Holis! Una nueva historia 🙈, nuevos personajes, una tematica muy pedida, espero que les guste 💖
Desde que volvió a la casa de su madre, Abril sentía que la vida le pesaba en el cuerpo.
Apenas un mes había pasado desde que dio a luz a su hijo, un bebé pequeño y frágil que dependía de ella para todo.
Su pecho se mantenía tenso, pesado, produciendo leche casi de forma constante, una sensación que la incomodaba y a la vez la hacía sentir más vulnerable.
La relación con Franco, el padre del bebé, había sido un error desde el principio.
Una noche de calentura, una serie de malas decisiones... y cuando Abril quedó embarazada, sintió que tenía que "hacer lo correcto".
Intentó formar una familia con él.
Franco aceptó, aunque sin estar convencido. Se mudaron juntos, pero él nunca dejó de tratarla como una carga.
Y apenas el bebé nació, Franco desapareció.
Como un cobarde.
Sin otra opción, Abril regresó a su casa, avergonzada, rota.
Su madre, aunque molesta por las decisiones de su hija, le abrió la puerta de nuevo.
El problema era que no había espacio: la habitación de Abril ahora estaba ocupada.
La única solución fue mover a Mateo, su hermanastro, al pequeño living comedor.
Un sillón incómodo se convirtió en su cama improvisada.
Nadie protestó.
Mateo, como siempre, aceptó en silencio.
Él siempre había sido así: reservado, tranquilo. Un chico flaco, de sonrisa tímida y ojos oscuros llenos de ternura.
Tenía dieciocho años, apenas un año menor que Abril, y cursaba su último año de secundaria, soñando en silencio con alguna carrera universitaria que le permitiera escapar de esa rutina asfixiante.
Al principio, convivir juntos fue extraño.
Mateo evitaba mirarla demasiado, como si su nueva condición de madre la convirtiera en algo sagrado.
Abril, por su parte, se mostraba retraída, avergonzada de su situación.
A veces, cuando se cruzaban en el pasillo o en la cocina, se sonreían apenas, intercambiaban frases cortas.
Una ternura tímida, casi infantil, flotaba entre ellos.
Pero a medida que pasaban los días, los pequeños roces se hacían inevitables.
Un roce de manos al pasar, un cruce de miradas sostenido un segundo más de lo debido.
Mateo empezaba a verla de otra manera, sin quererlo.
No como su hermana de crianza.
Sino como... como una mujer.
Era imposible ignorarlo: Abril seguía teniendo un cuerpo hermoso, a pesar de todo.
Su figura seguía siendo delgada, sus caderas suaves, su cola redonda.
Y sus pechos... Dios.
Sus tetas, antes perfectas, ahora lo eran aún más, más pesadas, más caídas por la maternidad, parecían llamar a gritos a ser tocadas, lamidas, amadas.
Mateo se sentía un monstruo por pensarlo.
Pero era inevitable.
Abril, por su parte, notaba sus miradas fugaces, su nerviosismo cuando accidentalmente rozaba su cuerpo al pasar.
No decía nada.
Quizás, en el fondo, le gustaba no sentirse invisible.
El día que Franco reapareció en la casa fue un sábado caluroso.
La madre de Mateo y Abril trabajaba en tres casas distintas ese día y no volvería hasta la noche.
Cuando sonó el timbre, Abril estaba sola en la cocina, dándole la teta a su bebé.
Mateo, tirado en el sillón del living, hojeaba distraídamente unos apuntes.
Se miraron.
El timbre sonó de nuevo.
Abril palideció.
—Debe ser Franco —murmuró, con voz temblorosa.
—¿Querés que lo atienda yo? —preguntó Mateo, frunciendo el ceño.
Ella negó despacio.
—No... está bien. Solo tengo que hablar con él... un momento.
Mateo dudó, pero al final asintió.
Sabía que su madre había prohibido que Franco pusiera un pie en la casa.
Pero también sabía que Abril era demasiado buena, demasiado blanda para enfrentarlo.
Con un suspiro resignado, Mateo fue a abrir.
Franco estaba en la puerta, recostado contra el marco, con esa expresión arrogante que siempre había tenido.
Camiseta ajustada, tatuajes en los brazos, una sonrisa ladina que provocaba rechazo inmediato.
— ¿Que hacés acá? — dijo ella desde su la cocina.
— Vine a hablar — respondió —¿Qué hacés, capo? —dijo, pasando sin esperar invitación.
Mateo lo miró con desprecio, pero no dijo nada.
Franco cruzó el living directo hacia ella, que ya lo esperaba, nerviosa, abrazando al bebé.
—Vamos al cuarto, quiero hablar bien —le dijo él, sin mirarla a los ojos.
Ella dudó.
Miró a Mateo, que parecía a punto de intervenir.
Pero al final, bajó la cabeza, entregada, y lo siguió.
La puerta de la habitación se cerró.
Mateo sintió un nudo en el estómago.
No sabía por qué, pero algo le decía que tenía que vigilar.
Que no podía confiar en Franco.
Así que, luego de pensarlo un rato, conteniendo la respiración, caminó en puntas de pie hasta la puerta de la habitación.
Se agachó, acercando el oído.
Al principio solo oyó murmullos. Discusión. Voces alzándose.
Y luego...
Un sonido húmedo, un jadeo ahogado.
Mateo, en un impulso que no pudo controlar, acercó un ojo a la pequeña rendija que dejaba el marco de la puerta.
Y lo que vio lo dejó helado.
La habitación estaba sumida en una luz tenue, apenas iluminada por el sol que se colaba por la ventana.
El bebé dormía plácidamente en su cuna, ajeno al mundo de los adultos.
Abril se sentó en el borde de la cama, nerviosa, mientras Franco se paraba frente a ella, brazos cruzados, mirándola con desprecio apenas disimulado.
—No sabés la calentura que me diste cuando te vi, que rápido recuperaste tu peso —dijo él, sonriendo de costado, con esa voz áspera que tanto la intimidaba—. Mirá cómo te quedaron las tetas... —agregó, recorriéndola con la mirada.
Abril bajó la cabeza, apretando las manos sobre sus rodillas.
—Franco, por favor... —murmuró, temblando—. Te deje entrar para hablar de... del nene. No de esto.
Él soltó una carcajada seca, dando un paso más cerca.
—¿De qué querés hablar? ¿De cómo me cagaste la vida? —escupió—. ¿De cómo me encajaste un hijo que ni sé si es mío?
Abril tragó saliva, las lágrimas ardiéndole detrás de los ojos aunque no cayeran.
No podía discutirle.
No tenía fuerzas.
—No quise... yo solo... —susurró, sin atreverse a levantar la vista.
Franco bufó, fastidiado.
—Dejá de llorar como una boluda. Sabés que si te quiero, te hago mierda en dos segundos. —Su tono era tan brutal que Abril se encogió aún más sobre sí misma.
—Pero… ya que estamos, ¿Por que no nos divertimos un rato? —continuó, sonriendo de forma inquietante—.
Ella lo miró, horrorizada.
—¿Qué? No, Franco, no...
—¿No qué? —Él se agachó, apoyando una mano en su muslo, subiéndola lentamente hacia su entrepierna—. Dale, no te hagas la santa. Mirá cómo te sale la leche, como te explotan estas tetas. —Le señaló la remera ajustada, donde se marcaban pequeñas manchas húmedas alrededor de sus pezones hinchados- Sabias que podia aparecer hoy y mira como te vestiste- Mientras una de sus manos le apretaba un pecho.
Abril se sonrojó violentamente, instintivamente cruzándose de brazos. Esa tarde llevaba puesta una remera blanca, muy ajustada que marcaba su armonioso cuerpo, completando su look con un jean negro ajustado también.
—Dale, putita... —murmuró Franco, acercando su rostro al suyo—. Haceme una paja con esas tetas que tenés. Que para algo sirven, ¿no?
Ella se quedó quieta, temblando.
Su corazón latía desbocado.
Sabía que debía gritar, echarlo, buscar a Mateo.
Pero no podía.
El miedo la paralizaba.
Franco se puso de pie y desabrochó su pantalón, sacando su miembro semi duro. Era largo, angosto, venoso.
—Sacate la remera —ordenó de forma autoritaria.
Abril dudó.
Miró la cuna, donde su bebé dormía plácidamente.
Miró la puerta cerrada.
Sintió el peso de la humillación sobre los hombros.
Finalmente, con movimientos torpes, se levantó la remera, dejando al descubierto sus pechos pesados, turgentes, de pezones sensibles y oscuros, perlados de gotas de leche fresca. No tenía puesto corpiño.
Franco suspiro, excitado.
—Dios, qué tetas pendeja... — excalmo—. Mirá lo que son... como se te pusieron hija de puta.— Mientras con una de sus manos le apretaba un pecho.
Abril bajó aún más la cabeza, humillada completamente.
Franco se puso de pie y se acercó, guiando su propia verga hacia sus pechos.
—Abrazalo con esas tetas, haceme una buena paja pendeja. Eso, así... —le indicó, tomando sus manos para que lo envolviera.
Abril temblaba. Sus pezones rozaban la piel, mientras apretaba los pechos alrededor de la verga de Franco, que se frotaba entre ellos con movimientos lentos.
—Qué calentura hija de puta... —gruñía él—. Si sabía que se iban a poner así, no me iba.—Dijo riendo.
Abril cerró los ojos.
Sus mejillas ardían de vergüenza.
Una gota de leche resbaló por su pezón erecto, mojando la verga de Franco, que gimió de placer.
—uffff, eso, si, que salga leche—jadeó—.
Ella apretó un poco más, sumisa, obediente. La leche llovía sobre el tronco.
Franco gemía,y se movia cada vez más rápido.
De repente, tomó su cabeza con una mano y la empujó hacia abajo.
—Chupala, dale —ordenó, con voz ronca.
Abril tragó saliva, dudando solo un segundo.
Entonces abrió los labios y lamió torpemente la punta del glande, impregnada de leche y liquido preseminal.
Franco volvio a gruñir de placer.
—Así, mamita...asi —jadeaba—. Dame tu lechita mami…
Ella continuó, humillada, moviendo sus labios temblorosos sobre su verga, mientras seguía apretando sus pechos alrededor.
Fue en ese momento que Mateo, curioso y preocupado, se acercó en silencio al pasillo.
Se agachó junto a la puerta.
Primero escuchó gemidos.
Y luego, vencido por la tentación, asomó un ojo por la rendija.
Lo que vio lo dejó sin aliento.
Abril, su dulce Abril, estaba sentada sobre la cama frente a Franco, las tetas enormes, colgándole, pesadas, cubriendo casi toda la verga de él, mientras la lamía con timidez.
La leche goteaba lentamente de sus pezones, manchándoles la piel.
Mateo sintió un latido brutal en la entrepierna.
Su verga reaccionó instantáneamente, endureciéndose bajo el pantalón.
Un calor sucio le subió por la columna vertebral.
Quiso apartar la mirada.
Quiso correr.
Pero no pudo.
Se quedó allí, mirando embobado, su corazón martillándole el pecho, la culpa y la excitación entrelazándose como veneno.
Abril, su dulce Abril, estaba pajeando a Franco con sus tetas, frente a sus ojos.
Él gemía cada vez más fuerte.
—Eso, mami, dale, segui... —jadeaba—. Haceme acabar toda la leche en esas tetas hermosas...
Abril cerró los ojos, resignada, frotando sus pechos contra la verga con torpeza, succionando la punta como podía.
—sí mami, que hermosas tetas, no pares.
Mateo apretó los puños.
Sus pantalones se sentían insoportablemente apretados.
El deseo lo consumía, pero no podía moverse, no podía dejar de mirar.
Y entonces, Franco gruñó fuerte, su cuerpo sacudiéndose en espasmos.
Abril apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de sentir la explosión cálida salpicándole la boca, la barbilla, el canal entre sus pechos, mezclándose con las gotas de leche.
—ahhhhhhhhhhhh, siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii, putaaaa... —jadeó él, mientras seguía frotándose perezosamente contra su piel humedecida.— ¡qué paja hermosa me hiciste hija de puta, mira lo que sos llena de leche!
Abril se quedó inmóvil, humillada, sonrojada, cubierta de la leche y el semen que se le escurría por la tetas.
Mateo, desde el pasillo, sintió su verga latir dolorosamente, tentado de hacer algo que no se atrevía.
El corazón le explotaba en el pecho.
Sabía que algo, a partir de ese momento, había cambiado para siempre.
Desde que volvió a la casa de su madre, Abril sentía que la vida le pesaba en el cuerpo.
Apenas un mes había pasado desde que dio a luz a su hijo, un bebé pequeño y frágil que dependía de ella para todo.
Su pecho se mantenía tenso, pesado, produciendo leche casi de forma constante, una sensación que la incomodaba y a la vez la hacía sentir más vulnerable.
La relación con Franco, el padre del bebé, había sido un error desde el principio.
Una noche de calentura, una serie de malas decisiones... y cuando Abril quedó embarazada, sintió que tenía que "hacer lo correcto".
Intentó formar una familia con él.
Franco aceptó, aunque sin estar convencido. Se mudaron juntos, pero él nunca dejó de tratarla como una carga.
Y apenas el bebé nació, Franco desapareció.
Como un cobarde.
Sin otra opción, Abril regresó a su casa, avergonzada, rota.
Su madre, aunque molesta por las decisiones de su hija, le abrió la puerta de nuevo.
El problema era que no había espacio: la habitación de Abril ahora estaba ocupada.
La única solución fue mover a Mateo, su hermanastro, al pequeño living comedor.
Un sillón incómodo se convirtió en su cama improvisada.
Nadie protestó.
Mateo, como siempre, aceptó en silencio.
Él siempre había sido así: reservado, tranquilo. Un chico flaco, de sonrisa tímida y ojos oscuros llenos de ternura.
Tenía dieciocho años, apenas un año menor que Abril, y cursaba su último año de secundaria, soñando en silencio con alguna carrera universitaria que le permitiera escapar de esa rutina asfixiante.
Al principio, convivir juntos fue extraño.
Mateo evitaba mirarla demasiado, como si su nueva condición de madre la convirtiera en algo sagrado.
Abril, por su parte, se mostraba retraída, avergonzada de su situación.
A veces, cuando se cruzaban en el pasillo o en la cocina, se sonreían apenas, intercambiaban frases cortas.
Una ternura tímida, casi infantil, flotaba entre ellos.
Pero a medida que pasaban los días, los pequeños roces se hacían inevitables.
Un roce de manos al pasar, un cruce de miradas sostenido un segundo más de lo debido.
Mateo empezaba a verla de otra manera, sin quererlo.
No como su hermana de crianza.
Sino como... como una mujer.
Era imposible ignorarlo: Abril seguía teniendo un cuerpo hermoso, a pesar de todo.
Su figura seguía siendo delgada, sus caderas suaves, su cola redonda.
Y sus pechos... Dios.
Sus tetas, antes perfectas, ahora lo eran aún más, más pesadas, más caídas por la maternidad, parecían llamar a gritos a ser tocadas, lamidas, amadas.
Mateo se sentía un monstruo por pensarlo.
Pero era inevitable.
Abril, por su parte, notaba sus miradas fugaces, su nerviosismo cuando accidentalmente rozaba su cuerpo al pasar.
No decía nada.
Quizás, en el fondo, le gustaba no sentirse invisible.
El día que Franco reapareció en la casa fue un sábado caluroso.
La madre de Mateo y Abril trabajaba en tres casas distintas ese día y no volvería hasta la noche.
Cuando sonó el timbre, Abril estaba sola en la cocina, dándole la teta a su bebé.
Mateo, tirado en el sillón del living, hojeaba distraídamente unos apuntes.
Se miraron.
El timbre sonó de nuevo.
Abril palideció.
—Debe ser Franco —murmuró, con voz temblorosa.
—¿Querés que lo atienda yo? —preguntó Mateo, frunciendo el ceño.
Ella negó despacio.
—No... está bien. Solo tengo que hablar con él... un momento.
Mateo dudó, pero al final asintió.
Sabía que su madre había prohibido que Franco pusiera un pie en la casa.
Pero también sabía que Abril era demasiado buena, demasiado blanda para enfrentarlo.
Con un suspiro resignado, Mateo fue a abrir.
Franco estaba en la puerta, recostado contra el marco, con esa expresión arrogante que siempre había tenido.
Camiseta ajustada, tatuajes en los brazos, una sonrisa ladina que provocaba rechazo inmediato.
— ¿Que hacés acá? — dijo ella desde su la cocina.
— Vine a hablar — respondió —¿Qué hacés, capo? —dijo, pasando sin esperar invitación.
Mateo lo miró con desprecio, pero no dijo nada.
Franco cruzó el living directo hacia ella, que ya lo esperaba, nerviosa, abrazando al bebé.
—Vamos al cuarto, quiero hablar bien —le dijo él, sin mirarla a los ojos.
Ella dudó.
Miró a Mateo, que parecía a punto de intervenir.
Pero al final, bajó la cabeza, entregada, y lo siguió.
La puerta de la habitación se cerró.
Mateo sintió un nudo en el estómago.
No sabía por qué, pero algo le decía que tenía que vigilar.
Que no podía confiar en Franco.
Así que, luego de pensarlo un rato, conteniendo la respiración, caminó en puntas de pie hasta la puerta de la habitación.
Se agachó, acercando el oído.
Al principio solo oyó murmullos. Discusión. Voces alzándose.
Y luego...
Un sonido húmedo, un jadeo ahogado.
Mateo, en un impulso que no pudo controlar, acercó un ojo a la pequeña rendija que dejaba el marco de la puerta.
Y lo que vio lo dejó helado.
La habitación estaba sumida en una luz tenue, apenas iluminada por el sol que se colaba por la ventana.
El bebé dormía plácidamente en su cuna, ajeno al mundo de los adultos.
Abril se sentó en el borde de la cama, nerviosa, mientras Franco se paraba frente a ella, brazos cruzados, mirándola con desprecio apenas disimulado.
—No sabés la calentura que me diste cuando te vi, que rápido recuperaste tu peso —dijo él, sonriendo de costado, con esa voz áspera que tanto la intimidaba—. Mirá cómo te quedaron las tetas... —agregó, recorriéndola con la mirada.
Abril bajó la cabeza, apretando las manos sobre sus rodillas.
—Franco, por favor... —murmuró, temblando—. Te deje entrar para hablar de... del nene. No de esto.
Él soltó una carcajada seca, dando un paso más cerca.
—¿De qué querés hablar? ¿De cómo me cagaste la vida? —escupió—. ¿De cómo me encajaste un hijo que ni sé si es mío?
Abril tragó saliva, las lágrimas ardiéndole detrás de los ojos aunque no cayeran.
No podía discutirle.
No tenía fuerzas.
—No quise... yo solo... —susurró, sin atreverse a levantar la vista.
Franco bufó, fastidiado.
—Dejá de llorar como una boluda. Sabés que si te quiero, te hago mierda en dos segundos. —Su tono era tan brutal que Abril se encogió aún más sobre sí misma.
—Pero… ya que estamos, ¿Por que no nos divertimos un rato? —continuó, sonriendo de forma inquietante—.
Ella lo miró, horrorizada.
—¿Qué? No, Franco, no...
—¿No qué? —Él se agachó, apoyando una mano en su muslo, subiéndola lentamente hacia su entrepierna—. Dale, no te hagas la santa. Mirá cómo te sale la leche, como te explotan estas tetas. —Le señaló la remera ajustada, donde se marcaban pequeñas manchas húmedas alrededor de sus pezones hinchados- Sabias que podia aparecer hoy y mira como te vestiste- Mientras una de sus manos le apretaba un pecho.
Abril se sonrojó violentamente, instintivamente cruzándose de brazos. Esa tarde llevaba puesta una remera blanca, muy ajustada que marcaba su armonioso cuerpo, completando su look con un jean negro ajustado también.
—Dale, putita... —murmuró Franco, acercando su rostro al suyo—. Haceme una paja con esas tetas que tenés. Que para algo sirven, ¿no?
Ella se quedó quieta, temblando.
Su corazón latía desbocado.
Sabía que debía gritar, echarlo, buscar a Mateo.
Pero no podía.
El miedo la paralizaba.
Franco se puso de pie y desabrochó su pantalón, sacando su miembro semi duro. Era largo, angosto, venoso.
—Sacate la remera —ordenó de forma autoritaria.
Abril dudó.
Miró la cuna, donde su bebé dormía plácidamente.
Miró la puerta cerrada.
Sintió el peso de la humillación sobre los hombros.
Finalmente, con movimientos torpes, se levantó la remera, dejando al descubierto sus pechos pesados, turgentes, de pezones sensibles y oscuros, perlados de gotas de leche fresca. No tenía puesto corpiño.
Franco suspiro, excitado.
—Dios, qué tetas pendeja... — excalmo—. Mirá lo que son... como se te pusieron hija de puta.— Mientras con una de sus manos le apretaba un pecho.
Abril bajó aún más la cabeza, humillada completamente.
Franco se puso de pie y se acercó, guiando su propia verga hacia sus pechos.
—Abrazalo con esas tetas, haceme una buena paja pendeja. Eso, así... —le indicó, tomando sus manos para que lo envolviera.
Abril temblaba. Sus pezones rozaban la piel, mientras apretaba los pechos alrededor de la verga de Franco, que se frotaba entre ellos con movimientos lentos.
—Qué calentura hija de puta... —gruñía él—. Si sabía que se iban a poner así, no me iba.—Dijo riendo.
Abril cerró los ojos.
Sus mejillas ardían de vergüenza.
Una gota de leche resbaló por su pezón erecto, mojando la verga de Franco, que gimió de placer.
—uffff, eso, si, que salga leche—jadeó—.
Ella apretó un poco más, sumisa, obediente. La leche llovía sobre el tronco.
Franco gemía,y se movia cada vez más rápido.
De repente, tomó su cabeza con una mano y la empujó hacia abajo.
—Chupala, dale —ordenó, con voz ronca.
Abril tragó saliva, dudando solo un segundo.
Entonces abrió los labios y lamió torpemente la punta del glande, impregnada de leche y liquido preseminal.
Franco volvio a gruñir de placer.
—Así, mamita...asi —jadeaba—. Dame tu lechita mami…
Ella continuó, humillada, moviendo sus labios temblorosos sobre su verga, mientras seguía apretando sus pechos alrededor.
Fue en ese momento que Mateo, curioso y preocupado, se acercó en silencio al pasillo.
Se agachó junto a la puerta.
Primero escuchó gemidos.
Y luego, vencido por la tentación, asomó un ojo por la rendija.
Lo que vio lo dejó sin aliento.
Abril, su dulce Abril, estaba sentada sobre la cama frente a Franco, las tetas enormes, colgándole, pesadas, cubriendo casi toda la verga de él, mientras la lamía con timidez.
La leche goteaba lentamente de sus pezones, manchándoles la piel.
Mateo sintió un latido brutal en la entrepierna.
Su verga reaccionó instantáneamente, endureciéndose bajo el pantalón.
Un calor sucio le subió por la columna vertebral.
Quiso apartar la mirada.
Quiso correr.
Pero no pudo.
Se quedó allí, mirando embobado, su corazón martillándole el pecho, la culpa y la excitación entrelazándose como veneno.
Abril, su dulce Abril, estaba pajeando a Franco con sus tetas, frente a sus ojos.
Él gemía cada vez más fuerte.
—Eso, mami, dale, segui... —jadeaba—. Haceme acabar toda la leche en esas tetas hermosas...
Abril cerró los ojos, resignada, frotando sus pechos contra la verga con torpeza, succionando la punta como podía.
—sí mami, que hermosas tetas, no pares.
Mateo apretó los puños.
Sus pantalones se sentían insoportablemente apretados.
El deseo lo consumía, pero no podía moverse, no podía dejar de mirar.
Y entonces, Franco gruñó fuerte, su cuerpo sacudiéndose en espasmos.
Abril apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de sentir la explosión cálida salpicándole la boca, la barbilla, el canal entre sus pechos, mezclándose con las gotas de leche.
—ahhhhhhhhhhhh, siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii, putaaaa... —jadeó él, mientras seguía frotándose perezosamente contra su piel humedecida.— ¡qué paja hermosa me hiciste hija de puta, mira lo que sos llena de leche!
Abril se quedó inmóvil, humillada, sonrojada, cubierta de la leche y el semen que se le escurría por la tetas.
Mateo, desde el pasillo, sintió su verga latir dolorosamente, tentado de hacer algo que no se atrevía.
El corazón le explotaba en el pecho.
Sabía que algo, a partir de ese momento, había cambiado para siempre.
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