moteles baratos, escondido en almacenes y cruzado carreteras desiertas. Pero Martín guardaba un secreto: había hecho un trato con la policía para atrapar a la asaltante a cambio de una recompensa.
Esa mañana, ella lo despertó con la misma hambre que siempre, ansiosa por un encuentro rápido antes de continuar la fuga. Él fingió entusiasmo, la dejó subirse sobre su pija y la llevó al clímax embistiéndo su concha con la misma pasión de siempre. Sus cuerpos sudorosos se movían en un ritual intenso de deseo y peligro, ella cabalgándolo, dándole sentones salvajes, luego arqueándose para ofrecerle el culo. Él la cogia salvajemente, finalmente él terminó dentro de ella, mientras ella se recostaba sobre su pecho, jadeando satisfecha.

—Eres un maldito… —susurró, sonriendo, sin saber que él ya había decidido su traición.
Una vez vestidos y con las mochilas preparadas, Martín la condujo hacia un almacén abandonado “seguro”, pero mientras ella se distraía revisando mapas y rutas de escape, él había llamado discretamente a la policía. Minutos después, un convoy apareció silencioso, bloqueando las salidas.
—¡Detente! —gritaron los oficiales—. ¡Estás rodeada!
Ella giró hacia Martín, con los ojos llenos de incredulidad y rabia.
—¿Qué… qué hiciste?
Martín se acercó con calma, sin dejar de mirar sus ojos brillantes de furia.
La policía la tomó y la subió al vehículo. Antes de cerrarle la puerta, Martín se acercó a la patrulla y, con voz firme y sin un ápice de remordimiento, le dijo:
—Cojes bien rico… pero sigues siendo una puta ladrona.
Ella lo miró con furia, el corazón palpitando, mientras la patrulla se alejaba, llevándola lejos.
La luz de la celda era fría, casi azulada. Las rejas proyectaban sombras sobre las paredes mientras ella se recostaba en el catre, con la cabeza apoyada en las manos. Los días en prisión pasaban lentos, llenos de rabia y recuerdos del contable que la había traicionado.
De pronto, el guardia le entregó un sobre. El sobre era simple, sin remitente. Lo abrió con manos temblorosas y leyó:
“Segura piensas que te traicioné… pero solo lo hice para salvar tu vida, y para que tu condena no sea tan alta.
Prometo visitarte conyugalmente, si lo deseas.
Con todo lo que queda de mí,
Martín.”
Ella dejó caer el sobre, respirando agitadamente. Una mezcla de furia, sorpresa y deseo la recorrió. Sus mejillas se calentaron al imaginarlo frente a ella, recitando esas palabras mientras la tocaba con esa calma y fuerza que solo él sabía.
—Maldito… —susurró, mordiendo el labio inferior—. Vas a pagarme… a tu manera.
En ese instante comprendió algo: aunque la había traicionado, él había sido su único refugio en medio del peligro, y la llama del deseo entre ellos no se había apagado.
La carta quedó sobre la mesa, y ella sonrió con complicidad, anticipando cada visita que vendría, cada encuentro secreto donde la pasión y el riesgo se entrelazarían de nuevo.


1 comentarios - La Bandida Ardiente