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La Niñera

La Niñera


Cuando Daniela llegó por primera vez a esa casa en las afueras, pensó que había tenido suerte. Buen sueldo, niños adorables, horarios flexibles. Pero no tardó en notar la tensión. La señora de la casa, Verónica, era altiva, fría, con una voz filosa que llenaba el ambiente apenas cruzaba la puerta. Cada día lo mismo: gritos, reclamos, desprecios al esposo frente a los hijos.

—¡No eres más que un inútil, Raúl! —ladraba ella—. ¡No sé cómo lograste conseguir ese ascenso, si apenas sabes cómo cuidar a tus hijos!

Raúl agachaba la cabeza. Siempre tranquilo. Jamás levantaba la voz. Daniela lo observaba desde la cocina, fingiendo que preparaba la merienda. Pero por dentro, ardía. No entendía cómo alguien tan dulce, tan atento con los niños, podía ser tratado así. Y sin embargo, él seguía ahí, paciente, lavando los platos, ayudando con las tareas escolares, besando a sus hijos en la frente cada noche.

Y Daniela… empezaba a desearlo.

Él era mayor, sí. Pero tenía esa mirada cálida, esa voz grave y serena que la ponía nerviosa. Y esa forma en la que sus manos grandes sujetaban a su hija menor cuando lloraba… la hacía imaginarse esas manos en otro sitio.

Una noche, Verónica anunció que se iría a un viaje de negocios.
—Estaré fuera tres días. Encárgate de todo, como siempre —le dijo a su marido, sin siquiera mirarlo. Y a Daniela—. Tú quedas encargada. No hagas estupideces.

El ambiente se volvió distinto apenas se fue.

Raúl cocinó. Daniela puso música suave. Los niños se durmieron temprano.

Y luego, vino el vino.

—Gracias por todo lo que haces —le dijo Raúl, sentado en el sofá, con la copa en la mano—. No sabes cuánto me ayudas.

Daniela se acercó, con los pies descalzos y el short corto que apenas cubría su trasero redondo.
—Es un placer, Raúl. De verdad… me gusta estar aquí.

El silencio los envolvió. Las miradas se cruzaron. Daniela se mordió el labio, y él bajó la vista hacia su escote. Ella no llevaba sostén. Su blusa blanca marcaba sus pezones duros por el frío… o por el deseo.

—¿Tienes frío? —preguntó él.

—Un poco —susurró.

Él se quitó el suéter y se lo puso sobre los hombros, pero al hacerlo, sus manos rozaron sus brazos desnudos. Fue un roce leve. Suficiente. Daniela lo miró de frente, y con voz temblorosa, dijo:

—No entiendo cómo alguien puede hablarte así… cuando eres tan bueno.

Él tragó saliva.
—Es complicado.

—No, no lo es —le dijo Daniela, y se sentó sobre sus piernas, despacio—. Yo sí sé lo que mereces…

Y lo besó.

Raúl intentó resistirse… por un segundo. Pero el calor de sus labios, el olor a su piel joven y húmeda, el roce de ese cuerpo firme contra su entrepierna, lo vencieron. La besó con fuerza, con hambre acumulada. Sus manos subieron por su espalda, bajaron por sus muslos. Daniela gemía entre besos, restregándose contra su erección ya dura bajo el pantalón.

—Hazme tuya… —jadeó ella—. Hazme lo que ella nunca te dejó hacer.

Él se levantó con ella en brazos y la llevó a su habitación. La acostó boca abajo y le bajó el short lentamente, dejando al descubierto ese culito redondo y firme que tanto había imaginado. Daniela arqueó la espalda, ofreciéndose.

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Raúl la lamió desde el muslo hasta el centro de su concha húmeda y abierta. Ella temblaba, agarrando las sábanas. Él se sacó la pija y cuando la penetró, lo hizo con fuerza, hundiéndose hasta el fondo, sintiendo cómo lo apretaba toda.

—¡Dios, Raúl! ¡Sí! —gritaba Daniela mientras él la embestía sin pausa, sujetándole las caderas.

Cambió de posición. La puso encima. Ella cabalgó su pija empapada mientras él le apretaba las tetas y mordía los pezones, sujetándola por la cintura. Daniela gritaba, perdiendo el control.

—Te mereces esto… mereces sentirte deseado —susurró ella, justo antes de correrse con un gemido ahogado.

Raúl no aguantó más. Se vino dentro de ella, con todo. Y por primera vez en años… se sintió vivo.

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Verónica había regresado una noche antes de lo planeado. Ni una llamada. Ni una advertencia.

—No se molesten —dijo al entrar, con su tono cortante habitual—. Me voy a dormir, tengo dolor de cabeza. Y Raúl, ni se te ocurra despertarme con tus torpezas.

La puerta de la habitación matrimonial se cerró con un portazo. Daniela, en la cocina, se quedó helada.

Raúl solo suspiró.

—Ni una palabra —murmuró él, y siguió lavando los platos.

Esa noche, el silencio en la casa era denso. Los niños dormían. Verónica también. Pero Daniela no podía cerrar los ojos. La escena del día anterior ardía aún en su piel. Podía sentir dentro suyo el recuerdo de Raúl, la forma en que la había tomado, el calor de su cuerpo, su voz grave diciéndole cuánto la deseaba.

Y ahora, la esposa dormía… al otro lado del pasillo.

Eran casi las dos de la madrugada cuando Daniela salió de puntillas de la habitación de los niños. Su camisón corto no dejaba nada a la imaginación. Se detuvo frente a la puerta del despacho donde Raúl solía trabajar de noche. Empujó despacio.

Allí estaba él. En camiseta, con los anteojos puestos, revisando unos documentos bajo la luz tenue del escritorio.

—No podía dormir —susurró ella.

Raúl alzó la vista.
—No deberías estar aquí —murmuró. Pero su voz temblaba.

—Ella duerme, ¿no? —Daniela cerró la puerta detrás de sí—. Yo también podría estar durmiendo… sola… caliente…

Lo dijo en voz baja, sentándose sobre el escritorio, dejando que el camisón subiera, mostrando la vagina húmeda, sin ropa interior.

Raúl tragó saliva.
—Daniela…

—Shhh —ella se llevó un dedo a los labios—. No hables.

Se acercó y se sentó en su regazo, rozando con su concha su erección ya notoria. Lentamente comenzó a moverse sobre él, frotándose sin penetrarlo. Raúl cerró los ojos y apretó los dientes.

—¿Te gusta verme así? —susurró—. Mojada… encima de ti… mientras tu mujer duerme a unos metros.

Raúl no respondió. Solo la agarró con fuerza y la levantó, se bajó el short, deslizando su pija dura dentro de ella de un solo empujón. Daniela ahogó un gemido y le tapó la boca con la mano.

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—Shhh… que no nos escuche…

Ella comenzó a cabalgarlo lentamente, sin despegar su cuerpo del suyo, con el camisón apenas cubriendo su espalda desnuda. Los jadeos eran suaves, susurrados. Las embestidas eran profundas, pero contenidas. El escritorio crujía ligeramente bajo ellos.

—Te juro que nunca me sentí así —susurró Raúl en su oído—. Como si por fin… fuera yo.

—Lo eres —respondió Daniela—. Y yo soy tuya…

Él la tumbó sobre el escritorio, boca abajo, levantándole el camisón. Se inclinó sobre ella y la tomó por detrás, empujando lento pero firme, sujetándola del cuello con una mano, mientras con la otra le tapaba la boca para que no gritara.

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El sexo era más intenso por el riesgo. Por la posibilidad de ser descubiertos.
Cada movimiento, cada suspiro… era un desafío a la esposa que dormía a pocos metros.

Daniela se vino temblando, con la boca abierta en silencio. Raúl terminó segundos después, descargándose dentro de ella con fuerza, mordiéndole el hombro para no gemir.

Ambos se quedaron así, respirando fuerte, sudando.

Luego, ella se incorporó, se acomodó el camisón y le sonrió.

—Buenas noches, señor Raúl.

Y salió sin hacer ruido.

En el pasillo, la puerta de la habitación matrimonial seguía cerrada.


Esa noche, los gritos fueron más fuertes de lo habitual.
—¡Estoy harta de tus excusas! —bramaba Verónica desde el pasillo—. ¡Eres un parásito! ¡Ni como hombre sirves! ¡Te me vas al sofá, ahora!

Raúl no respondió. Solo cerró los ojos un momento, conteniendo la rabia, y bajó la mirada. Caminó en silencio por la casa oscura, hasta detenerse frente a la puerta del cuarto de los niños. Abrió despacio, con suavidad, y allí estaba ella.

Daniela, acostada en el colchón extra, con una camiseta suya puesta, que le quedaba grande y sugerente, como un disfraz erótico de inocencia. Ella lo miró al instante, sabiendo, por su expresión cansada, que algo no iba bien.

Raúl se acercó a su cama y se agachó.
—¿Estás despierta?

—Siempre estoy despierta cuando tú estás mal —susurró.

Él dudó un momento, y luego le dijo:
—Ven conmigo. Pero en silencio.

Daniela se levantó, sin preguntar. Sabía que si la llamaba así, de noche, sin palabras, era porque algo ardía dentro de él. Lo siguió por el pasillo. No hacia el sofá. Ni a su despacho. Bajaron por una escalera lateral, angosta, que llevaba al sótano. Un lugar oscuro y húmedo que nunca había explorado.

Cuando Raúl encendió la luz, Daniela se sorprendió.

Allí, en un rincón, él había preparado un colchón doble, limpio, cubierto con sábanas suaves. Una lámpara tenue colgaba del techo. A un lado, un ventilador de pie zumbaba con aire fresco. Sobre una mesa pequeña había botellas de agua, pañuelos, una vela sin encender. Todo listo. Todo pensado.

—¿Hace cuánto… tienes esto? —susurró Daniela, mirando alrededor.

—Desde hace semanas —respondió Raúl—. No podía más. Necesitaba… un lugar donde pudiera respirar.

Daniela se acercó y lo abrazó. Sintió cómo su pecho latía con fuerza, cómo sus manos temblaban al rodearla.

—Aquí puedes hacer más que respirar —le susurró al oído, mientras se quitaba la camiseta, quedando completamente desnuda bajo la luz tenue.

Raúl la miró como si fuera la primera vez. La deseaba. Pero más aún, la necesitaba.

La recostó sobre el colchón y comenzó a besarla lentamente, con devoción. Sus labios recorrieron su cuello, sus tetas, su vientre. Daniela se arqueaba, entregada. Cuando su lengua llegó a su vagina húmeda, ella ya gemía, tapándose la boca con la mano.

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—Dios… Raúl… —jadeaba, con las piernas temblando—. Eres mío… aquí abajo, eres solo mío…

La devoró hasta hacerla correrse dos veces, con movimientos suaves, precisos, apasionados. Luego, subió sobre ella, y le metió la pija en la concha, despacio, mirándola a los ojos, como si el mundo entero no existiera más que en ese rincón secreto.

El colchón crujía suavemente bajo sus cuerpos, mezclados en sudor y deseo. El ventilador giraba, soplando el aire caliente del pecado. Los movimientos se aceleraban. Ella lo rodeaba con las piernas, apretándolo con fuerza dentro de ella. Lo sentía tan profundo, tan lleno, tan suyo.

—Hazme tu mujer… aquí… en este escondite… donde ella no existe —susurró Daniela, entre jadeos.

Raúl la embistió con fuerza, haciendo vibrar la tabla del piso. Se vino con un gemido grave, hundido en ella hasta el fondo. Luego, se dejó caer a su lado, exhausto, acariciándole el cabello.

Se quedaron así. En silencio. Juntos. Reales.

Desde el piso de arriba, solo el sonido del ventilador se colaba entre las paredes.
Y la certeza de que ese lugar… ya no sería solo un refugio.
Sino el escenario donde el deseo se transformaba en amor prohibido.
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Las semanas pasaban. Raúl y Daniela seguían viéndose cada noche en el cuarto secreto. Su relación se volvía más profunda, más emocional. Ya no solo era sexo. Era cuidado, ternura, complicidad. Pero arriba… el ambiente seguía siendo denso.

Verónica estaba más tensa. Más distante. Ya casi no hablaba. Salía por las tardes vestida como si fuera a una gala, pero decía que iba a “reuniones laborales”. No preguntaba por los niños. Ni por su esposo. Ni siquiera por la niñera.

Una noche, Raúl notó que Verónica había olvidado su teléfono en la cocina. Lo agarró para dejarlo sobre la mesa, pero entonces lo vio.
Una notificación: "Te extraño en mi cama, zorra rica."

Sintió que el suelo temblaba.
Abrió el mensaje. Era de alguien llamado "Luis (Oficina)". Pero las fotos no eran de oficina. Verónica, en lencería. Con una copa de vino. En una cama que no era la suya.

Raúl no dijo nada. No gritó. Solo respiró hondo… y tomó fotos. Videos. Capturas. Pruebas. Esa noche bajó con Daniela al sótano sin decir una palabra.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, acariciándole la cara.

—Ahora sí… se acabó todo —respondió él, con una calma que asustaba—. No voy a vivir más en esta farsa. Me voy. Y te vienes conmigo.


Dos días después, Raúl presentó la demanda de divorcio. Pidió la custodia total de los niños, alegando negligencia emocional, maltrato verbal y infidelidad comprobada.

Verónica explotó. Gritó. Amenazó. Pero no pudo negar las pruebas. Ni las fechas. Ni los hoteles.

Daniela no se escondió. Dio la cara. Como niñera. Como testigo. Como mujer.

Tres semanas después, un juez le otorgó la tenencia provisional a Raúl, mientras se resolvía el litigio. Verónica salió de la casa furiosa, con apenas una maleta, bajo la mirada fría de sus propios hijos.

Esa noche, la casa quedó en silencio.

Raúl se acercó a Daniela, que estaba en la cocina, temblando.

—¿Y ahora… qué va a pasar con nosotros? —preguntó ella, sin atreverse a mirarlo.

Él se acercó, le tomó la cara con ambas manos y la besó con fuerza.

—Ahora… tú vas a ser mi mujer. No a escondidas. No en secreto. No en un sótano.

Y esa noche, por primera vez, hicieron el amor en su propia cama.
La que antes había compartido con Verónica.
Ahora era solo de ellos.

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Raúl la desnudó despacio, como si redibujara su piel con los dedos. Daniela lo miraba con los ojos brillantes, abiertos, mientras él la penetraba con calma, acariciándole el rostro.

—Estoy contigo… para siempre —le susurró él.

Ella se arqueó, gimiendo suave, montada sobre él, cabalgando lento, profundo, hasta que ambos se corrieron a la vez, fundidos en un gemido largo, dulce y desesperado.

Ya no había culpas. Ni secretos. Solo dos cuerpos… y una vida nueva por delante.


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