Después de vender varias bombachas por internet, la mecánica ya me resultaba casi automática: elegir la prenda, usarla uno o dos días —a veces más, si sabía que el cliente era de los que pedían “intensidad”—, cerrarla en una bolsita, envolverla con cuidado, y enviarla. Era simple, limpio, sin riesgo. Pero entonces apareció él.
Me escribió como si me conociera de antes: seguro, directo, con una confianza que me desconcertó. No pedía fotos ni detalles morbosos. Sólo una entrega. En mano.
Le contesté que no lo hacía así. Me insistió. Me dijo que era del barrio, que le fascinaba la idea de verme, aunque fuera sólo un instante. Que no pretendía nada más. “Sólo saber que esa bombacha la usaste vos. Ver tu cara. Imaginarte.”
Algo en su forma de decirlo me incomodó. Pero también me hizo cosquillas. Me sentí… poderosa. Deseada desde un lugar sucio, primitivo. Me miré al espejo: el pelo algo revuelto, sin maquillaje, con una tanga vieja de hilo que me entraba entre los labios. El morbo de saber que alguien pagaría por eso me electrificó.
Acepté.
Pactamos en una esquina, cerca de una estación de servicio, cómo si fuera a entregar un paquete de velas comparada en marketplace. Fui caminando con el corazón latiéndome en los labios. Llevaba un vestido corto, sin bombacha. Por supuesto. Quería que el paquete tuviera aroma fresco. Vivo.
Cuando lo vi, me desinflé un poco. No era lo que mi mente había fantaseado. Era un tipo grandote, desprolijo, con cara de oficinista cansado. Nada de mirada penetrante ni aura misteriosa. Y sin embargo… cuando se me acercó y me dijo “¿Sos vos?”, sentí cómo se me humedecía la entrepierna.
Le entregué el sobre. Lo agarró con cuidado, como si contuviera algo frágil y valioso. Me miró a los ojos con una mezcla de respeto y hambre. No dijo nada más. Ni yo.
Me di vuelta y me fui caminando rápido. Pero algo me quemaba por dentro. Era esa mezcla venenosa: él no me atraía, pero la situación sí. Estaba caliente. Como si lo que me excitara no fuera el tipo, sino su deseo. Mi rol. El pecado.
A media cuadra me apoyé contra un árbol. Me hice la que revisaba el celular, pero en realidad me metí la mano por debajo del vestido. Estaba empapada. Deslicé un dedo adentro, sin sacarlo del todo. Sentí que pulsaba, que palpitaba. Era demasiado.
Volví a casa temblando. Alexis estaba en el sillón, viendo una serie. Me abrazó como siempre. Me dijo “tenés los ojos raros”.
Le sonreí. Me metí al baño, cerré con llave y me desnudé. La tanga que había entregado seguía en la cabeza del otro tipo, pero yo… yo todavía me tenía.
Me arrodillé frente al espejo. Me abrí con los dedos y me masturbé mirándome. No pensaba en él. Pensaba en mí. En lo que había hecho. En lo puta que me sentía. En lo viva.
Y acabé. Tan fuerte que me reí sola después.
Esa fue la primera vez. Después vinieron más. Con propuestas tan variadas cómo sorprendentes y fascinantes....
Me escribió como si me conociera de antes: seguro, directo, con una confianza que me desconcertó. No pedía fotos ni detalles morbosos. Sólo una entrega. En mano.
Le contesté que no lo hacía así. Me insistió. Me dijo que era del barrio, que le fascinaba la idea de verme, aunque fuera sólo un instante. Que no pretendía nada más. “Sólo saber que esa bombacha la usaste vos. Ver tu cara. Imaginarte.”
Algo en su forma de decirlo me incomodó. Pero también me hizo cosquillas. Me sentí… poderosa. Deseada desde un lugar sucio, primitivo. Me miré al espejo: el pelo algo revuelto, sin maquillaje, con una tanga vieja de hilo que me entraba entre los labios. El morbo de saber que alguien pagaría por eso me electrificó.
Acepté.
Pactamos en una esquina, cerca de una estación de servicio, cómo si fuera a entregar un paquete de velas comparada en marketplace. Fui caminando con el corazón latiéndome en los labios. Llevaba un vestido corto, sin bombacha. Por supuesto. Quería que el paquete tuviera aroma fresco. Vivo.
Cuando lo vi, me desinflé un poco. No era lo que mi mente había fantaseado. Era un tipo grandote, desprolijo, con cara de oficinista cansado. Nada de mirada penetrante ni aura misteriosa. Y sin embargo… cuando se me acercó y me dijo “¿Sos vos?”, sentí cómo se me humedecía la entrepierna.
Le entregué el sobre. Lo agarró con cuidado, como si contuviera algo frágil y valioso. Me miró a los ojos con una mezcla de respeto y hambre. No dijo nada más. Ni yo.
Me di vuelta y me fui caminando rápido. Pero algo me quemaba por dentro. Era esa mezcla venenosa: él no me atraía, pero la situación sí. Estaba caliente. Como si lo que me excitara no fuera el tipo, sino su deseo. Mi rol. El pecado.
A media cuadra me apoyé contra un árbol. Me hice la que revisaba el celular, pero en realidad me metí la mano por debajo del vestido. Estaba empapada. Deslicé un dedo adentro, sin sacarlo del todo. Sentí que pulsaba, que palpitaba. Era demasiado.
Volví a casa temblando. Alexis estaba en el sillón, viendo una serie. Me abrazó como siempre. Me dijo “tenés los ojos raros”.
Le sonreí. Me metí al baño, cerré con llave y me desnudé. La tanga que había entregado seguía en la cabeza del otro tipo, pero yo… yo todavía me tenía.
Me arrodillé frente al espejo. Me abrí con los dedos y me masturbé mirándome. No pensaba en él. Pensaba en mí. En lo que había hecho. En lo puta que me sentía. En lo viva.
Y acabé. Tan fuerte que me reí sola después.
Esa fue la primera vez. Después vinieron más. Con propuestas tan variadas cómo sorprendentes y fascinantes....

2 comentarios - Entrega en mano