Capítulo 1 – Antes de Axsy

En las calles empedradas de Guadalajara, donde el aroma a tortillas frescas y café fuerte se entretejía con el bullicio de la vida cotidiana, mi existencia como Alejo parecía un reloj bien engrasado: un consultorio dental en el elegante barrio de Providencia, con paredes blancas y el zumbido constante de instrumentos esterilizados; pacientes leales que llenaban mi agenda con sonrisas imperfectas que yo perfeccionaba; conferencias ocasionales en auditorios universitarios, donde mi voz resonaba con autoridad sobre prótesis y estética bucal; y una relación estable con Melisa, mi novia de tres años, una mujer de ojos café profundo y risa contagiosa que iluminaba mis días. El anillo de compromiso, un diamante modesto engastado en oro blanco, descansaba en una cajita de terciopelo sobre mi buró, esperando el momento preciso bajo la luz tenue de una lámpara de lectura. Faltaba un año y medio para nuestra boda, un evento planeado con la precisión de un procedimiento quirúrgico: iglesia colonial, recepción en un jardín con fuentes murmurantes, y una vida futura que se extendía como un camino recto y predecible.
Pero bajo esa fachada de orden impecable, latía un rincón oculto, un anhelo que nunca había compartido ni siquiera en confesiones nocturnas con Melisa. El recuerdo de la secundaria, de ser “Axsy” en esa competencia de tango, se había enquistado en mi psique como una semilla dormida, brotando en momentos de soledad con una intensidad que me dejaba sin aliento. No era un disfraz ni una broma; era el deseo de vivir, aunque fuera temporalmente, como una mujer: con un nombre propio, una historia tejida de hilos invisibles, una existencia paralela que no contaminara mi mundo habitual.
Comencé a prepararme en silencio, como un conspirador en su guarida. En las noches, me dedicaba a esculpir mi cuerpo. Hice ejercicios específicos para moldear mi parte baja: sentadillas profundas que endurecían mis nalgas hasta hacerlas firmes y redondeadas, lunges que fortalecían mis piernas dándoles una curva sutil y femenina, como si tallara una estatua de mármol vivo. Dejé de entrenar la parte superior —nada de pesas para hombros o espalda— para evitar ensancharme, manteniendo una silueta esbelta que se prestaba a la ilusión. Compré cremas hidratantes con olores florales, bases de maquillaje en tonos que coincidían con mi piel clara, brochas suaves como plumas que escondía en una maleta bajo llave en el fondo de mi clóset.
Practicaba contorno facial por las noches frente al espejo del baño, con la luz amarilla proyectando sombras dramáticas: sombras oscuras para suavizar mi mandíbula, iluminadores para resaltar pómulos que se volvían altos y delicados. Encargué tres pelucas lace-front de cabello natural, importadas de sitios discretos en línea: una castaña ondulada que caía sobre los hombros como cascadas de otoño, una negra y lacia que enmarcaba mi rostro con un dramatismo gótico, y una rubia miel con flequillo suave que me daba un aire de inocencia juguetona.
La ropa fue un mundo de descubrimientos sensoriales. Empecé con prendas discretas: blusas vaporosas de seda que susurraban contra mi piel, jeans ajustados que abrazaban mis piernas endurecidas por el ejercicio, vestidos midi de algodón ligero que flotaban como nubes en mi sala iluminada por la luna. Luego llegaron las que moldeaban la figura: fajas con corsetería interna que cinchaban mi cintura hasta crear una hora de vidrio ilusoria, prótesis de silicona para caderas y busto que se sentían cálidas y realistas contra mi pecho. Siempre, debajo de todo, lencería: tangas de encaje negro que se deslizaban como secretos prohibidos, sostenes con detalles de satén que elevaban y definían. Pasaba horas probándome todo, caminando descalzo sobre la alfombra mullida de mi sala, aprendiendo el balanceo natural de caderas que las faldas pedían, un movimiento que evocaba el tango de mi juventud.
Poco a poco, en esas noches de introspección, el hombre que era se diluía como tinta en agua, y emergía Axsy: una mujer de contornos suaves, mirada enigmática y un aura de misterio que me hacía sentir vivo de una manera que Alejo nunca había conocido.
El pretexto para dar rienda suelta a Axsy llegó una noche, mientras navegaba por opciones de diplomados en mi computadora, el brillo de la pantalla iluminando mi rostro en la oscuridad. Encontré un programa intensivo en prótesis dentales en Madrid: seis meses de estudio técnico, lo suficientemente profesional para que nadie dudara de mis motivos, y lo bastante lejos —a través de océanos y continentes— para que nadie viera la transformación que planeaba. Empaqué mi maleta secreta con cuidado, como si empaquetara sueños frágiles, y partí hacia lo desconocido.
Capítulo 2 – Madrid
Llegar a Madrid fue como atravesar un espejo antiguo, donde el reflejo no era una copia distorsionada, sino una versión más vibrante y audaz de mí mismo. El aeropuerto bullía con el caos cosmopolita: voces en español con acentos variados, el aroma a café espresso y pan recién horneado, el traqueteo de maletas sobre baldosas pulidas. Alquilé un pequeño apartamento en el centro, un nido acogedor con techos altos, paredes de ladrillo expuesto y una ventana que daba a una calle empedrada donde el sol de la tarde pintaba sombras alargadas.
Apenas cerré la puerta, con el clic metálico resonando como una promesa, abrí la maleta de Axsy. La primera tarde, me vestí con deliberada lentitud, saboreando cada paso como un ritual sagrado. Elegí un vestido sencillo de color gris, de manga larga y falda que caía justo por encima de la rodilla, abrazando mis curvas artificiales con una elegancia sutil. Debajo, un conjunto de lencería negra: un sostén push-up con encaje floral que elevaba mis prótesis de silicona, y una tanga a juego que se sentía como un susurro contra mi piel depilada. Las medias negras transparentes, con un patrón delicado de puntos, trepaban por mis piernas endurecidas por los ejercicios, y completé con botas al tobillo de cuero suave que amortiguaban mis pasos. La peluca castaña caía con naturalidad sobre mis hombros, y el maquillaje era pulido pero no llamativo: base ligera para unificar mi tez, sombras en tonos tierra que profundizaban mis ojos, pestañas postizas para un parpadeo coqueto, y un labial nude que invitaba sin gritar.
Me miré en el espejo de cuerpo entero, el vidrio empañado por mi aliento acelerado, y sonreí: Axsy respiraba, viva y palpable. Salí a las calles de Madrid, donde el aire otoñal llevaba notas de hojas secas y humo de chimeneas distantes. Mis días se volvieron un tapiz de tranquilidad: clases en la universidad, donde el olor a resina y metal de las prótesis dentales se mezclaba con el bullicio de estudiantes; cafés en terrazas soleadas, con el vapor de un cortado elevándose como niebla; caminatas por calles estrechas flanqueadas por edificios centenarios, donde el eco de mis botas se fundía con el tañido de campanas lejanas.
Nadie me conocía. Nadie sospechaba. En el mercado de San Miguel, con sus puestos rebosantes de jamones curados y aceitunas brillantes, los vendedores me llamaban “guapa” con guiños cómplices, ofreciéndome muestras de queso manchego que derretía en mi boca. En los cafés, los camareros me reservaban el mejor sitio junto a la ventana, donde podía observar el flujo de la vida madrileña: parejas entrelazadas, artistas callejeros con guitarras desafinadas, el sol filtrándose a través de toldos rayados. Sentía algo nuevo, un peso en las miradas que no era juicio sino reconocimiento, un deseo reflejado que me hacía sentir poderosa, deseada en mi nueva piel.
Madrid me envolvía como un amante paciente, sus plazas con fuentes gorgoteantes y sus parques con bancos de hierro forjado invitándome a ser, simplemente, Axsy.

En las calles empedradas de Guadalajara, donde el aroma a tortillas frescas y café fuerte se entretejía con el bullicio de la vida cotidiana, mi existencia como Alejo parecía un reloj bien engrasado: un consultorio dental en el elegante barrio de Providencia, con paredes blancas y el zumbido constante de instrumentos esterilizados; pacientes leales que llenaban mi agenda con sonrisas imperfectas que yo perfeccionaba; conferencias ocasionales en auditorios universitarios, donde mi voz resonaba con autoridad sobre prótesis y estética bucal; y una relación estable con Melisa, mi novia de tres años, una mujer de ojos café profundo y risa contagiosa que iluminaba mis días. El anillo de compromiso, un diamante modesto engastado en oro blanco, descansaba en una cajita de terciopelo sobre mi buró, esperando el momento preciso bajo la luz tenue de una lámpara de lectura. Faltaba un año y medio para nuestra boda, un evento planeado con la precisión de un procedimiento quirúrgico: iglesia colonial, recepción en un jardín con fuentes murmurantes, y una vida futura que se extendía como un camino recto y predecible.
Pero bajo esa fachada de orden impecable, latía un rincón oculto, un anhelo que nunca había compartido ni siquiera en confesiones nocturnas con Melisa. El recuerdo de la secundaria, de ser “Axsy” en esa competencia de tango, se había enquistado en mi psique como una semilla dormida, brotando en momentos de soledad con una intensidad que me dejaba sin aliento. No era un disfraz ni una broma; era el deseo de vivir, aunque fuera temporalmente, como una mujer: con un nombre propio, una historia tejida de hilos invisibles, una existencia paralela que no contaminara mi mundo habitual.
Comencé a prepararme en silencio, como un conspirador en su guarida. En las noches, me dedicaba a esculpir mi cuerpo. Hice ejercicios específicos para moldear mi parte baja: sentadillas profundas que endurecían mis nalgas hasta hacerlas firmes y redondeadas, lunges que fortalecían mis piernas dándoles una curva sutil y femenina, como si tallara una estatua de mármol vivo. Dejé de entrenar la parte superior —nada de pesas para hombros o espalda— para evitar ensancharme, manteniendo una silueta esbelta que se prestaba a la ilusión. Compré cremas hidratantes con olores florales, bases de maquillaje en tonos que coincidían con mi piel clara, brochas suaves como plumas que escondía en una maleta bajo llave en el fondo de mi clóset.
Practicaba contorno facial por las noches frente al espejo del baño, con la luz amarilla proyectando sombras dramáticas: sombras oscuras para suavizar mi mandíbula, iluminadores para resaltar pómulos que se volvían altos y delicados. Encargué tres pelucas lace-front de cabello natural, importadas de sitios discretos en línea: una castaña ondulada que caía sobre los hombros como cascadas de otoño, una negra y lacia que enmarcaba mi rostro con un dramatismo gótico, y una rubia miel con flequillo suave que me daba un aire de inocencia juguetona.
La ropa fue un mundo de descubrimientos sensoriales. Empecé con prendas discretas: blusas vaporosas de seda que susurraban contra mi piel, jeans ajustados que abrazaban mis piernas endurecidas por el ejercicio, vestidos midi de algodón ligero que flotaban como nubes en mi sala iluminada por la luna. Luego llegaron las que moldeaban la figura: fajas con corsetería interna que cinchaban mi cintura hasta crear una hora de vidrio ilusoria, prótesis de silicona para caderas y busto que se sentían cálidas y realistas contra mi pecho. Siempre, debajo de todo, lencería: tangas de encaje negro que se deslizaban como secretos prohibidos, sostenes con detalles de satén que elevaban y definían. Pasaba horas probándome todo, caminando descalzo sobre la alfombra mullida de mi sala, aprendiendo el balanceo natural de caderas que las faldas pedían, un movimiento que evocaba el tango de mi juventud.
Poco a poco, en esas noches de introspección, el hombre que era se diluía como tinta en agua, y emergía Axsy: una mujer de contornos suaves, mirada enigmática y un aura de misterio que me hacía sentir vivo de una manera que Alejo nunca había conocido.
El pretexto para dar rienda suelta a Axsy llegó una noche, mientras navegaba por opciones de diplomados en mi computadora, el brillo de la pantalla iluminando mi rostro en la oscuridad. Encontré un programa intensivo en prótesis dentales en Madrid: seis meses de estudio técnico, lo suficientemente profesional para que nadie dudara de mis motivos, y lo bastante lejos —a través de océanos y continentes— para que nadie viera la transformación que planeaba. Empaqué mi maleta secreta con cuidado, como si empaquetara sueños frágiles, y partí hacia lo desconocido.
Capítulo 2 – Madrid
Llegar a Madrid fue como atravesar un espejo antiguo, donde el reflejo no era una copia distorsionada, sino una versión más vibrante y audaz de mí mismo. El aeropuerto bullía con el caos cosmopolita: voces en español con acentos variados, el aroma a café espresso y pan recién horneado, el traqueteo de maletas sobre baldosas pulidas. Alquilé un pequeño apartamento en el centro, un nido acogedor con techos altos, paredes de ladrillo expuesto y una ventana que daba a una calle empedrada donde el sol de la tarde pintaba sombras alargadas.
Apenas cerré la puerta, con el clic metálico resonando como una promesa, abrí la maleta de Axsy. La primera tarde, me vestí con deliberada lentitud, saboreando cada paso como un ritual sagrado. Elegí un vestido sencillo de color gris, de manga larga y falda que caía justo por encima de la rodilla, abrazando mis curvas artificiales con una elegancia sutil. Debajo, un conjunto de lencería negra: un sostén push-up con encaje floral que elevaba mis prótesis de silicona, y una tanga a juego que se sentía como un susurro contra mi piel depilada. Las medias negras transparentes, con un patrón delicado de puntos, trepaban por mis piernas endurecidas por los ejercicios, y completé con botas al tobillo de cuero suave que amortiguaban mis pasos. La peluca castaña caía con naturalidad sobre mis hombros, y el maquillaje era pulido pero no llamativo: base ligera para unificar mi tez, sombras en tonos tierra que profundizaban mis ojos, pestañas postizas para un parpadeo coqueto, y un labial nude que invitaba sin gritar.
Me miré en el espejo de cuerpo entero, el vidrio empañado por mi aliento acelerado, y sonreí: Axsy respiraba, viva y palpable. Salí a las calles de Madrid, donde el aire otoñal llevaba notas de hojas secas y humo de chimeneas distantes. Mis días se volvieron un tapiz de tranquilidad: clases en la universidad, donde el olor a resina y metal de las prótesis dentales se mezclaba con el bullicio de estudiantes; cafés en terrazas soleadas, con el vapor de un cortado elevándose como niebla; caminatas por calles estrechas flanqueadas por edificios centenarios, donde el eco de mis botas se fundía con el tañido de campanas lejanas.
Nadie me conocía. Nadie sospechaba. En el mercado de San Miguel, con sus puestos rebosantes de jamones curados y aceitunas brillantes, los vendedores me llamaban “guapa” con guiños cómplices, ofreciéndome muestras de queso manchego que derretía en mi boca. En los cafés, los camareros me reservaban el mejor sitio junto a la ventana, donde podía observar el flujo de la vida madrileña: parejas entrelazadas, artistas callejeros con guitarras desafinadas, el sol filtrándose a través de toldos rayados. Sentía algo nuevo, un peso en las miradas que no era juicio sino reconocimiento, un deseo reflejado que me hacía sentir poderosa, deseada en mi nueva piel.
Madrid me envolvía como un amante paciente, sus plazas con fuentes gorgoteantes y sus parques con bancos de hierro forjado invitándome a ser, simplemente, Axsy.
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