
Papá murió cuando apenas tenía 7 años de edad. Mi madre tuvo que ser madre y padre al mismo tiempo, una guerrera incansable en un cuerpo pequeño pero lleno de poder. Se llama Laura, una mujer de baja estatura, con el cabello castaño que cae en ondas suaves sobre sus hombros, pero lo que realmente roba el aliento es su erótico cuerpo curvilíneo. Su pecho es generoso, firme y tierno, dos enormes tetas convertidas en promesas de placer que se insinúan incluso bajo la ropa más discreta. Y más abajo, su culo… es una obra de arte. Enormes, redondas y carnosas, sus nalgas parecen esculpidas para tentar, para hacer pecar, para exprimir el semen de las bolas de cualquiera.
Ella es y siempre fue la fantasía secreta de todos los que alguna vez llamé amigos. No podían evitarlo. Su cuerpo esculpido, su mirada intensa, esa mezcla de ternura y fuego que la hace irresistible. Cada paso que daba, cada vez que se inclinaba y hacia que su culo formará una luna llena, cada vez que reía… despertaba deseos que ninguno de ellos supo ocultar del todo debajo de sus pantalones.
Y sin embargo, a pesar de las miradas, de las oportunidades, de los años que han pasado… nunca se volvió a casar. Su cama sigue vacía. Su corazón, aún más.La razón es simple y cruel, ella extraña a papá. Creo que empecé a notarlo cuando cumplí 19 años.
Me llamo Pablo. Estudio en la universidad desde hace unos meses, aun vivo en casa con mi madre y como mencione anteriormente soy su hijo . Pero decir que solo soy su hijo sería una forma demasiado simple y cobarde de contar lo que ocurrio.
Al principio no fue intencional, lo juro. Pero en cuanto cruzaba esa puerta y la veía de cerca, estaba perdido. Usaba pantalones de licra casi todos los días dentro de casa. De esos que abrazan la piel como una segunda capa, dejando que el mundo admire sin tocar. En su caso, el mundo era yo. Y sus curvas… Dios. Ese culo enorme, redondo, carnoso, parecía desafiar la lógica. Cada vez que se agachaba o caminaba delante de mí, sentía cómo mi garganta se cerraba y una erección pedía a gritos que me hiciera uno con ella como antes de mi concepción.
Siempre llevaba camisas floreadas, suaves, abiertas justo lo suficiente como para dejar entrever las líneas de sus senos: firmes, generosos, llenos de vida.
Y he de admitir que fue mi culpa que todo se complicara con ella. Porque empecé a espiarla. No podía evitarlo. Me obsesioné con el modo en que se secaba el cabello después de ducharse, con cómo caminaba y meneaba sus nalgas de manera hipnótica por la casa, con el leve gemido que escapaba de su garganta cuando se masturbaba en su cuarto. Era adictivo. Era ella.
Y lo que al principio parecía un pecado silencioso, pronto comenzó a convertirse en algo más…
Yo estaba obsesionado con ella. Lo sabía. Ya no me bastaba con imaginarla, no me alcanzaban las noches en vela, masturbándome en silencio mientras imaginaba sus tetas con mi pene entre ellas y sus nalgas carnosas siendo frotadas en mi cara. Necesitaba más. Algo real. Algo que llevara su esencia, su aroma, su huella.
Una tarde, cuando supe que había salido, no lo dudé. Crucé la casa con el corazón latiendo con fuerza y una erección recordando lo que buscaba. Su habitación olía a ella, una mezcla de perfume dulce, crema corporal y algo más íntimo… algo que me hizo estremecer.
Me acerqué al mueble junto a su cama. Abrí el cajón más bajo, casi con reverencia. Ahí estaban: encajes, sedas, algodón… pequeñas prendas que habían tocado su piel, su centro, su calor.
—Esto servirá —susurré, con una sonrisa involuntaria, sintiéndome como un niño travieso al descubrir un tesoro.
Tomé una de sus tangas negras, suave, aún impregnada de su olor. Cerré los ojos y la llevé a mi rostro, respirando hondo. Era como si pudiera sentirla ahí mismo, sus piernas abiertas, su respiración temblando, su cuerpo cediendo…
No me di cuenta del tiempo que pasé ahí, con esa tela en las manos, perdido en un deseo que ya no podía contener. La línea entre lo prohibido y lo inevitable se desdibujaba más con cada segundo.
Me dejé caer sobre su cama, la cama donde tantas veces escuché que se masturbaba y que sabía dormía desnuda y donde yo imaginaba que tenía sueños húmedos. Siempre imaginaba que ella tenía sueños sucios donde cabalgaba pollas y llenaban su vagina con chorros de semen de desconocidos que tan solo la veían como un depósito donde vaciar sus bolas. En ese momento , en mi lujuria quería ver a mi madre como una puta.
Con la tanga aún en mis dedos, deslicé mis pantaloncillos hacia abajo. Mi cuerpo reaccionaba solo, urgido, tenso, encendido por esa fantasía que ya no era solo un juego mental, sino algo tangible. Envolví con la tanga mi pene y comencé a mover mi mano de arriba a abajo de manera errática.
Cada movimiento era un suspiro contenido, un gemido ahogado. Cerré los ojos. En mi mente, la veía entrar a la habitación, descubriéndome. No con enojo… sino con deseo. La imaginé caminando hacia mí, lamiéndose los labios, dejando caer su bata… y ella tan solo decía:
—Hijo.—Ella comenzaba a manosear su vagina, la cual estaba chorreando.
—Laura… —Murmuré su nombre sin darme cuenta, como un rezo sucio, una confesión ardiente.
En ese momento, no existía el mundo. Solo su olor, su imagen, su culote y sus tetas en mi mente, su recuerdo impregnado en esa prenda. Y la sensación dulce, culpable, de saber que estaba cruzando una línea… de la que no podría regresar.
Con la tanga entre los dedos, el cuerpo temblando, jadeando su nombre en susurros desesperados, llegué al límite. Una oleada de placer me sacudió con violencia, una descarga ardiente de semen nacida de la obsesión, del deseo a mí progenitora contenido durante meses.
Cerré los ojos y me dejé caer sobre su colchón, jadeando, aún aferrado a su prenda íntima como si fuera lo único que me mantenía vivo.
Después de unos segundos de silencio, de esa paz falsa que viene tras el clímax, la culpa empezó a hervirme en el pecho. Me incorporé rápido, como si el peso de lo que acababa de hacer hubiera caído de golpe sobre mí. Busqué servilletas en su tocador, intentando limpiar las manchas del crimen. Fui torpe. Nervioso. No vi en ese momento que una pequeña gota había quedado en la orilla del cajón, justo donde antes reposaba la tanga.
Limpie, seque y dejé la prenda doblada donde estaba o donde creí que estaba, acomodé todo a toda prisa y salí de su cuarto sin mirar atrás.
Una hora después, escuché la puerta abrirse. Mamá había vuelto. Escuché el sonido de sus tacones, el leve murmullo de su voz hablando por teléfono. Luego silencio. Un silencio extraño. Tenso.
Pasaron unos minutos. Y entonces, escuché el crujido del cajón. Uno solo. El que yo había abierto. Su voz dejó de sonar. Sentí cómo algo cambiaba en el aire.
Mamá se quedó de pie, mirando el espacio vacío donde antes estaba su prenda favorita. Lo notó. Siempre había sido meticulosa con su ropa. Luego, agachándose, vio la mancha seca en la esquina del cajón. Se acercó. La olió.
Su corazón dio un vuelco. Ese aroma… era imposible. No lo sentía desde hacía años. Desde antes de que su esposo, mi padre, muriera. Era como si el pasado hubiera regresado, de forma retorcida y viva.
Y sin querer, sin esperarlo, su cuerpo reaccionó. Un escalofrío le recorrió la espalda. No por miedo. Por otra cosa. Porque lo entendió todo. Y en lugar de horrorizarse… sonrió.
Desde ese día, algo en ella cambió. No me dijo nada. No hubo reclamos, ni miradas acusadoras, ni cambios bruscos en su trato… pero lo sentí. Su energía.Su forma de moverse. Era distinta.
Al principio pensé que era mi culpa, que tal vez había dejado alguna pista, que sospechaba. Pero lo que empezó a pasar después… fue otra cosa. Algo mucho más extraño. Y excitante. Mamá comenzó a espiarme.
Lo notaba. Cuando yo estaba en mi habitación con la puerta entornada viendo algo de pornografía en mi PC, a veces sentía una sombra pasar por el pasillo. Escuchaba un crujido suave, casi imperceptible. Una respiración contenida. Yo fingía no darme cuenta… pero mis sentidos estaban alertas.
Y entonces empezó a provocarme.
Una mañana bajó a la cocina con un pantalón de licra gris claro, tan ajustado que era casi una invitación. No llevaba ropa interior debajo. Se notaba. El contorno de sus labios vaginales, el movimiento hipnótico de sus nalgas enormes, cada paso que daba era como una cachetada de deseo.
Se inclinaba a propósito para sacar cosas del refrigerador, sabía que yo estaba mirándola desde el comedor. Y yo… no podía apartar los ojos de semejante espectáculo. Me estaba devolviendo el juego. Y lo hacía mejor que yo.
Esa noche me duché más tarde de lo habitual. Cerré la puerta, dejé correr el agua caliente y me quedé bajo el chorro, los ojos cerrados, pensando en ella. En ese trasero que se movía sin pudor frente a mí. En la forma en que su camisa abierta dejaba ver sus tetas. Me perdí en la fantasía… hasta que abrí los ojos.
Y ahí estaba.
No dentro del baño. Pero detrás de la puerta, entre la rendija. Apenas perceptible… pero real. Podía sentirla. Me estaba espiando. Podía sentir sus ojos penetrar mi culo, herencia de ella.
Me quedé quieto. El agua seguía cayendo sobre mí, pero yo tenía mi pene rígido, endurecido por la mezcla de deseo y peligro. No me cubrí. No fingí nada.Comencé a masturbarme como si no supiera que estaba allí.Pero en mi mente, imaginaba sus ojos clavados en mí. Su respiración acelerada. Sus muslos apretándose. Y sus manos tocando el lugar prohibido de donde yo nací.
Ella estaba al otro lado. Y esta vez… yo era el objeto de su obsesión.
Pasaron unos días. Y cada día se volvía más extraño.
Mamá no me decía nada, pero hacía mucho. Me provocaba sin hablarlo, como si todo fuera un juego secreto. Los pantalones de licra se habían vuelto su nuevo uniforme. Siempre sin ropa interior. A veces grises, a veces negros, otras color vino. Todos se pegaban a su cuerpo como una segunda piel. Y cuando caminaba frente a mí, sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Yo me quedaba quieto, fingiendo revisar el celular o ver la tele, pero la mirada se me iba inevitablemente hacia el vaivén de esas nalgas redondas, enormes, marcadas por la licra como si quisieran escapar de ahí.
Una noche, bajó de su cuarto ya vestida para dormir. Una camiseta blanca larga y nada más. Nada más.Cuando se agachó frente al refrigerador, pude ver perfectamente cómo la tela se pegaba a su cuerpo, como si estuviera mojada. La forma de sus glúteos era un mapa perfecto del deseo. Y su vagina… quedaba dibujada en la tela.No llevaba ropa interior. Lo supe. Lo vi.
—¿Quieres algo de tomar? —me preguntó, sin mirarme, con la cabeza aún dentro del refri.
—¿Qué hay? —le respondí, tragando saliva.
—Leche —dijo. Y sacó el envase, dándole un pequeño apretón con una sola mano.
No dijo nada más. Me sirvió un vaso y caminó hacia mí. Sus pezones marcaban la camiseta. Y yo no sabía dónde mirar.
—Toma —dijo, tendiéndome el vaso sin expresión. Sus dedos rozaron los míos.
—Gracias —dije, con la voz más baja de lo normal.
Se quedó de pie. Mirándome.
—Últimamente estás muy callado, Pablo —dijo.
—Tengo muchas cosas en la cabeza mamá —mentí.
—Mmm… ¿cosas de hombres? —preguntó con una sonrisa que no llegaba a los ojos.
—Supongo —respondí, incómodo, pero completamente erecto bajo el pantalón de dormir.
Me miró un segundo más… y se fue. Pero no subió de inmediato. Se quedó en la sala, sentada en el sofá, piernas cruzadas. La camiseta se le subió más de la cuenta. Y yo, desde el comedor, tenía una vista completa de su entrepierna.
No hizo ningún movimiento para cubrirse. Sabía que yo estaba ahí. Y esa noche, no pude dormir.
Al día siguiente estaba de nuevo frente a la puerta del cuarto de mi madre. Empujé con cuidado. El olor me golpeó al instante. No era perfume. Era ella.Un aroma mezcla de jabón, piel, tela recién usada, algo tibio, íntimo, que me llenó los pulmones y me puso duro al instante.
Entré despacio. Cerré la puerta detrás de mí sin hacer ruido. Todo estaba perfectamente ordenado, como si nunca nadie usara ese cuarto. Pero yo sabía que era un disfraz. Porque mamá estaba llena de secretos.
Me acerqué a su cama. Las sábanas estaban estiradas, impecables… pero una pequeña hendidura en el centro del colchón mostraba dónde dormía. Y quizás, dónde se tocaba.
Al lado de la cama, sobre la cómoda, vi una pequeña caja de madera. Algo me empujó a abrirla. No el morbo. No solo eso. Fue hambre.
Dentro, encontré una botella pequeña de lubricante íntimo. Transparente, con tapa blanca. Decía "coco y vainilla". La levanté. Estaba a medio usar. Me la llevé a la nariz, como un ladrón en trance. Dios.El olor me hizo cerrar los ojos. No sé si era imaginación o deseo, pero sentí como si el aroma de su vagina me hablara desde ahí. Caliente. Dulce. Prohibida.
Y entonces, la vi. Mi foto. Mi maldita foto de graduación de preparatoria.
Estaba doblada, apenas oculta debajo de la botella. La tomé entre mis dedos y al principio no entendí… Hasta que noté la textura. Seca. Irregular. Justo sobre mi boca. Sobre mi cara. Había una línea borrosa que corría desde mi mentón hasta el borde inferior. Y la mancha… la mancha no era agua. No era polvo. Eran fluidos secos. Se me cortó la respiración.
Mamá… Había usado esa foto. Para masturbarse. Y había acabado sobre mí.Sentí cómo todo el cuerpo se me estremecía. La cabeza me latía, los oídos me zumbaban, y abajo… estaba tan duro que me dolía. Era real. Todo este tiempo ella jugaba… porque me deseaba.
Guardé la foto de nuevo, con manos temblorosas, y cerré la caja. No quise ver más. O tal vez sí, pero no me atreví. Escuché el portón de entrada abrirse. Su voz, a lo lejos, saludando a alguien por teléfono.
Corrí fuera de la habitación, cerré la puerta con cuidado, me metí al baño de arriba. Me miré en el espejo. Tenía la cara roja, sudor en la frente. Me bajé los pantalones y me masturbé ahí mismo, de pie. Rápido. Fuerte. Pensando en ella.Pensando en cómo me miraba mientras usaba mi foto. Gemí contra mi brazo para no hacer ruido. La leche salió en dos chorros densos. Y por un segundo, me sentí igual de enfermo que ella. Pero también, más vivo que nunca.
Más tarde, esa noche llovía como si el cielo estuviera en guerra consigo mismo.Las gotas golpeaban los cristales con rabia, y la electricidad parpadeaba cada tanto. Yo estaba solo en la sala, fingiendo leer, pero la verdad es que mi cabeza estaba en cualquier parte, menos en ese libro.
Mamá estaba arriba. Se escuchaban sus pasos, su closet, su ducha. Cada pequeño sonido que salía de su habitación era como un eco que me tocaba la piel. No dejaba de pensar en la foto. En lo que había hecho. En lo que ella había hecho.
Y entonces, como si el universo lo supiera…La luz se fue. Todo se quedó en silencio. El tipo de silencio denso, como si la casa misma contuviera el aliento.Pasaron dos minutos. Luego cinco. Me levanté para buscar una vela cuando escuché su voz desde la escalera:
—¿Pablo?
—Aquí estoy —respondí.
Apareció bajando los escalones con una linterna pequeña que parpadeaba débilmente. Venía descalza, y llevaba puesta una camiseta larga, de esas que parecen de dormir, pero no ocultan nada. Sus piernas desnudas brillaban con el reflejo tenue de la linterna. El cabello mojado le caía por los hombros.Y bajo la camiseta, se adivinaban perfectamente las curvas de su cuerpo. Sin sostén. Sin nada debajo.
—Parece que fue general —dijo, acercándose.
—Sí… yo… iba por una vela.
—No. Mejor quédate aquí. No quiero estar sola. No me gusta la oscuridad —dijo, con voz baja, suave. Casi vulnerable.
Se sentó en el sofá, justo a mi lado. El espacio era grande, pero eligió ese rincón. El mío. Su muslo tocó el mío. No dijo nada más.
Pasaron unos segundos. La linterna quedó sobre la mesa, apuntando hacia el techo, dejando la sala en una penumbra azulada y parpadeante.Yo trataba de controlar la respiración. Ella cruzó las piernas, y su camiseta se subió más de lo debido. La piel de su muslo brillaba. Se quedó mirando al frente… hasta que habló.
—¿Alguna vez sentiste que estabas siendo observado?
—¿Qué? —pregunté, con el corazón acelerado.
—Que alguien te mira. En silencio. Cuando no lo ves.
—Tal vez… —respondí.
—¿Y tú? ¿Has mirado cuando no debías?
Su tono no era acusador. Era… íntimo. Como si compartiera un secreto. Me quedé en silencio. Ella giró el rostro. Me miró directo a los ojos.
—Pablo… yo no soy tonta.
Mi garganta se cerró. El corazón retumbaba en mis oídos.
—Lo sé todo —dijo.
No supe qué decir. No podía. Mamá estiró la mano y rozó mi rodilla. Luego la dejó ahí. Solo eso.
—No soy tonta —repitió—. Y no soy ciega.
Pasó su dedo por el borde de mi pantalón de pijama. Apenas un roce. Yo estaba ardiendo por dentro, duro, temblando por no estallar.
—Sé lo que hiciste en mi habitación.
Mi cuerpo se tensó por completo. Ella se inclinó, tan cerca que pude sentir su aliento.
—Y lo que no sabes… es que me gustó.
Quise hablar. Quise tocarla. Quise hacer mil cosas… pero me paralizó la forma en que lo dijo. No era vergüenza. No era rabia. Era deseo. Ella se puso de pie.
—Sube —ordenó, sin mirarme.
—¿Qué?
—Acompáñame. Si no vas a dormir… al menos hazme compañía.
—¿Dónde?
—En mi cama —dijo, volviendo la cabeza solo un poco, con una sonrisa peligrosa.
Y subió. Descalza. Desnuda bajo la tela.
Yo tardé unos segundos en moverme. Tenía miedo de lo que iba a pasar… y más aún, de lo que ya no iba a poder detener. Subí las escaleras sin hacer ruido, con las piernas temblorosas. Mi respiración era pesada, pero no por el esfuerzo. Era otra cosa. Una mezcla peligrosa de anticipación, miedo y hambre.
La puerta de su cuarto estaba entreabierta.La empujé con suavidad.
Adentro, todo era penumbra. El único foco de luz venía de una vela pequeña sobre su mesa de noche. La llama titilaba, lanzando sombras danzantes en las paredes.Ella estaba de espaldas, sentada en la cama, con la misma camiseta suelta.Su espalda, su cuello mojado…y más abajo, el contorno evidente de su culo bajo la tela.
—Cierra la puerta —dijo, sin mirarme.
Lo hice.
—Y siéntate.
Me acerqué, despacio. Cada paso parecía un crimen. Me senté al borde, a unos centímetros de ella. Podía oler su cabello aún húmedo. Un aroma entre champú y piel caliente.Ella no decía nada. Solo respiraba. Fuerte. Profundo.
Hasta que habló.
—¿Sabes qué fue lo más jodido de todo esto?
Negué con la cabeza, sin atreverme a interrumpirla.
—No fue que me espiaras. Ni que te metieras a mi cuarto.No fue la foto.Fue lo que me hiciste sentir después.
—¿Qué… qué sentiste?
Giró la cabeza. Me miró. Su cara a medio iluminar, medio en sombras.
—Vergüenza. Porque lo deseé antes que tú.
Mi corazón casi se detuvo.
—¿Antes…?
—Sí, Pablo. Mucho antes de que tú te tocaras por mí… yo ya me tocaba por ti.
Mis labios se abrieron, pero no salió sonido. Sentí como si todo el oxígeno se hubiera ido de la habitación.
—¿Por qué crees que usaba esos pantalones contigo? —dijo mamá, su voz bajando a un susurro ronco—. ¿Crees que no me daba cuenta cuando te quedabas mirándome como si no pudieras respirar?
Se inclinó. Su pecho rozó mi brazo. Su aliento tibio chocó contra mi cuello.Mis dedos temblaban sobre la cama. El corazón latía como si hubiera corrido diez cuadras.Y entonces me besó la mejilla. Suave. Como si estuviera tanteando los límites.
—¿Qué estamos haciendo? —pregunté.
—Estamos dejando de mentirnos —respondió ella.
Me tomó de la nuca y me atrajo hacia sí.Nuestros labios se encontraron.Y el tiempo… desapareció. No fue un beso común. No fue exploratorio.Fue hambre. Fue confesión. Fue una explosión.
Ella tomó mi rostro entre sus manos y lo guió hasta el refugio cálido de sus tetas. Me abandoné allí, hundiéndome en su carne y en un aroma que me resultaba dulcemente familiar. El tiempo pareció disolverse mientras respiraba su piel, tibia, suave, palpitante. No había prisa, sólo el lento vaivén del deseo, latiendo al ritmo de su cuerpo contra el mío.
Mis manos, que hasta entonces habían sido obedientes, se deslizaron por su espalda.Sentí su piel desnuda bajo la camiseta que se había subido a media espalda.
Mis manos, hambrientas, encontraron finalmente su vasto trasero. Apreté con fuerza sus nalgas carnosas, sintiendo cómo se moldeaban bajo mis dedos. Ella jadeó contra mi boca, un gemido caliente que me encendió por dentro. Y en ese instante, lo supe: había perdido todo control.
Una de mis manos se movió por puro instinto, descendiendo hasta su entrepierna, donde zambullí dos de mis dedos sin pedir permiso. Estaba húmeda, ardiente, palpitante. Sentí su calor envolviéndome, su lujuria latiendo contra mi piel, desesperada por mí… por romper de una vez esa línea tan delgada que aún nos separaba.
—Espera —dijo ella, con la voz entrecortada
—. Llevemos esto con un poco más de calma… no quiero acabar tan rápido. He esperado mucho por esto, cariño.
Tomó mi muñeca con suavidad, sacó mis dedos empapados de su entrepierna y los llevó a su boca. Los chupó despacio, con la mirada clavada en mí, como si se tratase de una paleta que deseaba saborear hasta el final.
En un instante, ya estaba sobre mí. Y lo confirmé: no llevaba nada debajo. Nada que se interpusiera entre nosotros.
Mi falo se hundió en su sexo caliente y palpitante, sin resistencia, como si me hubiera estado esperando desde siempre. Finalmente, estábamos conectados. Finalmente, éramos uno.
La tela de su camiseta era una frontera delgada, inútil.Sus caderas se movieron con una lentitud casi cruel, y un gemido se me escapó sin permiso.
Ella lo escuchó.
—¿Te gusta? —susurró.
—Me encanta mamá—confesé.
Mamá se inclinó. Su pecho tocó el mío. Me besó el cuello, luego el lóbulo de la oreja.Y luego se sentó otra vez sobre mí, moviéndose lento. Muy lento.No había más que fricción, y sin embargo, sentía como si el universo entero se redujera a ese punto donde nuestros cuerpos se rozaban. Pronto los movimientos se fueron haciendo más rápidos.
Ella cabalgaba sobre mí con ritmo salvaje, subiendo y bajando mientras mi pene desaparecía dentro de su vagina mojada. Sus caderas golpeaban contra las mías con una urgencia animal, y cada movimiento arrancaba un gemido de su garganta.
Sus tetas rebotaban con cada embestida, pesados, hermosos, hipnóticos. Su rostro estaba bañado en placer, con los ojos entrecerrados y la boca entreabierta, como si cada centímetro de mí dentro de ella la hiciera tocar el cielo.
—Te amo mamá —murmuré entre jadeos, sintiéndola cabalgarme con fuerza, como si quisiera fundirse conmigo.
—Ah… ah… yo también… —respondió ella sin dejar de moverse, jadeante, con las manos sobre mi pecho, dominando cada embestida, guiando la situación con una mezcla perfecta de lujuria y ternura.
—Creo que no soportaré más a este ritmo.— mencione.
—Espera entonces.— Pasemos a lo siguiente.— Te haré mi hombre, pero primero.
Ella se deslizó fuera de mí con un gemido suave, y bajó hasta donde mi erección seguía firme, palpitando y empapada de sus fluidos. Sin decir una palabra, la tomó con una mano y la envolvió con su boca, succionando con fuerza, con hambre.
Chupaba como si fuera un popote, como si estuviera bebiendo su néctar favorito, saboreando cada pulgada como si no pudiera tener suficiente. Su lengua recorría cada vena, cada rincón, y su mirada encendida, intensa me decía que no pensaba detenerse hasta dejarme vacío.
Con mi miembro aún en su boca, me miró desde abajo con los ojos vidriosos de placer. Entonces murmuró, con la voz distorsionada por el grosor en su garganta:
—Ponga’t naco del muffo te corras aún…
Apenas si entendí lo que dijo, pero fue suficiente. La intención estaba clara. Y no se detuvo. Siguió mamándomelo con fuerza, babeando, emitiendo esos sonidos obscenos que me volvían loco, como si quisiera arrancarme hasta el alma por la boca.
Ella continuó chupándomelo unos minutos más, hasta que de pronto se detuvo. Me miró con una expresión seria, se incorporó lentamente y se puso de rodillas frente a mí. Yo la imité, desconcertado, sin saber qué buscaba. Entonces habló.
—Mira… —dijo, con una voz baja pero firme—. Ya soy una mujer mayor, y obviamente… ya no soy virgen. Pero hay un lugar…
Se giró y se colocó en cuatro, con la espalda arqueada y dandome una lujosa vista de su culo. Con una de sus manos, separó una de sus jugosas nalgas, dejándome ver ese rincón íntimo, reservado. Su ano estaba allí, redondo, apretado, pidiéndome con descaro que lo hiciera mío. Una promesa sucia, caliente, entre dos montañas de carne.
—Este lugar… nunca lo he entregado. Ni siquiera a tu difunto padre. Pero si decides tomarlo, debes prometerme algo —dijo sin mirar atrás—. Que no solo vas a llenarme por dentro… también vas a hacerte cargo de este corazón. Que serás mío.
La intensidad de su confesión me atravesó. No dudé. Me incliné, besé sus caderas, y con ternura hundí el rostro entre sus nalgas. Su agujero oscuro, prohibido, se abría apenas y tan solo se abrió un poco cuando mi lengua lo penetro.
Me aparte. Le di una nalgada que se escuchó en toda la habitación y con mi miembro aún húmedo por su boca, comencé a entrar en ella con lentitud, guiado por el calor de su entrega… y la promesa de algo más profundo.
Ella jadeaba sin cesar, con el rostro hundido en la almohada y las manos aferradas a las sábanas. Podía sentir cómo su interior me envolvía, apretado, cálido, virgen para todos excepto para mí. Ese lugar, oculto incluso al hombre que compartió su vida, ahora era mío.
Ya no éramos madre e hijo. Ahora yo era su hombre. Ella, mi mujer.
Seguí moviéndome dentro de ella, con ritmo firme y cada vez más profundo, mientras su cuerpo se adaptaba lentamente a mí. Su anillo de piel se dilataba con cada embestida, cediendo a mi avance, temblando entre placer y entrega total.
Sus gemidos se volvieron más agudos, más urgentes. Cada movimiento mío arrancaba un nuevo estremecimiento de su cuerpo. La tenía completamente entregada, arqueada, abierta a mí en cuerpo y alma. La tensión en sus músculos me indicaba que estaba cerca, que lo que compartíamos en ese momento la atravesaba por completo.
Yo también estaba al borde. El calor, la estrechez, el sonido de su respiración entrecortada y los suaves temblores de sus caderas me llevaban directo al abismo. Mi pelvis chocaba contra sus nalgas con un ritmo salvaje, pero no era solo lujuria: era necesidad, era posesión. Era amor sucio, imperfecto, pero real.
Ella gritó mi nombre justo cuando su cuerpo se sacudió en espasmos intensos, con un orgasmo que le robó el aliento. Ese momento me arrastró con ella. La abracé desde atrás con fuerza, me hundí una última vez… y derramé mi semen, sus nietos, dentro de ella con un gemido profundo, mientras su cuerpo temblaba aún bajo el mío.
Quedamos así, jadeando, sudorosos, entrelazados. Aún dentro de ella. Aún parte de ella.
Y en ese silencio denso, roto solo por nuestras respiraciones, supe que algo había cambiado. Que ese cuerpo, ese corazón, ese lugar al que nadie había llegado… ahora me pertenecía.
Y yo a ella.
A la mañana siguiente, el sol entraba tímido por las cortinas. Me vestí en silencio, intentando no hacer ruido. Ella aún dormía, con una pierna colgando del borde de la cama y una sonrisa satisfecha dibujada en los labios. Su cabello revuelto, sus gigantescas nalgas apenas cubiertas por la sábana… todo en ella me invitaba a quedarme.
Pero tenía clase.
Al salir de casa, ella me acompañó hasta la puerta. Llevaba puestos unos leggings ajustados color gris y una blusa floreada de las que tanto le gustaban. Su figura madura llamaba la atención sin pedirlo, y lo sabía. Caminaba con una sensualidad natural, como si cada paso fuera un recordatorio de lo que solo yo había descubierto la noche anterior.
—¡Nos vemos al rato! —le dije, mientras cruzaba la calle rumbo a la parada.
—¡Que te vaya bien, cariño! —respondió con una sonrisa traviesa.
Un par de chicas en uniforme pasaban por la acera. Una de ellas murmuró, sin saber que podía oírla:
—¿Será su mamá?
—¿Y viste cómo se viste? Seguro sí… qué raro.
No lo pensé demasiado. Volví sobre mis pasos. Mamá estaba aún en la puerta. La tomé por la cintura y la besé sin decir una palabra. Un beso profundo, mojado, intenso. Mis manos se hundieron en sus gordas nalgas, y las suyas hicieron lo mismo con las mías. El mundo desapareció por un segundo.
Cuando me separé, su rostro estaba encendido.
—Sin duda —dijo, con voz baja y segura—, estoy enamorada de ti.
Caminé hacia la calle con el corazón latiéndome en el pecho como un tambor de guerra. Y pensé:
"Mamá está enamorada de mí. Y yo de ella."
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