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Mi amiga y el profesor

Tenía una amiga en la universidad llamada Itzel. Era una chica de unos 1.60 de estatura, con pechos medianos que se marcaban sutilmente bajo sus blusas, muslos gruesos y firmes que siempre me llamaban la atención, y un trasero redondo y mediano que se movía con un contoneo natural. En clases, solía vestir jeans holgados, nada ajustados como para atraer miradas intencionales, aunque en ocasiones optaba por faldas modestas que no llegaban a ser minis, pero que permitían apreciar mejor la curva de sus muslos cuando se sentaba o se movía. Pasaba mucho tiempo con ella en el campus porque sentía una atracción irresistible; no era solo física, sino esa mezcla de inocencia y descuido que me volvía loco. A veces, era tan distraída que al agacharse dejaba ver su ropa interior por accidente: un vistazo fugaz a un tanga o un calzón de algodón que se grababa en mi mente como una foto instantánea. En esos momentos, yo disimulaba, pero al llegar a mi departamento en el campus, revivía la imagen mientras me masturbaba furiosamente, imaginando escenarios donde la invitaba a salir, coqueteábamos y terminábamos enredados en algo más intenso. Nunca me animé a dar el paso, pero esa fantasía me consumía.
Un día, me tocó trabajar en el taller de teatro, específicamente en la cabina de sonido. Era un cuarto pequeño y oscuro, con una puerta que tenía una ventana enorme de vidrio unidireccional: desde afuera parecía un espejo opaco, pero desde adentro permitía ver todo el escenario con claridad. Estaba terminando de ajustar un audio, a punto de apagar las luces y cerrar el minitelón, cuando de repente las luces del auditorio se encendieron de nuevo desde el interruptor de la entrada. Miré por la ventana y vi a Itzel entrar, echando un vistazo alrededor como si buscara a alguien. Caminó directamente hacia la cabina, pegó su rostro al vidrio para intentar ver adentro, pero no me distinguió en la penumbra. Intentó abrir la puerta, pero yo había echado el cerrojo por precaución. Se dio la vuelta, frustrada, y fue entonces cuando noté su atuendo: una blusa negra de botones que se ceñía a sus curvas, y una falda plisada que caía justo por encima de las rodillas, acentuando sus muslos. Me quedé paralizado, observando el balanceo hipnótico de su trasero mientras se alejaba, y sentí un pulso inmediato en mi entrepierna, mi polla endureciéndose contra el pantalón.
En ese momento, vi entrar a un profesor: era nuestro maestro de matemáticas, un hombre chaparro, apenas un poco más alto que ella, de unos 50 años, con barriga prominente y cabello canoso revuelto. Itzel lo saludó desde lejos con una sonrisa, y comenzaron a charlar. Yo apenas podía oírlos a través de la puerta, pero la escena me intrigaba. De pronto, noté cómo la mano del profesor se deslizaba casualmente hacia la falda de Itzel, y luego, sin disimulo, apretaba su trasero con firmeza. Me quedé en shock, el corazón latiéndome a mil. Ella le dio un manotazo juguetón en el brazo y se rió, mirando alrededor para asegurarse de que no había testigos. El profesor, audaz, colocó la otra mano en su nalga, amasándola como si fuera suya. Yo estaba atónito, y mi excitación creció al punto de que mi polla empujaba dolorosamente contra la tela del pantalón, formando una erección masiva.
El profesor levantó la falda de Itzel con descaro, exponiendo un calzón amarillo amplio que se adhería a sus curvas, revelando la forma plena de su trasero. En ese instante, no pude contenerme más: me bajé el zipper, saqué mi polla dura y comencé a masturbarme lentamente, los ojos fijos en la escena. No podía escucharlos bien, pero recordé que cerca de ellos había un micrófono de escenario. Rogué en silencio para que estuviera conectado al sistema de sonido, y al probar el enlace en la cabina, ¡funcionó! Me puse los audífonos y su conversación inundó mis oídos con claridad cristalina.
—... Es que siempre que te sientas en clase y cruzas las piernas, se te ven esos muslos enormes —decía el profesor con voz ronca y lujuriosa.
—Ay, señor, ¿cómo? ¿Apoco me ve mucho? —respondía Itzel con un tono coqueto, fingiendo sorpresa.
—Sí, ya van dos veces que te alcanzo a ver el coño. Se ve que lo tienes bien gordo, ese coño tuyo.
—¡Profe! No sea cochino...
—No, no soy cochino, nomás que tú te me pones enfrente.
—Pues es que usted usa unos pantalones que se le nota todo el bulto de huevos y polla.
—Bueno, pues los traigo apretados y llenos de leche.
—¡Profe! Qué cerdo es usted...
Itzel extendió la mano y comenzó a masajear el bulto del profesor sobre el pantalón, frotándolo con movimientos expertos que lo hicieron jadear. Él se acomodó, se bajó los pantalones hasta los tobillos y se quedó en boxers, donde apenas se notaba una erección modesta. Itzel se arrodilló frente a él sin dudar, bajó el boxer y sacó una polla mediana, no particularmente grande ni gruesa, pero ya endureciéndose bajo su toque.
—Ay, zorra, ya me viste la polla —gruñó el profesor, mirándola con lujuria.
—Profe, tiene unas bolas enormes, pero su polla es pequeña —dijo ella con una risita traviesa.
—No le hace, hazme un pete y yo te voy a follar con mi polla durísima. Vas a ver que sí, vas a pedir más.
Itzel se inclinó y comenzó a chupársela con dedicación, envolviendo la polla con sus labios suaves y succionando con ritmo. Por el micrófono, escuchaba los gemidos ahogados del profesor, el sonido húmedo de su saliva deslizándose por el eje, y los chasquidos de su lengua explorando cada centímetro. Él le tomó la cabeza y empujó, intentando atragantarla, pero ella lo manejaba con maestría, tragándosela entera hasta que sus labios tocaban las bolas peludas.
El profesor la levantó de un tirón, le desabrochó la falda que cayó al suelo, y le dio una nalgada fuerte que hizo rebotar su trasero. Jaló el calzón amarillo hacia arriba, metiéndolo entre sus nalgas como un tanga improvisado, y lo estiró repetidamente, disfrutando cómo las carnes temblaban. En ese punto, mi masturbación alcanzó el clímax: un chorro caliente de semen salió disparado, salpicando la ventana de la cabina. Gemí fuerte, asustado de que me oyeran, pero ellos ni se inmutaron, perdidos en su lujuria. Me limpié la polla y la ventana con un pañuelo, pero mi erección no bajaba; escupí en mi mano y continué masturbándome, hipnotizado.
El profesor se arrodilló frente al culo de Itzel, presionando su rostro contra las nalgas cubiertas por el calzón. Olfateaba profundamente, mordisqueando la carne suave, inhalando su aroma con gemidos guturales. Luego, se tiró al suelo boca arriba, y ella lo montó aún con el calzón puesto, frotándose contra su polla erecta. El profesor apartó la tela a un lado y la penetró de un empujón, hundiéndose en su coño húmedo y gordo. Itzel comenzó a cabalgarlo con furia, sus muslos gruesos temblando con cada movimiento, sus pechos rebotando bajo la blusa desabotonada. Gemía alto, el sonido amplificado en mis audífonos: "¡Sí, profe, más duro! ¡Me llena todo!" Sus caderas giraban en círculos, acelerando el ritmo hasta que su cuerpo se tensó en un orgasmo explosivo. Gritó, arqueándose, sus jugos empapando la polla del profesor mientras convulsionaba de placer.
Aún jadeando, Itzel se deslizó hacia abajo y volvió a arrodillarse, tomándole la polla reluciente en la boca. Le dio una mamada profunda y sucia, lamiendo sus propios fluidos mezclados con la saliva, succionando con avidez hasta que el profesor explotó. "¡Toma mi leche, zorra!" rugió, eyaculando chorros calientes en su boca. Ella tragó parte, dejando que el resto se derramara por su barbilla, lamiendo los restos con una sonrisa lasciva.
No contentos, el profesor la puso a cuatro patas sobre el escenario. Escupió en su ano expuesto, lubricándolo con saliva, y empujó su polla dura contra el apretado orificio. Itzel gimió de dolor y placer mezclado: "¡Despacio, profe, es mi culito virgen!" Pero él la penetró con firmeza, follando su ano con embestidas cada vez más rápidas. Sus bolas golpeaban contra sus nalgas, el sonido húmedo resonando en la cabina. Itzel se tocaba el clítoris mientras lo recibía, alcanzando otro orgasmo que la hizo apretar alrededor de él. Finalmente, el profesor se retiró y eyaculó sobre su ano abierto, el semen blanco goteando por sus muslos.
Yo, desde la cabina, había presenciado todo: mi mano aún en mi polla, exhausto pero excitado. Limpié el desastre una vez más, mi mente grabando cada detalle para futuras fantasías. Itzel y el profesor se vistieron riendo, como si nada, y se fueron. Salí de la cabina temblando, sabiendo que mi obsesión por ella acababa de volverse mucho más intensa.

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