Capítulo 7 – El encuentro en el avión

Los seis meses en Madrid se desvanecieron como un sueño febril, dejando un rastro de recuerdos que ardían en mi piel. Empaqué mis pertenencias con una nostalgia pesada, guardando los vestidos y lencería en la maleta secreta como reliquias de una vida alterna. Volví a ser Alejo en el exterior: jeans oscuros que abrazaban mis piernas endurecidas, una camisa blanca impecable y una chaqueta de cuero que olía a nuevo. Pero, incapaz de renunciar del todo a Axsy, debajo llevaba una tanga de encaje rojo, un último guiño a la mujer que había sido, un secreto que rozaba mi piel como un recordatorio constante.
En el vuelo de regreso a Guadalajara, el avión surcaba el cielo atlántico con un zumbido constante, las nubes abajo como un mar de algodón iluminado por el sol poniente. Me senté junto a un hombre de descendencia afroamericana, Marcus, de unos treinta años, con una presencia imponente que llenaba el asiento: alto y de hombros anchos, piel oscura que brillaba bajo la luz tenue de la cabina, una sonrisa cálida y confiada que revelaba dientes blancos perfectos. Su aroma era una mezcla de colonia fresca y algo terroso, natural.
La conversación surgió con facilidad, un bálsamo para el tedio del vuelo: hablamos de viajes, de Madrid y sus encantos, de Guadalajara y sus tradiciones. Marcus era carismático, sus anécdotas salpicadas de humor que me hacían reír, pero había una subcorriente, miradas que se demoraban en mis labios, toques accidentales en el apoyabrazos que aceleraban mi pulso. Cuando me levanté para ir al baño, sintiendo la tanga roja rozar con cada paso, sentí su mirada siguiéndome por el pasillo angosto.
En el baño del avión, un espacio estrecho pero limpio con luces fluorescentes que zumbaban suavemente y el olor a desinfectante químico, me lavaba las manos cuando la puerta se abrió con un clic. Marcus entró, cerrando tras él con una sonrisa traviesa, su cuerpo llenando el espacio y haciendo que el aire se cargara de tensión. “Vi algo cuando te levantaste”, dijo, su voz baja y ronca, con un brillo juguetón en los ojos. Antes de que pudiera responder, su mano rozó mi cintura, un toque eléctrico que me hizo jadear, bajando hasta el borde de mis jeans. “¿Eso es lo que creo que es?”, preguntó, levantando una ceja con curiosidad genuina.

No había espacio para negarlo, ni deseo de hacerlo. Asentí, mi corazón martilleando como un tambor en mi pecho. Sus dedos desabrocharon mis jeans con deliberada lentitud, revelando la tanga roja de encaje que contrastaba contra mi piel. “Maldita sea”, murmuró, su voz un gruñido de apreciación, y antes de que el pánico o la duda me invadieran, me empujó contra la pared fría del baño, sus labios encontrando mi cuello en besos calientes que enviaban ondas de placer. Sus manos exploraron con urgencia: una subiendo por mi camisa para rozar mi pecho, la otra bajando mis jeans hasta los tobillos. Dudas fugaces cruzaron mi mente —el riesgo de ser descubiertos, la transitoriedad de este encuentro—, pero el deseo ganó, un torrente que borraba todo.
Me arrodillé en el espacio reducido, el suelo vibrando con el motor del avión, y liberé su miembro: impresionante en proporción, largo y grueso como corresponde a su herencia, con una curvatura sutil que prometía placer profundo, la piel oscura brillando bajo la luz tenue, venas prominentes que pulsaban con vida. Lo tomé en mi boca, mi lengua trazando círculos alrededor de la cabeza sensible, saboreando su esencia salada y almizclada, llevándolo profundo con movimientos rítmicos que lo hacían gemir en voz baja, consciente del entorno. Luego, se inclinó, girándome con suavidad pero con firmeza contra la pared, apartando la tanga roja con un dedo.

Entró lentamente al principio, el estiramiento un fuego exquisito que me llenaba por completo, cada centímetro un avance en territorio desconocido. El ritmo se volvió urgente, embestidas profundas y rápidas que amplificaban cada sensación en el espacio confinado, el avión temblando como un eco de nuestro placer, el riesgo de voces al otro lado de la puerta añadiendo un filo de adrenalina. Terminamos rápidamente, él con un gemido ahogado enterrado en mi hombro, yo temblando de liberación, el mundo reducido a ese baño flotante.
Cuando regresamos a nuestros asientos, con rostros compuestos y respiraciones aún agitadas, nadie sospechó nada.

Los seis meses en Madrid se desvanecieron como un sueño febril, dejando un rastro de recuerdos que ardían en mi piel. Empaqué mis pertenencias con una nostalgia pesada, guardando los vestidos y lencería en la maleta secreta como reliquias de una vida alterna. Volví a ser Alejo en el exterior: jeans oscuros que abrazaban mis piernas endurecidas, una camisa blanca impecable y una chaqueta de cuero que olía a nuevo. Pero, incapaz de renunciar del todo a Axsy, debajo llevaba una tanga de encaje rojo, un último guiño a la mujer que había sido, un secreto que rozaba mi piel como un recordatorio constante.
En el vuelo de regreso a Guadalajara, el avión surcaba el cielo atlántico con un zumbido constante, las nubes abajo como un mar de algodón iluminado por el sol poniente. Me senté junto a un hombre de descendencia afroamericana, Marcus, de unos treinta años, con una presencia imponente que llenaba el asiento: alto y de hombros anchos, piel oscura que brillaba bajo la luz tenue de la cabina, una sonrisa cálida y confiada que revelaba dientes blancos perfectos. Su aroma era una mezcla de colonia fresca y algo terroso, natural.
La conversación surgió con facilidad, un bálsamo para el tedio del vuelo: hablamos de viajes, de Madrid y sus encantos, de Guadalajara y sus tradiciones. Marcus era carismático, sus anécdotas salpicadas de humor que me hacían reír, pero había una subcorriente, miradas que se demoraban en mis labios, toques accidentales en el apoyabrazos que aceleraban mi pulso. Cuando me levanté para ir al baño, sintiendo la tanga roja rozar con cada paso, sentí su mirada siguiéndome por el pasillo angosto.
En el baño del avión, un espacio estrecho pero limpio con luces fluorescentes que zumbaban suavemente y el olor a desinfectante químico, me lavaba las manos cuando la puerta se abrió con un clic. Marcus entró, cerrando tras él con una sonrisa traviesa, su cuerpo llenando el espacio y haciendo que el aire se cargara de tensión. “Vi algo cuando te levantaste”, dijo, su voz baja y ronca, con un brillo juguetón en los ojos. Antes de que pudiera responder, su mano rozó mi cintura, un toque eléctrico que me hizo jadear, bajando hasta el borde de mis jeans. “¿Eso es lo que creo que es?”, preguntó, levantando una ceja con curiosidad genuina.

No había espacio para negarlo, ni deseo de hacerlo. Asentí, mi corazón martilleando como un tambor en mi pecho. Sus dedos desabrocharon mis jeans con deliberada lentitud, revelando la tanga roja de encaje que contrastaba contra mi piel. “Maldita sea”, murmuró, su voz un gruñido de apreciación, y antes de que el pánico o la duda me invadieran, me empujó contra la pared fría del baño, sus labios encontrando mi cuello en besos calientes que enviaban ondas de placer. Sus manos exploraron con urgencia: una subiendo por mi camisa para rozar mi pecho, la otra bajando mis jeans hasta los tobillos. Dudas fugaces cruzaron mi mente —el riesgo de ser descubiertos, la transitoriedad de este encuentro—, pero el deseo ganó, un torrente que borraba todo.
Me arrodillé en el espacio reducido, el suelo vibrando con el motor del avión, y liberé su miembro: impresionante en proporción, largo y grueso como corresponde a su herencia, con una curvatura sutil que prometía placer profundo, la piel oscura brillando bajo la luz tenue, venas prominentes que pulsaban con vida. Lo tomé en mi boca, mi lengua trazando círculos alrededor de la cabeza sensible, saboreando su esencia salada y almizclada, llevándolo profundo con movimientos rítmicos que lo hacían gemir en voz baja, consciente del entorno. Luego, se inclinó, girándome con suavidad pero con firmeza contra la pared, apartando la tanga roja con un dedo.

Entró lentamente al principio, el estiramiento un fuego exquisito que me llenaba por completo, cada centímetro un avance en territorio desconocido. El ritmo se volvió urgente, embestidas profundas y rápidas que amplificaban cada sensación en el espacio confinado, el avión temblando como un eco de nuestro placer, el riesgo de voces al otro lado de la puerta añadiendo un filo de adrenalina. Terminamos rápidamente, él con un gemido ahogado enterrado en mi hombro, yo temblando de liberación, el mundo reducido a ese baño flotante.
Cuando regresamos a nuestros asientos, con rostros compuestos y respiraciones aún agitadas, nadie sospechó nada.
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