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157📑El Hater Social

Estimados Lectores Estoy Teniendo Problemas Para compartirles Más Relatos

Como Sabran, Mi Contenido es Explicito y Sin Censura y Poringa me esta Censurando algunas Palabras, que no me indica cuales Son

157📑El Hater Social


Es el Quinto relato que no me deja compartir con ustedes, eso afecta la calidad de los mismos.

Posiblemente en un futuro Tendre que dejar de subir relatos, Mil Disculpas.

relato


😬Relato Sugerido por un Seguidor, Quién es
acediado por otro usuario que lo corrige y le deja comentarios negativos.


Era conocido en las publicaciones, en los comentarios, en los directos. Siempre aparecía ahí, con su tono de superioridad, corrigiendo a otros creadores, exhibiendo errores como si fueran trofeos. El “hater” —así lo llamaban— disfrutaba de hacer público los fallos de los demás, de sentirse importante por unos segundos.

Pero lo que nadie veía era que detrás de esa máscara de arrogancia había un muchacho frustrado, inseguro, y profundamente reprimido. Su problema no era la gente ni los temas de los streams… era el sexo. O más bien, la falta de él. Tenía unas ganas desesperadas de sentir piel, de hundirse en un cuerpo real, pero cada vez que intentaba acercarse a una chica, su torpeza y nerviosismo lo arruinaban todo. Así, transformaba su frustración en veneno digital, un círculo vicioso que lo consumía.

Hasta que un día, en un directo nocturno, apareció ella. Una creadora de contenido con voz aterciopelada, mirada atrevida y un aura magnética. No solo lo escuchó, también lo vio. Detrás de sus críticas encontró tristeza, soledad, un deseo oculto que él jamás se atrevía a confesar.

—Eres un hater porque te mueres de ganas de que alguien te toque —le escribió ella en privado, sin rodeos.
Él se quedó paralizado, con el corazón golpeando su pecho. Nadie lo había desnudado con palabras de esa manera.
Cuando aceptó verla en persona, su mundo cambió. Ella no lo juzgó, no se burló de su torpeza. Lo recibió en su departamento con un vestido negro ajustado, los labios pintados de rojo y una sonrisa pícara.
—Hoy no vienes a corregirme nada —susurró ella, cerrando la puerta tras él—. Hoy vas a aprender lo que es obedecer.
Lo empujó suavemente contra la pared, y por primera vez, él no se defendió, no buscó esconderse detrás de sarcasmos. Sintió sus manos recorrerle el pecho, sus uñas marcando su piel, y un gemido escapó de su garganta. Ella lo miró con deseo y ternura a la vez, como si supiera exactamente cómo domar al lobo disfrazado de crítico.

Lo desnudó lentamente, disfrutando de su temblor nervioso, hasta dejarlo completamente expuesto.
—Así me gustas… sin máscaras, sin letras, solo carne caliente —dijo, arrodillándose frente a él y tomando su pene endurecido con una delicadeza que lo hizo jadear.
El hater dejó de serlo en ese instante. Cerró los ojos, la dejó guiarlo, y se rindió al placer que nunca había tenido. Su respiración se aceleraba mientras ella lo devoraba y mamaba con la boca, mientras jugaba con él como si conociera cada punto sensible de su cuerpo.
Cuando finalmente la penetró, lo hizo con desesperación, como si quisiera borrar años de frustración en un solo embiste. Ella lo tomó fuerte de la nuca, clavando las uñas en su espalda y jadeando con cada golpe, empapada, ardiente, disfrutando del cambio en él.
—Eso es… suéltalo todo… —gimió ella, arqueando la espalda. Mientras él la cogía con desesperación.
En esa cama, entre sudor, gemidos y sus cuerpos chocando, el hater se transformó en hombre. Descubrió que no necesitaba humillar ni corregir a nadie para sentirse vivo. Lo único que necesitaba era alguien que viera más allá de su máscara… y lo hiciera gemir hasta quedar exhausto.
El hater había mejorado… pero los viejos hábitos eran difíciles de matar. Una noche volvió a hacer de las suyas: en el chat de un directo compartió el reglamento completo, señalando cómo otros usuarios “rompían las normas”. Se tomó atribuciones que no le correspondían, como si fuera el moderador oficial. En realidad, solo buscaba lo mismo de siempre: atención.
Ella lo notó al instante. No era enojo lo que sintió, sino una sonrisa cómplice. Lo esperaba esa noche, y cuando él llegó, creyó que lo recibiría con besos y piel… pero no.
Lo hizo sentar en la cama, lo miró fijo a los ojos y le dijo con voz firme:
—¿Otra vez corrigiendo a todos? ¿Otra vez queriendo ser el dueño de las reglas? Pues esta noche, tú no tocas nada.
Él se quedó helado. Intentó acercarse, besarla, acariciarla, pero ella lo apartó con suavidad.
—Hoy no tendrás mis labios ni mis manos… y mucho menos mi cuerpo. Solo vas a mirar cómo me desnudo, cómo me acaricio, y cómo me quedo con las ganas de que seas tú… pero no te lo ganaste.
La tortura fue insoportable: ella se quitó la ropa lentamente frente a él, dejó que viera su piel, sus pezones endurecidos, su vagina, su humedad corriendo entre los muslos… y no le permitió tocar. El hater gemía de frustración, pero también de deseo, tan excitado que su erección dolía. Se durmió jadeando, con el sabor amargo del castigo, y la certeza de que ella sabía cómo dominarlo.
A la mañana siguiente, él llegó con otra actitud. Se sentó a su lado, nervioso, y esta vez no se escondió.
—Tengo que confesarte algo —dijo, evitando mirarla a los ojos—. Es mi mayor fantasía, pero siempre tuve miedo de decirlo… quiero sentirme penetrado por ti.
El silencio duró apenas un segundo, hasta que ella tomó su rostro entre las manos y lo besó despacio, con ternura.
—Mi amor —susurró contra sus labios—, eso no es algo que debas ocultar. Somos pareja, y si es lo que deseas, estoy dispuesta a cumplirlo contigo.
Él tragó saliva, temblando, como si se hubiese quitado un peso de encima.
Ella se levantó, abrió el cajón y sacó un cinturón especial con un dildo liso, brillante, hecho justo para ese juego. Lo sostuvo con calma, acariciando el borde de la cama mientras lo miraba con dulzura y picardía.
—Esta noche, cuando me lo pidas… serás mío. Y prometo darte placer de la forma en que siempre lo soñaste.
El hater cerró los ojos, jadeó, y por primera vez en su vida sintió que no era un secreto sucio, sino un deseo legítimo… y que había encontrado a la mujer perfecta para cumplirlo.

La habitación estaba en penumbras, iluminada apenas por una lámpara roja. Él se tumbó boca abajo sobre la cama, con el corazón golpeándole el pecho. Estaba nervioso, pero la mirada de ella lo tranquilizaba: firme, segura, llena de ternura.
—Confía en mí amor —dijo ella, ajustando el cinturón con el dildo negro que brillaba bajo la luz.
Él asintió, apretando las sábanas entre los dedos. Ella comenzó suave, acariciando su espalda, besando la curva de su cuello, deslizando sus manos hasta su cintura. Luego, con calma, lubricó sus dedos y fue preparando su entrada oscura, acariciándolo, abriéndolo poco a poco.
Él jadeaba, gimiendo bajo, temblando con cada roce.
—Respira… —susurró ella—. Vas a poder con esto.
Cuando el juguete empezó a entrar, él apretó los dientes y un gemido ronco se escapó de su garganta. La presión lo hizo arquear la espalda, sintiendo algo nuevo, extraño y placentero a la vez.
Ella no tuvo piedad, pero tampoco le faltó cariño. Primero lo penetró lento, dejándolo acostumbrarse. Luego fue aumentando el ritmo, sujetándolo de la cintura, marcando embestidas firmes, profundas. El cuerpo de él vibraba con cada movimiento, una mezcla de dolor y placer tan intensa que le arrancó un par de lágrimas.
—Dios… me estás rompiendo… —jadeaba, con la voz quebrada.
—No, amor… —le susurró ella al oído mientras seguía dándole duro—. Te estoy abriendo para mí.
El vaivén se volvió frenético: el sonido de su piel chocando contra él, los gemidos que ya no podía contener, su miembro duro rozando la sábana mientras su interior ardía con cada embestida.
De pronto, explotó. Su orgasmo lo sacudió sin siquiera tocarse, derramándose con violencia mientras ella lo seguía penetrando, reclamando cada centímetro de su cuerpo.
Se desplomó rendido, sudoroso, con lágrimas calientes en las mejillas. Ella lo abrazó desde atrás, besando su cuello, acariciándole el pecho con ternura mientras lo envolvía entre sus brazos.
—Te amo —le susurró al oído, suave, después de dejarlo temblando—. Y voy a ayudarte a mejorar, a ser mejor con la comunidad… porque sé que lo que haces no es maldad, es tu tristeza. Pero ya no estás solo.
Él giró la cabeza, mirándola con los ojos húmedos y el rostro iluminado por una paz que nunca había sentido.
—Yo también te amo… gracias por entenderme.
Ella sonrió, acariciándole las lágrimas con los dedos, todavía con el cinturón puesto, como un símbolo de que lo había reclamado para sí.
Esa noche, el hater dejó de ser solo eso: encontró en ella a su dueña, su amante, y su redención.

Valeria entró al cuarto y lo encontró otra vez frente a la computadora, dejando comentarios punzantes, corrigiendo con arrogancia a los demás, metiendo cizaña en la comunidad como si no hubiese aprendido nada.
Ella cruzó los brazos y lo observó en silencio. Él sintió el peso de esa mirada y bajó los ojos, nervioso.
—Otra vez lo mismo… —dijo ella, con un tono suave pero implacable—. Ya hablamos de esto.
—Es que… no lo soporto, hacen todo mal, y… —intentó justificarse.
Ella se acercó, lo tomó del mentón y lo obligó a mirarla. Una sonrisa peligrosa curvó sus labios.
—Está bien… entonces esta noche vas a recibir tu castigo. Y esta vez será más duro.
Lo condujo al cuarto. Allí, sobre la cama, desplegó un arnés con un dildo mucho más grande y grueso que el anterior. Él abrió los ojos de par en par, tragando saliva.
—¿Tanto…? —susurró, con un temblor de miedo y deseo.
—Sí —respondió ella, mientras se lo ajustaba lentamente, como si se tratara de un ritual—. Porque quiero que aprendas de una vez.
Él se recostó boca abajo, ofreciéndose. No había resistencia: su cuerpo ardía de anticipación. Ella lo preparó con paciencia, besando su espalda, lubricándolo bien, hasta que lo sintió listo.
Y entonces entró duro.
La presión lo hizo gemir fuerte, apretando la almohada entre los dientes. El tamaño lo desbordaba, pero al mismo tiempo lo hacía sentir completo, reclamado. Ella se movió con firmeza, clavándolo una y otra vez, cada estocada más profunda, mientras sus manos lo mantenían sujeto.
—Dilo… —susurró ella, dándole más fuerte.
—¿Q-qué? —balbuceó, jadeando.
—Dilo, que vas a dejar de ser malo.
Él gimió, con lágrimas en los ojos, la voz quebrada mientras sentía su interior arder delicioso.
—¡Lo prometo! Voy a dejar de ser malo… voy a ayudar, voy a orientar a los novatos… ¡pero no pares!
Ella sonrió satisfecha, y lo montó con intensidad, hasta dejarlo temblando, acabado, con el cuerpo empapado en sudor y los ojos húmedos. Cuando terminó, lo abrazó, acariciándole el pecho como si lo envolviera en un pacto.
Esa vez, algo cambió de verdad.
Desde ese día, en la comunidad ya no había un hater lanzando veneno: había un hombre nuevo, que guiaba a los principiantes, los animaba a subir de nivel y compartía su experiencia sin arrogancia.
Y cada vez que sentía la tentación de recaer, bastaba con mirar a Valeria… y recordar ese dildo enorme que lo había doblegado para siempre.

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