Esa semana, volví a quedarme hasta tarde en la oficina. De nuevo, no tenía ninguna prisa por ir a casa. Mi mujer ya ni me llamaba, ni me preguntaba en dónde estaba o si llegaría para la cena. Como si no existiera.
Eran casi las once y me sorprendía a mí mismo esperando, ansioso, que aparezca el de limpieza. Los minutos se hacían larguísimos, interminables, hasta que la puerta se abre y ahí está él, con su ropa de trabajo, los guantes en el bolsillo, con la misma mirada intensa que la otra vez. Se detuvo apenas un segundo, como evaluando el terreno, y después cerró la puerta detrás de sí.
-Perdoná la demora, pero tenía que asegurarme que estuviéramos solos en el piso...- se disculpa, como si hubiésemos pactado una cita.
-¿Solos para qué?- le pregunto, desafiante.
No dice nada. Solo me mira. La tensión esta ahí, más fuerte que nunca. Esta vez no hay café derramado, ni excusas. Simplemente camina hacia mí y me besa, directo, con la urgencia de quien ya no tiene dudas.
Me agarra de la cintura, fuerte, y me aprieta contra él. Siento su erección debajo del pantalón. El deseo me atraviesa, mezclado con nerviosismo. Nunca había estado en ese lugar, nunca me había entregado. Pero lo quería. Lo quería a él.
-Hoy me toca a mí...- me dice con voz grave, firme, sin apartar sus ojos de los míos.
Acepto en silencio, déjandome guiar. Me desviste despacio, saboreando cada parte de mi cuerpo, mientras yo hago lo mismo con él, sintiendo su piel caliente y su respiración agitada. Cuando está completamente desnudo, me impresiona su cuerpo, fuerte, atlético, dispuesto a tomarme.
Entonces, hace lo que tanto estuve esperando, me pone las manos en los hombros, y empuja hacia abajo. No me resisto.
De repente estoy de rodillas, enfrentándome por primera vez a una pija. Me quedo mirándola, como si estuviera descubriendo un tesoro, recorriendo con los ojos el glande reluciente, ya humedecido, el tronco venoso, hinchado, los huevos que nunca creí me resultarían tan tentadores.
Cómo no me decido a empezar, aunque me esté muriendo de ganas, me sujeta de la cabeza y me empieza a frotar el porongazo por toda la cara.
¡Que bien huele, por Dios!
Instintivamente saqué la lengua, saboreándolo cada vez que pasaba por encima, oliéndolo también, llenándome los pulmones con ese aroma que, sabía, no iba a abandonarme por un buen tiempo.
Ya más decidido, se la agarré, y empecé a pajearlo, disfrutando la tensión de su virilidad entre mis dedos. Se la lamí a todo lo largo, desde la cabeza hasta la base, varias veces, subiendo y bajando, para terminar comiéndole los huevos. Sus jadeos, sus murmullos excitados, me encendían más todavía.
Vuelvo a subir por su contorno, con besos, con lamidas, y abriendo la boca, ya convencido, se la como casi hasta la mitad.
"Le estoy chupando la pija a un tipo...", pensaba y no lo podía creer. Y lo más sorprendente era que me gustaba.
Con la pija a full, tan dura y erguida que hasta podría usarla como mazo, me levanta, me besa y me inclina sobre el escritorio, tal como yo lo había hecho con él la primera vez.
El frío de la madera contrastó con el calor de su cuerpo que se pegaba al mío. Sentí su verga rozando entre mis nalgas, dura, ansiosoa. El corazón me golpeaba con fuerza; estaba a punto de ceder, de dejar que alguien me rompiera el culo por primera vez.
Se tomó un momento, acariciándome la espalda, los muslos, preparando el terreno con calma. Se puso el preservativo, escupió en su mano y me lubricó con cuidado, entonces apoyó la punta contra mí. Un gemido involuntario se escapó de mi garganta.
Obviamente al ser el primero que accedía a esa parte de mi cuerpo, se le dificultó al principio, pero siguió empujando, insistiendo, mientras que yo me decidía a aguantar todo lo que viniera.
Quería que me cogiera, deseaba sentirlo adentro, machacándome los intestinos, haciéndome suyo como no lo había sido de nadie, hasta entonces.
Siguió empujando, abriéndose camino. La sensación fue intensa, una mezcla de dolor y placer, de resistencia y entrega. Apreté los labios, aferrándome al borde del escritorio, mientras lo sentía entrar más y más. Mi cuerpo se tensaba, pero al mismo tiempo se rendía, abriéndose a su dominante virilidad.
-Tranquilo… dejate llevar- me susurró, con la voz ronca en mi oído.
Y lo hice. Poco a poco el dolor cedió y fue reemplazado por una ola de placer desconocida. Cuando empezó a moverse de verdad, con embestidas profundas y rítmicas, gemí sin poder contenerme. Cada golpe me arrancaba un jadeo, cada embestida me hacía estremecer.
Él me agarraba de la cintura con fuerza, dominándome, haciéndome suyo. El sonido de su piel chocando contra la mía, el eco de nuestros jadeos en la oficina vacía, todo se mezclaba en un frenesí irresistible.
Yo estaba completamente expuesto, vulnerable, y al mismo tiempo más excitado que nunca. Mi erección se balanceaba dura, rozando el escritorio, húmeda de tanto deseo. Con cada empuje, sentía que me partía en dos, pero también que me llevaba más allá de cualquier límite conocido.
-Mirame...- me ordenó, tirándome del pelo para que girara el rostro hacia él.
Lo miré, con los ojos nublados por el placer. Me besó fuerte, mientras seguía embistiéndome sin piedad.
El orgasmo me tomó por sorpresa. Gemí alto, descargando sobre el escritorio, mientras él seguía culeándome con fuerza hasta que salió de golpe, se arrancó el forro, y explotó en mi espalda y nalgas, con un gruñido gutural que todavía retumba en mis oídos.
Quedamos pegados, sudorosos, jadeando. Sentía su semen caliente, espeso, derramándose sobre mi piel, y no quise moverme. Era extraño, era nuevo, era adictivo.
Se quedó un rato abrazado a mi espalda, besando mi cuello, como si tampoco quisiera que ese encuentro termine. Y en ese preciso momento supe que ya no era un simple desliz, sino algo que se iba a repetir. Algo que había abierto u
na puerta imposible de cerrar.
Eran casi las once y me sorprendía a mí mismo esperando, ansioso, que aparezca el de limpieza. Los minutos se hacían larguísimos, interminables, hasta que la puerta se abre y ahí está él, con su ropa de trabajo, los guantes en el bolsillo, con la misma mirada intensa que la otra vez. Se detuvo apenas un segundo, como evaluando el terreno, y después cerró la puerta detrás de sí.
-Perdoná la demora, pero tenía que asegurarme que estuviéramos solos en el piso...- se disculpa, como si hubiésemos pactado una cita.
-¿Solos para qué?- le pregunto, desafiante.
No dice nada. Solo me mira. La tensión esta ahí, más fuerte que nunca. Esta vez no hay café derramado, ni excusas. Simplemente camina hacia mí y me besa, directo, con la urgencia de quien ya no tiene dudas.
Me agarra de la cintura, fuerte, y me aprieta contra él. Siento su erección debajo del pantalón. El deseo me atraviesa, mezclado con nerviosismo. Nunca había estado en ese lugar, nunca me había entregado. Pero lo quería. Lo quería a él.
-Hoy me toca a mí...- me dice con voz grave, firme, sin apartar sus ojos de los míos.
Acepto en silencio, déjandome guiar. Me desviste despacio, saboreando cada parte de mi cuerpo, mientras yo hago lo mismo con él, sintiendo su piel caliente y su respiración agitada. Cuando está completamente desnudo, me impresiona su cuerpo, fuerte, atlético, dispuesto a tomarme.
Entonces, hace lo que tanto estuve esperando, me pone las manos en los hombros, y empuja hacia abajo. No me resisto.
De repente estoy de rodillas, enfrentándome por primera vez a una pija. Me quedo mirándola, como si estuviera descubriendo un tesoro, recorriendo con los ojos el glande reluciente, ya humedecido, el tronco venoso, hinchado, los huevos que nunca creí me resultarían tan tentadores.
Cómo no me decido a empezar, aunque me esté muriendo de ganas, me sujeta de la cabeza y me empieza a frotar el porongazo por toda la cara.
¡Que bien huele, por Dios!
Instintivamente saqué la lengua, saboreándolo cada vez que pasaba por encima, oliéndolo también, llenándome los pulmones con ese aroma que, sabía, no iba a abandonarme por un buen tiempo.
Ya más decidido, se la agarré, y empecé a pajearlo, disfrutando la tensión de su virilidad entre mis dedos. Se la lamí a todo lo largo, desde la cabeza hasta la base, varias veces, subiendo y bajando, para terminar comiéndole los huevos. Sus jadeos, sus murmullos excitados, me encendían más todavía.
Vuelvo a subir por su contorno, con besos, con lamidas, y abriendo la boca, ya convencido, se la como casi hasta la mitad.
"Le estoy chupando la pija a un tipo...", pensaba y no lo podía creer. Y lo más sorprendente era que me gustaba.
Con la pija a full, tan dura y erguida que hasta podría usarla como mazo, me levanta, me besa y me inclina sobre el escritorio, tal como yo lo había hecho con él la primera vez.
El frío de la madera contrastó con el calor de su cuerpo que se pegaba al mío. Sentí su verga rozando entre mis nalgas, dura, ansiosoa. El corazón me golpeaba con fuerza; estaba a punto de ceder, de dejar que alguien me rompiera el culo por primera vez.
Se tomó un momento, acariciándome la espalda, los muslos, preparando el terreno con calma. Se puso el preservativo, escupió en su mano y me lubricó con cuidado, entonces apoyó la punta contra mí. Un gemido involuntario se escapó de mi garganta.
Obviamente al ser el primero que accedía a esa parte de mi cuerpo, se le dificultó al principio, pero siguió empujando, insistiendo, mientras que yo me decidía a aguantar todo lo que viniera.
Quería que me cogiera, deseaba sentirlo adentro, machacándome los intestinos, haciéndome suyo como no lo había sido de nadie, hasta entonces.
Siguió empujando, abriéndose camino. La sensación fue intensa, una mezcla de dolor y placer, de resistencia y entrega. Apreté los labios, aferrándome al borde del escritorio, mientras lo sentía entrar más y más. Mi cuerpo se tensaba, pero al mismo tiempo se rendía, abriéndose a su dominante virilidad.
-Tranquilo… dejate llevar- me susurró, con la voz ronca en mi oído.
Y lo hice. Poco a poco el dolor cedió y fue reemplazado por una ola de placer desconocida. Cuando empezó a moverse de verdad, con embestidas profundas y rítmicas, gemí sin poder contenerme. Cada golpe me arrancaba un jadeo, cada embestida me hacía estremecer.
Él me agarraba de la cintura con fuerza, dominándome, haciéndome suyo. El sonido de su piel chocando contra la mía, el eco de nuestros jadeos en la oficina vacía, todo se mezclaba en un frenesí irresistible.
Yo estaba completamente expuesto, vulnerable, y al mismo tiempo más excitado que nunca. Mi erección se balanceaba dura, rozando el escritorio, húmeda de tanto deseo. Con cada empuje, sentía que me partía en dos, pero también que me llevaba más allá de cualquier límite conocido.
-Mirame...- me ordenó, tirándome del pelo para que girara el rostro hacia él.
Lo miré, con los ojos nublados por el placer. Me besó fuerte, mientras seguía embistiéndome sin piedad.
El orgasmo me tomó por sorpresa. Gemí alto, descargando sobre el escritorio, mientras él seguía culeándome con fuerza hasta que salió de golpe, se arrancó el forro, y explotó en mi espalda y nalgas, con un gruñido gutural que todavía retumba en mis oídos.
Quedamos pegados, sudorosos, jadeando. Sentía su semen caliente, espeso, derramándose sobre mi piel, y no quise moverme. Era extraño, era nuevo, era adictivo.
Se quedó un rato abrazado a mi espalda, besando mi cuello, como si tampoco quisiera que ese encuentro termine. Y en ese preciso momento supe que ya no era un simple desliz, sino algo que se iba a repetir. Algo que había abierto u
na puerta imposible de cerrar.
4 comentarios - El mejor sexo, mucho mejor todavía