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159📑El Extraño

159📑El Extraño

Elena siempre había sido una mujer correcta. Puntual, profesional, educada. Pero dentro de ella ardía una fantasía que nunca se había atrevido a confesar en voz alta: hacer el amor con un hombre totalmente desconocido. Sin nombres, sin historia, sin compromisos. Solo sexo. Crudo. Intenso. Anónimo.

Una noche, después de unas copas y mucho deseo contenido, descargó una app de citas anónimas. “No nombres. No fotos. Solo encuentros.” decía el eslogan. Le temblaban los dedos cuando escribió su perfil: “Quiero un hombre. Esta noche. No quiero tu cara. Solo tu cuerpo.”

Recibió decenas de mensajes. Ignoró todos hasta que uno la atrapó. Directo. Sucio.

> “Hotel Monte Real. Habitación 507. Puerta entreabierta. Entra y cierra. No digas nada. Solo quédate en ropa interior. Yo haré el resto.”

No había foto. No había nombre. Solo una promesa.

Elena llegó al hotel con el corazón en llamas. Llevaba un conjunto negro de encaje, debajo de un vestido largo y un abrigo. Caminó por el pasillo como en trance. Cuando llegó a la 507, la puerta estaba justo como él dijo: entreabierta. Tragó saliva. Entró. Cerró.

La habitación estaba a oscuras, con apenas una lámpara tenue encendida. Silencio. No había nadie a la vista.

—¿Hola?

Nada.

Entonces lo vio.

Un hombre, alto, de espaldas, en silencio, frente a la ventana. Solo un pantalón oscuro. El torso desnudo, ancho, firme. Se giró lentamente. No dijo palabra. Solo la miró. Lento. Intenso. Como si supiera todo lo que ella quería.

Elena se quitó el abrigo, el vestido. Quedó en ropa interior. El encaje negro resaltaba su piel blanca. El hombre se acercó sin hablar. Le acarició el rostro. Sus dedos grandes, ásperos, bajaron por su cuello, hasta sus pechos, apretándolos con firmeza.

Ella tembló.

Él le dio la vuelta. La colocó de frente a la pared. Le bajó el sostén por detrás. Ella jadeó. Sintió su aliento caliente en el cuello, mientras sus manos la recorrían como si fueran suyas. Le metió la mano entre las piernas por detrás de la tanga.

—Estás empapada.

Primera frase. Voz grave. Ronca.

Ella se arqueó hacia atrás, pegando su culo contra su entrepierna.

—Quiero que me cojas —susurró ella—. Como a una puta.

Y él lo hizo. Le arrancó la tanga de un tirón. La levantó de los muslos con una fuerza brutal y le metió la pija en la concha, de pie, de golpe, sin aviso, como si la poseyera.
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—¡Ahh… mierda! —gimió ella, sintiendo cómo la llenaba.

La embestía contra la pared con fuerza. Rápido. Brutal. Su pija entraba hasta el fondo, y salía mojada, caliente. Sus manos sujetaban sus caderas con fiereza. Ella no podía ni hablar. Solo gemir.

La llevó a la cama, boca abajo. Se arrodilló detrás de ella y volvió a penetrarla. Esta vez más lento. Más profundo. Su lengua recorrió su espalda. Sus dedos le abrieron el culo, jugueteando, sin entrar.

—¿Esto también lo querés?

—Sí… todo… haceme todo…

Él escupió su huequito. Lo preparó con un dedo. Luego dos. Luego le metió la pija en el culo, mientras la masturbaba con la otra mano.

—¡Dios… sí… así… me estás rompiendo…!

Ella se corrió en un orgasmo feroz, sacudiéndose como una poseída, apretando su pija con ambos agujeros.

Él la sacó y se masturbó sobre su espalda, acabando con un gruñido salvaje. El calor de su leche se mezcló con el sudor de ambos.

Silencio.

Respiración agitada.

Él fue al baño. Cuando volvió, ella seguía acostada, en shock. Se agachó, le susurró:

—Gracias por confiar en un extraño.

Y se fue.

Elena se quedó ahí, desnuda, con el cuerpo temblando y el alma flotando. No sabía quién era. No sabía si lo volvería a ver. Pero había cumplido su fantasía.

Y ya no era la misma.

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Habían pasado tres semanas desde aquella noche.

Elena volvía a su rutina. Trabajo, café, libros… pero nada era igual. Desde aquella experiencia con el extraño, todo había cambiado. Su cuerpo lo recordaba en sueños. Lo sentía en los silencios. Se tocaba pensando en él. En su voz. En cómo la había tomado sin palabras, como si la conociera desde siempre.

Esa mañana de sábado, fue sola a su cafetería habitual. Pidió su latte doble con leche de almendras y buscó una mesa junto a la ventana. Sacó su libro, cruzó las piernas… y entonces lo sintió.

Esa presencia. Levantó la vista. Estaba ahí. Él.

El mismo cuerpo. La misma mirada. Vestido con jeans y una camisa oscura. Más casual, más humano… pero igual de magnético.

Él también la reconoció. Caminó hacia ella con calma. Se detuvo frente a su mesa. Sonrió. Esa sonrisa la hizo mojarse en segundos.

—Ahora sí te puedo hablar —dijo él, con esa voz ronca que aún la hacía estremecer.

Elena sonrió, coqueta, juguetona.

—Podés… pero no digamos los nombres todavía.

—¿No?

—No. Todavía no. Juguemos un poco más.

Él se sentó frente a ella. Se inclinó, con los codos sobre la mesa.

—¿Y cómo querés que nos llamemos?

—Yo te llamaré el señor de la noche —dijo ella, lamiendo suavemente el borde de su taza.

—¿Y yo?

Ella se acercó, con una sonrisa felina.

—Vos me vas a llamar la gata.

Él sonrió.

—¿Y la gata quiere jugar otra vez?

Elena cruzó aún más las piernas. Se inclinó hacia él y le susurró:

—La gata no ha dejado de pensar en cómo la cogiste. En cómo la dejaste marcada sin saber tu nombre.

—Y el señor de la noche no ha podido sacarse el sabor de tu piel de la lengua.

Sus ojos se encontraron. El deseo estaba ahí, intacto. Vivo. Ardiendo.

Elena deslizó su pie por debajo de la mesa, tocando su pantorrilla con lentitud.

—Te voy a mandar una dirección esta noche —dijo, suave, como una amenaza dulce—. Pero esta vez te quiero con más tiempo. Quiero que me des vuelta como la primera vez… pero que esta vez me digas al oído cosas sucias mientras lo hacés.

—¿Y puedo atarte las muñecas?

—Podés hacerme lo que quieras, señor de la noche.

Ambos sonrieron.

—Pero no me digas tu nombre —añadió ella—. Quiero seguir siendo tu gata… hasta que ya no lo soportemos más.

Él asintió.

—Entonces prepárate. Esta vez, voy a cogerte lento… pero te voy a dejar ronroneando por días.

Elena se mordió el labio.

—Te estaré esperando.

Y así, sin más, se levantó, le guiñó un ojo… y se fue.

Él la miró alejarse. No sabía cómo se llamaba.

Pero ya le pertenecía.


La dirección llegó a las 22:44. Un mensaje corto, sin saludo.

> “Depto 8C. Puerta sin traba. Luz baja. Vení con ganas.”


Él no respondió. Solo fue.

El edificio era discreto, moderno, con entrada directa desde la calle. Subió por ascensor. Al llegar, la puerta del 8C estaba apenas cerrada, tal como ella prometió.

Entró.

La penumbra era perfecta. Una vela sobre la mesa. Olor a vainilla y piel. Y ahí estaba ella: la gata.

Tacones negros. Liguero. Un body transparente que dejaba ver todo menos lo necesario. Cabello suelto, mirada afilada, copa de vino en la mano.

—Bienvenido, señor de la noche —dijo con tono felino, caminando lento hacia él.

Él iba a decir algo, pero ella lo detuvo con un dedo en los labios.

—Esta noche me toca a mí.

Le quitó la camisa despacio. Lo empujó hasta hacerlo sentar en un sillón de cuero. Se arrodilló entre sus piernas. Sus manos pequeñas le desabrocharon el cinturón, luego el pantalón… hasta liberar su erección, gruesa, palpitante, como si ya la estuviera esperando desde que salió de casa.

—Extrañabas esto, ¿no? —susurró, sin dejar de mirarlo a los ojos.

—Cada maldita noche —admitió él.

Elena le pasó la lengua por toda la base, lenta, provocadora, haciendo contacto visual. Luego lo tomó entero en la boca, con una succión profunda, mojada, ruidosa.

—Mierda… gata… vas a hacer que me venga ya —gruñó él.

Ella soltó su pija con un hilo de saliva que le colgaba del labio.

—No todavía.

Se subió sobre él sin quitarse nada, solo se abrió el body por el centro. Su concha estaba empapada. Tomó su pija y la guió directo a su interior, sentándose con un gemido ronco.

—Ahhh… sí… eso quería…

Lo montó con fuerza. No se movía suave: cabalgaba como si fuera la última vez. El sonido de su cuerpo chocando contra el de él llenaba el ambiente. El hombre intentó tomar el control, sujetarle las caderas.

—No —dijo ella, dominante—. Esta noche mando yo.

Lo mantuvo quieto. Se movía con ritmo firme, exacto. Su clítoris rozando su pelvis, sus tetas rebotando sobre su pecho. Sudaban. Gemían. Se devoraban la boca entre estocadas.

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—Dame el culo —jadeó él, con los dientes apretados.

Ella sonrió. Se levantó de un salto, de espaldas a él. Se inclinó sobre el respaldo del sillón, abrió sus cachetes con las manos.

—¿Querés esto?

—Lo necesito.

Él escupió, preparó el huequito, y entró despacio. Ella jadeó, se arqueó, abrió aún más las piernas.

—Así, señor de la noche… rompeme…

Él la cogió salvajemente por el culo. Sus testículos golpeaban contra su concha mojada. Las nalgas de ella se enrojecían con cada embestida. Jadeos. Golpes. Lenguas. Sudor. Todo.

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—Estoy por venirme —gimió él.

Ella giró el rostro hacia atrás, con la cara llena de lujuria, la mirada encendida, el maquillaje corriéndose.

—Entonces hacelo… dámelo todo… porque la gata quiere leche…

Esas palabras lo hicieron explotar. Salió a tiempo, se la giró de un tirón y le acabó en la cara, en la boca, en las tetas, gruñendo como una bestia.

Ella se relamió.

—Mmm… justo como lo recordaba.

Él, exhausto, se dejó caer sobre el sillón.

Ella lo abrazó desde arriba, aún jadeando.

—¿Sabés algo, señor de la noche?

—¿Qué?

—Creo que esta gata ya no quiere huir.

Él la besó, largo. Lento. Su pija aún temblando entre sus muslos.

Y esa noche, ya no fue solo un encuentro.

Fue el comienzo de un vicio compartido.
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Era domingo por la mañana. Afuera llovía, y adentro de ese departamento, ella dormía desnuda sobre el pecho de él, con las piernas entrelazadas y las sábanas aún impregnadas del sexo de la noche anterior.

Él la miraba en silencio.

Había sido un mes de encuentros, de cuerpos, de juegos salvajes, de mordidas y gemidos que se quedaban flotando en las paredes. Pero ya no podía seguir fingiendo. No con ella ahí, abrazándolo como si le perteneciera.

La despertó con caricias lentas en la espalda.

—Gata…

—Mmm… ¿sí?

—Tengo que decirte algo.

Ella alzó la cabeza, aún con el pelo desordenado, los ojos brillantes. Se veía hermosa.

—¿Qué pasa, señor de la noche?

Él respiró hondo.

—Estoy loco por vos.

Ella parpadeó. Abrió más los ojos.

—¿Qué…?

—Sí. Me importás. Mucho más de lo que debería. No sos solo una fantasía. Sos la mujer que me hace estar duro con solo escuchar su voz. Que me hace querer coger y quedarme a dormir. Sos… real.

Silencio.

Él la tomó de la cintura, la subió sobre su cuerpo, cara a cara.

—Y quiero salir con vos. Formalmente. Quiero invitarte a cenar, caminar de la mano, besarte en público. Ya no quiero esconderte. Ya no quiero ser solo el señor de la noche. Quiero ser tu hombre, con nombre y todo.

Ella lo miró con los ojos húmedos. Su pecho subía y bajaba despacio.

—¿De verdad lo sentís así?

—Cada vez que estás encima mío, cada vez que te venís gritando mi nombre… aunque no me lo digas. Cada vez que me pedís leche como una gata desesperada… me enamoro más.

Ella sonrió, emocionada. Lo besó lento, largo, con ternura.

—Entonces… supongo que llegó el momento.

—¿De qué?

—De saber quiénes somos.

Se sentaron en la cama, uno frente al otro. Se tomaron de las manos.

—Yo me llamo Elena —dijo ella, con una sonrisa dulce y una lágrima corriendo por su mejilla.

Él sonrió, como si hubiese esperado toda la vida para escuchar ese nombre.

—Y yo soy Julián.

Se abrazaron.

El juego había terminado.

Ahora empezaba algo más real… más peligroso.

Pero también más profundo.

Esa noche, Julián la hizo el amor como nunca. Lento, profundo, con palabras dulces y sucias. Ya no era una gata anónima. Era su Elena. Y cuando ella volvió a montarlo, lo miró a los ojos con una sonrisa traviesa.

—Ahora que sabés mi nombre… más te vale que me sigas dando mi leche, ¿eh?

Julián rió.

—Te la voy a dar toda… Elena.


La habitación estaba en penumbra, solo iluminada por las luces cálidas del ventanal. La ciudad dormía afuera. Dentro, solo estaban ellos.

Julián la tomó de la mano, la llevó hasta el espejo de cuerpo entero frente a la cama.

—Quiero que veas lo que sos para mí —le dijo al oído, con la voz cargada de deseo.

Elena ya estaba desnuda, con el cuerpo todavía sensible de tanto placer acumulado, pero algo en su mirada había cambiado. Ya no era la gata juguetona. Era una mujer que sabía que iba a entregarse por completo. Y que ese hombre iba a marcarla.

Julián se desvistió lento. Su cuerpo duro, grande, se reflejaba detrás de ella. La sujetó por las caderas, la pegó a su pecho desnudo. Su pija ya estaba dura, gruesa, palpitante entre sus glúteos.

—Míranos. Así vamos a ser desde ahora. Dos desconocidos que se encontraron… y ya no se sueltan.

Elena tembló.

—Haceme tuya —susurró.

—Ya lo sos.

La inclinó con suavidad sobre la cómoda, haciendo que viera su propio cuerpo arqueado en el espejo. Le separó las piernas. Se inclinó y le lamió lentamente la concha, hasta que la hizo gemir con desesperación.

—Julián… por favor…

Él se incorporó, tomó su pija con una mano, la frotó contra su entrada mojada… y la penetró de un solo empuje, haciéndola gritar.

—¡Ahhh, sí…!

La sujetó con ambas manos por la cintura y comenzó a embestirla, mirándola a través del espejo. El cuerpo de Elena se movía con cada golpe, sus tetas rebotaban, el sonido de la piel chocando era salvaje, primitivo.

—Mirá lo puta que te ves cuando sos mía —le gruñó al oído.

Ella se mordía los labios, jadeando, con las piernas temblando de placer.

—Seguí… no pares… marcame, Julián…

Él se detuvo solo para escupir sobre su culo, lo frotó con el pulgar, y le metió la pija por ahí mientras seguía acariciándole el clítoris.
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—Ahora sos mía por completo —dijo—. Cada agujero. Cada gemido. Cada gota de lo que sos.

Elena lloraba de placer. Lo sentía en todos lados, lo sentía dentro, detrás, en la piel, en el alma. Se rendía. Se entregaba.

—¡Me vengo…! —gritó.

—Esperá —gruñó él—. Quiero hacerlo dentro. Sellarte. Marcarte.

Salió, la alzó de golpe en brazos, y la llevó a la cama. La abrió de piernas, la penetró en la concha, esta vez mirándola a los ojos. Lento. Profundo. Conectado.

—Decilo —le susurró—. Decí que sos mía.

—Soy tuya… soy toda tuya, Julián… cogeme, llename… ¡la gata quiere su leche!

Eso fue lo último. Él se corrió dentro de ella, temblando, gimiendo en su cuello, mientras ella se venía con espasmos de placer, gritando su nombre.

Después no hablaron.

Solo se abrazaron, sudorosos, con sus sexos aún unidos, sus corazones al galope.

Y supieron, sin necesidad de decirlo:

Ya no había vuelta atrás.

Estaban marcados para siempre.

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