Mi nombre es Amira, pero me dicen Amy. Como si el nombre completo pesara demasiado. Desde que puedo recordar, mi vida ha sido... una pared. Una sombra sin relieve, pegada a una casita cansada, allá, donde la ciudad se diluía en el aire. El polvo, sí, y el olvido eran mis únicos compañeros, mucho antes de que se suponía que debía tener amigos.
Infancia: El Eco de la Humildad.
Cada día en la escuela, y después en la secundaria, era un esfuerzo agotador. Recuerdo las risas. Sonaban huecas, como ecos en una cueva. Y los susurros, siempre ahí, como un zumbido constante que me recordaba lo que era. Mis compañeros, con sus uniformes sin arrugas, sus zapatos nuevos que brillaban. Para mí, siempre la misma ropa, descolorida, con hilos sueltos. Zapatos que se quejaban a cada paso. Era como si mi pobreza, esa que intentaba esconder, gritara por mí. Y las miradas, vacías de piedad, solo veían algo para burlarse.
Pero no era solo la ropa. Era mi forma de ser, supongo. Un cuerpo siempre un poco desgarbado, torpe. Mis lentes, gruesos, se posaban en mi nariz, y la etiqueta de "nerd" se me pegó como una segunda piel. Y mi silencio, mi falta de palabras... No era desinterés, era miedo. Miedo a equivocarme, a ser más visible. Eso me convertía en el blanco perfecto, ¿sabes? Un lienzo en blanco para sus crueldades. Cada pasillo era una trampa, cada recreo, una emboscada. Una nueva dosis de bullying que me hundía cada vez más hondo. Las palabras, más afiladas que cualquier filo, y los empujones, más dolorosos de lo que parecían. Así, mi existencia se llenaba de un sabor amargo, de una tristeza que se aferraba, como una enredadera, a cada fibra de mi ser. A veces, sentía que lo merecía, de alguna forma.
Y sin embargo, en esa neblina, en esa profunda grisura, había dos pequeños destellos. Frágiles, casi invisibles, como luciérnagas moribundas. La danza y el dibujo. Cuando me movía, aunque fuera torpe para los demás, algo en mí se sentía ligero, libre, por un instante. Y cada trazo de mi lápiz era una confesión silenciosa, una canción que nadie más podía escuchar. Eran mis escondites. Los únicos lugares donde la etiqueta de "la pobre", de "la rara", se desvanecía. Allí, solo allí, Amy dejaba de ser solo… dolor.
La Carga de los Colores: Mi Infancia Teñida de Obligación.
Pero la realidad tenía su propia coreografía, y no era una que yo hubiera elegido. Mi casa, mi madre y yo, éramos solo una hoja seca al viento. La ausencia de un padre, o de cualquier otra mano fuerte que pudiera ayudarnos, significaba que la carga se doblaba sobre los hombros de mi madre, y pronto, sobre los míos. Muy joven, mucho antes de entender qué era una noche de películas con amigos o la risa despreocupada en una fiesta de cumpleaños, ya estaba trabajando.
Mi habilidad para la danza, esa que me daba pequeños instantes de paz, se transformó en la moneda de mi supervivencia. No bailaba por placer, sino por necesidad. Y así, el destino me vistió de colores brillantes y una sonrisa pintada: me convertí en payasita. Cada fiesta era una prueba de resistencia. El traje me pesaba, la peluca me picaba, y la pintura ocultaba no solo mi cara, sino el agotamiento que empezaba a calar mis huesos. Saltar, reír, animar a niños cuyas vidas eran tan distintas a la mía… Era un acto. Un acto extenuante. Mi cuerpo se arrastraba al final de cada jornada, cada músculo vibrando de un cansancio que no era de juego, sino de labor.
Y la mente… la mente nunca descansaba. Contaba las horas, los pocos ahorros que juntaba, pensando en la comida, en la luz, en el agua que podíamos pagar. Esa responsabilidad, tan inmensa para unos hombros tan pequeños, se volvía una niebla densa en mi cabeza, un peso constante que apagaba cualquier chispa de alegría. Era un agotamiento mental que me hacía sentir vieja antes de tiempo, vacía, como si la vida me hubiera exprimido el alma con la misma fuerza con la que yo inflaba globos. Las risas de los niños, que deberían haber sido dulces, a veces sonaban a burla, a recordatorio de lo que nunca tendría. Y yo, solo podía sonreír, una mueca obligada bajo la capa de maquillaje, para que la miseria no se notara. No podía fallar. No podíamos.
Así fue mi infancia, marcada, sí, por el bullying, el trabajo y una escasez económica que se sentía pegada a la piel. Las mañanas eran para la secundaria, un intento fútil de aferrarme a una normalidad que no me pertenecía. Y las tardes, las noches… eran para algún evento, para llevar algo de dinero a casa. No había tiempo. No tenía tiempo para nada. Mis tareas, mis estudios, se hacían a escondidas, en los vestuarios, con el eco de la música infantil aún en mis oídos. O en el transporte, en el traqueteo del autobús, yendo o volviendo, con el lápiz bailando sobre el cuaderno mientras mis ojos se cerraban de sueño. Mi vida era un constante ir y venir, una cuerda tensa entre dos mundos que no se tocaban, y en ninguno de ellos, Amy, la verdadera Amy, podía existir.
El Vestido de la Resistencia: Un Breve Respiro y el Silencio de los Aplausos.
Y entonces, contra todo pronóstico, lo logré. La secundaria, ese laberinto de pasillos y miradas hirientes, quedó atrás. Me gradué. Recuerdo el aire denso de las mañanas, el agotamiento que se pegaba a mis párpados, las tareas hechas con la luz de la luna o bajo el traqueteo de un autobús. Fue una lucha silenciosa, una batalla que, sin temor a equivocarme, fue más ardua para mí que para cualquiera de mis compañeros. Cada examen aprobado, cada día terminado, era una pequeña victoria en un campo de batalla muy grande.
Para ese día tan especial, el de la graduación, me propuse algo que nunca antes me había permitido: ser bella. No para ellos, no para que me aceptaran, sino para mí. Para borrar, al menos por unas horas, la imagen de la Amy descuidada, la "nerd", la payasita agotada. Me esforcé, puse cada gramo de voluntad en ello, porque sabía que ese logro, el de tener un diploma en mis manos, había sido tallado con más esfuerzo y dedicación que el de cualquier otro. Era mi momento de brillar, aunque la luz fuera apenas un parpadeo en mi oscuridad.
Llegó el momento de recibir el diploma. El mío. Un trozo de papel que, para mí, pesaba más que el oro. Caminé hacia el estrado, con el corazón en un puño, esperando el eco de lo que debía ser una ovación. Pero el sonido… el sonido fue tenue, disperso. Algunos aplaudieron, sí, por educación, supongo, para no parecer aguafiestas. Otros, quizás, con una chispa genuina de alegría por mi logro. Pero la mayoría… la mayoría de los que me habían acompañado por años en esas aulas, apenas movieron las manos.
Supongo que no debería haberme sorprendido. Siempre fui la nerd, la fea, la descuidada. La chica que no tenía tiempo, ni quizás la energía, para forjar esas amistades que parecían tan fáciles para los demás. El bullying, las risas, los susurros… todo eso dejó una marca tan profunda que ni siquiera un logro tan grande podía borrarla. Mi victoria, tan personal y tan sudada, se sintió entonces como un eco vacío, un aplauso que solo resonaba en mi propia soledad. Me dieron el diploma, y el peso de esa indiferencia se me pegó al alma, recordándome que, aunque hubiera cruzado una meta, la barrera entre ellos y yo seguía intacta.
El Consuelo del Trazo y la Palabra: Un Refugio Costoso en el Caos.
Pasaron algunos años. Los recuerdos de esa secundaria, de esa adolescencia tan distinta a la de los demás, ya no me dolían como antes. El filo de la herida se había embotado con el tiempo, convertido en una cicatriz más en mi mapa. Pero en su momento, sí, en su momento fue un problema. Un dolor constante, una espina que se negaba a salir. Ver a otros vivir lo que yo no pude, sentir la ligereza que a mí me era ajena… eso pesaba.
No pude ir a la universidad de inmediato. La idea era un lujo, una fantasía lejana. El dinero, o mejor dicho, la falta de él, era un muro infranqueable. Y el apoyo… ¿Quién me lo daría? No había nadie más allá de mi madre y la necesidad de seguir empujando ese carro sin ruedas. Así que pasé varios años suspendida en el aire, sin más que el trabajo para llenar mis días. La rutina gris seguía, sí, pero el tiempo que antes había estado atrapado en los cuadernos de la secundaria, ahora lo llenaba de otra forma.
Mis manos, que habían aprendido a dibujar en secreto, encontraron en el arte un consuelo, una voz que no necesitaba palabras. Cada dibujo, cada trazo, era un respiro. Era una forma de reflexión, de volcar en el papel lo que no podía decir ni sentir. El lápiz se convertía en una extensión de mi alma, un escape de la realidad. Horas y horas se fundían en ese mundo de líneas y sombras, donde Amy, la verdadera Amy, podía existir sin juicio, sin la presión del mundo exterior.
Pero el arte no fue mi único refugio. También me hice una ávida lectora. Encontré consuelo en mundos lejanos, en épocas olvidadas. Me sumergía en historias medievales de fantasía, donde caballeros y dragones poblaban paisajes épicos, o en la fría lógica de la ciencia ficción, donde las estrellas eran el único límite. Devoré las complejidades de "El Señor de los Anillos" de J.R.R. Tolkien, las vastas galaxias de Isaac Asimov en sus ciclos de la Fundación, o las intrigas de "Juego de Tronos" de George R.R. Martin. Cada página era una puerta. Era como si pudiera vivir mil vidas, ser mil personas, en lugar de la Amy que el mundo veía. Los libros no juzgaban, no señalaban, solo me ofrecían un universo donde mi mente podía volar libre, un oasis intelectual en medio de mi constante agotamiento y la escasez.
A menudo, me encontraba leyendo en cualquier resquicio de tiempo: en los silenciosos viajes en autobús de regreso del trabajo, bajo la tenue luz de la lámpara de noche cuando mi madre ya dormía, o incluso entre bastidores, con el maquillaje de payasita aún en el rostro, antes de la siguiente función. Las palabras eran más que letras; eran un bálsamo, un eco de posibilidades en una vida que sentía tan limitada. En esos mundos de ficción, la tristeza no me ahogaba de la misma manera, la desesperanza se transformaba en la trama de una aventura ajena, y las despreciables miradas que había soportado se diluían en la épica de otros héroes y villanos. Mis libros eran mis únicos amigos, los confidentes silenciosos de mi alma, y cada uno me recordaba que, aunque mi realidad fuera gris, la imaginación no tenía límites.
Sin embargo, alimentar esos refugios, mantenerlos vivos, era una batalla aparte. El deseo de leer y dibujar era voraz, pero el dinero... el dinero era un suspiro que apenas alcanzaba para lo esencial. Mis lápices, esos que trazaban mis sueños en papel, eran siempre los más económicos, a veces incluso regalados, con puntas y colores que se agotaban demasiado rápido. Y los libros... los libros eran un lujo inalcanzable para un bolsillo como el mío.
Mi escape dependía de la suerte, de las rarezas. Solía buscar en las librerías de segunda mano, esos rincones polvorientos donde los libros viejos esperaban una segunda oportunidad. Había un lugar en particular, en un callejón escondido de la ciudad, que se sentía como un santuario. Un día, la neblina de la depresión se sentía más densa que nunca, ahogando mis pensamientos, y la necesidad de evadirme se hizo urgente. Con un puñado de billetes arrugados en la mano, lo que me había sobrado de la semana, me dirigí allí. Recorrí los estantes, mis dedos rozando lomos gastados, buscando cualquier portal a otro mundo. Con el corazón apretado, logré pagar un par de ellos, tesoros rescatados a precio bajo. Pero mis ojos se aferraron a otros, a esos que mi mísero presupuesto no podía cubrir. La tentación, la necesidad de llenar ese vacío, era un grito mudo en mi interior. Así que, entre la desesperación y la astucia aprendida en la calle, algunos de esos libros, los que no pude pagar, se deslizaron discretamente hacia mi mochila. La vergüenza era un peso más, pero la promesa de esas páginas, de esos mundos por explorar, era un consuelo mayor para mi propio infierno que era mi mente.
Un Respiro Inesperado: El Arte como Refugio y Escape.
Durante esos años, estuve un tiempo desempleada. Mi trabajo como payasita no era constante, y no todos los meses del año eran buenos. Por suerte, mi madre había ahorrado algo de dinero, y juntas logramos sobrevivir a esos meses tan difíciles económicamente. Pero el tiempo libre, en lugar de ser una bendición, se sentía como un vacío aún mayor.
Sin embargo, en ese agujero, encontré una nueva forma de escape. Aproveché esos meses para asistir a ferias de arte y cómics en la ciudad. No podía comprar nada, por supuesto, pero el simple hecho de estar rodeada de colores, de historias dibujadas, de la creatividad desbordante de otros, era como una transfusión de vida. Observaba a los artistas, sus manos danzando sobre el papel, sus ojos brillando con pasión. Escuchaba las conversaciones, los debates sobre técnicas, sobre personajes, sobre mundos imaginarios. Y por un momento, la Amy payasita, la Amy solitaria, la Amy invisible, se desvanecía.
Solía ir con una vieja carpeta llena de mis propias creaciones. No eran obras maestras, solo bocetos y dibujos que me ayudaban a procesar el caos de mi vida. Me acercaba a los stands, a veces con el estómago revuelto por la timidez y la sensación de no pertenecer. Pero la necesidad de compartir, de encontrar una pizca de conexión, era más fuerte. Conversaba con los artistas y otros aficionados sobre sus ilustraciones y sus estilos, sobre las historias detrás de cada trazo, sobre la magia de construir mundos con un lápiz. Y cuando me atrevía, sacaba mi carpeta. No esperaba elogios, solo una mirada, una palabra. A veces, las conversaciones se extendían por horas, y en esos diálogos, en esa conexión genuina, sentía un alivio que el trabajo o los libros no podían darme. Esos momentos, aunque efímeros, me daban fuerzas para seguir adelante, para aferrarme a la esperanza de que, quizás, algún día, yo también podría vivir de mi arte.
Fue en una de esas ferias, entre el bullicio de la gente y el murmullo de las conversaciones, donde lo conocí. Su stand exhibía portadas de libros y cuentos, vibrantes, llenas de vida y una imaginación que me atrapó al instante. Era Marcos, un ilustrador con un nombre que resonaba en el mundo editorial. Sus trabajos eran para una editorial muy prestigiosa, y yo, con mi carpeta de dibujos económicos y mis libros de segunda mano, me sentí diminuta a su lado. Pero al acercarme, al ver sus obras con más detalles, no pude evitar comentar. Empezamos a hablar, y el tiempo, que normalmente se arrastraba para mí, voló. Hablamos de técnicas, de narrativas visuales, de la forma en que los colores podían contar historias enteras. Fue un clic. Una conexión instantánea, inesperada, como si dos almas, que llevaban años buscando algo similar, se encontraran por fin. Su pasión era palpable, y la mía, que siempre había estado escondida bajo capas de timidez, encontró un eco en la suya. Por primera vez en mucho tiempo, no me sentí sola en mi burbuja de arte y fantasía.
Un Nuevo Trazo en mi Vida: El Amor con Marcos.
El clic que sentimos Marcos y yo en esa feria no fue un destello fugaz, sino el inicio de una historia diferente. Aquel primer encuentro, en medio del ajetreo y el color de las exposiciones, se convirtió en el punto de partida de algo que nunca creí posible para alguien como yo. Intercambiamos números, casi con un nerviosismo adolescente que yo nunca había experimentado. Nuestras conversaciones se extendieron más allá de las ferias, al principio tímidas, luego más confiadas, más profundas. Hablábamos de arte, sí, de las infinitas posibilidades de la ilustración y de los libros que amábamos, pero también de nuestras vidas, de nuestros sueños, y de las sombras que cada uno cargaba.
Marcos tenía una facilidad para la vida que a mí me faltaba. Su risa era genuina, su mirada curiosa, y su empatía, un bálsamo para mis viejas heridas. Me escuchaba, de verdad, no solo con los oídos, sino con el alma. Poco a poco, con cada encuentro, con cada llamada, con cada mensaje que me hacía sonreír sin darme cuenta, las paredes que había construido a mi alrededor empezaron a resquebrajarse. Con él, la tristeza que se me aferraba parecía aligerarse, y la desesperanza se transformaba en la promesa de un futuro menos gris.
Lo que empezó como una amistad basada en el amor compartido por el arte, pronto evolucionó. Descubrimos que nuestras vidas, aunque dispares en experiencias, se complementaban de una forma extraña y hermosa. Sus historias de proyectos y de la gente que conocía, me ofrecían una ventana a un mundo que me era ajeno, pero que, con él, empezaba a parecer menos inalcanzable. Mi timidez se fue disolviendo en su presencia, y la Amy reservada, la que escondía su talento y sus sentimientos, comenzó a mostrarse.
Nuestra relación tomó forma, lenta pero firmemente. Los encuentros casuales en las ferias se convirtieron en citas planeadas, en tardes enteras compartiendo un café en algún rincón tranquilo de la ciudad, en visitas a librerías de segunda mano donde ahora yo no necesitaba robar los libros. Él celebraba mis dibujos, veía en ellos un potencial que yo misma apenas me atrevía a reconocer, y sus palabras eran un aliento constante. En un mundo que me había enseñado a ser invisible, Marcos me hizo sentir vista, valiosa, digna de ser amada.
Así, sin darnos cuenta del todo, nuestra relación formalizó. Fue un paso natural, casi inevitable, dada la conexión que habíamos forjado. Un día, con una naturalidad sorprendente, empezamos a hablar de la posibilidad de vivir juntos. Para mí, la idea de compartir mi espacio, mi intimidad, con alguien, era abrumadora y maravillosa a la vez. Mi madre, que siempre había sido mi ancla, entendió mi necesidad de este nuevo puerto. Juntos, Marcos y yo, encontramos un pequeño apartamento. No era grande, pero tenía mucha luz y espacio para nuestros libros y, lo más importante, para nuestros lienzos y lápices.
Mudarme fue más que cambiar de dirección. Fue un símbolo, el de dejar atrás una vida de escasez y soledad para construir algo nuevo. Con él, cada día se sentía como un nuevo capítulo, una página en blanco donde podíamos dibujar nuestra propia historia. Las viejas inseguridades, la despreciabilidad que me había perseguido, no desaparecieron por completo, pero con Marcos a mi lado, su peso era mucho menor. Era un comienzo, un paso hacia una vida donde el arte no solo era un escape, sino una forma de conexión, un camino hacia la felicidad que, por primera vez, sentía que podía ser mía.
La Sombra de la Envidia: El Comienzo del Desencuentro.
Yo seguía sin un empleo formal, pero el arte con Marcos se había convertido en mi sustento, mi propósito. Le ayudaba con sus ilustraciones y portadas, y juntos, la energía creativa fluía. Él, con una generosidad que entonces creía infinita, solía enviar nuestras ilustraciones a las editoriales, resaltando siempre que tenía una ayudante. Su objetivo, decía, era hacerme visible para los demás, para que yo también pudiera conseguir mi propio empleo, mi propio lugar en ese mundo que tanto amábamos. Era una de las cosas que más apreciaba de él en aquel entonces, esa aparente nobleza que buscaba mi ascenso.
Ambos solíamos hacer dibujos aparte para las editoriales, y a veces, incluso creábamos obras en conjunto. Era una dinámica emocionante, una simbiosis donde nuestras ideas se entrelazaban. Enviábamos nuestras propuestas a las editoriales, y ellos elegían cuál sería la ilustración para una nueva portada. Al principio, era pura alegría. Cada selección, ya fuera suya o mía, era una victoria compartida.
Pero, con una lentitud imperceptible al principio, y luego con una claridad dolorosa, noté que casi siempre eran mis ilustraciones las que eran seleccionadas. Al principio, Marcos lo celebraba conmigo, con una sonrisa que aún recordaba genuina. Pero, con el tiempo, esa sonrisa se tensó. El brillo en sus ojos, antes cómplice, se tornó opaco, cargado. La sombra de la que hablaba antes se hizo más densa.
Y entonces, llegó el día en que todo se derrumbó. La editorial que más prestigio tenía, la joya de su corona, su cliente más importante, le dio la espalda. No querían más sus portadas. Solo querían trabajar conmigo. La noticia llegó a través de una llamada, y recuerdo que mis manos temblaban mientras escuchaba las palabras de felicitación que para mí sonaban a condena. Era el trabajo de mis sueños, la oportunidad que siempre había anhelado, pero el costo… el costo fue su destrucción.
Ese día, Marcos enloqueció. Entró al departamento, no como el hombre que conocía, sino como una tempestad furiosa. Sus ojos, desorbitados, ya no veían a la Amy que amaba, sino a la competencia que le había arrebatado su lugar. La envidia, esa bestia que se había gestado en la oscuridad, explotó en una furia irracional. Histérico, con gritos que me perforaban el alma, empezó a destruir todo a su paso.
Mis ilustraciones, esas que colgaban en la pared como pequeños fragmentos de mi alma, fueron arrancadas con violencia y desgarradas sin piedad. Cada rasguño del papel era un latigazo en mi propio ser, un eco de las burlas de mi infancia que creía haber dejado atrás. Los cuadernos, mis santuarios secretos llenos de ideas y sueños, mis confesiones silenciosas, fueron abiertos y sus páginas hechas trizas con una furia implacable. No eran solo hojas; eran años de esfuerzo, de refugio, de esa pequeña parte de mí que nadie más entendía. Y mis lápices, mis modestas herramientas que habían trazado cada esperanza, cada fuga de la realidad, fueron aplastados con saña, quebrándose en pequeñas astillas. Escuché el crujido del grafito, el estallido de la madera, y cada sonido fue una puñalada. No eran solo objetos; eran mis brazos, mis manos, mis ojos con los que destrozaba. Destruyó cada pedacito de mi arte, de mi alma, en un ataque de celos y desesperación.
Me quedé allí, paralizada, viendo cómo mi mundo se desmoronaba por segunda vez, no por la escasez económica, sino por la furia de quien se suponía que debía protegerme. El apartamento, antes un refugio de luz y creatividad, se transformó en un campo de batalla de papel rasgado y lápices rotos. El silencio que siguió a su arrebato fue el más ensordecedor de mi vida, un silencio lleno de preguntas sin respuesta y de una tristeza tan profunda que me costaba respirar. Era el fin de la ilusión, el regreso a la oscuridad de la que Marcos me había prometido sacar.
La Venganza Silenciosa y un Nuevo Destino para Mí.
El aire en el apartamento era pesado, denso con la furia recién desatada de Marcos y el eco de la destrucción. No grité, no lloré en ese instante. El dolor era tan agudo que me paralizó. Simplemente, lo observé. Observé la ruina de mi arte, la prueba tangible de que el amor que creí haber encontrado, también podía ser una trampa. La desesperanza se aferró a mí, pero esta vez, venía acompañada de un frío, un gélido y punzante resentimiento que nunca antes había sentido.
No había nada que hacer allí. Ya no había un refugio, solo escombros. Sin decir una palabra, recogí lo poco que aún tenía, una mochila con algo de ropa y mi vieja carpeta que, por un milagro, no había estado a su alcance. Dejé el apartamento, dejando atrás no solo los restos de mis ilustraciones, sino también los pedazos de mi corazón. Dejé el hogar que habíamos construido, la vida que había soñado. Lo dejé todo, sin mirar atrás.
En ese momento, no sabía adónde ir. Estaba en una ciudad lejos de mi único refugio verdadero, mi madre. No tenía a nadie más, ni un amigo, ni un lugar seguro. Solo el eco de su furia y la desolación de mis obras destrozadas. Caminé por horas, con la mente nublada por el shock, pero bajo esa neblina, una nueva emoción comenzó a gestarse. La tristeza que solía consumirme, se transformó lentamente en una ira fría y calculadora.
Él me había dejado sin nada material, sin un techo. Había destruido lo que más amaba. Y una voz en mi interior, una voz que nunca había escuchado antes, me susurró que no podía quedarse impune. La humillación, el dolor, la traición… necesitaban una respuesta.
A la mañana siguiente, con el corazón aún pesado, pero la mente sorprendentemente clara, fui al banco. Recordé que compartíamos cuentas, un detalle de confianza que ahora se sentía como una burla. Con una determinación helada, vacié sus cuentas bancarias por completo. Todo el dinero que tenía, fruto de su trabajo y de las ilustraciones que ahora yo hacía, fue transferido a una nueva cuenta que solo yo controlaba. Era un acto de venganza, un golpe medido, frío. Él me había dejado sin nada material y sin un techo; yo, ahora, lo dejaba sin dinero y completamente en bancarrota. La ironía, cruel y amarga, no se me escapó. Era mi forma de equilibrar la balanza, de sentir que, por una vez, no sería la víctima silenciosa. La tristeza seguía allí, por supuesto, pero ahora venía acompañada de una extraña sensación de poder, de haber recuperado un poco de lo que él me había quitado.
Con el dinero en mis manos –una suma considerable, pues Marcos, a pesar de todo, manejaba una economía holgada–, me sentí extrañamente vacía. La venganza no me había traído la paz que esperaba, solo un eco más de la brutalidad. Estaba rota conmigo misma. La pasión por el arte y la danza, que habían sido mis tablas de salvación, mis únicos idiomas, se habían ahogado en las cenizas de mis ilustraciones destrozadas y el recuerdo de una libertad que ahora se sentía coartada. Las ganas de dibujar, de leer las fantasías que me transportaban, se habían evaporado. ¿De qué servía perderse en historias si la mía era un desastre?
Pero, en medio de esa desolación, surgió una idea, fría y lúcida como el acero. Tenía dinero, sí, pero no un propósito. Necesitaba algo concreto, algo que no pudiera ser destruido con un arrebato de furia. Necesitaba una herramienta, una armadura. Ya no quería la fluidez impredecible del arte o la expresión corporal. Quería la certeza, la lógica inquebrantable. Quería cambiar mi estilo de vida por completo, apartarme de todo lo que me recordaba una decepción, una traición.
Así que, con una nueva y férrea resolución, me inscribí a la universidad. Pero no para estudiar algo referente al arte o las danzas. No. Esta vez, el camino sería diametralmente opuesto. Decidí estudiar ingeniería. Las matemáticas eran algo muy distinto al arte, un mundo de números y fórmulas exactas, donde no había espacio para la subjetividad ni para las emociones descontroladas. Quería la estructura, la precisión, la capacidad de construir algo tangible, innegable.
Un Nuevo Camino: La Fría Lógica de los Números.
Pasé algunos años estudiando ingeniería. Me sumergí en el rigor de los cálculos, en la lógica inquebrantable de los circuitos, en la fría precisión de los diseños. Las matemáticas y la física, que antes me parecían solo materias escolares, se convirtieron en un refugio, un universo ordenado y predecible, tan distinto del caos emocional que había marcado mi vida. No había espacio para la traición en una ecuación, ni para la envidia en un teorema. Era un mundo de absolutos, de verdades demostrables, y eso me ofrecía una extraña forma de paz.
Tenía el dinero, sí, y cero excusas para no terminar la carrera. Pero a medida que pasaban los semestres, me di cuenta de algo crucial: nunca encajé en esa vida. La ingeniería, con toda su lógica y su promesa de control, no me llenaba el alma. Era una armadura, sí, pero una que se sentía pesada y ajena. Podía entender los conceptos, resolver los problemas más complejos, pero la pasión, la chispa que había sentido al dibujar o al leer, nunca apareció. Era un camino guiado por la venganza y el resentimiento, no por una vocación genuina.
Finalmente, terminé abandonando la carrera también. No fue una decisión fácil, pues implicaba admitir otro fracaso, otra decepción, esta vez conmigo misma. Pero sabía que no podía seguir por un camino que, aunque seguro, me dejaba vacía por dentro.
Sin embargo, ese tiempo no fue en vano. Las horas dedicadas a las matemáticas y la física habían agudizado mi mente, me habían dado una destreza y una agilidad mental que antes no poseía. Y encontré una forma de mantener esa agilidad, de seguir inmersa en el mundo de los números y las leyes universales, sin la carga de una carrera que no era para mí. Empecé a dar clases de matemáticas y física en las secundarias. Las mentes jóvenes, la oportunidad de desmitificar conceptos complejos y ver la chispa del entendimiento en los ojos de mis alumnos, me brindaba una satisfacción que la ingeniería no pudo darme. También ofrecía clases particulares, ayudando a quienes luchaban con los mismos conceptos que yo ahora dominaba. Era una forma de aplicar mis conocimientos, de mantenerme activa, de sentir que mi mente seguía afilada, sin tener que encajar en un molde que no era el mío.
Así transcurrían mis días: por las mañanas, entre fórmulas y ecuaciones en el aula de alguna secundaria; por las tardes, con mis clases particulares, que aunque no eran diarias, me mantenían en el ritmo. Pero la vida, supongo, siempre encuentra la forma de recordarme quién soy en realidad. A pesar de la lógica de las matemáticas y la física, a pesar de mi intento de enterrar mi pasado, el arte seguía latiendo en algún rincón de mi alma. Poco a poco, volví a visitar convenciones de arte y cómics. Ya no con la timidez de antes, sino con la curiosidad de quien busca un reencuentro. Y, de vez en cuando, aceptaba algún trabajo como payasita. Ya no por necesidad, sino por amor. Por vocación. Era como si, después de tanto tiempo, pudiera reconciliarme con esa parte de mí que había intentado olvidar.
Un Nuevo Capítulo: La Llama de Luis.
Fue en una de esas convenciones, en medio del bullicio familiar de los stands y el aroma a papel impreso, donde conocí a Luis. Era algo más inmaduro, menor e inexperto, lo notaba, pero había en él una mentalidad de grandes que en ese momento necesitaba. Su mirada, sus palabras, revelaban una pureza que me atrajo de inmediato, algo que no era la frialdad calculada de los números o la amargura de mis heridas pasadas.
Luis era un escritor amateur. Sus manos sostenían cuadernos llenos de tachones y borrones, y sus ojos brillaban al hablar de sus mundos, de los personajes que habitaban su imaginación. No era muy bueno en sus libros y cuentos, no lo voy a negar. Sus tramas eran a veces un poco deshilvanadas, sus diálogos un tanto torpes. Pero la forma en que hablaba de ellos… ¡Dios, la pasión que tenía! Era una llama, pura y brillante, que muy pocos tienen la fortuna de poseer. Me recordaba a mí misma en mis inicios, cuando el arte era pura evasión, antes de que el mundo me lo arrebatara.
Él afortunadamente, no había tenido que madurar a temprana edad como lo hice yo. Había podido conservar esa inocencia, esa capacidad de soñar sin las cicatrices que yo arrastraba. Empezamos a hablar, primero de sus historias, luego de mis dibujos, de las convenciones. Mis clases de matemáticas le fascinaban, le parecían un misterio digno de ser desentrañado. Y yo, que había intentado encajonar mi vida en la lógica, me encontré fascinada por su desbordante imaginación. Él veía belleza donde otros verían errores, potencial donde otros vería imperfección. Con Luis, la rigidez que había intentado imponer en mi vida comenzó a ceder. Sus sueños, tan puros y ambiciosos, despertaron algo en mí que creí dormido para siempre.
No pasó mucho tiempo antes de que lo nuestro se transformara en algo más. No fue una explosión, sino un lento y cálido amanecer. Sus ojos, llenos de esa pasión incansable, me miraban de una forma que me hizo sentir de nuevo vista, no la Amy rota o la Amy vengativa, sino simplemente Amy. Sus manos, que creaban mundos imperfectos pero llenos de vida, a veces rozaban las mías, y un escalofrío que no era de miedo, sino de algo cálido, me recorría. Con él, las cicatrices de la decepción de Marcos no desaparecían, pero su dolor se atenuaba, como una melodía lejana.
Tuve toda la paciencia del mundo con Luis, porque sabía que estaba lidiando con alguien más inexperto que yo en las cosas del amor y la vida adulta. Él era un chico lleno de luz y sueños, que yo esperaba con ansias, con una paciencia que no creí poseer, aquel día donde él me dijera que diéramos el siguiente paso.
Y, lentamente, la vida que había dejado atrás empezó a encontrar su camino de regreso. Él me había dado esa inspiración y motivación de nuevo. Poco a poco, con el aliento de Luis en cada trazo, me animé a tomar los lápices para volver a hacer arte. No fue de golpe, sino con la misma paciencia con la que esperaba por él. Sus palabras, sus ideas, sus propios intentos en la escritura, me impulsaban. Empezamos a experimentar tipos de artes distintos. Él me animaba a dibujar los mundos y personajes de sus cuentos, a darles forma visual. Y fue así como, de su mano, me abrí a un territorio completamente nuevo: el arte erótico. Jamás lo había intentado. Mis lecturas y mi arte siempre habían sido de ciencia ficción o fantasía medieval, mundos épicos y distantes de las pasiones terrenales. Pero con Luis, con su manera de ver el amor y la expresión sin tapujos, me atreví. Sus relatos, tan sinceros en su imperfección, me llevaron a explorar nuevas formas de expresión. Y por primera vez en mi vida, de su mano, me abrí a la lectura del romance. Los libros que antes evitaba, ahora los devoraba, descubriendo la belleza de las emociones humanas en su forma más pura. Era un contraste fascinante: la lógica de mis clases de física y la desinhibida pasión que Luis me había enseñado a abrazar.
Pinceladas de Intimidad: El Arte Erótico como Descubrimiento Compartido.
La idea del arte erótico me resultaba, al principio, ajena. Mi mundo siempre había sido de naves espaciales y castillos, de batallas épicas y dragones. Las emociones, en mi arte, eran grandes y abstractas, nunca tan íntimas y viscerales. Pero Luis, con esa luz en sus ojos, me propuso un reto. No era una imposición, sino una invitación a explorar. Me dijo que quería ver cómo mis manos, tan acostumbradas a los contornos de armaduras y criaturas fantásticas, podían capturar la sensualidad de lo humano, la delicadeza de la piel, la fuerza de la pasión.
Al principio, dudé. La timidez me invadía. Mis propias inseguridades, las que me habían etiquetado de "fea" y "rara" durante tantos años, se levantaban como muros. ¿Cómo podría yo, con mis cicatrices emocionales, plasmar la belleza del erotismo? Pero la mirada de Luis, tan llena de admiración y de una curiosidad sin juicio, me dio el valor que necesitaba.
Así que empezamos. Nos convertimos en modelos el uno para el otro, en una danza de desnudos discretos y poses sugerentes, donde la vulnerabilidad se mezclaba con la confianza. Era un proceso lento, íntimo. Cada sesión, cada trazo, era un descubrimiento. Mis manos, al principio torpes y auto-conscientes, empezaron a moverse con una nueva libertad. Me concentraba en las curvas, en las sombras, en la forma en que la luz caía sobre la piel, revelando una belleza que antes había ignorado.
Era fascinante. Nunca antes me había detenido a observar el cuerpo humano con tanta atención, con tanta apreciación. Al dibujar a Luis, descubrí la fuerza de su espalda, la suavidad de su piel, la forma en que sus músculos se tensaban o relajaban. Y cuando él me dibujaba, sentía una extraña mezcla de exposición y liberación. No era la mirada del morbo, sino la del artista que busca la esencia, la del amante que ve el alma a través del cuerpo.
Fue en esas sesiones, entre líneas y sombras, donde la intimidad entre nosotros se profundizó de una manera que las palabras solas no podían lograr. El arte se convirtió en un lenguaje secreto, un diálogo silencioso de piel y pasión. Había algo profundamente erótico en la concentración compartida, en la quietud de esos momentos donde solo existíamos nosotros y la hoja en blanco. Nos reíamos, sí, a veces, de nuestra torpeza, de las poses incómodas, pero la mayor parte del tiempo, estábamos absortos, conectados por un hilo invisible de creatividad y deseo.
Mis dibujos, antes llenos de armaduras y espadas, comenzaron a vibrar con una nueva energía. Los contornos se volvieron más suaves, los colores más cálidos. Y, sorprendentemente, no solo se trataba de dibujar cuerpos. Se trataba de dibujar emociones: la ternura, el deseo, la vulnerabilidad, la conexión. Era como si, al dibujar el erotismo de nuestros cuerpos, también estuviera desnudando mi propia alma, revelando capas de mí misma que había mantenido ocultas por siempre.
Esta experiencia no solo reavivó mi pasión por el arte, sino que también iluminó mi relación con Luis de una manera que nunca anticipé. Nos llevó a un nivel de comprensión mutua y de confianza que trascendía las palabras. Era un tipo de amor que se expresaba en cada línea, en cada sombra, en cada color. El arte erótico, que al principio me parecía tan ajeno, se convirtió en una hermosa extensión de nuestro amor, una forma de celebrar nuestra conexión más profunda, sin las barreras de la inmadurez o la inexperiencia. Era un terreno sagrado que compartíamos, donde Amy, con todas sus experiencias y su pasado, podía fusionarse con la luz y los sueños de Luis, en una nueva forma de expresión, de amor y de ser.
El Silencio de la Distancia: Una Despedida Sin Palabras.
A pesar de la profunda conexión que el arte erótico y el romance habían traído a mi vida con Luis, nuestra relación nunca se formalizó más allá del noviazgo. No hubo promesas de un futuro juntos, ni planes de compartir un hogar. Yo, con mi historia, anhelaba un compromiso, un paso definitivo, pero la naturaleza de Luis, su espíritu libre y, quizás, su inexperiencia, lo mantenían en un terreno más ligero. Y yo, con la paciencia que ya me había caracterizado, esperaba que el diera el siguiente paso.
Pero un día, sin previo aviso, la dinámica cambió. Luis empezó a comportarse de forma extraña. Los mensajes se quedaban sin respuesta por horas, luego por días. Las llamadas, antes frecuentes y llenas de entusiasmo, se volvieron escasas y llenas de excusas: "Estoy ocupado", "No puedo ahora", "Quizás mañana". Las visitas, que solían ser diarias o casi diarias, se hicieron semanales, y luego, ni siquiera eso. Sentía su distancia crecer como una sombra entre nosotros, un muro invisible que se alzaba con cada excusa, con cada silencio.
No me atrevía a preguntar directamente. Mi historial de rechazo, las heridas de mi pasado, me susurraban que no insistiera, que no me aferrara a algo que parecía desvanecerse. Supuse lo obvio, lo que mi experiencia me había enseñado a esperar: había otra chica en su vida. Y como él y yo nunca habíamos tenido un compromiso formal, un "siguiente paso" que validara nuestra relación ante el mundo, no me sentí con el derecho de exigir explicaciones.
El dolor era familiar, pero esta vez, matizado por una extraña resignación. No hubo gritos, ni lágrimas en ese momento. Solo una aceptación silenciosa de que, a pesar de la intimidad del arte y la dulzura del romance que habíamos compartido, Luis no estaba listo para lo que yo buscaba. No era una traición como la de Marcos, sino una retirada lenta, un desvanecimiento.
Así que, con el corazón pesado pero con la dignidad intacta, dejé de insistir. Dejé de enviar mensajes, de hacer llamadas. Dejé de esperar sus visitas. Y lo dejé ir. Se fue, no con una ruptura dramática, sino con el eco de un silencio que ya conocía bien. Los lápices de arte erótico, que antes habían sido un puente a una nueva Amy, ahora yacían en un cajón, testigos de una intimidad que, de nuevo, había llegado a su fin.
El eco de un adiós sin palabras: El reencuentro y la dolorosa verdad.
Con el tiempo, con su paso implacable, había intentado borrar las huellas de Luis, pero su ausencia seguía siendo una melodía muda en el fondo de mi alma. Un año después de su inexplicable distanciamiento, mientras caminaba por las calles, el destino tejió una de esas crueles coincidencias. Me tropecé con el mejor amigo de Luis. El corazón me dio un vuelco. A pesar del tiempo transcurrido, a pesar de la distancia impuesta, no pude evitarlo; la pregunta brotó de mis labios antes de poder contenerla: "¿Cómo está Luis?".
La respuesta de su amigo fue un puñal helado. Las palabras, tan cotidianas, se clavaron con una brutalidad inesperada: "Luis falleció de cáncer hace un mes". El mundo se detuvo. El bullicio de la calle se convirtió en un zumbido distante, como si la realidad se desdibujara. ¿Cáncer? ¿Un mes? La información me golpeó con la fuerza de un tren. Yo no sabía nada, absolutamente nada de su enfermedad. El vacío que sentí entonces no era solo por la pérdida, sino por la devastadora comprensión del silencio que había envuelto sus últimos días.
La cruel lógica de la distancia: Entendiendo el adiós de Luis.
En ese instante, todo encajó con una dolorosa claridad. La repentina distancia, los mensajes sin respuesta, las excusas, las visitas cada vez más esporádicas. Todo lo que interpreté como el desinterés de alguien que había encontrado a otra persona, ahora se revelaba como el desgarrador esfuerzo de alguien por proteger a quien amaba de su propio dolor.
Luis se alejó no porque su afecto disminuyera, sino porque una enfermedad devastadora lo estaba consumiendo en silencio. Su comportamiento, que yo había atribuido a la falta de compromiso o a una nueva relación, era en realidad un escudo. Él, con su alma pura y su inexperiencia, no quería que yo fuera testigo de su deterioro, ni que cargara con el peso de su sufrimiento. No quería que el final de su vida se convirtiera en una imagen de tristeza y desesperanza para mí, para Amy, esa Amy a la que él había impulsado a redescubrir el arte y el romance.
El arte erótico que compartimos, la intimidad que revelamos, había sido tan profundo que, para él, contaminarlo con la crudeza de su enfermedad terminal debió haber parecido una traición a la belleza que habíamos construido. Él me había abierto al romance, a la pasión y a una forma de ver el mundo con los ojos del deseo. Quería que esa imagen, esa chispa, fuera lo que permaneciera en mi recuerdo, no la visión de un cuerpo debilitado y de una vida que se extinguía.
Su silencio no fue desinterés, sino un acto de amor sacrificial. Me apartó no por desamor, sino por un profundo respeto y una necesidad de preservarme del dolor inevitable. Luis eligió cargar su cruz en soledad, protegiéndome de una despedida lenta y angustiosa. Su distanciamiento fue su última obra de arte, un cuadro de sacrificio pintado con la tinta invisible del sufrimiento. Quería que recordara la luz que él me había traído, no la oscuridad que lo envolvía.
Esta verdad, aunque tardía y desgarradora, no solo trajo una oleada de tristeza por su partida, sino también un profundo entendimiento y una inmensa compasión. La desesperanza que había sentido por su abandono se transformó en la comprensión de su último y más noble acto de amor. No me dejó ir por falta de afecto, sino por el inmenso amor que le impedía arrastrarme a su oscuridad final.
Luis, el escritor amateur de historias imperfectas pero llenas de pasión, había escrito el final de su propia historia de amor conmigo de la forma más dolorosa pero, a su manera, la más pura. Y yo, Amy, la chica que había aprendido a leer el romance gracias a él, ahora entendía el capítulo más difícil de todos: el del amor que se sacrifica en silencio para proteger al ser amado.
El eco silente de lo que fui: Una pausa en mi travesía.
Han pasado casi dos años desde aquella revelación. Dos años en los que el dolor por la verdad de Luis se ha asentado, transformándose en una capa más de mi piel. Desde entonces, la inspiración, esa llama que Marcos y luego Luis encendieron en mí, se ha extinguido por completo. El deseo de tomar un lápiz, de trazar una línea, de dar vida a un mundo con palabras, simplemente se desvaneció. Es como si el arte, en todas sus formas, se hubiera convertido en un recuerdo demasiado doloroso, atado a pérdidas y desilusiones que aún me persiguen.
Esta es mi historia. Lo que, para bien o para mal, me ha forjado en quien soy ahora, aunque la verdad es que sigo sin saber quién soy, ni qué quiero ser en realidad. No soy bailarina, ni payasita, ni ingeniera, ni dibujante, ni profesora. Esos roles, esas etiquetas que alguna vez me definieron o que intenté que lo hicieran, se han desdibujado. Simplemente no lo sé, y estoy trabajando en ello.
Mi refugio, ahora, es la lectura. Me sumerjo en universos ajenos, en historias que no son la mía, buscando un escape en las vidas de otros personajes. Y, debo admitirlo, la masturbación se ha convertido en otra forma de evasión, una intimidad conmigo misma que no exige nada a cambio, que no trae decepciones. Mi tiempo ya no se consume en escribir, en dar clases de matemáticas o en visitar convenciones. Esos pasatiempos, que antes me conectaban con el mundo, ahora me parecen distantes, como ecos de una Amy que ya no reconozco...

(Soy yo, la Amy fea, nerd y descuidada de hace unos años).
Confieso que no pensé JAMÁS que mi shout tendría tanta visibilidad. No quiero decepcionarlos pero no pretendo ser Poringuera, subí esa foto por curiosidad y aburrimiento... Nada más...
Gracias por toda la recepción que me han dado! La verdad no pensé que llegaría tan lejos tan rápido. Tengo más de 300 mensajes sin abrir y no puedo atenderlos a todos... Espero lo entiendan...
Acá les dejo un relato para que sepan un poco más sobre mí y me conozcan un poquito mejor.🥹🌹
Infancia: El Eco de la Humildad.
Cada día en la escuela, y después en la secundaria, era un esfuerzo agotador. Recuerdo las risas. Sonaban huecas, como ecos en una cueva. Y los susurros, siempre ahí, como un zumbido constante que me recordaba lo que era. Mis compañeros, con sus uniformes sin arrugas, sus zapatos nuevos que brillaban. Para mí, siempre la misma ropa, descolorida, con hilos sueltos. Zapatos que se quejaban a cada paso. Era como si mi pobreza, esa que intentaba esconder, gritara por mí. Y las miradas, vacías de piedad, solo veían algo para burlarse.
Pero no era solo la ropa. Era mi forma de ser, supongo. Un cuerpo siempre un poco desgarbado, torpe. Mis lentes, gruesos, se posaban en mi nariz, y la etiqueta de "nerd" se me pegó como una segunda piel. Y mi silencio, mi falta de palabras... No era desinterés, era miedo. Miedo a equivocarme, a ser más visible. Eso me convertía en el blanco perfecto, ¿sabes? Un lienzo en blanco para sus crueldades. Cada pasillo era una trampa, cada recreo, una emboscada. Una nueva dosis de bullying que me hundía cada vez más hondo. Las palabras, más afiladas que cualquier filo, y los empujones, más dolorosos de lo que parecían. Así, mi existencia se llenaba de un sabor amargo, de una tristeza que se aferraba, como una enredadera, a cada fibra de mi ser. A veces, sentía que lo merecía, de alguna forma.
Y sin embargo, en esa neblina, en esa profunda grisura, había dos pequeños destellos. Frágiles, casi invisibles, como luciérnagas moribundas. La danza y el dibujo. Cuando me movía, aunque fuera torpe para los demás, algo en mí se sentía ligero, libre, por un instante. Y cada trazo de mi lápiz era una confesión silenciosa, una canción que nadie más podía escuchar. Eran mis escondites. Los únicos lugares donde la etiqueta de "la pobre", de "la rara", se desvanecía. Allí, solo allí, Amy dejaba de ser solo… dolor.
La Carga de los Colores: Mi Infancia Teñida de Obligación.
Pero la realidad tenía su propia coreografía, y no era una que yo hubiera elegido. Mi casa, mi madre y yo, éramos solo una hoja seca al viento. La ausencia de un padre, o de cualquier otra mano fuerte que pudiera ayudarnos, significaba que la carga se doblaba sobre los hombros de mi madre, y pronto, sobre los míos. Muy joven, mucho antes de entender qué era una noche de películas con amigos o la risa despreocupada en una fiesta de cumpleaños, ya estaba trabajando.
Mi habilidad para la danza, esa que me daba pequeños instantes de paz, se transformó en la moneda de mi supervivencia. No bailaba por placer, sino por necesidad. Y así, el destino me vistió de colores brillantes y una sonrisa pintada: me convertí en payasita. Cada fiesta era una prueba de resistencia. El traje me pesaba, la peluca me picaba, y la pintura ocultaba no solo mi cara, sino el agotamiento que empezaba a calar mis huesos. Saltar, reír, animar a niños cuyas vidas eran tan distintas a la mía… Era un acto. Un acto extenuante. Mi cuerpo se arrastraba al final de cada jornada, cada músculo vibrando de un cansancio que no era de juego, sino de labor.
Y la mente… la mente nunca descansaba. Contaba las horas, los pocos ahorros que juntaba, pensando en la comida, en la luz, en el agua que podíamos pagar. Esa responsabilidad, tan inmensa para unos hombros tan pequeños, se volvía una niebla densa en mi cabeza, un peso constante que apagaba cualquier chispa de alegría. Era un agotamiento mental que me hacía sentir vieja antes de tiempo, vacía, como si la vida me hubiera exprimido el alma con la misma fuerza con la que yo inflaba globos. Las risas de los niños, que deberían haber sido dulces, a veces sonaban a burla, a recordatorio de lo que nunca tendría. Y yo, solo podía sonreír, una mueca obligada bajo la capa de maquillaje, para que la miseria no se notara. No podía fallar. No podíamos.
Así fue mi infancia, marcada, sí, por el bullying, el trabajo y una escasez económica que se sentía pegada a la piel. Las mañanas eran para la secundaria, un intento fútil de aferrarme a una normalidad que no me pertenecía. Y las tardes, las noches… eran para algún evento, para llevar algo de dinero a casa. No había tiempo. No tenía tiempo para nada. Mis tareas, mis estudios, se hacían a escondidas, en los vestuarios, con el eco de la música infantil aún en mis oídos. O en el transporte, en el traqueteo del autobús, yendo o volviendo, con el lápiz bailando sobre el cuaderno mientras mis ojos se cerraban de sueño. Mi vida era un constante ir y venir, una cuerda tensa entre dos mundos que no se tocaban, y en ninguno de ellos, Amy, la verdadera Amy, podía existir.
El Vestido de la Resistencia: Un Breve Respiro y el Silencio de los Aplausos.
Y entonces, contra todo pronóstico, lo logré. La secundaria, ese laberinto de pasillos y miradas hirientes, quedó atrás. Me gradué. Recuerdo el aire denso de las mañanas, el agotamiento que se pegaba a mis párpados, las tareas hechas con la luz de la luna o bajo el traqueteo de un autobús. Fue una lucha silenciosa, una batalla que, sin temor a equivocarme, fue más ardua para mí que para cualquiera de mis compañeros. Cada examen aprobado, cada día terminado, era una pequeña victoria en un campo de batalla muy grande.
Para ese día tan especial, el de la graduación, me propuse algo que nunca antes me había permitido: ser bella. No para ellos, no para que me aceptaran, sino para mí. Para borrar, al menos por unas horas, la imagen de la Amy descuidada, la "nerd", la payasita agotada. Me esforcé, puse cada gramo de voluntad en ello, porque sabía que ese logro, el de tener un diploma en mis manos, había sido tallado con más esfuerzo y dedicación que el de cualquier otro. Era mi momento de brillar, aunque la luz fuera apenas un parpadeo en mi oscuridad.
Llegó el momento de recibir el diploma. El mío. Un trozo de papel que, para mí, pesaba más que el oro. Caminé hacia el estrado, con el corazón en un puño, esperando el eco de lo que debía ser una ovación. Pero el sonido… el sonido fue tenue, disperso. Algunos aplaudieron, sí, por educación, supongo, para no parecer aguafiestas. Otros, quizás, con una chispa genuina de alegría por mi logro. Pero la mayoría… la mayoría de los que me habían acompañado por años en esas aulas, apenas movieron las manos.
Supongo que no debería haberme sorprendido. Siempre fui la nerd, la fea, la descuidada. La chica que no tenía tiempo, ni quizás la energía, para forjar esas amistades que parecían tan fáciles para los demás. El bullying, las risas, los susurros… todo eso dejó una marca tan profunda que ni siquiera un logro tan grande podía borrarla. Mi victoria, tan personal y tan sudada, se sintió entonces como un eco vacío, un aplauso que solo resonaba en mi propia soledad. Me dieron el diploma, y el peso de esa indiferencia se me pegó al alma, recordándome que, aunque hubiera cruzado una meta, la barrera entre ellos y yo seguía intacta.
El Consuelo del Trazo y la Palabra: Un Refugio Costoso en el Caos.
Pasaron algunos años. Los recuerdos de esa secundaria, de esa adolescencia tan distinta a la de los demás, ya no me dolían como antes. El filo de la herida se había embotado con el tiempo, convertido en una cicatriz más en mi mapa. Pero en su momento, sí, en su momento fue un problema. Un dolor constante, una espina que se negaba a salir. Ver a otros vivir lo que yo no pude, sentir la ligereza que a mí me era ajena… eso pesaba.
No pude ir a la universidad de inmediato. La idea era un lujo, una fantasía lejana. El dinero, o mejor dicho, la falta de él, era un muro infranqueable. Y el apoyo… ¿Quién me lo daría? No había nadie más allá de mi madre y la necesidad de seguir empujando ese carro sin ruedas. Así que pasé varios años suspendida en el aire, sin más que el trabajo para llenar mis días. La rutina gris seguía, sí, pero el tiempo que antes había estado atrapado en los cuadernos de la secundaria, ahora lo llenaba de otra forma.
Mis manos, que habían aprendido a dibujar en secreto, encontraron en el arte un consuelo, una voz que no necesitaba palabras. Cada dibujo, cada trazo, era un respiro. Era una forma de reflexión, de volcar en el papel lo que no podía decir ni sentir. El lápiz se convertía en una extensión de mi alma, un escape de la realidad. Horas y horas se fundían en ese mundo de líneas y sombras, donde Amy, la verdadera Amy, podía existir sin juicio, sin la presión del mundo exterior.
Pero el arte no fue mi único refugio. También me hice una ávida lectora. Encontré consuelo en mundos lejanos, en épocas olvidadas. Me sumergía en historias medievales de fantasía, donde caballeros y dragones poblaban paisajes épicos, o en la fría lógica de la ciencia ficción, donde las estrellas eran el único límite. Devoré las complejidades de "El Señor de los Anillos" de J.R.R. Tolkien, las vastas galaxias de Isaac Asimov en sus ciclos de la Fundación, o las intrigas de "Juego de Tronos" de George R.R. Martin. Cada página era una puerta. Era como si pudiera vivir mil vidas, ser mil personas, en lugar de la Amy que el mundo veía. Los libros no juzgaban, no señalaban, solo me ofrecían un universo donde mi mente podía volar libre, un oasis intelectual en medio de mi constante agotamiento y la escasez.
A menudo, me encontraba leyendo en cualquier resquicio de tiempo: en los silenciosos viajes en autobús de regreso del trabajo, bajo la tenue luz de la lámpara de noche cuando mi madre ya dormía, o incluso entre bastidores, con el maquillaje de payasita aún en el rostro, antes de la siguiente función. Las palabras eran más que letras; eran un bálsamo, un eco de posibilidades en una vida que sentía tan limitada. En esos mundos de ficción, la tristeza no me ahogaba de la misma manera, la desesperanza se transformaba en la trama de una aventura ajena, y las despreciables miradas que había soportado se diluían en la épica de otros héroes y villanos. Mis libros eran mis únicos amigos, los confidentes silenciosos de mi alma, y cada uno me recordaba que, aunque mi realidad fuera gris, la imaginación no tenía límites.
Sin embargo, alimentar esos refugios, mantenerlos vivos, era una batalla aparte. El deseo de leer y dibujar era voraz, pero el dinero... el dinero era un suspiro que apenas alcanzaba para lo esencial. Mis lápices, esos que trazaban mis sueños en papel, eran siempre los más económicos, a veces incluso regalados, con puntas y colores que se agotaban demasiado rápido. Y los libros... los libros eran un lujo inalcanzable para un bolsillo como el mío.
Mi escape dependía de la suerte, de las rarezas. Solía buscar en las librerías de segunda mano, esos rincones polvorientos donde los libros viejos esperaban una segunda oportunidad. Había un lugar en particular, en un callejón escondido de la ciudad, que se sentía como un santuario. Un día, la neblina de la depresión se sentía más densa que nunca, ahogando mis pensamientos, y la necesidad de evadirme se hizo urgente. Con un puñado de billetes arrugados en la mano, lo que me había sobrado de la semana, me dirigí allí. Recorrí los estantes, mis dedos rozando lomos gastados, buscando cualquier portal a otro mundo. Con el corazón apretado, logré pagar un par de ellos, tesoros rescatados a precio bajo. Pero mis ojos se aferraron a otros, a esos que mi mísero presupuesto no podía cubrir. La tentación, la necesidad de llenar ese vacío, era un grito mudo en mi interior. Así que, entre la desesperación y la astucia aprendida en la calle, algunos de esos libros, los que no pude pagar, se deslizaron discretamente hacia mi mochila. La vergüenza era un peso más, pero la promesa de esas páginas, de esos mundos por explorar, era un consuelo mayor para mi propio infierno que era mi mente.
Un Respiro Inesperado: El Arte como Refugio y Escape.
Durante esos años, estuve un tiempo desempleada. Mi trabajo como payasita no era constante, y no todos los meses del año eran buenos. Por suerte, mi madre había ahorrado algo de dinero, y juntas logramos sobrevivir a esos meses tan difíciles económicamente. Pero el tiempo libre, en lugar de ser una bendición, se sentía como un vacío aún mayor.
Sin embargo, en ese agujero, encontré una nueva forma de escape. Aproveché esos meses para asistir a ferias de arte y cómics en la ciudad. No podía comprar nada, por supuesto, pero el simple hecho de estar rodeada de colores, de historias dibujadas, de la creatividad desbordante de otros, era como una transfusión de vida. Observaba a los artistas, sus manos danzando sobre el papel, sus ojos brillando con pasión. Escuchaba las conversaciones, los debates sobre técnicas, sobre personajes, sobre mundos imaginarios. Y por un momento, la Amy payasita, la Amy solitaria, la Amy invisible, se desvanecía.
Solía ir con una vieja carpeta llena de mis propias creaciones. No eran obras maestras, solo bocetos y dibujos que me ayudaban a procesar el caos de mi vida. Me acercaba a los stands, a veces con el estómago revuelto por la timidez y la sensación de no pertenecer. Pero la necesidad de compartir, de encontrar una pizca de conexión, era más fuerte. Conversaba con los artistas y otros aficionados sobre sus ilustraciones y sus estilos, sobre las historias detrás de cada trazo, sobre la magia de construir mundos con un lápiz. Y cuando me atrevía, sacaba mi carpeta. No esperaba elogios, solo una mirada, una palabra. A veces, las conversaciones se extendían por horas, y en esos diálogos, en esa conexión genuina, sentía un alivio que el trabajo o los libros no podían darme. Esos momentos, aunque efímeros, me daban fuerzas para seguir adelante, para aferrarme a la esperanza de que, quizás, algún día, yo también podría vivir de mi arte.
Fue en una de esas ferias, entre el bullicio de la gente y el murmullo de las conversaciones, donde lo conocí. Su stand exhibía portadas de libros y cuentos, vibrantes, llenas de vida y una imaginación que me atrapó al instante. Era Marcos, un ilustrador con un nombre que resonaba en el mundo editorial. Sus trabajos eran para una editorial muy prestigiosa, y yo, con mi carpeta de dibujos económicos y mis libros de segunda mano, me sentí diminuta a su lado. Pero al acercarme, al ver sus obras con más detalles, no pude evitar comentar. Empezamos a hablar, y el tiempo, que normalmente se arrastraba para mí, voló. Hablamos de técnicas, de narrativas visuales, de la forma en que los colores podían contar historias enteras. Fue un clic. Una conexión instantánea, inesperada, como si dos almas, que llevaban años buscando algo similar, se encontraran por fin. Su pasión era palpable, y la mía, que siempre había estado escondida bajo capas de timidez, encontró un eco en la suya. Por primera vez en mucho tiempo, no me sentí sola en mi burbuja de arte y fantasía.
Un Nuevo Trazo en mi Vida: El Amor con Marcos.
El clic que sentimos Marcos y yo en esa feria no fue un destello fugaz, sino el inicio de una historia diferente. Aquel primer encuentro, en medio del ajetreo y el color de las exposiciones, se convirtió en el punto de partida de algo que nunca creí posible para alguien como yo. Intercambiamos números, casi con un nerviosismo adolescente que yo nunca había experimentado. Nuestras conversaciones se extendieron más allá de las ferias, al principio tímidas, luego más confiadas, más profundas. Hablábamos de arte, sí, de las infinitas posibilidades de la ilustración y de los libros que amábamos, pero también de nuestras vidas, de nuestros sueños, y de las sombras que cada uno cargaba.
Marcos tenía una facilidad para la vida que a mí me faltaba. Su risa era genuina, su mirada curiosa, y su empatía, un bálsamo para mis viejas heridas. Me escuchaba, de verdad, no solo con los oídos, sino con el alma. Poco a poco, con cada encuentro, con cada llamada, con cada mensaje que me hacía sonreír sin darme cuenta, las paredes que había construido a mi alrededor empezaron a resquebrajarse. Con él, la tristeza que se me aferraba parecía aligerarse, y la desesperanza se transformaba en la promesa de un futuro menos gris.
Lo que empezó como una amistad basada en el amor compartido por el arte, pronto evolucionó. Descubrimos que nuestras vidas, aunque dispares en experiencias, se complementaban de una forma extraña y hermosa. Sus historias de proyectos y de la gente que conocía, me ofrecían una ventana a un mundo que me era ajeno, pero que, con él, empezaba a parecer menos inalcanzable. Mi timidez se fue disolviendo en su presencia, y la Amy reservada, la que escondía su talento y sus sentimientos, comenzó a mostrarse.
Nuestra relación tomó forma, lenta pero firmemente. Los encuentros casuales en las ferias se convirtieron en citas planeadas, en tardes enteras compartiendo un café en algún rincón tranquilo de la ciudad, en visitas a librerías de segunda mano donde ahora yo no necesitaba robar los libros. Él celebraba mis dibujos, veía en ellos un potencial que yo misma apenas me atrevía a reconocer, y sus palabras eran un aliento constante. En un mundo que me había enseñado a ser invisible, Marcos me hizo sentir vista, valiosa, digna de ser amada.
Así, sin darnos cuenta del todo, nuestra relación formalizó. Fue un paso natural, casi inevitable, dada la conexión que habíamos forjado. Un día, con una naturalidad sorprendente, empezamos a hablar de la posibilidad de vivir juntos. Para mí, la idea de compartir mi espacio, mi intimidad, con alguien, era abrumadora y maravillosa a la vez. Mi madre, que siempre había sido mi ancla, entendió mi necesidad de este nuevo puerto. Juntos, Marcos y yo, encontramos un pequeño apartamento. No era grande, pero tenía mucha luz y espacio para nuestros libros y, lo más importante, para nuestros lienzos y lápices.
Mudarme fue más que cambiar de dirección. Fue un símbolo, el de dejar atrás una vida de escasez y soledad para construir algo nuevo. Con él, cada día se sentía como un nuevo capítulo, una página en blanco donde podíamos dibujar nuestra propia historia. Las viejas inseguridades, la despreciabilidad que me había perseguido, no desaparecieron por completo, pero con Marcos a mi lado, su peso era mucho menor. Era un comienzo, un paso hacia una vida donde el arte no solo era un escape, sino una forma de conexión, un camino hacia la felicidad que, por primera vez, sentía que podía ser mía.
La Sombra de la Envidia: El Comienzo del Desencuentro.
Yo seguía sin un empleo formal, pero el arte con Marcos se había convertido en mi sustento, mi propósito. Le ayudaba con sus ilustraciones y portadas, y juntos, la energía creativa fluía. Él, con una generosidad que entonces creía infinita, solía enviar nuestras ilustraciones a las editoriales, resaltando siempre que tenía una ayudante. Su objetivo, decía, era hacerme visible para los demás, para que yo también pudiera conseguir mi propio empleo, mi propio lugar en ese mundo que tanto amábamos. Era una de las cosas que más apreciaba de él en aquel entonces, esa aparente nobleza que buscaba mi ascenso.
Ambos solíamos hacer dibujos aparte para las editoriales, y a veces, incluso creábamos obras en conjunto. Era una dinámica emocionante, una simbiosis donde nuestras ideas se entrelazaban. Enviábamos nuestras propuestas a las editoriales, y ellos elegían cuál sería la ilustración para una nueva portada. Al principio, era pura alegría. Cada selección, ya fuera suya o mía, era una victoria compartida.
Pero, con una lentitud imperceptible al principio, y luego con una claridad dolorosa, noté que casi siempre eran mis ilustraciones las que eran seleccionadas. Al principio, Marcos lo celebraba conmigo, con una sonrisa que aún recordaba genuina. Pero, con el tiempo, esa sonrisa se tensó. El brillo en sus ojos, antes cómplice, se tornó opaco, cargado. La sombra de la que hablaba antes se hizo más densa.
Y entonces, llegó el día en que todo se derrumbó. La editorial que más prestigio tenía, la joya de su corona, su cliente más importante, le dio la espalda. No querían más sus portadas. Solo querían trabajar conmigo. La noticia llegó a través de una llamada, y recuerdo que mis manos temblaban mientras escuchaba las palabras de felicitación que para mí sonaban a condena. Era el trabajo de mis sueños, la oportunidad que siempre había anhelado, pero el costo… el costo fue su destrucción.
Ese día, Marcos enloqueció. Entró al departamento, no como el hombre que conocía, sino como una tempestad furiosa. Sus ojos, desorbitados, ya no veían a la Amy que amaba, sino a la competencia que le había arrebatado su lugar. La envidia, esa bestia que se había gestado en la oscuridad, explotó en una furia irracional. Histérico, con gritos que me perforaban el alma, empezó a destruir todo a su paso.
Mis ilustraciones, esas que colgaban en la pared como pequeños fragmentos de mi alma, fueron arrancadas con violencia y desgarradas sin piedad. Cada rasguño del papel era un latigazo en mi propio ser, un eco de las burlas de mi infancia que creía haber dejado atrás. Los cuadernos, mis santuarios secretos llenos de ideas y sueños, mis confesiones silenciosas, fueron abiertos y sus páginas hechas trizas con una furia implacable. No eran solo hojas; eran años de esfuerzo, de refugio, de esa pequeña parte de mí que nadie más entendía. Y mis lápices, mis modestas herramientas que habían trazado cada esperanza, cada fuga de la realidad, fueron aplastados con saña, quebrándose en pequeñas astillas. Escuché el crujido del grafito, el estallido de la madera, y cada sonido fue una puñalada. No eran solo objetos; eran mis brazos, mis manos, mis ojos con los que destrozaba. Destruyó cada pedacito de mi arte, de mi alma, en un ataque de celos y desesperación.
Me quedé allí, paralizada, viendo cómo mi mundo se desmoronaba por segunda vez, no por la escasez económica, sino por la furia de quien se suponía que debía protegerme. El apartamento, antes un refugio de luz y creatividad, se transformó en un campo de batalla de papel rasgado y lápices rotos. El silencio que siguió a su arrebato fue el más ensordecedor de mi vida, un silencio lleno de preguntas sin respuesta y de una tristeza tan profunda que me costaba respirar. Era el fin de la ilusión, el regreso a la oscuridad de la que Marcos me había prometido sacar.
La Venganza Silenciosa y un Nuevo Destino para Mí.
El aire en el apartamento era pesado, denso con la furia recién desatada de Marcos y el eco de la destrucción. No grité, no lloré en ese instante. El dolor era tan agudo que me paralizó. Simplemente, lo observé. Observé la ruina de mi arte, la prueba tangible de que el amor que creí haber encontrado, también podía ser una trampa. La desesperanza se aferró a mí, pero esta vez, venía acompañada de un frío, un gélido y punzante resentimiento que nunca antes había sentido.
No había nada que hacer allí. Ya no había un refugio, solo escombros. Sin decir una palabra, recogí lo poco que aún tenía, una mochila con algo de ropa y mi vieja carpeta que, por un milagro, no había estado a su alcance. Dejé el apartamento, dejando atrás no solo los restos de mis ilustraciones, sino también los pedazos de mi corazón. Dejé el hogar que habíamos construido, la vida que había soñado. Lo dejé todo, sin mirar atrás.
En ese momento, no sabía adónde ir. Estaba en una ciudad lejos de mi único refugio verdadero, mi madre. No tenía a nadie más, ni un amigo, ni un lugar seguro. Solo el eco de su furia y la desolación de mis obras destrozadas. Caminé por horas, con la mente nublada por el shock, pero bajo esa neblina, una nueva emoción comenzó a gestarse. La tristeza que solía consumirme, se transformó lentamente en una ira fría y calculadora.
Él me había dejado sin nada material, sin un techo. Había destruido lo que más amaba. Y una voz en mi interior, una voz que nunca había escuchado antes, me susurró que no podía quedarse impune. La humillación, el dolor, la traición… necesitaban una respuesta.
A la mañana siguiente, con el corazón aún pesado, pero la mente sorprendentemente clara, fui al banco. Recordé que compartíamos cuentas, un detalle de confianza que ahora se sentía como una burla. Con una determinación helada, vacié sus cuentas bancarias por completo. Todo el dinero que tenía, fruto de su trabajo y de las ilustraciones que ahora yo hacía, fue transferido a una nueva cuenta que solo yo controlaba. Era un acto de venganza, un golpe medido, frío. Él me había dejado sin nada material y sin un techo; yo, ahora, lo dejaba sin dinero y completamente en bancarrota. La ironía, cruel y amarga, no se me escapó. Era mi forma de equilibrar la balanza, de sentir que, por una vez, no sería la víctima silenciosa. La tristeza seguía allí, por supuesto, pero ahora venía acompañada de una extraña sensación de poder, de haber recuperado un poco de lo que él me había quitado.
Con el dinero en mis manos –una suma considerable, pues Marcos, a pesar de todo, manejaba una economía holgada–, me sentí extrañamente vacía. La venganza no me había traído la paz que esperaba, solo un eco más de la brutalidad. Estaba rota conmigo misma. La pasión por el arte y la danza, que habían sido mis tablas de salvación, mis únicos idiomas, se habían ahogado en las cenizas de mis ilustraciones destrozadas y el recuerdo de una libertad que ahora se sentía coartada. Las ganas de dibujar, de leer las fantasías que me transportaban, se habían evaporado. ¿De qué servía perderse en historias si la mía era un desastre?
Pero, en medio de esa desolación, surgió una idea, fría y lúcida como el acero. Tenía dinero, sí, pero no un propósito. Necesitaba algo concreto, algo que no pudiera ser destruido con un arrebato de furia. Necesitaba una herramienta, una armadura. Ya no quería la fluidez impredecible del arte o la expresión corporal. Quería la certeza, la lógica inquebrantable. Quería cambiar mi estilo de vida por completo, apartarme de todo lo que me recordaba una decepción, una traición.
Así que, con una nueva y férrea resolución, me inscribí a la universidad. Pero no para estudiar algo referente al arte o las danzas. No. Esta vez, el camino sería diametralmente opuesto. Decidí estudiar ingeniería. Las matemáticas eran algo muy distinto al arte, un mundo de números y fórmulas exactas, donde no había espacio para la subjetividad ni para las emociones descontroladas. Quería la estructura, la precisión, la capacidad de construir algo tangible, innegable.
Un Nuevo Camino: La Fría Lógica de los Números.
Pasé algunos años estudiando ingeniería. Me sumergí en el rigor de los cálculos, en la lógica inquebrantable de los circuitos, en la fría precisión de los diseños. Las matemáticas y la física, que antes me parecían solo materias escolares, se convirtieron en un refugio, un universo ordenado y predecible, tan distinto del caos emocional que había marcado mi vida. No había espacio para la traición en una ecuación, ni para la envidia en un teorema. Era un mundo de absolutos, de verdades demostrables, y eso me ofrecía una extraña forma de paz.
Tenía el dinero, sí, y cero excusas para no terminar la carrera. Pero a medida que pasaban los semestres, me di cuenta de algo crucial: nunca encajé en esa vida. La ingeniería, con toda su lógica y su promesa de control, no me llenaba el alma. Era una armadura, sí, pero una que se sentía pesada y ajena. Podía entender los conceptos, resolver los problemas más complejos, pero la pasión, la chispa que había sentido al dibujar o al leer, nunca apareció. Era un camino guiado por la venganza y el resentimiento, no por una vocación genuina.
Finalmente, terminé abandonando la carrera también. No fue una decisión fácil, pues implicaba admitir otro fracaso, otra decepción, esta vez conmigo misma. Pero sabía que no podía seguir por un camino que, aunque seguro, me dejaba vacía por dentro.
Sin embargo, ese tiempo no fue en vano. Las horas dedicadas a las matemáticas y la física habían agudizado mi mente, me habían dado una destreza y una agilidad mental que antes no poseía. Y encontré una forma de mantener esa agilidad, de seguir inmersa en el mundo de los números y las leyes universales, sin la carga de una carrera que no era para mí. Empecé a dar clases de matemáticas y física en las secundarias. Las mentes jóvenes, la oportunidad de desmitificar conceptos complejos y ver la chispa del entendimiento en los ojos de mis alumnos, me brindaba una satisfacción que la ingeniería no pudo darme. También ofrecía clases particulares, ayudando a quienes luchaban con los mismos conceptos que yo ahora dominaba. Era una forma de aplicar mis conocimientos, de mantenerme activa, de sentir que mi mente seguía afilada, sin tener que encajar en un molde que no era el mío.
Así transcurrían mis días: por las mañanas, entre fórmulas y ecuaciones en el aula de alguna secundaria; por las tardes, con mis clases particulares, que aunque no eran diarias, me mantenían en el ritmo. Pero la vida, supongo, siempre encuentra la forma de recordarme quién soy en realidad. A pesar de la lógica de las matemáticas y la física, a pesar de mi intento de enterrar mi pasado, el arte seguía latiendo en algún rincón de mi alma. Poco a poco, volví a visitar convenciones de arte y cómics. Ya no con la timidez de antes, sino con la curiosidad de quien busca un reencuentro. Y, de vez en cuando, aceptaba algún trabajo como payasita. Ya no por necesidad, sino por amor. Por vocación. Era como si, después de tanto tiempo, pudiera reconciliarme con esa parte de mí que había intentado olvidar.
Un Nuevo Capítulo: La Llama de Luis.
Fue en una de esas convenciones, en medio del bullicio familiar de los stands y el aroma a papel impreso, donde conocí a Luis. Era algo más inmaduro, menor e inexperto, lo notaba, pero había en él una mentalidad de grandes que en ese momento necesitaba. Su mirada, sus palabras, revelaban una pureza que me atrajo de inmediato, algo que no era la frialdad calculada de los números o la amargura de mis heridas pasadas.
Luis era un escritor amateur. Sus manos sostenían cuadernos llenos de tachones y borrones, y sus ojos brillaban al hablar de sus mundos, de los personajes que habitaban su imaginación. No era muy bueno en sus libros y cuentos, no lo voy a negar. Sus tramas eran a veces un poco deshilvanadas, sus diálogos un tanto torpes. Pero la forma en que hablaba de ellos… ¡Dios, la pasión que tenía! Era una llama, pura y brillante, que muy pocos tienen la fortuna de poseer. Me recordaba a mí misma en mis inicios, cuando el arte era pura evasión, antes de que el mundo me lo arrebatara.
Él afortunadamente, no había tenido que madurar a temprana edad como lo hice yo. Había podido conservar esa inocencia, esa capacidad de soñar sin las cicatrices que yo arrastraba. Empezamos a hablar, primero de sus historias, luego de mis dibujos, de las convenciones. Mis clases de matemáticas le fascinaban, le parecían un misterio digno de ser desentrañado. Y yo, que había intentado encajonar mi vida en la lógica, me encontré fascinada por su desbordante imaginación. Él veía belleza donde otros verían errores, potencial donde otros vería imperfección. Con Luis, la rigidez que había intentado imponer en mi vida comenzó a ceder. Sus sueños, tan puros y ambiciosos, despertaron algo en mí que creí dormido para siempre.
No pasó mucho tiempo antes de que lo nuestro se transformara en algo más. No fue una explosión, sino un lento y cálido amanecer. Sus ojos, llenos de esa pasión incansable, me miraban de una forma que me hizo sentir de nuevo vista, no la Amy rota o la Amy vengativa, sino simplemente Amy. Sus manos, que creaban mundos imperfectos pero llenos de vida, a veces rozaban las mías, y un escalofrío que no era de miedo, sino de algo cálido, me recorría. Con él, las cicatrices de la decepción de Marcos no desaparecían, pero su dolor se atenuaba, como una melodía lejana.
Tuve toda la paciencia del mundo con Luis, porque sabía que estaba lidiando con alguien más inexperto que yo en las cosas del amor y la vida adulta. Él era un chico lleno de luz y sueños, que yo esperaba con ansias, con una paciencia que no creí poseer, aquel día donde él me dijera que diéramos el siguiente paso.
Y, lentamente, la vida que había dejado atrás empezó a encontrar su camino de regreso. Él me había dado esa inspiración y motivación de nuevo. Poco a poco, con el aliento de Luis en cada trazo, me animé a tomar los lápices para volver a hacer arte. No fue de golpe, sino con la misma paciencia con la que esperaba por él. Sus palabras, sus ideas, sus propios intentos en la escritura, me impulsaban. Empezamos a experimentar tipos de artes distintos. Él me animaba a dibujar los mundos y personajes de sus cuentos, a darles forma visual. Y fue así como, de su mano, me abrí a un territorio completamente nuevo: el arte erótico. Jamás lo había intentado. Mis lecturas y mi arte siempre habían sido de ciencia ficción o fantasía medieval, mundos épicos y distantes de las pasiones terrenales. Pero con Luis, con su manera de ver el amor y la expresión sin tapujos, me atreví. Sus relatos, tan sinceros en su imperfección, me llevaron a explorar nuevas formas de expresión. Y por primera vez en mi vida, de su mano, me abrí a la lectura del romance. Los libros que antes evitaba, ahora los devoraba, descubriendo la belleza de las emociones humanas en su forma más pura. Era un contraste fascinante: la lógica de mis clases de física y la desinhibida pasión que Luis me había enseñado a abrazar.
Pinceladas de Intimidad: El Arte Erótico como Descubrimiento Compartido.
La idea del arte erótico me resultaba, al principio, ajena. Mi mundo siempre había sido de naves espaciales y castillos, de batallas épicas y dragones. Las emociones, en mi arte, eran grandes y abstractas, nunca tan íntimas y viscerales. Pero Luis, con esa luz en sus ojos, me propuso un reto. No era una imposición, sino una invitación a explorar. Me dijo que quería ver cómo mis manos, tan acostumbradas a los contornos de armaduras y criaturas fantásticas, podían capturar la sensualidad de lo humano, la delicadeza de la piel, la fuerza de la pasión.
Al principio, dudé. La timidez me invadía. Mis propias inseguridades, las que me habían etiquetado de "fea" y "rara" durante tantos años, se levantaban como muros. ¿Cómo podría yo, con mis cicatrices emocionales, plasmar la belleza del erotismo? Pero la mirada de Luis, tan llena de admiración y de una curiosidad sin juicio, me dio el valor que necesitaba.
Así que empezamos. Nos convertimos en modelos el uno para el otro, en una danza de desnudos discretos y poses sugerentes, donde la vulnerabilidad se mezclaba con la confianza. Era un proceso lento, íntimo. Cada sesión, cada trazo, era un descubrimiento. Mis manos, al principio torpes y auto-conscientes, empezaron a moverse con una nueva libertad. Me concentraba en las curvas, en las sombras, en la forma en que la luz caía sobre la piel, revelando una belleza que antes había ignorado.
Era fascinante. Nunca antes me había detenido a observar el cuerpo humano con tanta atención, con tanta apreciación. Al dibujar a Luis, descubrí la fuerza de su espalda, la suavidad de su piel, la forma en que sus músculos se tensaban o relajaban. Y cuando él me dibujaba, sentía una extraña mezcla de exposición y liberación. No era la mirada del morbo, sino la del artista que busca la esencia, la del amante que ve el alma a través del cuerpo.
Fue en esas sesiones, entre líneas y sombras, donde la intimidad entre nosotros se profundizó de una manera que las palabras solas no podían lograr. El arte se convirtió en un lenguaje secreto, un diálogo silencioso de piel y pasión. Había algo profundamente erótico en la concentración compartida, en la quietud de esos momentos donde solo existíamos nosotros y la hoja en blanco. Nos reíamos, sí, a veces, de nuestra torpeza, de las poses incómodas, pero la mayor parte del tiempo, estábamos absortos, conectados por un hilo invisible de creatividad y deseo.
Mis dibujos, antes llenos de armaduras y espadas, comenzaron a vibrar con una nueva energía. Los contornos se volvieron más suaves, los colores más cálidos. Y, sorprendentemente, no solo se trataba de dibujar cuerpos. Se trataba de dibujar emociones: la ternura, el deseo, la vulnerabilidad, la conexión. Era como si, al dibujar el erotismo de nuestros cuerpos, también estuviera desnudando mi propia alma, revelando capas de mí misma que había mantenido ocultas por siempre.
Esta experiencia no solo reavivó mi pasión por el arte, sino que también iluminó mi relación con Luis de una manera que nunca anticipé. Nos llevó a un nivel de comprensión mutua y de confianza que trascendía las palabras. Era un tipo de amor que se expresaba en cada línea, en cada sombra, en cada color. El arte erótico, que al principio me parecía tan ajeno, se convirtió en una hermosa extensión de nuestro amor, una forma de celebrar nuestra conexión más profunda, sin las barreras de la inmadurez o la inexperiencia. Era un terreno sagrado que compartíamos, donde Amy, con todas sus experiencias y su pasado, podía fusionarse con la luz y los sueños de Luis, en una nueva forma de expresión, de amor y de ser.
El Silencio de la Distancia: Una Despedida Sin Palabras.
A pesar de la profunda conexión que el arte erótico y el romance habían traído a mi vida con Luis, nuestra relación nunca se formalizó más allá del noviazgo. No hubo promesas de un futuro juntos, ni planes de compartir un hogar. Yo, con mi historia, anhelaba un compromiso, un paso definitivo, pero la naturaleza de Luis, su espíritu libre y, quizás, su inexperiencia, lo mantenían en un terreno más ligero. Y yo, con la paciencia que ya me había caracterizado, esperaba que el diera el siguiente paso.
Pero un día, sin previo aviso, la dinámica cambió. Luis empezó a comportarse de forma extraña. Los mensajes se quedaban sin respuesta por horas, luego por días. Las llamadas, antes frecuentes y llenas de entusiasmo, se volvieron escasas y llenas de excusas: "Estoy ocupado", "No puedo ahora", "Quizás mañana". Las visitas, que solían ser diarias o casi diarias, se hicieron semanales, y luego, ni siquiera eso. Sentía su distancia crecer como una sombra entre nosotros, un muro invisible que se alzaba con cada excusa, con cada silencio.
No me atrevía a preguntar directamente. Mi historial de rechazo, las heridas de mi pasado, me susurraban que no insistiera, que no me aferrara a algo que parecía desvanecerse. Supuse lo obvio, lo que mi experiencia me había enseñado a esperar: había otra chica en su vida. Y como él y yo nunca habíamos tenido un compromiso formal, un "siguiente paso" que validara nuestra relación ante el mundo, no me sentí con el derecho de exigir explicaciones.
El dolor era familiar, pero esta vez, matizado por una extraña resignación. No hubo gritos, ni lágrimas en ese momento. Solo una aceptación silenciosa de que, a pesar de la intimidad del arte y la dulzura del romance que habíamos compartido, Luis no estaba listo para lo que yo buscaba. No era una traición como la de Marcos, sino una retirada lenta, un desvanecimiento.
Así que, con el corazón pesado pero con la dignidad intacta, dejé de insistir. Dejé de enviar mensajes, de hacer llamadas. Dejé de esperar sus visitas. Y lo dejé ir. Se fue, no con una ruptura dramática, sino con el eco de un silencio que ya conocía bien. Los lápices de arte erótico, que antes habían sido un puente a una nueva Amy, ahora yacían en un cajón, testigos de una intimidad que, de nuevo, había llegado a su fin.
El eco de un adiós sin palabras: El reencuentro y la dolorosa verdad.
Con el tiempo, con su paso implacable, había intentado borrar las huellas de Luis, pero su ausencia seguía siendo una melodía muda en el fondo de mi alma. Un año después de su inexplicable distanciamiento, mientras caminaba por las calles, el destino tejió una de esas crueles coincidencias. Me tropecé con el mejor amigo de Luis. El corazón me dio un vuelco. A pesar del tiempo transcurrido, a pesar de la distancia impuesta, no pude evitarlo; la pregunta brotó de mis labios antes de poder contenerla: "¿Cómo está Luis?".
La respuesta de su amigo fue un puñal helado. Las palabras, tan cotidianas, se clavaron con una brutalidad inesperada: "Luis falleció de cáncer hace un mes". El mundo se detuvo. El bullicio de la calle se convirtió en un zumbido distante, como si la realidad se desdibujara. ¿Cáncer? ¿Un mes? La información me golpeó con la fuerza de un tren. Yo no sabía nada, absolutamente nada de su enfermedad. El vacío que sentí entonces no era solo por la pérdida, sino por la devastadora comprensión del silencio que había envuelto sus últimos días.
La cruel lógica de la distancia: Entendiendo el adiós de Luis.
En ese instante, todo encajó con una dolorosa claridad. La repentina distancia, los mensajes sin respuesta, las excusas, las visitas cada vez más esporádicas. Todo lo que interpreté como el desinterés de alguien que había encontrado a otra persona, ahora se revelaba como el desgarrador esfuerzo de alguien por proteger a quien amaba de su propio dolor.
Luis se alejó no porque su afecto disminuyera, sino porque una enfermedad devastadora lo estaba consumiendo en silencio. Su comportamiento, que yo había atribuido a la falta de compromiso o a una nueva relación, era en realidad un escudo. Él, con su alma pura y su inexperiencia, no quería que yo fuera testigo de su deterioro, ni que cargara con el peso de su sufrimiento. No quería que el final de su vida se convirtiera en una imagen de tristeza y desesperanza para mí, para Amy, esa Amy a la que él había impulsado a redescubrir el arte y el romance.
El arte erótico que compartimos, la intimidad que revelamos, había sido tan profundo que, para él, contaminarlo con la crudeza de su enfermedad terminal debió haber parecido una traición a la belleza que habíamos construido. Él me había abierto al romance, a la pasión y a una forma de ver el mundo con los ojos del deseo. Quería que esa imagen, esa chispa, fuera lo que permaneciera en mi recuerdo, no la visión de un cuerpo debilitado y de una vida que se extinguía.
Su silencio no fue desinterés, sino un acto de amor sacrificial. Me apartó no por desamor, sino por un profundo respeto y una necesidad de preservarme del dolor inevitable. Luis eligió cargar su cruz en soledad, protegiéndome de una despedida lenta y angustiosa. Su distanciamiento fue su última obra de arte, un cuadro de sacrificio pintado con la tinta invisible del sufrimiento. Quería que recordara la luz que él me había traído, no la oscuridad que lo envolvía.
Esta verdad, aunque tardía y desgarradora, no solo trajo una oleada de tristeza por su partida, sino también un profundo entendimiento y una inmensa compasión. La desesperanza que había sentido por su abandono se transformó en la comprensión de su último y más noble acto de amor. No me dejó ir por falta de afecto, sino por el inmenso amor que le impedía arrastrarme a su oscuridad final.
Luis, el escritor amateur de historias imperfectas pero llenas de pasión, había escrito el final de su propia historia de amor conmigo de la forma más dolorosa pero, a su manera, la más pura. Y yo, Amy, la chica que había aprendido a leer el romance gracias a él, ahora entendía el capítulo más difícil de todos: el del amor que se sacrifica en silencio para proteger al ser amado.
El eco silente de lo que fui: Una pausa en mi travesía.
Han pasado casi dos años desde aquella revelación. Dos años en los que el dolor por la verdad de Luis se ha asentado, transformándose en una capa más de mi piel. Desde entonces, la inspiración, esa llama que Marcos y luego Luis encendieron en mí, se ha extinguido por completo. El deseo de tomar un lápiz, de trazar una línea, de dar vida a un mundo con palabras, simplemente se desvaneció. Es como si el arte, en todas sus formas, se hubiera convertido en un recuerdo demasiado doloroso, atado a pérdidas y desilusiones que aún me persiguen.
Esta es mi historia. Lo que, para bien o para mal, me ha forjado en quien soy ahora, aunque la verdad es que sigo sin saber quién soy, ni qué quiero ser en realidad. No soy bailarina, ni payasita, ni ingeniera, ni dibujante, ni profesora. Esos roles, esas etiquetas que alguna vez me definieron o que intenté que lo hicieran, se han desdibujado. Simplemente no lo sé, y estoy trabajando en ello.
Mi refugio, ahora, es la lectura. Me sumerjo en universos ajenos, en historias que no son la mía, buscando un escape en las vidas de otros personajes. Y, debo admitirlo, la masturbación se ha convertido en otra forma de evasión, una intimidad conmigo misma que no exige nada a cambio, que no trae decepciones. Mi tiempo ya no se consume en escribir, en dar clases de matemáticas o en visitar convenciones. Esos pasatiempos, que antes me conectaban con el mundo, ahora me parecen distantes, como ecos de una Amy que ya no reconozco...

(Soy yo, la Amy fea, nerd y descuidada de hace unos años).
Confieso que no pensé JAMÁS que mi shout tendría tanta visibilidad. No quiero decepcionarlos pero no pretendo ser Poringuera, subí esa foto por curiosidad y aburrimiento... Nada más...
Gracias por toda la recepción que me han dado! La verdad no pensé que llegaría tan lejos tan rápido. Tengo más de 300 mensajes sin abrir y no puedo atenderlos a todos... Espero lo entiendan...
Acá les dejo un relato para que sepan un poco más sobre mí y me conozcan un poquito mejor.🥹🌹
34 comentarios - Silencios y Ecos: Mi historia.
Tardé en entenderlo, pero ahora ya no me siento fea y no miro mis antiguas fotos con asco.
Va a Favoritos que despues de descansar, lo leo sin falta. Que descanses ❤️.
Por supuesto te doy un 10.