Entre Ariadna y yo ya no nos dábamos abasto con los quehaceres cotidianos y el cuidado de nuestros hijos. Ella con sus salidas frecuentes debido a su trabajo profesional, y yo con las clases en la Facultad de Sociología, las tareas domésticas nos rebasaban y, a decir verdad, asfixiaban nuestro matrimonio, así que salió de ella misma la propuesta de contratar a una chica para que nos ayudara en la casa.
Inmediatamente pensé en Pamela. Era una chica de la colonia a quien consideraba muy trabajadora. La había visto en distintos trabajos: como dependienta en un local; trabajando en un par de tortillerías; como empleada en una papelería, y hasta montada en un triciclo vendiendo pan. Bueno, era lógico, era madre soltera, así que tenía que vérselas duras para mantener a sus niños.
Si bien es lógico que la sola idea de una mujer más joven en casa no le parezca del todo a la esposa, a Ariadna no le molestó la propuesta. No podía negar que la ayuda de aquella chica nos vendría bien. Así que, una vez acordamos le propuse el empleo a la joven. Aceptó casi de inmediato, era una buena oferta que le agradó.
Ahora, aquí en confianza, no voy a negar que desde el primer momento en que pensé en ella, me visualicé penetrándola, esforzándome por hacerla gemir. Traté de no parecer demasiado obvio, ni frente a ella ni ante mi mujer. Pero era cierto, me quería chingar a esa chica. Ya se me antojaba desde antes, cada que iba por el pan la miraba con lascivia, no puedo negarlo. Pero ahora la tendría bajo mi propio techo. Sólo rezaba para que me diera una oportunidad.
“Diosito mío, que me dé el fundillo.
Santo Niño de Atocha, que me brinde su panocha”
Así rezaba todas las noches para que se me hiciera. Y es que la muy condenada tenía un súper culote que enamoraba.
Desde su llegada se encargó de la limpieza, la comida y de cuidar a los niños. Mientras la veía trabajar, Pamela me gustaba cada día más. Más que observarla limpiar, me gustaba verla cuidar de mis hijos. Mientras lo hacía me tocaba discretamente mi verga hasta hacerla babear, pensando que yo la podría preñar de unos hijos así para que también los cuidara. Me preguntaba cómo combinarían nuestras facciones. Ella era más morena que mi esposa, y más culona, por supuesto. Se le notaba a leguas que era entrona para el catre. Por algo era madre soltera. Yo admiro a ese tipo de mujeres.
Al verla moverse por la casa me inundaban las ganas de conocerla desnuda. De sentir su desnudez en mi piel. De morder... de aferrarme a sus prietas carnes. Esas carnes que tanto se afanaban en el trabajo.
Cuando se inclinaba de vez en cuando, yo la miraba desde sus pantorrillas, subiendo por sus gruesos muslos, hasta que éstos se transformaban en unas ensanchadas caderas, de las que ya me imaginaba afianzarme para darle unas buenas metidas de verga.
Me daban ganas de penetrarla ahí mismo, frente a... no, eso sólo era una fantasía.
Como si pudiera verla sin ropa, dado el volumen de sus generosas carnes, una erección comenzaba a destacarse bajo mi pantalón. Hubo una ocasión en la que ella incluso lo notó y, para mi sorpresa, se sonrió aunque haciéndose la disimulada. Creo que yo le gustaba. ¿Acaso las chaquetas nocturnas hechas en su honor trascenderían de simples fantasías? Sea como sea, gracias a aquella expresión en su rostro, pude darme cuenta que existía una verdadera posibilidad de que aceptara mis bien motivadas intenciones.
Para posteriores ocasiones, yo traté de vestir con ropa que hiciera más visible mi excitación por ella. Sentado en el sillón de la sala, cuando ella realizaba la limpieza del lugar, dejaba que la erección de mi miembro resaltara bajo mi pantalón.
¡Incluso lo hacía cabecear debajo de la ropa!
Era tanta mi excitación, que llegué incluso a manchar con líquido pre eyaculatorio la tela de mi pantalón, dejando una mancha de humedad muy notoria. Observaba de reojo la reacción de Pamela ante tales muestras de mi sentir por ella. Aquella, tras haber echado un vistazo a mi entrepierna, movía la cabeza de un lado a otro y se sonreía; como que le caía en gracia. Era como estar jugando un juego privado entre nosotros. Posteriormente procuré roces supuestamente accidentales, cuando se me daba la oportunidad. Ella no se incomodaba. No había duda, ella me correspondía.
Así llegó el día en que francamente la besé en la cocina, mientras mi esposa no estaba en casa, claro.
Tras disfrutar de aquellos ricos preámbulos yo ya no podía más, me la tenía que ensartar. Ya no podía esperar más sin cogérmela. Le pedí que lo hiciéramos. Al principio se hizo la decente, pero logré convencerla ofreciéndole un estipendio extra. Ella necesitaba ese apoyo económico.
Le pedí que, a cambio de cierta cantidad, me dejara penetrarla. Pamela aceptó, pero me pidió que fuéramos a un hotel. Que no lo hiciéramos en la casa. Estuve de acuerdo.
Ansioso, quedé en pasar por ella a su casa una fecha en la que mi esposa estaría fuera de casa por asuntos de su trabajo. Encargué a los niños con unos vecinos.
Mientras iba en el auto mis espermas ya hervían dentro de mis testículos. Como que ya querían cumplir con su destino vital. Al detenerme en un semáforo, sobé mi pene que se endurecía bajo mi ropa. Quería consolar a los espermas que esperaban debajo como diciéndoles: “ya calma, pronto los liberaré en su nuevo hogar”.
Estaba yo tan extasiado en mi fantasía que no tarde me di cuenta que unas chicas colegiales me veían riéndose desde un microbús que estaba al lado. Me excité y avergoncé al mismo tiempo. Me dio miedo de que alguna otra persona se hubiera dado cuenta y me fuera a denunciar por pervertido. En cuanto cambió la luz a verde aceleré alejándome.
Cuando la recogí le dije que pasaríamos antes por unas vestimentas. Tenía ganas de verla en uno de esos atuendos sexys.
Una vez ingresamos al cuarto le pedí que se vistiera con las prendas que le había comprado. Cuando salió del baño tomé mi celular y le dije que se colocara en ciertas poses sobre la cama para que la fotografiara. Ella se mostró un tanto renuente, como que le daba desconfianza que le tomara fotos. Sin embargo, la convencí al mostrarle que podía censurar su rostro. Así aceptó, aunque para las últimas fotos ya no le cubrí la cara y ella no lo notó.


Pamela aceptó todas las poses, incluso una en la que, perversamente, le pedía que se sentara en cuclillas como si estuviera cagando.
“Mira, has de cuenta que estás haciendo del baño en el bosque, detrás de un árbol, pero que de repente notas que alguien te estaba viendo. ¿Dime, cómo te sentirías?”
Eso la hizo sentirse incómoda, pero era justo la expresión que yo buscaba:

Como les dije, lo que más me atraía de ella era ese enorme culo, así que de inmediato me acomodé detrás de ella. Disfruté del contacto de mi sexo contra sus nalgas. La llevé al espejo que estaba en una de las paredes para ver nuestro reflejo al mismo tiempo que sopesaba sus mamas. Besé la piel de su cuello y espalda recorriéndola hasta llegar a sus glúteos. Al estar hincado detrás de ella, metí mi cara entre sus dos enormes gajos de carne. Volví a incorporarme pegando de nuevo mi sexo contra su buena cola. Uno de mis dedos se incrustó en su sexo y sentí por vez primera su tibieza interna. Fue éste el primer invasor en su húmedo sexo, pero no pretendía que fuera el único.
Con movimientos pélvicos comencé a chocar mi cuerpo con el suyo. Ella colocó ambas manos a los costados del espejo, apoyándose así en la pared mientras que yo continuaba golpeando mi pubis contra el enorme cabús. Los golpes eran fuertes, pero por la tela del atuendo no muy sonoros.
Yo veía su rostro en el espejo y comprendía que ella también lo necesitaba. Pamela quería ser penetrada. No obstante, antes le pedí que se hincara y me hiciera el favor de tragarse mi miembro al natural, ella así lo hizo. Mamó cual becerro a vaca y con tal voluntad que casi me saca la leche.
Después de su trabajo oral fui hacia el potro en donde me senté y, a su vez, le pedí que ella hiciera lo mismo pero sobre mí.
Pamela se sentó en mi regazo, y con cuidado se introdujo mi pene en su raja. Una vez me tuvo adentro comenzó a darse ricos y amables sentones. Me gustó ver sus expresiones en el reflejo del espejo. La muchacha no paraba de decir que le gustaba, y ella misma rebotaba sin que yo necesitara ayudarle. La condenada muchacha machacó mis “tanates” (como ella misma los llamaba) sin compasión. Adolorido de tantos sentones de la queridísima Pamela, la tomé de la cintura y la induje a que cambiara su movimiento vertical por uno oscilatorio, o sea uno en el que, en vez de sacarse y meterse mi miembro a sentones, lo moviera en meneos circulares.
“Bate mami, bate esos huevos que tienes debajo... como si estuvieras en la cocina. Báteme bien esos huevos”, le dije y ambos reímos.
Después nos levantamos y la recargué frente al espejo para seguírmela cogiendo, esta vez parados. Me gustaba ver su rostro mientras la continuaba penetrando. Ella, apoyada en la pared, llegó a impulsarse tan fuerte hacía mí que (con ese culote que se carga) me aventó y caí de un sentón en el suelo. Ella se rió diciéndome: “¡Cuidado... que si te quiebras un hueso luego qué le decimos a tu esposa”.
Más tarde pasamos a la cama. Allí tuve una vista esplendorosa cuando ella se colocó de a perrito. Me la ensarté contemplando su frondoso trasero. Pamela mostró una clase de coquetería tan especial que me excitó llevándome a pasar mi brazo bajo su abdomen y así me aferré bien fuerte a ella. Empotrado a ella como estaba, los movimientos eran limitados pero yo me sentía dichoso sólo de estar bien adentro de tal mujer. Su reacción fue proferir algunos quejidos acompañados de la expresión: “Ay nanita”. Se notaba a leguas que provenía de pueblo.
Tras lo anterior la volteé para que quedara patitas al hombro. Así la seguí penetrando por un buen rato.
“¿Te consideras una excelente madre?”, le pregunté.
Ella replicó: “¿Cómo?”
“Sí, que si supones que eres una excelente madre”
“Bueno, no diría que excelente, pero procuro ser una buena madre...”
“Con eso me basta”
“Pero... ¿por qué me preguntas eso?”
“Por esto”, y que le dejo ir mis espermas.
Mientras que aún la estaba llenando continué hablándole:
“Sé que te matas trabajando con tal de ganar lo necesario para el sustento y educación de tus hijos. Ahora quiero hacerte los míos. Sé que harás lo necesario para darles una buena educación y sacarlos adelante. Quiero ver cómo salen. A ver si nuestra cruza...”
“¿Cruza...? Ni que fuéramos perros”, me dijo.
“Bueno, nuestra mezcla de genes, ya me entiendes, tú con tus cualidades, y yo con las mías crean mejores niños que los que ya tenemos”
Miré a los ojos a la probable madre de mi nueva descendencia. Una mujer que sacrificaba ese tiempo que bien podría pasar junto a sus propios hijos por estar conmigo en ese hotel. Todo por ganarse un dinero extra a cambio de intimidad conmigo, y todo era para ellos. Me conmovió su actitud. Decidí darle una mejor gratificación por esos minutos de placer, eso sí, hasta que concluyéramos nuestra cópula. Aún quería inseminarla otra vez antes de irnos. Esos ingresos extra (bien ganados, es justo decir) tendrían un fin más que noble al servirle para el sustento de su prole. Además, no la dejaría de inseminar en los siguientes meses, hasta que me cumpliera ese capricho, unos hijos morenos, de barrio, como ella.
Estaba decidido a hacerle un hermanito o hermanita, a esos niños. Los suyos y los míos compartirían un lazo en común, estaba resuelto a llevarlo a cabo, preñaría a la chica del aseo.
Inmediatamente pensé en Pamela. Era una chica de la colonia a quien consideraba muy trabajadora. La había visto en distintos trabajos: como dependienta en un local; trabajando en un par de tortillerías; como empleada en una papelería, y hasta montada en un triciclo vendiendo pan. Bueno, era lógico, era madre soltera, así que tenía que vérselas duras para mantener a sus niños.
Si bien es lógico que la sola idea de una mujer más joven en casa no le parezca del todo a la esposa, a Ariadna no le molestó la propuesta. No podía negar que la ayuda de aquella chica nos vendría bien. Así que, una vez acordamos le propuse el empleo a la joven. Aceptó casi de inmediato, era una buena oferta que le agradó.
Ahora, aquí en confianza, no voy a negar que desde el primer momento en que pensé en ella, me visualicé penetrándola, esforzándome por hacerla gemir. Traté de no parecer demasiado obvio, ni frente a ella ni ante mi mujer. Pero era cierto, me quería chingar a esa chica. Ya se me antojaba desde antes, cada que iba por el pan la miraba con lascivia, no puedo negarlo. Pero ahora la tendría bajo mi propio techo. Sólo rezaba para que me diera una oportunidad.
“Diosito mío, que me dé el fundillo.
Santo Niño de Atocha, que me brinde su panocha”
Así rezaba todas las noches para que se me hiciera. Y es que la muy condenada tenía un súper culote que enamoraba.
Desde su llegada se encargó de la limpieza, la comida y de cuidar a los niños. Mientras la veía trabajar, Pamela me gustaba cada día más. Más que observarla limpiar, me gustaba verla cuidar de mis hijos. Mientras lo hacía me tocaba discretamente mi verga hasta hacerla babear, pensando que yo la podría preñar de unos hijos así para que también los cuidara. Me preguntaba cómo combinarían nuestras facciones. Ella era más morena que mi esposa, y más culona, por supuesto. Se le notaba a leguas que era entrona para el catre. Por algo era madre soltera. Yo admiro a ese tipo de mujeres.
Al verla moverse por la casa me inundaban las ganas de conocerla desnuda. De sentir su desnudez en mi piel. De morder... de aferrarme a sus prietas carnes. Esas carnes que tanto se afanaban en el trabajo.
Cuando se inclinaba de vez en cuando, yo la miraba desde sus pantorrillas, subiendo por sus gruesos muslos, hasta que éstos se transformaban en unas ensanchadas caderas, de las que ya me imaginaba afianzarme para darle unas buenas metidas de verga.
Me daban ganas de penetrarla ahí mismo, frente a... no, eso sólo era una fantasía.
Como si pudiera verla sin ropa, dado el volumen de sus generosas carnes, una erección comenzaba a destacarse bajo mi pantalón. Hubo una ocasión en la que ella incluso lo notó y, para mi sorpresa, se sonrió aunque haciéndose la disimulada. Creo que yo le gustaba. ¿Acaso las chaquetas nocturnas hechas en su honor trascenderían de simples fantasías? Sea como sea, gracias a aquella expresión en su rostro, pude darme cuenta que existía una verdadera posibilidad de que aceptara mis bien motivadas intenciones.
Para posteriores ocasiones, yo traté de vestir con ropa que hiciera más visible mi excitación por ella. Sentado en el sillón de la sala, cuando ella realizaba la limpieza del lugar, dejaba que la erección de mi miembro resaltara bajo mi pantalón.
¡Incluso lo hacía cabecear debajo de la ropa!
Era tanta mi excitación, que llegué incluso a manchar con líquido pre eyaculatorio la tela de mi pantalón, dejando una mancha de humedad muy notoria. Observaba de reojo la reacción de Pamela ante tales muestras de mi sentir por ella. Aquella, tras haber echado un vistazo a mi entrepierna, movía la cabeza de un lado a otro y se sonreía; como que le caía en gracia. Era como estar jugando un juego privado entre nosotros. Posteriormente procuré roces supuestamente accidentales, cuando se me daba la oportunidad. Ella no se incomodaba. No había duda, ella me correspondía.
Así llegó el día en que francamente la besé en la cocina, mientras mi esposa no estaba en casa, claro.
Tras disfrutar de aquellos ricos preámbulos yo ya no podía más, me la tenía que ensartar. Ya no podía esperar más sin cogérmela. Le pedí que lo hiciéramos. Al principio se hizo la decente, pero logré convencerla ofreciéndole un estipendio extra. Ella necesitaba ese apoyo económico.
Le pedí que, a cambio de cierta cantidad, me dejara penetrarla. Pamela aceptó, pero me pidió que fuéramos a un hotel. Que no lo hiciéramos en la casa. Estuve de acuerdo.
Ansioso, quedé en pasar por ella a su casa una fecha en la que mi esposa estaría fuera de casa por asuntos de su trabajo. Encargué a los niños con unos vecinos.
Mientras iba en el auto mis espermas ya hervían dentro de mis testículos. Como que ya querían cumplir con su destino vital. Al detenerme en un semáforo, sobé mi pene que se endurecía bajo mi ropa. Quería consolar a los espermas que esperaban debajo como diciéndoles: “ya calma, pronto los liberaré en su nuevo hogar”.
Estaba yo tan extasiado en mi fantasía que no tarde me di cuenta que unas chicas colegiales me veían riéndose desde un microbús que estaba al lado. Me excité y avergoncé al mismo tiempo. Me dio miedo de que alguna otra persona se hubiera dado cuenta y me fuera a denunciar por pervertido. En cuanto cambió la luz a verde aceleré alejándome.
Cuando la recogí le dije que pasaríamos antes por unas vestimentas. Tenía ganas de verla en uno de esos atuendos sexys.
Una vez ingresamos al cuarto le pedí que se vistiera con las prendas que le había comprado. Cuando salió del baño tomé mi celular y le dije que se colocara en ciertas poses sobre la cama para que la fotografiara. Ella se mostró un tanto renuente, como que le daba desconfianza que le tomara fotos. Sin embargo, la convencí al mostrarle que podía censurar su rostro. Así aceptó, aunque para las últimas fotos ya no le cubrí la cara y ella no lo notó.


Pamela aceptó todas las poses, incluso una en la que, perversamente, le pedía que se sentara en cuclillas como si estuviera cagando.
“Mira, has de cuenta que estás haciendo del baño en el bosque, detrás de un árbol, pero que de repente notas que alguien te estaba viendo. ¿Dime, cómo te sentirías?”
Eso la hizo sentirse incómoda, pero era justo la expresión que yo buscaba:

Como les dije, lo que más me atraía de ella era ese enorme culo, así que de inmediato me acomodé detrás de ella. Disfruté del contacto de mi sexo contra sus nalgas. La llevé al espejo que estaba en una de las paredes para ver nuestro reflejo al mismo tiempo que sopesaba sus mamas. Besé la piel de su cuello y espalda recorriéndola hasta llegar a sus glúteos. Al estar hincado detrás de ella, metí mi cara entre sus dos enormes gajos de carne. Volví a incorporarme pegando de nuevo mi sexo contra su buena cola. Uno de mis dedos se incrustó en su sexo y sentí por vez primera su tibieza interna. Fue éste el primer invasor en su húmedo sexo, pero no pretendía que fuera el único.
Con movimientos pélvicos comencé a chocar mi cuerpo con el suyo. Ella colocó ambas manos a los costados del espejo, apoyándose así en la pared mientras que yo continuaba golpeando mi pubis contra el enorme cabús. Los golpes eran fuertes, pero por la tela del atuendo no muy sonoros.
Yo veía su rostro en el espejo y comprendía que ella también lo necesitaba. Pamela quería ser penetrada. No obstante, antes le pedí que se hincara y me hiciera el favor de tragarse mi miembro al natural, ella así lo hizo. Mamó cual becerro a vaca y con tal voluntad que casi me saca la leche.
Después de su trabajo oral fui hacia el potro en donde me senté y, a su vez, le pedí que ella hiciera lo mismo pero sobre mí.
Pamela se sentó en mi regazo, y con cuidado se introdujo mi pene en su raja. Una vez me tuvo adentro comenzó a darse ricos y amables sentones. Me gustó ver sus expresiones en el reflejo del espejo. La muchacha no paraba de decir que le gustaba, y ella misma rebotaba sin que yo necesitara ayudarle. La condenada muchacha machacó mis “tanates” (como ella misma los llamaba) sin compasión. Adolorido de tantos sentones de la queridísima Pamela, la tomé de la cintura y la induje a que cambiara su movimiento vertical por uno oscilatorio, o sea uno en el que, en vez de sacarse y meterse mi miembro a sentones, lo moviera en meneos circulares.
“Bate mami, bate esos huevos que tienes debajo... como si estuvieras en la cocina. Báteme bien esos huevos”, le dije y ambos reímos.
Después nos levantamos y la recargué frente al espejo para seguírmela cogiendo, esta vez parados. Me gustaba ver su rostro mientras la continuaba penetrando. Ella, apoyada en la pared, llegó a impulsarse tan fuerte hacía mí que (con ese culote que se carga) me aventó y caí de un sentón en el suelo. Ella se rió diciéndome: “¡Cuidado... que si te quiebras un hueso luego qué le decimos a tu esposa”.
Más tarde pasamos a la cama. Allí tuve una vista esplendorosa cuando ella se colocó de a perrito. Me la ensarté contemplando su frondoso trasero. Pamela mostró una clase de coquetería tan especial que me excitó llevándome a pasar mi brazo bajo su abdomen y así me aferré bien fuerte a ella. Empotrado a ella como estaba, los movimientos eran limitados pero yo me sentía dichoso sólo de estar bien adentro de tal mujer. Su reacción fue proferir algunos quejidos acompañados de la expresión: “Ay nanita”. Se notaba a leguas que provenía de pueblo.
Tras lo anterior la volteé para que quedara patitas al hombro. Así la seguí penetrando por un buen rato.
“¿Te consideras una excelente madre?”, le pregunté.
Ella replicó: “¿Cómo?”
“Sí, que si supones que eres una excelente madre”
“Bueno, no diría que excelente, pero procuro ser una buena madre...”
“Con eso me basta”
“Pero... ¿por qué me preguntas eso?”
“Por esto”, y que le dejo ir mis espermas.
Mientras que aún la estaba llenando continué hablándole:
“Sé que te matas trabajando con tal de ganar lo necesario para el sustento y educación de tus hijos. Ahora quiero hacerte los míos. Sé que harás lo necesario para darles una buena educación y sacarlos adelante. Quiero ver cómo salen. A ver si nuestra cruza...”
“¿Cruza...? Ni que fuéramos perros”, me dijo.
“Bueno, nuestra mezcla de genes, ya me entiendes, tú con tus cualidades, y yo con las mías crean mejores niños que los que ya tenemos”
Miré a los ojos a la probable madre de mi nueva descendencia. Una mujer que sacrificaba ese tiempo que bien podría pasar junto a sus propios hijos por estar conmigo en ese hotel. Todo por ganarse un dinero extra a cambio de intimidad conmigo, y todo era para ellos. Me conmovió su actitud. Decidí darle una mejor gratificación por esos minutos de placer, eso sí, hasta que concluyéramos nuestra cópula. Aún quería inseminarla otra vez antes de irnos. Esos ingresos extra (bien ganados, es justo decir) tendrían un fin más que noble al servirle para el sustento de su prole. Además, no la dejaría de inseminar en los siguientes meses, hasta que me cumpliera ese capricho, unos hijos morenos, de barrio, como ella.
Estaba decidido a hacerle un hermanito o hermanita, a esos niños. Los suyos y los míos compartirían un lazo en común, estaba resuelto a llevarlo a cabo, preñaría a la chica del aseo.
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