Su sonrisa sincera, enmarcada en esos labios gruesos, me debilitaba, al tiempo que su simpática nariz se balanceaba sobre unos ojos llenos de vida, que se empañaban al sentir el intenso placer de nuestros cuerpos desnudos.
Su pelo rizado acariciaba mis mejillas con cada embestida. Cuando mi miembro erecto, como un cañón, se adentraba en su húmeda cueva de seda, ella me absorbía, descargando en mí todo el placer que no sabía que existía.
Apreté sus enormes senos con fuerza, sintiendo su piel suave y resbaladiza.
Gemía, gemía con fuerza, como si una bestia de deseo se hubiera despertado en lo más profundo de su ser.
Nos alejábamos, regresábamos buscándonos con rabia. Una rabia que me llevó a chuparle sin pudor su ano desnudo y limpio, sin dudarlo, atravesándola cada vez más fuerte, cada vez más salvaje.
Ante nosotros, una chica nos grababa en silencio, con ojos de asombro animal. Otra, escondida entre las sombras de una columna, nos observaba seguramente excitada, mientras en un enorme lienzo dibujaba a dos guerreros cuyo placer parecía querer esclavizarla.
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