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Mi sobrino es un salvaje

Relato 1
Mi sobrino es un salvaje

Mi sobrino es un salvaje


 


Acá la parte dos: http://www.poringa.net/posts/relatos/6055292/Mi-sobrino-es-un-salvaje-2.html
En realidad es un solo relato, pero no me permite subir todo el texto en un solo post
 
 

Enzo apareció en mi vida en el peor momento, como si el universo hubiera decidido darme una cachetada extra cuando ya estaba tambaleando. Yo vivía con mi novio, Fabricio. Tenía 27 años y él 30. Llevábamos años juntos, una relación que empezó en plena pandemia, al igual que muchas que comenzaron con chats. Apenas pudimos vernos, nos pegamos como imanes. Fue todo un cambio para mí, porque, siendo sincera, mi vida antes había sido bastante caótica y cero amiga de la monogamia. Mis exnovios bien lo sabían: todos habían terminado siendo cornudos tarde o temprano, aunque algunos nunca se enteraron. Obvio, a mí también me cagaron, pero no era por eso que era tan putita (como me decían siempre los tipos con los que tenía sexo cuasual. Muy poco originales, la verdad). Simplemente me gustaba coger.
Pero, no sé si por la edad, por el encierro o porque había acumulado una buena cantidad de relaciones tóxicas, decidí calmarme. Con Fabricio había armado algo más estable. Más de un noviazgo típico, en donde nos contábamos todo lo que considerábamos relevante para el otro. Y, para mi propia sorpresa, nunca lo había cagado. Bah, me había chapado a varios pibes, sobre todo cuando empezamos a salir, pero esas eran infidelidades leves. Nada que ver con lo que les hice a otras parejas, sobre todo al pobre de Andrés.
Todo iba bien hasta que el muy idiota me cagó. No fue ni una gran historia de amor ni nada: una noche con una mina cualquiera, una calentura barata que no significaba nada… pero igual dolió, sobre todo porque fue el propio Fabricio el que me convenció de llevar esa estúpida vida de noviecitos felices.
Mi amiga Sabrina no fue muy sorora cuando se lo conté.
—Bueno, nena, ahora sabés lo que se siente. Si vos lo hiciste mil veces...
La miré con bronca, con ganas de decirle "cerrá el orto, trola". Pero igual, tenía razón. Ella me conocía desde hacía mucho, y había compartido aventuras con mi yo del pasado, con esa Delfina más promiscua, más salvaje.
Fabricio me pidió perdón de rodillas, literalmente. Lloró, me buscó como si fuera un perro perdido. En esos dos meses en los que lo mandé al carajo, me di todos los gustos. Cogí con tipos, me divertí, me saqué el veneno de encima. No era traición, estábamos separados, y lo disfruté. Hacia casi cuatro años que no me cogía a otro hombre que no fuera mi novio, y la verdad que lo necesitaba, aunque no me había dado cuenta.
Después lo perdoné. ¿Por qué? Ni idea. Tal vez lo amaba, aunque ya no era ese amor infinito y omnipresente, sino algo más relacionado con la costumbre, la rutina. Un amor menos intenso, pero igual de real… ponele.
Unos meses después de recomponer esa especie de “equilibrio” fue cuando me habló de Enzo.
Esa mañana me había levantado temprano para ir a mi clase de yoga. Vivíamos en una casa que me había dejado mi viejo, en Villa Ortuzar. Fabricio, raro en él, también se levantó temprano. El tipo es corrector literario y da talleres de escritura, y, por algún motivo, eso lo excusaba de tener que trabajar en horarios como el resto de los mortales.
Estábamos en la cocina, yo medio dormida, revolviendo un café. Se me acercó y me dio un beso en el cuello.
—Qué linda estás hoy —me dijo.
No era que estuviera especialmente arreglada, pero me gusta cuidarme. Tenía el pelo negro recogido en un rodete medio desprolijo, con mechones sueltos que me caían sobre la cara y el flequillo que siempre me queda torcido. Mi piel es blanca, de esas que se marcan con nada, y los labios carnosos que no necesitan maquillaje para resaltar. Ojos marrones, cuerpo esbelto, chiquito. Muy chiquito. Mido apenas 1,55. A veces eso me hace sentir frágil, pero por suerte él tampoco era un gigante, con su 1,65 apenas me sobrepasaba. Igual, no es que no me gustara sentirme frágil de vez en cuando.
—Se murió Juan Carlos —largó de golpe.
—¿Juan Carlos? —pregunté, parpadeando como si tratara de ubicar a quién corno me hablaba.
—Mi primo —aclaró.
—Ah, cierto... —le dije, acordándome de esas historias de su infancia que me había contado varias veces—. Pobrecito.
Me paré y lo abracé. Lo besé en la mejilla y él me agarró de la cintura, apretándome con esa fragilidad suya que me enternecía. Fabricio es muy sensible, y eso fue algo que me ayudó a perdonarlo. Recuerdo que cuando me pidió disculpas por su infidelidad me dijo que lo había hecho por miedo. Miedo a que yo lo engañara primero y él no pudiera soportarlo. Que si él lo hacía antes, sería más fácil... Una idiotez monumental, pero de algún modo, su patetismo me ablandó.
—¿Qué le pasó? —pregunté.
—Un ACV —respondió, bajando la mirada.
—Lo siento mucho —le dije, mientras lo seguía abrazando—. ¿Vos cómo estás?
—Bien... qué sé yo —respondió, con la voz quebrada—. Hace mucho que no lo veía.
Lo abracé más fuerte, sintiendo su cuerpo contra el mío. Me pregunté si iba a querer que lo consuele con sexo. Fabricio era así: cuando algo lo golpeaba, buscaba refugiarse en mi piel, como si mi cuerpo fuera un lugar seguro. Y a mí muchas veces me gustaba eso de ser su refugio.
Él deslizó lentamente la mano hacia mi trasero, apretándolo con suavidad, y eso me lo confirmó: sí, quería que lo aliviara con un polvo.
—Tranquilo —susurré—. Yo voy a hacer que te relajes.
llevé mi mano hacia su entrepierna.
A través del pantalón sentí su bulto apenas despierto. Me gustaba esa sensación de poder, saber que con un toque podía transformarlo. Bajé el cierre con calma, mientras él me miraba en silencio, triste, pero caliente.
Me puse de rodillas frente a él. Lo miré desde abajo, con mi pelo suelto cayendo sobre mi cara, y sonreí.


Fabricio me devolvió la sonrisa, su barba frondosa bien recortada, el pelo corto y los anteojos de marcos negros que lo hacían parecer un intelectual frágil. Era lindo de una forma tranquila, diferente de la mayoría de los hombres con los que había estado. Tal vez por eso habíamos durado tanto.
Le bajé el calzoncillo con un tirón suave y saqué su verga, todavía flácida pero ya hinchada, como despertando. No era un tipo “dotado”, pero eso nunca me importó: Fabricio sabía cómo hacerme sentir placer.
Le di una primera lengüetada en el glande, despacio, sintiendo su sabor tibio. Noté cómo su respiración se aceleraba mientras su verga se empezaba a endurecer en mi mano. Me encanta esa transición: sentir cómo el cuerpo de un hombre responde, cómo esa pieza blanda se transforma en algo duro y palpitante, solo por mí.
Comencé a acariciarlo con mi mano, haciendo círculos lentos con mi lengua, que jugaba en la punta. En segundos, su pija se fue hinchando del todo, creciendo hasta quedar firme, dura, con las venas marcadas. La tomé con más fuerza, le di otra lengüetada larga y lo miré a los ojos.
—Sos la mejor novia —me dijo, con un hilo de voz.
Yo sonreí. Escupí un hilo de saliva grueso sobre el glande, dejando que cayera lento, mientras él observaba hipnotizado. Sabía que le encantaba ese tipo de “chanchadas”, que lo volvían loco. Esas cosas me enternecían, porque era tan inocente que no tenía idea de que había hecho cosas mucho más “chanchas” en mi vida. De hecho, la primera vez que le hice un pete y me tomé todo su semen quedó fascinado, y me confesó que pensaba que esas cosas solo se hacían en las películas porno.
Me lo metí en la boca de nuevo y empecé a chupárselo con más ganas, moviendo la lengua en espirales y succionando como si quisiera vaciarle el alma. Sus manos se enredaron en mi pelo, pero no para dominarme, sino como un reflejo de puro placer. Su respiración ya era irregular, con esos jadeos que me indicaban que lo tenía al borde de la eyaculación.
Hice una pausa, lo miré desde abajo con mis labios mojados y una sonrisa de zorra. Le di otra chupada profunda, llevándome su pija casi hasta la garganta, y sentí su cuerpo temblar.
—Delfi... Voy a acabar —susurró.
No me aparté. Al contrario, lo miré mientras aceleraba el ritmo, succionando con fuerza y moviendo la mano en la base para que no se escapara ni una gota de placer. Un segundo después, su cuerpo se arqueó y descargó el semen en mi boca, caliente y espeso. Lo recibí todo, saboreándolo.
Tragué su semen lentamente, sin apartar la mirada de la suya, mientras me relamía los labios. Siempre me gustó verlo en ese momento, vulnerable, con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, como si el mundo se detuviera solo para nosotros.
Me incorporé, le acaricié la cara y sonreí con ironía.
—¿Te sentís un poco mejor ahora? —le dije.
Él asintió, todavía agitado, mientras yo me acomodaba el pelo y recordaba que el pobre estaba de luto.
Me levanté y lo abracé otra vez, mientras él se acomodaba el pantalón. Lo besé en la boca. A Fabricio nunca le molestó sentir su propio semen en mi lengua; no era de esos machos inseguros, que se sentían putos por hacer esas cosas. Eso me gustaba de él: era más sensible que la media, con una honestidad emocional que otros hombres no tienen ni de cerca.
—Tengo que decirte otra cosa —largó de repente.
La forma en la que lo dijo me dio un escalofrío. Pocas veces lo veía con esa cara, esa mezcla de tensión y cuidado. Sabía que lo que venía no me iba a gustar.
—¿Qué pasa? —pregunté, cruzándome de brazos, a la defensiva.
—Juan Carlos tenía un hijo —dijo.
—¿Ah, sí? Pobre chico —dije, genuinamente apenada—. ¿Cuántos años tiene?
—Dieciocho.
—¿Tan grande? —me sorprendí.
—Sí... Juan Carlos era más grande que yo, tenía como cuarenta años.
—Ah... —solté, mientras procesaba la información—. ¿Y el hijo? ¿Cómo se llama?
—Enzo —respondió.
—¿Y...? —lo apuré, porque lo conocía y sabía cuándo se guardaba la parte complicada.
—El tema es que... mirá... Juan Carlos alquilaba una casa, no tenía ninguna propiedad. Ahora Enzo no tiene cómo seguir pagando el alquiler. Y no tiene ningún pariente cercano...
—¿Entonces...? —le dije, arqueando las cejas.
—Y... mirá, yo le prometí a Juan Carlos que siempre iba a estar para él. Bueno, ahora que él no está, yo sé que me pediría que cuide de Enzo.
—¿O sea que me estás diciendo que...? —le solté, en modo defensivo.
—Sería solo por un par de meses —apuntó, rápido—. Hasta que pueda conseguir un laburo más o menos decente y pueda alquilar algo. Pero mientras tanto tendría que vivir acá.
—¿Acá...? —me aparté de él, como si me hubiera tirado un balde de agua fría.
—Sí, Delfi, acá.
—Fabricio... yo lo siento mucho, pero vos sabés lo que me cuesta convivir con la gente. Vos lo sabés mejor que nadie.
Y era verdad. Pobrecito, él dormía en una habitación separada de la mía. Lo había aceptado como si fuera algo natural cuando se lo planteé, pero sé que a veces eso le dolía. Que le recordaba que no soy fácil.
—Sí, ya lo sé —dijo, bajando la mirada—. Pero no veo una solución mejor. Además, como te digo, solo serían un par de meses.
—¿Y por qué no le prestás plata para que alquile algo mientras tanto? —disparé.
—No estamos en condiciones de hacerlo, Delfi. Sabés que gastamos prácticamente todos los ahorros en las reparaciones de la casa... y en la pileta.
Ahí estaba el punto. Mi novio, cuando quería, sabía ser bastante pillo. Esa frase era una forma elegante de recordarme que, aunque la casa es mía, él puso mucha plata ahí. Y era cierto.
Me quedé en silencio un momento, imaginando mi vida con un pibe de 18 años rondando por la casa. Un desconocido. Ni idea de qué educación tenía, ni qué límites. Me sonaba a quilombo seguro.
—Dos meses —dije al fin, tajante—. Podés traerlo por dos meses, pero te hacés cargo vos. Yo voy a ser la anfitriona amable que tengo que ser, pero no quiero que mi vida cambie un milímetro por la presencia de este chico. No tengo nada en contra de él, te lo juro, pero esto es demasiado repentino.
—Está bien, amor —me dijo, acercándose a besarme la frente—. Con que lo banquemos dos meses, alcanza.

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