
Cornudo dominado
Juan m 8722 - autor
Ana entró al departamento arrastrando los pies, con el pelo desordenado, la boca hinchada y una mancha oscura que trepaba por la falda hasta el muslo. La falda, rota y pegada a la piel por el sudor y la suciedad, tenía marcas de dedos que la manosearon con rabia y sin tregua. Ni siquiera cerró la puerta bien; la dejó abierta como una invitación para que el aire sucio entrara junto con su vergüenza.
Esteban seguía ahí, como un estúpido, parado frente a la ventana, inmóvil, tragando saliva y sin atreverse a mirarla.
Ella lo cruzó con la mirada, lenta, y se sacó los tacos uno a uno, dejándolos caer al suelo con un ruido seco. La sonrisa torcida iluminaba sus labios manchados de rojo y saliva seca.
—¿No vas a preguntarme dónde estuve, pelotudo? —dijo despacio, desafiándolo.
Se sentó en el borde de la mesa con cuidado fingido, como si sentarse fuera un tormento, pero sus ojos brillaban con un fuego oscuro.
—Me dejaron hecha mierda. —Se rió, levantando la falda hasta la cintura, revelando la carne marcada y húmeda—. Mirá esta concha, roja, hinchada, abierta como una puerta de burdel. Me la cogieron todos sin pedir permiso, como si fuera una muñeca de trapo rota. Me tiraron del pelo, me mordieron, me escupieron, me usaron de sucia sin importarle nada.
Un hilo espeso, blanco y caliente resbalaba desde su entrada, goteando sobre su muslo con un ritmo lento, repitiendo el castigo que le habían dado.
—Uno me levantó la pollera y dijo: “Esta ya viene mojada, está pidiendo verga esta trola”. Me empujaron contra la pared, me doblaron en dos, me hicieron gritar como una perra en celo. Y yo… yo me corrí como una puta desesperada. Me pusieron en cuatro, me rompieron el culo, me dejaron el orto lleno y sangrando.
Esteban la miraba sin poder decir nada, tragando saliva con la boca seca, como si escucharla fuera humillarlo en el aire mismo que respiraba.
—¿Querés saber lo peor? —dijo Ana, bajando la falda otra vez y sacudiéndose el polvo de las piernas—. Esta mañana, mientras vos laburabas como un pelotudo, entró Juan. Ese hijo de puta que siempre me mira el culo cuando venís con él. Ni siquiera me saludó, me agarró de la cintura y me aplastó contra la heladera.
Ella se llevó una mano al pecho, tocándose el pezón duro, duro, bajo la camisa manchada.
—Me bajó la bombacha y me partió el orto ahí mismo, con furia. Me dobló sobre la mesa donde vos comés, escupiéndome entre las nalgas y metiéndola sin pedir permiso. “¿Esto no te lo hace el boludo de tu marido? —me susurraba—. ¿Esto te lo da ese pobre infeliz?”. Y yo asentía, gimiendo, sintiendo cada embestida como un puñal directo al alma.
Se tocó la boca con la punta de la lengua, manchada de saliva y sangre seca.
—Se vino adentro, reventándome el culo. Me apretó fuerte las caderas y se fue sin decir ni chau, como si yo fuera un trapo sucio que ya no servía.
Ana se chupó el dedo índice, húmedo y tembloroso.
—Y después, subí al auto con un tipo cualquiera, no sé ni cómo se llama. Me miró y sonrió, me dijo “subí” y no me preguntó nada más. Me bajó la ropa, me abrió las piernas, me colgó los muslos en los hombros y me la metió parada, sin pausa, sin piedad. El asiento crujía, yo gemía, y él no paraba de clavarme hasta que acabé contra el vidrio, rota, empapada.
—Cuando terminó, me abrió con los dedos y se puso a chuparme la leche caliente, limpiando todo con la lengua como un perro hambriento. “Qué rica estás, puta”, me decía. Y yo me corrí de nuevo, desesperada, rota.
—Y para colmo, vino Martín, ese bruto gigante que no sabe más que romper y hacer daño. Me dio vuelta, me tiró sobre una mesa sucia llena de grasa y me la metió en el orto sin aviso, sin preguntar. Me quemaba, me ardía, me reventaba, y mientras me destrozaba, los otros se cagaban de risa: “¡Dale culiao, metele toda que esta se banca lo que venga!”, “¡Estás hecha una puta, mamita, reventala!”.
Ana abrió más las piernas, dejando caer otra gota blanca y caliente desde su concha ensangrentada.
—Estoy rota, Esteban. Toda usada, toda llena, con la concha abierta y el culo marcado. Caminando torcida, sin poder ni sostenerme.
Se acercó, le rozó la barbilla con dos dedos duros.
—Sos mi marido. Pero eso no te da derecho a nada. No a preguntar, ni a opinar, ni a hacer nada. Sos el que espera, el que limpia, el que mira, el puto cornudo.
Esteban bajó la cabeza, incapaz de mirarla a los ojos.
Esteban no dijo ni una palabra. La cabeza le pesaba, clavada entre los hombros, la respiración agitada, la cara ardiendo de vergüenza, deseo y derrota. Sus ojos evitaban los de Ana, que lo fulminaba con la mirada, implacable.
Ella se bajó de la mesa sin apuro, parándose justo frente a él. Abrió las piernas con descaro, dejando a la vista su concha hinchada, roja, chorreando ese semen ajeno que todavía goteaba lento y caliente.
—¿Qué mirás, pelotudo? —le escupió con desprecio—. ¿Querés probar un poco de lo que me dejaron los machos de verdad? ¿O vas a seguir ahí, congelado?
Esteban no abrió la boca.
Ana le agarró la cabeza de un tirón, con mano firme, y la empujó hacia abajo.
—¿Querés saber a qué sabe una puta bien cogida?
Sin esperar respuesta, subió otra vez a la mesa, abrió las piernas al máximo, y le apuntó con el sexo mojado, brillando, sucio, gota tras gota cayendo sobre el suelo.
—Arrodillate, cornudo. Dale, al piso. Como el perro que sos.
Él bajó sin decir ni mu. Se arrastró torpemente, hasta quedar entre sus piernas abiertas, con la nariz a la altura de su vulva ensangrentada.
—Limpiame. Chupame toda la leche que me dejaron adentro. Tragátela toda, basura. No dejes ni una gota, sorete.
Esteban hundió la cara sin dudar. La boca se abrió, la lengua arrancó su recorrido por cada pliegue caliente, cada rincón húmedo, lamió sin descanso. Bajó con reverencia por el culo abierto, sucio, marcado y sangrante.
Mientras lo miraba con una sonrisa perversa, Ana se tocaba los senos, acariciándolos despacio, gozando de su poder.
—Así me gusta. Comete toda la leche ajena, putito. Mirá cómo te la tenés chorreando. ¿Te gusta la leche de otro en la boca, eh? ¿Te gusta que te humillen así?
Le hundió la cabeza con fuerza, reclamando más.
—Chupame bien el culo también, que Juan me dejó lleno ahí adentro y todavía me gotea, animal. ¡Más fuerte, boludo! ¡Limpialo todo!
Esteban gimió entre sus piernas, entregado, humillado, sin más voluntad que la de complacerla. La cara le brillaba, los labios se le humedecían, la lengua pegajosa y rápida.
—Sos un trapo. Un trapo de piso. Mirá cómo te tengo: tragando leche de otros, chupando la concha rota de tu mujer, limpiando con la lengua lo que me dejaron. ¡Eso sos! ¡Nada más que un puto cornudo para mí!
Ana se arqueó, una ola de placer mezclada con dominio la recorrió.
—¡Me hacés acabar, la puta madre! —gritó con rabia y goce—. ¡Me hacés acabar con la lengua toda sucia, comiéndome como un esclavo!
Con un movimiento brusco, le apretó la cabeza contra su sexo y se vino, derramando toda su humedad caliente sobre la cara de Esteban. Sin piedad, le restregó la concha llena de leche y sangre, la frotó por la nariz, los labios, la frente.
—Tomá, comete mi leche ahora. Revolcada, mezclada, toda sucia. Así te gusta, putito.
Esteban no se movió. Se quedó ahí, chupando, tragando, babeando, hundido en su humillación más profunda.
Ana lo empujó con el pie, como si fuera un objeto.
—Listo. Volvé a tu lugar, perro. Ya me serviste.
Él se arrastró para sentarse en el piso, como un perro mojado. La cara le chorreaba, la boca entreabierta, el pecho subiendo y bajando con respiraciones cortas, derrotado.
Ana se acomodó la ropa, encendió un cigarro y lo miró de reojo, cruel.
—Buen cornudo. Así te quiero.
Ana lo miró con asco, esa sonrisa torcida que parecía hecha de veneno.
—¿Sabés qué, pelotudo? Mientras vos te partías el lomo en el laburo, yo me cogía a otro en esta cama. Acá. En la misma cama donde vos te me subís con esa poronguita triste que apenas me toca. Un macho de verdad. Con una verga como un fierro caliente. Me rompió toda. Me acabó adentro tantas veces que estuve todo el día con la concha goteando.
Esteban tragaba saliva, con los ojos clavados en el suelo, cada palabra cayéndole encima como una piedra.
—Y sí. Me dejó embarazada, cornudo —le escupió—. Tres meses llevo con el pendejo de otro adentro, y vos ahí… chupando leche ajena como un pobre perro.
Lo montó de golpe. Se sentó sobre él con bronca, como si lo castigara. Rebotaba como una yegua salvaje, riéndose sucia, con los dientes apretados de goce y odio.
—¿Querés saber cómo fue?
Y lo vio todo. Ella, empapada, desnuda, cabalgando como una puta poseída sobre ese tipo que la llenó. Lo tenía adentro hasta el fondo, se movía sola, desesperada, con la boca abierta, gimiendo como una enferma. Él le agarraba el culo con las dos manos, se la cogía con furia, sin pausa, acabando adentro como si la estuviera marcando.
Nuestra cama se sacudía con violencia. Una cama de dos, manchada por tres.
Y ahí, mientras se lo cogía a Esteban como castigo, le tiró otra bomba:
—Y no fue solo él, ¿eh?
Esteban la miró de reojo, roto.
Ana se inclinó y le escupió la cara.
Esteban levantó la vista apenas, como si le costara respirar.
—Sí, así como te digo. En el baño de un boliche. Ni me acuerdo el nombre del chabón. Me vio pasar con ese shortcito negro —ese que me metía en el medio del orto y dejaba media concha al aire— y me siguió sin decir nada. Me agarró de los pelos, me empujó contra el lavamanos y me la clavó sin avisar.
Lo miró con burla, con goce en la voz.
—Ni me bajó del todo la ropa. Solo me corrió el short ese que me partía la raya. Me la mandó así nomás, sin forro. A lo bruto. Sin preguntar. Me cogió rápido, sucio, duro. Como una cosa. Y acabó adentro mío. Todo. Hasta la última gota.
Se inclinó hasta su cara.
—Y yo… me corrí igual. Sin culpa. Empapada. Con la bombacha chorreando leche de otro. Caminé por el boliche como si nada, con el culo marcado, el ojete transpirado, y ese short todo metido en el medio. Como una puta. Le agarró la cara con fuerza.
—Y no se quiso sacar. No le importó un carajo. Se vino adentro, fuerte, profundo, caliente. Y yo… no dije nada. Me quedé quietita. Me corrí igual. Gimiendo. Como una puta agradecida.
Esteban cerró los ojos.
—Salí del baño con la bombacha empapada y la concha chorreando leche de un desconocido. Y vos esa noche me esperabas con la comida calentita, como un buen marido. Qué boludo.
Ana se bajó de él, se limpió con su remera, como si se secara el desprecio.
—Ah, cierto… —dijo mientras tecleaba en el celular—. Mañana vamos al obstetra. Vas a escuchar el corazón del hijo que no es tuyo. Y vas a sonreír como un papá ejemplar. Como el buen cornudo que sos.
Se fue al baño, caminando desnuda, con la concha abierta, la espalda recta y el culo lleno de marcas.
Esteban quedó ahí, con la cara húmeda, la verga flácida, y el alma hecha trizas.
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