Capítulo 3 – Javier

Lo vi por primera vez en una librería de segunda mano en el barrio de Las Letras, un rincón encantado de Madrid donde las calles serpenteaban como ríos de historia, flanqueadas por fachadas adornadas con balcones de hierro y placas conmemorativas de escritores olvidados. El aire dentro de la librería era espeso con el olor a papel viejo y tinta desvaída, estanterías torcidas rebosantes de volúmenes polvorientos que susurraban secretos de épocas pasadas.
Javier estaba en la sección de arte, alto y erguido como un ciprés en un paisaje español, su espalda recta bajo un abrigo gris de lana que caía con elegancia sobre sus hombros anchos. Su barba recortada enmarcaba una mandíbula fuerte, y una bufanda oscura anudada con descuido añadía un toque de bohemia. Hojeaba un libro de fotografía con dedos largos y precisos, sus ojos —de un marrón profundo como café negro— concentrados en las imágenes en blanco y negro.
Yo intentaba alcanzar un tomo en la estantería más alta, mis dedos rozando el lomo gastado sin éxito, el vestido burdeos subiendo ligeramente por mis muslos en el esfuerzo. Él levantó la mirada justo en ese momento, un encuentro fortuito que pareció orquestado por el destino.
—Permíteme —dijo, su voz grave y templada, con un acento madrileño que rodaba como terciopelo sobre grava, suave pero con un matiz áspero que enviaba un cosquilleo por mi espina.
Tomó el libro con facilidad, entregándomelo con una sonrisa que iluminaba sus ojos. Intercambiamos unas frases sobre el autor, palabras casuales que flotaban en el aire cargado de polvo, pero había una chispa, un reconocimiento mutuo que iba más allá de lo literario. Cuando salí de la librería, el sol poniente tiñendo el cielo de rosas y naranjas, él estaba en la puerta, como si me hubiera esperado, su silueta recortada contra la luz crepuscular.
—¿Te invito un café? —preguntó, su tono casual pero con una subcorriente de invitación que hacía latir mi corazón con anticipación.
Dudé un instante, mi mente un remolino de excitación y cautela, pero asentí, atraída por la promesa de lo desconocido.
Capítulo 4 – El primer beso
Durante semanas, nuestros encuentros se multiplicaron como estrellas en un cielo nocturno, siempre en lugares públicos que ofrecían un velo de seguridad: cafés con mesas de mármol rayado y el aroma a espresso amargo, plazas donde el sonido de fuentes competía con el murmullo de conversaciones ajenas. Javier nunca preguntaba demasiado, respetando mis silencios como si fueran joyas preciosas, y yo ofrecía fragmentos de mi historia inventada como Axsy, sin revelar las capas debajo. Pero entre nosotros fluía una corriente invisible, un hilo de tensión que se tensaba con cada mirada sostenida, cada roce accidental de manos sobre una taza humeante.
Esa noche, Madrid estaba envuelta en una fría humedad, la llovizna fina como un velo de seda cayendo sobre las calles empedradas, transformando el asfalto en un espejo brillante que reflejaba las luces de faroles antiguos. Me vestí con cuidado, anticipando el encuentro: un abrigo largo color camel que caía como una cascada sobre mi figura, debajo un vestido negro ajustado a la cintura con un cinturón fino de cuero que acentuaba mis curvas moldeadas. Medias de encaje con un patrón intrincado que trepaban por mis piernas, botas altas que resonaban con cada paso, y debajo todo, un conjunto de lencería burdeos: un sostén con copas moldeadas que abrazaban mis prótesis, y una tanga de encaje que me hacía sentir audaz y vulnerable, un secreto palpitante contra mi piel. Me maquillé con labios burdeos profundos y un delineado suave que alargaba mis ojos, dándoles un misterio felino.
Caminamos por calles mojadas, el sonido de la lluvia un murmullo constante que amortiguaba el mundo exterior, hasta que nos refugiamos bajo un soportal antiguo, sus arcos de piedra ofreciendo un resguardo íntimo. El aire estaba cargado con el olor a tierra húmeda y a su perfume: notas de sándalo y cítricos que me envolvían. Javier se acercó un paso, lo suficiente para que sintiera su aliento tibio en mi frente, un calor que contrastaba con el frío exterior.
—Axsy… —susurró mi nombre como si fuera un secreto ancestral, un conjuro que nadie más debía oír.
Me quedé quieta, mi pecho subiendo y bajando con agitación, y el peso de ese momento me llenó el pecho como plomo derretido. Su mano, cálida y firme, se posó en mi mejilla, sus dedos rozando mi pelo con una ternura que desarmaba. Vi en sus ojos algo que no era deseo urgente, sino una invitación paciente, un puente tendido sobre el abismo de mis dudas.
Cuando sus labios tocaron los míos, el mundo se detuvo en un silencio eterno. No fue un beso robado ni tímido; fue pleno, envolvente, como si me hubiera estado esperando desde el principio de los tiempos. El sabor de su boca era una mezcla de vino tinto de la cena y algo inherentemente suyo, masculino y adictivo. Su lengua exploró con suavidad al principio, luego con una urgencia que me hizo gemir suavemente, mis manos subiendo instintivamente a su pecho, sintiendo los latidos acelerados bajo su camisa. El olor de su perfume se intensificó, mezclado con el de la lluvia, y la firmeza suave de sus manos en mi nuca me anclaba al momento. En ese instante, no era Alejo, el cirujano dental prometido; era Axsy, y él me besaba como tal, reconociéndome en mi esencia transformada.
Me alejé un segundo, respirando agitada, mis labios hinchados y sensibles. Él sonrió apenas, sin soltarme la mano, sus ojos brillando bajo la luz tenue del soportal.
—No tienes que decir nada —dijo, su voz un bálsamo que calmaba el torbellino en mi mente.
Y no dije nada, dejando que el eco del beso resonara en el silencio de la noche.
Capítulo 5 – La danza de la cercanía
Después de ese primer beso, algo cambió entre nosotros, no con la fuerza de una explosión estruendosa, sino con la sutileza de una corriente submarina, lenta y firme, que comenzó a recorrer cada encuentro como un río invisible. Nos veíamos en cafés discretos con mesas pequeñas donde nuestras rodillas se rozaban bajo el mantel a cuadros, enviando chispas de electricidad que me hacían contener el aliento; paseábamos por parques donde las hojas caídas del otoño crujían bajo nuestros pies como susurros de secretos antiguos, el viento otoñal carrying aromas de castañas asadas y humo lejano.
Yo seguía perfeccionando a Axsy en público, mi voz suave como seda rasgada, mis pasos medidos con una gracia que había practicado en la soledad de mi apartamento, mi sonrisa un arma que podía abrir puertas o cerrarlas con sutileza exquisita. Javier se convertía en mi confidente silencioso, respetando mis límites invisibles pero acercándose justo lo necesario para hacer palpables sus intenciones, sus ojos siguiendo el movimiento de mis labios con una hambre contenida.
En una tarde dorada de otoño, donde el sol filtraba a través de las ramas de los árboles como oro líquido, me esperó frente al museo Reina Sofía, su silueta recortada contra la fachada moderna del edificio. Llevaba un abrigo de lana color marfil que caía con elegancia sobre mi figura, un vestido de punto gris que abrazaba suavemente mis curvas —las nalgas endurecidas por ejercicios, la cintura cinchada—, y botas de tacón bajo que ya dominaba con confianza, cada paso un clic rítmico en el pavimento. Debajo, lencería que era un secreto sensual: un sostén negro con encaje que rozaba mis prótesis, y una tanga de satén que se deslizaba con cada movimiento. Su gesto al verme fue tan natural, tan cálido, que me sentí vulnerable sin miedo, como si me despojara de armaduras invisibles.
Mientras caminábamos entre las esculturas y pinturas del museo —el Guernica de Picasso proyectando sombras de caos controlado—, sus dedos rozaron los míos accidentalmente, o al menos así lo fingió, un toque efímero que enviaba ondas de calor por mi brazo. La electricidad fue inmediata, un recordatorio constante de lo que había entre nosotros, invisible pero presente, como el pulso de la ciudad bajo nuestras pies.
Al caer la noche, con el cielo tiñéndose de índigo y las luces de Madrid encendiéndose como estrellas terrenales, nos refugiamos en un pequeño bar con luz tenue y música suave: jazz suave que se enredaba en el humo de cigarrillos lejanos. Sus palabras se volvieron más cercanas, su voz un susurro ronco que solo yo podía oír, contándome fragmentos de su vida —sueños de viajes a tierras exóticas, recuerdos de infancias en barrios madrileños con aroma a churros fritos—. Yo me abrí también, sin miedo, dejando que Axsy respirara fuera del encierro de mis miedos, compartiendo anécdotas inventadas que se sentían reales en mi boca. Cada frase era un paso en una danza de cercanía, construyendo una tensión que se acumulaba como nubes antes de la tormenta, prometiendo un clímax inevitable.

Lo vi por primera vez en una librería de segunda mano en el barrio de Las Letras, un rincón encantado de Madrid donde las calles serpenteaban como ríos de historia, flanqueadas por fachadas adornadas con balcones de hierro y placas conmemorativas de escritores olvidados. El aire dentro de la librería era espeso con el olor a papel viejo y tinta desvaída, estanterías torcidas rebosantes de volúmenes polvorientos que susurraban secretos de épocas pasadas.
Javier estaba en la sección de arte, alto y erguido como un ciprés en un paisaje español, su espalda recta bajo un abrigo gris de lana que caía con elegancia sobre sus hombros anchos. Su barba recortada enmarcaba una mandíbula fuerte, y una bufanda oscura anudada con descuido añadía un toque de bohemia. Hojeaba un libro de fotografía con dedos largos y precisos, sus ojos —de un marrón profundo como café negro— concentrados en las imágenes en blanco y negro.
Yo intentaba alcanzar un tomo en la estantería más alta, mis dedos rozando el lomo gastado sin éxito, el vestido burdeos subiendo ligeramente por mis muslos en el esfuerzo. Él levantó la mirada justo en ese momento, un encuentro fortuito que pareció orquestado por el destino.
—Permíteme —dijo, su voz grave y templada, con un acento madrileño que rodaba como terciopelo sobre grava, suave pero con un matiz áspero que enviaba un cosquilleo por mi espina.
Tomó el libro con facilidad, entregándomelo con una sonrisa que iluminaba sus ojos. Intercambiamos unas frases sobre el autor, palabras casuales que flotaban en el aire cargado de polvo, pero había una chispa, un reconocimiento mutuo que iba más allá de lo literario. Cuando salí de la librería, el sol poniente tiñendo el cielo de rosas y naranjas, él estaba en la puerta, como si me hubiera esperado, su silueta recortada contra la luz crepuscular.
—¿Te invito un café? —preguntó, su tono casual pero con una subcorriente de invitación que hacía latir mi corazón con anticipación.
Dudé un instante, mi mente un remolino de excitación y cautela, pero asentí, atraída por la promesa de lo desconocido.
Capítulo 4 – El primer beso
Durante semanas, nuestros encuentros se multiplicaron como estrellas en un cielo nocturno, siempre en lugares públicos que ofrecían un velo de seguridad: cafés con mesas de mármol rayado y el aroma a espresso amargo, plazas donde el sonido de fuentes competía con el murmullo de conversaciones ajenas. Javier nunca preguntaba demasiado, respetando mis silencios como si fueran joyas preciosas, y yo ofrecía fragmentos de mi historia inventada como Axsy, sin revelar las capas debajo. Pero entre nosotros fluía una corriente invisible, un hilo de tensión que se tensaba con cada mirada sostenida, cada roce accidental de manos sobre una taza humeante.
Esa noche, Madrid estaba envuelta en una fría humedad, la llovizna fina como un velo de seda cayendo sobre las calles empedradas, transformando el asfalto en un espejo brillante que reflejaba las luces de faroles antiguos. Me vestí con cuidado, anticipando el encuentro: un abrigo largo color camel que caía como una cascada sobre mi figura, debajo un vestido negro ajustado a la cintura con un cinturón fino de cuero que acentuaba mis curvas moldeadas. Medias de encaje con un patrón intrincado que trepaban por mis piernas, botas altas que resonaban con cada paso, y debajo todo, un conjunto de lencería burdeos: un sostén con copas moldeadas que abrazaban mis prótesis, y una tanga de encaje que me hacía sentir audaz y vulnerable, un secreto palpitante contra mi piel. Me maquillé con labios burdeos profundos y un delineado suave que alargaba mis ojos, dándoles un misterio felino.
Caminamos por calles mojadas, el sonido de la lluvia un murmullo constante que amortiguaba el mundo exterior, hasta que nos refugiamos bajo un soportal antiguo, sus arcos de piedra ofreciendo un resguardo íntimo. El aire estaba cargado con el olor a tierra húmeda y a su perfume: notas de sándalo y cítricos que me envolvían. Javier se acercó un paso, lo suficiente para que sintiera su aliento tibio en mi frente, un calor que contrastaba con el frío exterior.
—Axsy… —susurró mi nombre como si fuera un secreto ancestral, un conjuro que nadie más debía oír.
Me quedé quieta, mi pecho subiendo y bajando con agitación, y el peso de ese momento me llenó el pecho como plomo derretido. Su mano, cálida y firme, se posó en mi mejilla, sus dedos rozando mi pelo con una ternura que desarmaba. Vi en sus ojos algo que no era deseo urgente, sino una invitación paciente, un puente tendido sobre el abismo de mis dudas.
Cuando sus labios tocaron los míos, el mundo se detuvo en un silencio eterno. No fue un beso robado ni tímido; fue pleno, envolvente, como si me hubiera estado esperando desde el principio de los tiempos. El sabor de su boca era una mezcla de vino tinto de la cena y algo inherentemente suyo, masculino y adictivo. Su lengua exploró con suavidad al principio, luego con una urgencia que me hizo gemir suavemente, mis manos subiendo instintivamente a su pecho, sintiendo los latidos acelerados bajo su camisa. El olor de su perfume se intensificó, mezclado con el de la lluvia, y la firmeza suave de sus manos en mi nuca me anclaba al momento. En ese instante, no era Alejo, el cirujano dental prometido; era Axsy, y él me besaba como tal, reconociéndome en mi esencia transformada.
Me alejé un segundo, respirando agitada, mis labios hinchados y sensibles. Él sonrió apenas, sin soltarme la mano, sus ojos brillando bajo la luz tenue del soportal.
—No tienes que decir nada —dijo, su voz un bálsamo que calmaba el torbellino en mi mente.
Y no dije nada, dejando que el eco del beso resonara en el silencio de la noche.
Capítulo 5 – La danza de la cercanía
Después de ese primer beso, algo cambió entre nosotros, no con la fuerza de una explosión estruendosa, sino con la sutileza de una corriente submarina, lenta y firme, que comenzó a recorrer cada encuentro como un río invisible. Nos veíamos en cafés discretos con mesas pequeñas donde nuestras rodillas se rozaban bajo el mantel a cuadros, enviando chispas de electricidad que me hacían contener el aliento; paseábamos por parques donde las hojas caídas del otoño crujían bajo nuestros pies como susurros de secretos antiguos, el viento otoñal carrying aromas de castañas asadas y humo lejano.
Yo seguía perfeccionando a Axsy en público, mi voz suave como seda rasgada, mis pasos medidos con una gracia que había practicado en la soledad de mi apartamento, mi sonrisa un arma que podía abrir puertas o cerrarlas con sutileza exquisita. Javier se convertía en mi confidente silencioso, respetando mis límites invisibles pero acercándose justo lo necesario para hacer palpables sus intenciones, sus ojos siguiendo el movimiento de mis labios con una hambre contenida.
En una tarde dorada de otoño, donde el sol filtraba a través de las ramas de los árboles como oro líquido, me esperó frente al museo Reina Sofía, su silueta recortada contra la fachada moderna del edificio. Llevaba un abrigo de lana color marfil que caía con elegancia sobre mi figura, un vestido de punto gris que abrazaba suavemente mis curvas —las nalgas endurecidas por ejercicios, la cintura cinchada—, y botas de tacón bajo que ya dominaba con confianza, cada paso un clic rítmico en el pavimento. Debajo, lencería que era un secreto sensual: un sostén negro con encaje que rozaba mis prótesis, y una tanga de satén que se deslizaba con cada movimiento. Su gesto al verme fue tan natural, tan cálido, que me sentí vulnerable sin miedo, como si me despojara de armaduras invisibles.
Mientras caminábamos entre las esculturas y pinturas del museo —el Guernica de Picasso proyectando sombras de caos controlado—, sus dedos rozaron los míos accidentalmente, o al menos así lo fingió, un toque efímero que enviaba ondas de calor por mi brazo. La electricidad fue inmediata, un recordatorio constante de lo que había entre nosotros, invisible pero presente, como el pulso de la ciudad bajo nuestras pies.
Al caer la noche, con el cielo tiñéndose de índigo y las luces de Madrid encendiéndose como estrellas terrenales, nos refugiamos en un pequeño bar con luz tenue y música suave: jazz suave que se enredaba en el humo de cigarrillos lejanos. Sus palabras se volvieron más cercanas, su voz un susurro ronco que solo yo podía oír, contándome fragmentos de su vida —sueños de viajes a tierras exóticas, recuerdos de infancias en barrios madrileños con aroma a churros fritos—. Yo me abrí también, sin miedo, dejando que Axsy respirara fuera del encierro de mis miedos, compartiendo anécdotas inventadas que se sentían reales en mi boca. Cada frase era un paso en una danza de cercanía, construyendo una tensión que se acumulaba como nubes antes de la tormenta, prometiendo un clímax inevitable.
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