Capítulo 6 – La noche

Llegó una noche que parecía preparada por el destino mismo, con Madrid suspirando en complicidad bajo un cielo estrellado donde la luna colgaba como un farol plateado. La ciudad latía con vida: el eco distante de flamenco en una plaza cercana, el aroma a paella especiada flotando en el aire nocturno. Me vestí con cuidado en mi apartamento, cada prenda un ritual de anticipación, como si me preparara para un sacrificio voluntario.
Elegí un vestido de satén azul noche, ajustado al cuerpo como una segunda piel, con un escote discreto pero seductor que dejaba entrever la curva de mi pecho ilusorio. La tela fría acariciaba mi piel depilada mientras me colocaba las medias negras semitransparentes que subían hasta la mitad de mis muslos, un velo de misterio que invitaba a ser desvelado. Unos tacones de aguja negros me elevaban, haciéndome sentir dueña del mundo, cada paso un eco de poder femenino. Debajo de todo, un conjunto de lencería negra: un sostén con encaje intrincado que abrazaba las prótesis de silicona con delicadeza, y una tanga de encaje con detalles de satén que se deslizaba entre mis nalgas endurecidas, un recordatorio constante de mi vulnerabilidad y deseo. Me maquillé con impecable precisión: sombras ahumadas que profundizaban mis ojos en pozos de misterio, pestañas largas que parpadeaban con coquetería, labios en un rojo profundo como vino tinto derramado, y un perfume sutil de jazmín y vainilla que dejaba un rastro delicado a cada paso, como un hechizo olfativo.
Cuando Javier llegó a mi puerta, sus ojos brillaron con una mezcla de deseo crudo y ternura genuina, recorriendo mi figura como un artista admirando su obra maestra. Tomó mi mano con suavidad, sus dedos cálidos entrelazándose con los míos, y me condujo hasta su apartamento: un espacio cálido y acogedor, con muebles de madera oscura pulida, luz dorada de lámparas de pie que proyectaban sombras suaves, y una ventana amplia que dejaba ver las luces parpadeantes de la ciudad como un tapiz de estrellas caídas.
La conversación se inició con facilidad, sentados en un sofá de cuero suave que crujía bajo nuestro peso, una botella de vino tinto descorchada y copas que tintineaban al brindar. Hablamos de sueños y miedos, de Madrid y sus rincones ocultos, pero pronto las palabras se volvieron silencio cómodo, sobrantes porque todo se decía con miradas intensas y caricias que recorrían la piel con delicadeza creciente. Su mano rozó mi rodilla, un toque inocente que subió lentamente por mi muslo, encontrando el borde de la media y luego el encaje de la tanga bajo el vestido. Un gemido suave escapó de mis labios, y él se acercó, su aliento caliente en mi cuello.
El beso que siguió fue urgente, su lengua explorando mi boca con una pasión que me dejó sin aliento, sus manos subiendo por mi cintura, deslizándose bajo el satén del vestido para acariciar el encaje de mi sostén. Dudas surgieron en mi mente como sombras: ¿Me haría mujer de verdad? ¿Era esto el punto de no retorno, donde Axsy se volvía permanente? ¿Podría Javier ver más allá de la ilusión, o me aceptaría en mi totalidad?
Me arrodillé frente a él en el suelo alfombrado, mis manos temblando de anticipación mientras desabrochaba su cinturón con dedos torpes pero decididos. Su pantalón cayó, revelando un bóxer negro que apenas contenía su erección, un bulto prometedor que aceleraba mi pulso. Lo liberé con cuidado, y su miembro se alzó ante mí: grueso y rígido, con una piel suave que contrastaba con su dureza, venas pulsantes que invitaban al toque. Me incliné, mi lengua rozando la punta con delicadeza, saboreando la sal de su piel y el leve almizcle de su arousal. Javier gimió, un sonido gutural que reverberó en la habitación, su mano posándose en mi nuca, guiándome con suavidad pero con firmeza. Tomé su longitud en mi boca, moviéndome lentamente al principio, dejando que mi lengua explorara cada centímetro, circundando la cabeza sensible antes de bajar más profundo. Aceleré el ritmo, mis labios apretados alrededor de él, mi mano acariciando la base en sincronía, llevándolo al borde con una devoción que me sorprendía. Sus gemidos se intensificaron, su mano cerrándose en mi peluca como ancla, un recordatorio de que era Axsy quien lo tenía cautivo.

Pero no terminamos ahí. Javier, con ojos nublados por el deseo, se acostó en el sofá, su cuerpo extendido como una invitación divina, y me tendió la mano. “Ven aquí”, murmuró, su voz ronca. Me subí sobre él, mi vestido subiendo por mis muslos, la tanga apartada con un movimiento fluido. Bajé lentamente sobre su miembro, sintiendo cómo me llenaba centímetro a centímetro, un estiramiento exquisito que borraba mis dudas. Moví mis caderas en un ritmo creciente, montándolo con una pasión que surgía de lo profundo: el sofá crujiendo bajo nosotros, nuestros cuerpos sudados deslizándose en fricción intensa, sus manos agarrando mis nalgas endurecidas, guiándome en embestidas profundas. “Soy mujer... sí, soy una mujer perfecta”, gemí, las palabras escapando como un mantra, reafirmando mi esencia mientras el placer subía en olas, culminando en un clímax compartido que me dejó temblando, gritando “¡Sí, soy mujer!” en el éxtasis.
Después, abrazados en el sofá con el sudor enfriándose en nuestra piel, Javier susurró al oído: “Fuiste perfecta”. Esa palabra —“perfecta”— resonó como un eco del tango de mi juventud, una confirmación que sellaba el momento, haciendo que mi corazón se hinchara con una mezcla de euforia y melancolía.

Llegó una noche que parecía preparada por el destino mismo, con Madrid suspirando en complicidad bajo un cielo estrellado donde la luna colgaba como un farol plateado. La ciudad latía con vida: el eco distante de flamenco en una plaza cercana, el aroma a paella especiada flotando en el aire nocturno. Me vestí con cuidado en mi apartamento, cada prenda un ritual de anticipación, como si me preparara para un sacrificio voluntario.
Elegí un vestido de satén azul noche, ajustado al cuerpo como una segunda piel, con un escote discreto pero seductor que dejaba entrever la curva de mi pecho ilusorio. La tela fría acariciaba mi piel depilada mientras me colocaba las medias negras semitransparentes que subían hasta la mitad de mis muslos, un velo de misterio que invitaba a ser desvelado. Unos tacones de aguja negros me elevaban, haciéndome sentir dueña del mundo, cada paso un eco de poder femenino. Debajo de todo, un conjunto de lencería negra: un sostén con encaje intrincado que abrazaba las prótesis de silicona con delicadeza, y una tanga de encaje con detalles de satén que se deslizaba entre mis nalgas endurecidas, un recordatorio constante de mi vulnerabilidad y deseo. Me maquillé con impecable precisión: sombras ahumadas que profundizaban mis ojos en pozos de misterio, pestañas largas que parpadeaban con coquetería, labios en un rojo profundo como vino tinto derramado, y un perfume sutil de jazmín y vainilla que dejaba un rastro delicado a cada paso, como un hechizo olfativo.
Cuando Javier llegó a mi puerta, sus ojos brillaron con una mezcla de deseo crudo y ternura genuina, recorriendo mi figura como un artista admirando su obra maestra. Tomó mi mano con suavidad, sus dedos cálidos entrelazándose con los míos, y me condujo hasta su apartamento: un espacio cálido y acogedor, con muebles de madera oscura pulida, luz dorada de lámparas de pie que proyectaban sombras suaves, y una ventana amplia que dejaba ver las luces parpadeantes de la ciudad como un tapiz de estrellas caídas.
La conversación se inició con facilidad, sentados en un sofá de cuero suave que crujía bajo nuestro peso, una botella de vino tinto descorchada y copas que tintineaban al brindar. Hablamos de sueños y miedos, de Madrid y sus rincones ocultos, pero pronto las palabras se volvieron silencio cómodo, sobrantes porque todo se decía con miradas intensas y caricias que recorrían la piel con delicadeza creciente. Su mano rozó mi rodilla, un toque inocente que subió lentamente por mi muslo, encontrando el borde de la media y luego el encaje de la tanga bajo el vestido. Un gemido suave escapó de mis labios, y él se acercó, su aliento caliente en mi cuello.
El beso que siguió fue urgente, su lengua explorando mi boca con una pasión que me dejó sin aliento, sus manos subiendo por mi cintura, deslizándose bajo el satén del vestido para acariciar el encaje de mi sostén. Dudas surgieron en mi mente como sombras: ¿Me haría mujer de verdad? ¿Era esto el punto de no retorno, donde Axsy se volvía permanente? ¿Podría Javier ver más allá de la ilusión, o me aceptaría en mi totalidad?
Me arrodillé frente a él en el suelo alfombrado, mis manos temblando de anticipación mientras desabrochaba su cinturón con dedos torpes pero decididos. Su pantalón cayó, revelando un bóxer negro que apenas contenía su erección, un bulto prometedor que aceleraba mi pulso. Lo liberé con cuidado, y su miembro se alzó ante mí: grueso y rígido, con una piel suave que contrastaba con su dureza, venas pulsantes que invitaban al toque. Me incliné, mi lengua rozando la punta con delicadeza, saboreando la sal de su piel y el leve almizcle de su arousal. Javier gimió, un sonido gutural que reverberó en la habitación, su mano posándose en mi nuca, guiándome con suavidad pero con firmeza. Tomé su longitud en mi boca, moviéndome lentamente al principio, dejando que mi lengua explorara cada centímetro, circundando la cabeza sensible antes de bajar más profundo. Aceleré el ritmo, mis labios apretados alrededor de él, mi mano acariciando la base en sincronía, llevándolo al borde con una devoción que me sorprendía. Sus gemidos se intensificaron, su mano cerrándose en mi peluca como ancla, un recordatorio de que era Axsy quien lo tenía cautivo.

Pero no terminamos ahí. Javier, con ojos nublados por el deseo, se acostó en el sofá, su cuerpo extendido como una invitación divina, y me tendió la mano. “Ven aquí”, murmuró, su voz ronca. Me subí sobre él, mi vestido subiendo por mis muslos, la tanga apartada con un movimiento fluido. Bajé lentamente sobre su miembro, sintiendo cómo me llenaba centímetro a centímetro, un estiramiento exquisito que borraba mis dudas. Moví mis caderas en un ritmo creciente, montándolo con una pasión que surgía de lo profundo: el sofá crujiendo bajo nosotros, nuestros cuerpos sudados deslizándose en fricción intensa, sus manos agarrando mis nalgas endurecidas, guiándome en embestidas profundas. “Soy mujer... sí, soy una mujer perfecta”, gemí, las palabras escapando como un mantra, reafirmando mi esencia mientras el placer subía en olas, culminando en un clímax compartido que me dejó temblando, gritando “¡Sí, soy mujer!” en el éxtasis.
Después, abrazados en el sofá con el sudor enfriándose en nuestra piel, Javier susurró al oído: “Fuiste perfecta”. Esa palabra —“perfecta”— resonó como un eco del tango de mi juventud, una confirmación que sellaba el momento, haciendo que mi corazón se hinchara con una mezcla de euforia y melancolía.
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