You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

Noche de Amigos, play y juegos en tangas

Noche de Amigos, play y juegos en tangas

Ese viernes había arrancado como cualquiera. Laburé toda la mañana, terminé de acomodar unas cosas de la casa y al mediodía ya estaba craneando la juntada con los pibes. Hacía rato que no nos veíamos todos juntos, así que tire en el grupo de WhatsApp:

—“Che, hoy en casa, birras, pizzas y Play. Caigan tipo 8.”

Mi mujer justo se había ido a un congreso por el fin de semana. Eso me dejaba la casa entera para mí, sin horarios, sin nadie que me rompa las bolas por el quilombo. Mejor imposible.

Uno a uno fueron confirmando, y ya desde temprano me fui metiendo en clima: compré varias cajas de cerveza, encargué un par de pizzas grandes y dejé todo listo en el living: sillones acomodados, la tele prendida, el joystick cargado. La idea era simple: comer, tomar, cagarnos de risa y darle al FIFA hasta que nos dolieran los dedos.

A la tarde me escribió un amigo:
—“Che, ¿te jode si llevo a Lauti? Está al pedo en casa y quiere prenderse a la Play.”
—“De una, traelo” —le contesté.

No era la primera vez que lo veía al pibe, pero nunca habíamos compartido más que un par de saludos en cumpleaños o asados. Tenía 19 recién cumplidos, flacucho, con esa energía de pendejo que no se gasta nunca. Yo ni lo dudé: mejor, uno más para hacer quilombo.

Para cuando se hicieron las 8, empezaron a caer los primeros. La cocina se llenó de cajas de birra, olor a muzza y fainá. Entre chistes, gritos y puteadas por la Play, la noche fue tomando forma. El living parecía un búnker: botellas vacías en la mesa, ceniceros llenos, el joystick pasando de mano en mano.

Lauti se adaptó al toque. Jugaba como un enfermo, gritaba los goles como si fueran de verdad. Los pibes lo cargaban, él se defendía, y yo lo miraba de reojo: estaba cómodo, encajaba perfecto en la ronda.

De a poco la noche se estiró. El reloj marcaba la 1, después las 2, y todavía nadie hablaba de irse. Hasta que, inevitablemente, el cansancio y la birra fueron ganando. Uno bostezó, otro se paró para pedir el último Uber. Entre despedidas y abrazos, la juntada se fue desarmando.

Cuando me quise dar cuenta, eran casi las 3 y quedábamos solo dos en el sillón: yo y Lauti, joystick en mano, birra al lado. El padre ya se había levantado, y antes de salir me dijo:
—Che, ¿te jode si Lauti se queda? Yo ya me rajo.
—No pasa nada, que se quede, si él tiene ganas ¿no? —le contesté, medio en pedo y con ganas de seguir jugando.

Lauti se queda, sonriente, con esa mezcla de timidez y entusiasmo. Seguimos dándole a los juegos, con más birras encima, hasta que ya eran casi las 5. Yo tenía los ojos pesados, me dolía la espalda de estar en el sillón, y me acordé de que todavía no me había bañado
.
—Me voy a pegar una ducha, boludo, estoy hecho mierda —le digo levantándome.
—Dale, tranqui —me responde, sin despegar la vista de la pantalla.

Voy al baño, me saco todo y me meto bajo el agua caliente. Fue como revivir. Me relajé un rato, enjabonándome bien, y después me sequé rápido.

Agarré un slip que me gusta usar para dormir: de esos tipo tanga, con el triángulo adelante que apenas sostiene la pija y las bolas, y atrás otro triángulo que se mete bien entre las nalgas. Me lo puse y salí del baño directo al pasillo… y era esa noche que quería sentirme bien puta, ya que no estaba mi mujer. Además, lo que ella no sabía era que tenía esa tanga; me la había regalado un amigo hacía un tiempo y yo la guardaba como un secreto travieso. Sentí un cosquilleo de libertad, de travesura, de placer anticipado recorriéndome la espalda, y supe que iba a aprovechar cada momento de esa madrugada para dejarme llevar, sin límites ni miramientos, porque iba a disfrutar de la autosatisfacción… pero no me esperaba que Lauti llegara justo en ese momento, con esa mirada curiosa y excitada que me hizo detenerme en seco, sintiendo cómo el calor de la tensión sexual se disparaba en el aire.

Y justo ahí me lo crucé a Lauti. Él iba rumbo a la pieza que le había preparado.
—Uh, perdón —le digo riéndome, medio incómodo.

Él me mira de arriba abajo, se detiene en la tanga, y suelta una sonrisita atrevida:
—Ufff… qué linda tanga, eh.

Me cagué de risa.
—Jajaja, ¿qué mirás, degenerado? —le tiro en chiste, pero ya notando que sus ojos no se movían de mi bulto.

—Es que… posta, nunca había visto un slip así —me dice, todavía con esa risa nerviosa.

Yo aproveché la situación y le dije:
—¿Y vos? ¿No te pegás un baño?

—No traje ropa interior… —responde, medio tímido.

—No pasa nada, te presto un calzoncillo. Tengo calzones nuevos.

Él se queda callado un segundo y después dice:
—Bueno… si no te molesta.

Lo miro fijo y le suelto, con una sonrisa de costado:
—De última te lo quedás, no pasa nada.

Entramos a mi pieza y abro el cajón. Él se asoma curioso. Yo le muestro un par de calzones que tenía.
—Mirá, son de este estilo. ¿Te vá?

Me miró de arriba abajo, y con una mezcla de timidez y descaro me dijo:
—Quiero una como la tuya…

—¿En serio? —le pregunté, arqueando una ceja y sonriendo—. ¿Te animás?

Él dudó un segundo y luego:
—Jajaja, no sé si me animo… —dice, pero sin apartar la vista.

—Dale, no seas cagón —lo pinché—. Mirá, si querés también tengo las de mi mujer.

Ahí me largó una carcajada nerviosa y me dijo:

—¿En serio? A verlas…

—Sos un pendejo atrevido —le digo, abriendo otro cajón—. Pero mirá… estas son las que usa ella.

—¿Te gustan las tangas, eh? —le pregunto en voz baja—. Ya te imagino agarrando las tangas de tu madre… cochino.

Él traga saliva y me dice:
—Sí… pero no le digas nada a mi viejo.

—Quedate tranquilo, boludo, lo que pasa acá queda acá.

Le muestro una bien sucia, con la manchita de flujo todavía marcada.
—Mirá esta… está usada. ¿Te animás?

Los ojos se le abren, y se ríe con cara de pendejo pajero.

—¿En serio?
—Sí, en serio. Si querés te las llevás a la pieza, te encerrás, las olés, te la pajeás tranquilo.

Se queda en silencio, con esa respiración agitada. Yo sigo provocando:
—O te animás a ponértelas acá, y yo te miro.

Ahí se me queda mirando, rojo, pero con el bulto a punto de reventar el jean.

—Me da vergüenza… —me dice.
—Dale, hacelo. Si querés andá al baño, bañate bien, relajate, y vení. Te presto una limpia, así no me la dejás con olor a culo —le digo riéndome—. A no ser que quieras ponerte esta, sucia.

Agarro otra tanga, mínima, apenas unos hilitos, y se la muestro bien de cerca.

—Ponétela… y te la chupo toda.

Él se queda quieto, tragando saliva, respirando fuerte. Ya estaba todo dicho.

Cuando salió del baño, todavía con el pelo mojado y una toalla colgada del hombro, me miró fijo y me dijo con esa sonrisa nerviosa:

—Bueno… ¿cuál me toca?

Yo ya estaba en la cama, en slip, con la pija medio dura de la sola expectativa. Levanté una de esas tanguitas mínimas que había dejado sobre el colchón, negra, de hilo. La colgué con un dedo, haciéndola balancear.

—Ésta. Ponétela.

Él la agarró, la miró un segundo como si no pudiera creer lo diminuta que era, y después se bajó la toalla. Me quedé helado: ese cuerpo joven, marcado, con la piel todavía húmeda, la pija colgando pesada, medio erecta.

—Dale, metétela —le digo, con voz baja, ronca.

Se la subió despacio, acomodando el paquete dentro del triangulito ínfimo. La tela se estiró al límite, marcándole la verga gorda, apenas contenida. Atrás, el hilo le partía las nalgas firmes, y se le asomaban los pendejos por fuera de la tanga, asomando traviesos y provocativos.

—La concha de la lora… mirá lo que sos, pendejo —le dije sin filtro, mordiéndome el labio.
Él se rió nervioso, pero se paró frente a mí, mostrando.

—¿Así? ¿Te gusta?

Yo ya tenía la pija dura, latiendo contra el slip. Me senté al borde de la cama, lo miré fijo y le dije:

—Dame. Vení acá.

Se acercó, y apenas lo tuve enfrente le acomodé la tanga con la mano, metiendo los dedos para tocarle la pija caliente por debajo de la tela.

—Ufff… estás durísimo, boludo.

—Te dije que me calentaba… —respira agitado, con los ojos brillosos.

Me agaché y le besé el bulto encima de la tanga. Él soltó un gemido corto, entre dientes. Abrí un poco la tela y saqué la verga, roja, palpitante, húmeda en la punta.

—Mirá lo que me hacés, pendejo pajero… —le susurré antes de meterla en la boca.

Se arqueó hacia atrás, apoyándose en mi hombro, jadeando fuerte. Yo se la mamaba despacio primero, chupándole la cabeza, llenándome la boca con su sabor salado, mientras con la otra mano le apretaba las bolas por dentro de la tanga.

—La puta madre… no pares… —decía con la voz quebrada.

Lo fui tragando cada vez más profundo, hasta que la garganta me quedó llena. Los gemidos se le mezclaban con risas nerviosas, excitado al mango.

De repente me apartó un segundo y me dijo entrecortado:

—Esperá… quiero verte a vos también.

Se arrodilló frente a mí, me bajó el slip de un tirón, y mi verga salió disparada, tiesa, mojada de preseminal. El pendejo la miró un segundo, con esa cara de deseo, y se la metió en la boca sin dudar.

—Así… chupala bien, putito… —le ordené, agarrándole de la nuca y marcándole el ritmo.

Sentía su lengua recorrerme la pija, sus labios apretados tragándola, y la imagen de esa tanga mínima enterrada entre sus nalgas me hacía estallar de morbo.

El cuarto estaba cargado de olor a jabón, a pija dura, a respiraciones agitadas. La Play seguía encendida en el living, pero ya nada más existía que ese juego sucio que habíamos empezado.

Me lo quedé mirando arrodillado frente a mí, la tanga negra marcada por la verga dura y los huevos apretados. Tenía la cara mojada, los labios brillosos de tanto mamarme. Le agarré la nuca y lo levanté de un tirón.

—Date vuelta. Quiero verte el culo con esa tanga.

Me obedeció sin decir nada, dándome la espalda. Se inclinó un poco, apoyando las manos en el borde de la cama. La tela mínima se le metía al fondo del orto, marcando cada curva, cada músculo. Se lo abrí con los dedos, tirando del hilito para un costado.

—Mirá lo que sos… hecho para que te den.

Él gemía bajito, excitado, respirando fuerte. Yo le pasé la mano por el culo, le di un cachetazo que sonó seco. Después acerqué la cara y le pegué un lengüetazo lento, largo, de abajo hacia arriba, empapando la tela.

—La concha de la lora… —susurré, mientras le escupía y le metía un dedo por el costado de la tanga. Estaba caliente, temblando.

—Dale… seguí —me dijo entre dientes, arqueando más la espalda.

Me acomodé atrás de él, con la pija dura apoyada entre sus nalgas, frotando sobre la tela. Lo agarré de la cintura y empecé a moverme, como marcándole el ritmo. El roce era insoportable, sentía la punta de mi verga mojarle la tela negra.

—Así… te voy a abrir todo, con la tanguita puesta.

Él apretaba los dedos contra el colchón, jadeando. Yo le bajé un poco más la tela, dejándole el agujero apenas descubierto, la tanga hecha un nudo entre la piel.

El olor a jabón se mezclaba con el de su transpiración fresca, con mi preseminal embarrando todo. El cuarto estaba en silencio salvo por nuestra respiración y el roce húmedo de piel con piel.

Le mordí la oreja y le susurré sucio:

—Estás listo, putito… ahora te voy a hacer mío.

Lo tenía en cuatro, con la tanguita corrida al costado, el culo ofrecido y temblando. Me acomodé detrás y le di una palmada fuerte que le hizo arquear la espalda.

—Quieto, putito. No te muevas hasta que yo te diga.

—Sí… —contestó con la voz temblorosa, respirando agitado.

Le pasé la mano por la espalda, bajando lento hasta el hueco de la cintura. Con la otra, abrí bien las nalgas, dejando a la vista ese agujero que se apretaba solo, rodeado por la tela fina de la tanga.

—Mirá lo que sos… hecho para que te usen.

Le escupí encima y le pasé un dedo, apretando despacio. Él gimió bajito, queriendo empujar hacia atrás.

—Tranquilo. Te dije que te quedes quieto. —Le agarré la cintura fuerte—. Si te movés, te hago doler.

—Sí, por favor… haceme lo que quieras.

Me bajé el slip, la pija estaba dura, goteando. Se la apoyé entre las nalgas, frotando despacio, marcándole el camino. El pendejo se mordía los labios, apoyado en mis almohadas, ofreciéndose más.

—Pedímelo —le ordené.
—Metémela… —susurró.
—Más fuerte.
—¡Metémela! Por favor…

Lo agarré de la nuca, lo obligué a mirar hacia el espejo del placard.

—Mirá cómo te pongo. Mirate con esa tanga de putita y mi pija lista para romperte.

Él asintió, los ojos vidriosos de deseo, gimiendo solo con sentir la punta rozándole.

Lo tenía en cuatro, con la tanguita corrida y el culo abierto para mí. El hilito negro le partía las nalgas y yo se lo tironeaba de costado, jugando con la tela húmeda de tanto roce.

—No te muevas hasta que yo te diga, ¿entendiste? —le ordené.
—Sí… —contestó con la voz rota, temblando.

Le di una palmada fuerte que le sacó un gemido. Después me incliné y le escupí justo en el medio. Con un dedo le abrí más y él apretaba los labios, tratando de no gemir demasiado alto.

—Mirá lo que sos, pendejo… hecho para que te usen.

Lo agarré de la nuca y lo obligué a mirarse en el espejo del placard. Se vio ahí: el cuerpo arqueado, la tanguita negra perdida en la piel, yo atrás con la pija apuntándole.

—Pedímelo —le dije, con voz baja y firme.
—…
—Más fuerte, quiero que lo digas.
—¡Metémela, por favor! —gritó con desesperación.

Lo sostuve de la cintura y apoyé la cabeza de mi verga contra él, frotando despacio, haciéndolo sufrir la espera. Se retorcía, intentando empujar hacia atrás.

—Tranquilo, putito, el ritmo lo marco yo.

Le metí un dedo más, después otro, bien mojados de saliva, estirándole de a poco mientras él se agarraba fuerte de las sábanas.

—Así… aflojate. Quiero que me recibas entero.

Cuando lo tuve bien abierto, me incliné sobre él, la pija dura rozándole la entrada. Sus piernas temblaban, la respiración era un jadeo constante.

—Ahora sí… mirá cómo te voy a dejar.



Le corrí la tanguita negra y la olí de cerca. Todavía estaba húmeda, con esa mancha que había dejado mi mujer la última vez que la usó.

—¿Ves esto? —le dije al pendejo, apretándole el culo con fuerza—. Es de mi mujer. Mañana vuelve, así que esto va al lavarropas. Mientras tanto, la usás vos, putito.

Se mordió el labio, los ojos brillosos, la respiración acelerada. Yo le pasé la tela usada por la cara, obligándolo a oler.

—Respirá hondo, dale. Que te quede el olor metido adentro.

Él gemía, duro, con la tanguita sucia marcándole las bolas y la pija a punto de reventar. Yo me acomodé atrás, le apoyé la verga y apenas intenté entrar… el orto se le cerró de golpe. Gritó bajito, tenso.

—Tranquilo… todavía sos virgen, ¿no? —le pregunté con la pija rozándole la entrada.
—Sí… duele… —dijo entre gemidos.

Me levanté, abrí el cajón de la mesa de luz y saqué el kit que uso con mi mujer: los dilatadores anales, de distintos tamaños. También el pomo de vaselina. Se lo mostré adelante de la cara.

—Mirá lo que te traje, putito. Vamos a jugar un rato.

Se quedó mirándolos, tragando saliva. Yo me arrodillé atrás de él, unté vaselina en uno de los más chicos y empecé a pasárselo por la raya, despacio, apenas rozando.

—Aflojate. Si no, mi verga no te va a entrar nunca.

Gemía, apretando las sábanas con las manos. Le fui metiendo apenas la punta, girando despacio, hasta que entró. Se le escapó un gemido ronco, mezcla de dolor y placer.

—Eso… así… dejá que tu culo se abra para mí.

Le metí un poco más, y después otro de mayor tamaño, bien engrasado. El pibe transpiraba, el cuerpo brilloso, el culo dilatándose poco a poco bajo mi mano. Yo lo miraba con la pija latiendo, mojándome solo de verlo entregarse.

—Cuando estés listo, me la pedís vos. Quiero escucharte decir: metémela, quiero que mi culo te reciba.

Tenía sus nalgas bien abiertas, la tanguita corrida, el dilatador más grande trabajando su culo, entrando y saliendo con la vaselina brillando. Con la otra mano lo agarré de la pija, duro como una piedra, y empecé a pajearlo lento, desde la base hasta la punta, apretando como si le ordeñara la leche.

—Mirá lo que sos… un pendejo con el culo dilatado y la verga chorreando.

Se le doblaban las rodillas, gemía como una puta, y yo no aflojaba: los dedos jugando en su orto, el consolador abriéndolo cada vez más, y mi mano bombeándole la pija. Cada tanto me escupía en la mano para que la paja fuera más resbalosa.

—Te voy a hacer acabar sin tocarte con mi verga, putito. —le susurraba al oído, apretándole el cuello contra la almohada.

La pija le latía, hinchada, y yo lo ordeñaba como si fuera una vaca, apretando desde abajo, sintiendo cómo se le cargaban las bolas. Lo dejaba al borde, después paraba. Y él rogaba, con la voz quebrada:

—Por favor… dejame acabar…
—Todavía no, pendejo. Primero me vas a complacer a mí.

Le saqué el dilatador despacio, el culo le quedó abierto, respirando, la piel brillosa de vaselina. Yo me recosté boca arriba, la pija apuntando al techo, dura, mojada. Le hice un gesto con la mano.

—Venite acá. —le ordené, con voz seca—. Ahora quiero que seas vos el que me la meta.

Se me quedó mirando, sorprendido, respirando agitado. Yo le pegué una cachetada suave en la cara para que reaccionara.

—¿Qué esperás? Montame, putito. Quiero sentir cómo tu culo me recibe entero.

Se subió a la cama, temblando, y lo acomodé sobre mí. Lo agarré de las caderas, lo hice apoyar la punta de mi verga contra su entrada dilatada. Él apretó los labios, bajando de a poco.

—Eso… despacito… quiero verte la cara cuando te la tragues completa.

Lo agarré firme de las caderas, guiándolo. La cabeza de mi pija ya estaba presionando contra su entrada abierta, brillante de vaselina. Él gemía, tenso, bajando de a poco.

—Eso, putito… aflojá el orto… —le gruñí, tirando de él hacia abajo.

La punta entró, apenas, y su cara se transformó: mezcla de dolor y placer. Soltó un gemido largo, ahogado. Yo lo miraba fijo, excitado por cómo me abría el culo de a poco.

—Mirá cómo te parte… sentilo… te está rompiendo entero.

Me apreté los dientes al sentir cómo su culo virgen me iba tragando despacio. Él se aferró a mi pecho, uñas marcando la piel, mientras bajaba más, centímetro por centímetro, hasta que la mitad de mi verga ya estaba adentro.

—¡Ahhh…! —gritó, con la voz quebrada.
—Callate y seguí bajando, pendejo —le ordené, apretándole las nalgas—. No paro hasta que me la comas entera.

Le escupí en la boca para que no dejara de gemir. Lo besé sucio, mordiendo sus labios, y mientras tanto lo obligaba a hundirse más. Sentí cuando finalmente se sentó completo, mi verga enterrada hasta el fondo, el culo de él temblando, latiendo alrededor mío.

—Eso, mirá lo que sos… ya me la tragaste toda.

Se quedó un instante quieto, respirando fuerte, la frente apoyada en mi hombro. Yo le agarré la nuca, le mordí la oreja y le susurré:

—Ahora movete. Quiero verte cabalgar como una puta.

Lo levanté un poco y lo bajé de nuevo, haciéndolo rebotar despacio. El ruido de la vaselina, sus gemidos calientes, mi verga entrando y saliendo de ese culo virgen… era una locura. Él me miraba con los ojos vidriosos, excitado, mordiéndose el labio.

—Eso, así… más rápido… —le gruñí, dándole una palmada fuerte en el culo.

Y empezó a subir y bajar, primero torpe, después cada vez más suelto, hasta que estaba cabalgando como si lo hubiera hecho toda la vida.

Lo tenía temblando, con el culo dilatado, la tanguita sucia corrída, y la pija chorreándole de tanto que lo ordeñé con la mano. Yo disfrutaba de verlo así, tan entregado. Pero no era él el que iba a romperse esa noche.

Me limpié la mano en su pecho, lo empujé contra el colchón y me levanté. Agarré el pomo de vaselina y me lo pasé despacio por la raya, masajeando mi propio agujero, abriéndolo con dos dedos.

—¿Qué hacés…? —preguntó, sorprendido, con la respiración agitada.
—Callate y mirá. —le dije, con la voz ronca.

Me metí los dedos hasta el fondo, abriéndome de a poco. Sabía lo que hacía: mi culo ya estaba entrenado, lo había usado muchas veces con mi mujer. Lo miraba fijo mientras me dilataba yo mismo, gimiendo, mostrándole cómo me preparaba para él.

Después me puse en cuatro, arqueando bien la espalda, ofreciéndole la vista completa de mi ojete brillante de vaselina.

—Ahora te toca a vos, pendejo. —le ordené, moviendo la cadera—. Vení y metémela.

Él dudó, tragando saliva, con la pija dura temblándole. Yo le di una palmada en la pierna.

—Dale, no seas cagón. Ponete atrás y usame.

Se arrastró hasta mí, se acomodó entre mis piernas. Yo sentí la punta de su verga rozando mi entrada, caliente, palpitando. Empujé para atrás, buscándola.

—Eso… ahí… —le gemí, sucio, empujando el culo contra él—. Rompeme vos, que ya estoy dilatado.

Le agarré la mano y lo obligué a apretarme la cintura.

—Agarrame fuerte… y cogeme como si fuera tu puta.

Sentí la cabeza de su verga rozándome el agujero, caliente, dura, con la vaselina mezclada entre los dos. Yo arqueé más la espalda y lo miré por encima del hombro.

—Dale, putito… empujá fuerte. Quiero sentirte adentro.

Me agarró de las caderas con torpeza y empujó. La punta se me metió de golpe, y solté un gemido ronco, profundo.

—¡Ahhh, sí! Eso, seguí… —le ordené, empujando para atrás.

Lo miré fijo, con la cara de puro morbo, y me moví yo mismo para que se hundiera más. Lo sentí entrar, centímetro por centímetro, hasta que su pija entera estuvo enterrada en mi culo.

—Mirá cómo me la tragó toda, pendejo… —le dije, apretando el colchón con los dedos—. Ahora cogeme.

Él empezó torpe, despacio, entrando y saliendo. Yo gemía cada vez que me la clavaba, el cuerpo vibrándome con cada embestida.

—¡Más fuerte! —le grité, dándole una cachetada en la pierna—. Partime el culo como a una puta.

Obedeció. Agarrado de mis caderas, empezó a darme más duro, el sonido de la carne chocando llenando la habitación. Yo me movía con él, recibiéndolo, disfrutando cómo me abría cada vez más.

—Así… así… ¡Dios! —gemía yo, con la voz quebrada—. Dame toda tu leche adentro.

Su respiración se volvió un jadeo animal, sus embestidas más rápidas, más profundas, hasta que sentí cómo temblaba atrás de mí. Su verga palpitó dentro de mi culo y de golpe me llenó con una corrida caliente, interminable.

—¡Eso, pendejo! —grité, apretándome contra él—. Llename entero… que se me chorree por el orto.

Yo acabé al mismo tiempo, sin tocarme, el cuerpo sacudiéndose con el orgasmo, eyaculando sobre las sábanas mientras lo sentía vaciarse dentro mío.

Quedamos jadeando, transpirados, yo todavía en cuatro, con su verga enterrada hasta el fondo, latiendo.

Me reí, sucio, y le dije con la voz gastada:

—Ahora entendés por qué te traje hasta acá… porque sabía que tu pija me iba a hacer acabar como un animal.
...
..........


Nos quedamos tirados en la cama, el cuarto lleno del olor a sexo. Las sábanas manchadas con mi corrida, pegoteadas, y yo todavía en cuatro, sintiendo cómo su leche me chorreaba lento por el culo, tibia, embarrándome más.

Me separé las nalgas con las manos, dándole la vista completa.

—Mirá cómo me dejaste, pendejo… todo abierto y sucio. —le dije, sonriendo, con la voz ronca.

Él miraba fascinado, la pija todavía húmeda, babeando semen.

—¿Ya habías cogido un culo antes? —le pregunté, con tono de burla.
—No… nunca… y menos el de un hombre… —contestó, jadeando, los ojos brillosos.
—¿Y qué te pareció? —le insistí, arqueando la espalda para mostrarle cómo me goteaba.
—Me encantóooo… —me dijo casi sin aire, tirado en la cama, como si el cuerpo ya no le respondiera.

Me reí, satisfecho, y le pasé un dedo por la raya, juntando parte de su semen que me salía, para mostrárselo bien de cerca.

—Esto es todo tuyo, cochino… me lo voy a ir a bañar ahora, porque me dejaste hecho un desastre.

Me levanté despacio, el culo húmedo, y antes de entrar al baño le tiré un calzón mío.

—Después te bañás vos… y llevate ese calzón, así te pajeás recordando la noche.

Lo agarró enseguida, lo olió disimulando, y lo guardó rápido entre sus cosas. Yo me reí.

—Sos un degenerado… igual que yo.

Cuando volví del baño lo encontré medio dormido, desnudo sobre las sábanas sucias. Me tiré a su lado, apoyé la cabeza en su pecho y, antes de cerrar los ojos, le dije:

—Cuando quieras lo repetimos… eso sí, cuando tu viejo no esté, y mi mujer se haya ido.

Él sonrió cansado, satisfecho, y me respondió bajito:

—Prometido.

Y así nos quedamos, con el olor a sexo todavía en el aire, sabiendo los dos que lo que habíamos hecho no se iba a quedar en una sola vez....

1 comentarios - Noche de Amigos, play y juegos en tangas

rjptrjpt
Uff. Espectacular!!! van 10 pts
Mrfetiche85
Muchas gracias amigo!