

Desde los quince años, mi mundo giraba en torno a un secreto que guardaba con celo.
En la quietud de mi cuarto, mientras mis hermanas charlaban en el comedor o mis padres veían televisión, yo me encerraba con el pretexto de estudiar. Pero no eran los libros los que me absorbían. Era el cesto de la ropa, donde los broches de madera de mi madre se convirtieron en mi obsesión. Los tomaba con manos temblorosas, asegurándome de que la puerta estuviera cerrada con pestillo. Me desnudaba frente al espejo de cuerpo entero, mi respiración acelerada, y colocaba los broches en mis pezones.
El dolor era inmediato, un pinchazo que me hacía morder el labio para no gritar. Pero tras ese primer impacto venía una oleada cálida, un cosquilleo que bajaba por mi vientre y se asentaba entre mis piernas. A veces, me atrevía a más, colocando un broche en los labios vaginales, con cuidado, sintiendo cómo el dolor se mezclaba con un placer tan intenso que me dejaba sin aliento.
Esos momentos eran míos, robados al mundo. Me sentaba en el borde de la cama, apretando las piernas, dejando que las sensaciones crecieran. Mis orgasmos eran húmedos, desbordantes, como si mi cuerpo se rindiera por completo a ese dolor exquisito.
Sentía cómo mi piel se erizaba, cómo un calor líquido me recorría, y a veces tenía que ahogar un gemido metiendo la cara en la almohada. Era un éxtasis privado, tan poderoso que me dejaba temblando, con el corazón desbocado y una sonrisa que nadie entendería. Después, devolvía los broches al cesto, revisando que no quedara ninguna marca en mi piel que delatara mi secreto.
A veces, para intensificar la experiencia, usaba otras cosas: una regla de madera para darme pequeños golpes en los muslos o una cuerda suave que encontraba en el garaje, con la que me ataba las muñecas torpemente, imaginando que alguien más lo hacía. Nadie sospechaba. En casa, yo era la callada Cecilia, la que siempre estaba "cansada" o "con tarea".
Mis hermanas nunca notaron las veces que me encerraba en el baño, diciendo que necesitaba una ducha larga, cuando en realidad estaba explorando mi cuerpo con pinzas o con mis propias uñas, pellizcando hasta encontrar ese punto donde el dolor se volvía placer.
Cuando llegó internet, mi mundo se expandió. Encontré foros anónimos donde leía sobre BDSM, veía imágenes de cuerpos atados con cuerdas intricadas, y mi imaginación se disparaba. Me fascinaba la idea de la sumisión, de entregar el control, aunque en mi soledad yo era quien mandaba y obedecía. Cada noche, después de apagar la luz, me sumergía en esas fantasías, tocándome mientras imaginaba que alguien más decidía por mí.
Antes de Edu, hubo alguien más: Clara, una amiga del instituto. Clara era intensa, con una energía que intimidaba y atraía. Nos enrollamos un par de veces en su casa, siempre a escondidas. Ella era dominante por naturaleza, aunque nunca lo nombró así. La primera vez, me dio una nalgada juguetona mientras reíamos, pero algo en mi mirada la hizo continuar. Sus manos eran firmes, y cada azote en mis nalgas despertaba un fuego que me hacía jadear. Tiraba de mi cabello, no con suavidad, sino con una fuerza que me hacía arquear la espalda, y cuando sus dientes se clavaban en mis pezones o mordía mis labios, el dolor era tan agudo que desencadenaba orgasmos que me dejaban mareada, mi cuerpo temblando y húmedo de una forma que nunca había experimentado con los broches. Clara no preguntaba, solo actuaba, y yo me dejaba llevar, sumisa por instinto. Nunca hablamos de lo que hacíamos; simplemente pasaba, como un secreto compartido que ninguna mencionaba fuera de esas tardes.
Pero Clara se mudó, y volví a mis rituales solitarios, a mis broches y cuerdas, hasta que conocí a Edu. Con él, por primera vez, no tuve que esconderme. Le conté, con el rostro ardiendo, sobre los broches, sobre Clara, sobre el placer que encontraba en el dolor. Y él, en lugar de juzgarme, me abrazó y me dijo que quería explorar eso conmigo. Con Edu, las cuerdas reemplazaron mis torpes nudos, y su cuidado transformó mi secreto en algo que ya no tenía que ocultar. Por fin, era libre de ser yo, de rendirme sin miedo, de dejar que el dolor y el placer me definieran sin vergüenza.
Cecilia
5 comentarios - A los 15 Me Entregué en Secreto al Placer de la Sunisión