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Soy profesor de natacion y termino fallándome a una viuda

Cuando estaba en el último año para terminar la carrera sufrí la pérdida de mi novia en un accidente de tráfico. Entonces, incapaz de recuperarme, tomé la decisión de marcharme de Madrid y me vine a la costa de Cádiz, at Tarifa, un lugar mágico en invierno y demasiado concurrido en verano donde me ganaba vida como profesor de surf.

Aunque la razón de ese cambio fue tan cruel, ahora no cambiaría mi trabajo por nada. Los días aquí son maravillosos: arena, olas y esa brisa que parece llevar consigo el olor a libertad que se veía en parte restringida cuando aparecían los alumnos de verano queriendo aprender en un día lo que algunos no dominábamos del todo después de años y horas de dedicación.

Una mañana que estaba en la playa de las Lances, al acabar mi clase a un grupo de niños, la secretaria de la escuela se acercó acompañada de dos mujeres, que querían clase para ellas solas, una jovencita en bikini con un cuerpazo de infarto, y a su lado, una señora de unos cincuenta años, muy atractiva que aún conservaba el pareo sobre su cuerpo.

Claudia, la hija, era simpática y risueña, con una energía que contagiaba y una seguridad que dominaba hasta a su madre, Victoria, una señora de elegancia innata que no trataba de llamar la atención, pero que  imponía su presencia como una ola de dos metros que no puedes ignorar.

Al iniciar la clase, Victoria se deshizo del pareo y reconozco que tuve que retirar mi mirada porque me dejó alucinado. Su cuerpo dentro de un bañador negro de cuerpo entero, era una copia de la hija con algo más de peso y algunas huellas del paso del tiempo en su piel.

—Hay que partir de habilidades innatas pero todo dependerá de vosotras mismas. No tratéis de correr demasiado.

Les expliqué lo básico mientras dibujaba líneas en la arena con el pie: cómo remar, cómo colocarse en la tabla, y lo más importante, cómo levantarse.

—¿Listos? —pregunté al final

Claudia me miró con una sonrisa desafiante, a la que imperceptiblemente, asentí.

Las olas rompían sin gran explosión, Se tumbaron en las tablas, siguiendo las instrucciones, y comenzaron a remar, sintiendo cómo el mar se deslizaba bajo ellas.

—¡Más adentro! —grité desde la orilla, señalándoles el lugar donde las olas comenzaban a formarse.

Cuando se acercaba una ola las animé.

—¡Remen, remen! ¡Ahora, arriba!

En el momento en que Claudia apoyó las manos en la tabla para incorporarse, el equilibrio la traicionó. Antes de darse cuenta, estaba bajo el agua, tragando un poco de agua salada y viendo a su madre que no se había levantado de la tabla, reírse de su torpeza.

Salió a la superficie cerca de donde yo me encontraba,  despeinada, empapada y enfurecida.

—¿Te acuerdas de lo que dije sobre mantener el equilibrio? —le grité conteniendo la risa que me provocaba su madre.

—El puto equilibrio. Diselo a las olas.

A medida que avanzaba la mañana, ambas fueron mejorando. Claudia aprendía rápido aunque se mostraba impetuosa y eso la llevaba a caer pronto de la tabla. Victoria iba más despacio, observando con atención cada movimiento antes de subirse a la tabla.

Al contrario que Claudia que se enfadaba y juraba en hebreo cada vez que era descabalgada de la tabla, Victoria realizaba un gesto interno de satisfacción cada vez que realizaba un movimiento con éxito. Una mezcla de orgullo y sorpresa, como si surfear fuera un reto que se hubiera planteado.

Cuando finalmente salieron del agua, exhaustas pero felices, se tumbaron sobre la arena, mirando el cielo.

—¿Qué tal lo hemos hecho? —preguntó  Claudia, girándose hacia mí.

—Para ser el primer día...¡fantástico!

Victoria se apartó el cabello de la cara, todavía húmedo, y me miró con una sonrisa tranquila. No era la risa explosiva de su hija, sino algo más contenida.

—¿Te diste cuenta de que casi me llevas por delante con tu tabla? —le dijo, a su hija.

—Te cruzaste en mi trayectoria —respondió, riendo—. ¿Quién es la mejor?

Todos rompimos a reír, y desapareció el cansancio, las frustraciones de las caídas, el sabor del agua salada. Se las veía satisfechas, conectados como dos amigas.

—Mañana volvemos. ¿Misma hora?

—Reservar con Mari Carmen...

—Ok, vamos pero tú mañana estás con nosotras —sentenció Claudia.

Las clases de surf continuaron. Volvieron a la playa al día siguiente, y al otro también. Claudia era incansable, estaba empeñada en dominar la tabla porque iba a viajar con su novio a Australia y quería ir bien formada. No paraba de buscar las olas.

Yo me quedaba con Victoria ayudándola un poco más. La libertad de no estar bajo la autoridad de su hija, provocaba en Victoria una seguridad diferente y avanzaba mucho más que cuando estaba Claudia presente, dejándose llevar de mis explicaciones sobre equilibrio y posiciones en la tabla. 

Con cierta inseguridad primero, debido a su edad y con libertad cuando tuvimos más confianza, la tomé por la cintura varias veces y me abracé detrás de ella para indicarle la posición correcta de la espalda.

Parecía fácil subirse en la tabla surcando las olas, pero cuando lo intentabas sin experiencia previa, se te echaba el mar encima antes de lo que pudieras controlar. Yo surfeaba con la mirada su cuerpo espectacular que llamaba la atención en un sitio lleno de mujeres bonitas, todas más jóvenes. Deseché inmediatamente la imagen de ella abrazada a mí, surfeando desnudos en el mar de las sábanas. Me recriminé a mi mismo, que era un pensamiento sucio.

—Eres un buen profesor —me dijo después de acabar la clase, mientras recogíamos las tablas.

—Me gustan los alumnos disciplinados y tú lo eres. Además, tienes un buen equilibrio —respondí.

Sonrió con una calidez tan diferente de las risas artificiales y ruidosas de la mayoría de mis alumnas.

—Hice gimnasia rítmica de pequeña. Espero que me sirviera de algo.

Claro que le había servido, ese cuerpo de cisne solo se consigue cincelando desde pequeña las formas y después, manteniéndolo a lo largo del tiempo.

A través de los días que vinieron, fui descubriendo que Victoria pasaba el verano en Sotogrande, que había enviudado hacía dos años y que era la propietaria de una importante empresa alimentaria de la que se hizo cargo al morir su marido.

Yo  intentaba mantener las apariencias, pero cada vez que estábamos solos, todo se desbordaba. Su risa era más natural, sus ojos brillaban y yo era consciente de que iba descubriendo a una mujer completamente diferente de las que solía conocer en mi posición. Aunque trataba de ser discreto, había una química natural en el aire que era difícil de ocultar y que acabó de mosquear a  su hija.

Un día se despidieron dando por finalizado el curso, en el que era evidente habían conseguido un buen nivel.

—¿Queréis quedaros esta tarde? Hay un chiringuito muy animado donde va la gente a ver el atardecer.

—No podemos, tenemos compromisos —respondió Claudia sin dejar hablar a su madre que me miró resignada como queriendo decir, donde hay capitán....

Quizás era vanidad pero me pareció ver en ella una mirada de auxilio. Acostumbrado como estaba desde que vivía en Tarifa a que las chicas tomaran la iniciativa, no tuve reflejos para decirle a Victoria que si se quedaba la llevaría yo a Sotogrande. Así que dije adiós a la única mujer que me había interesado y a la que yo por razones obvias de edad y posición social no le interesé.

El verano siguió y con ellos mis clases, las salidas de tarde a bailar a orillas de mar, o las noches leyendo en casa.

Una tarde me sorprendió verla aparecer a ella sola, sin su hija, con un short vaquero y un top de bikini que mostraba un canalillo desestabilizador. Su melena rubia ondeando hacía juego con la arena dorada y los rayos de sol que se reflejaban en sus ojos.

—¿Hoy vienes sin tu compañera? —pregunté.

—Claudia se ha marchado con su novio de viaje.

—¿Sigue en pie la invitación a ver el atardecer en ese chiringuito de que hablaste?

En diez minutos, ya estaba preparado y con las llaves en la mano de un quad que pertenece a la escuela de surf y al que llegamos atravesando un grupo de surfistas que preparaban en la arena las cometas de kitesurf.

—¿Es difícil el kitesurf?

—Para una alumna como tú...chupado.

El viento suave traía un olor salado, una mezcla de mar y tierra húmeda que me recordaba por qué Tarifa era mi lugar favorito en el mundo. Ella se ajustó el casco y me lanzó una sonrisa por debajo de la visera. Esa sonrisa, mezcla de emoción y desafío, alteró mi ecosistema hormonal.

—¿Estás lista? —pregunté, girándome hacia atrás mientras encendía el motor.

—Lista —respondió, inclinándose hacia mí.

Comenzamos a rodar por un desierto de arena rodeado de dunas, por donde se movía el quad con firmeza, provocando a cada bache que nuestras risas se mimetizaran con el sonido del motor, cuyo rugido se mezclaba con el sonido de las olas rompiendo en la orilla. Sentí con agrado cómo ella se sujetaba a mi cintura, sus brazos rodeándome con fuerza.

—¿Vas bien? —le pregunté.

—¡Más rápido! —gritó desde atrás, inclinándose un poco para hacerse oír.

Aceleré, sintiendo cómo el viento se hacía más fuerte, golpeándonos en el rostro. La sensación de libertad,  con el horizonte de una playa interminable, era como sentir que el mundo se reducía a nosotros dos.

En unos minutos llegamos a un original chiringuito al final de la playa, alejado del bullicio principal, El Afrikana Beach Bar, un nombre apropiado para la zona.

—¡Merecía la pena venir!

Las mesas eran de madera desgastada por horas de viento, con velas encendidas dentro de cápsulas de cristal que parpadeaban con la brisa. Un grupo musical local de tres personas tocaba en vivo, a ritmo de guitarra flamenca acompañado por otro chico tocando un cajón, creando un ambiente que invitaba al canturreo y al baile.

Victoria se sentó frente a mí, como si fuera parte del idílico paisaje, con sus piernas ya muy bronceadas al aire y su camiseta de Carolina Herrera

—¿Sabes? El surf no se me ha dado tan mal como pensaba —dijo para iniciar la conversación...

—Eres hábil y, muy importante, disciplinada —respondí con sinceridad.

—¿Me enseñarías a hacer kitesurf?

—Me dedico a eso. Y no tengo una alumna más agradable que tú.

—Tengo que llenar el tiempo, ahora que se ha marchado Claudia.

—Cuenta conmigo para salir algún día si te apetece....

Sus ojos azules, iluminados por la luz dorada del atardecer, tenían un brillo especial. Nunca antes los había visto con esta tranquilidad.

—Este lugar tiene algo mágico, me alegro de estar aquí —comentó, mientras giraba la copa de vino blanco en sus manos yo devoraba unos pescaítos fritos.

Asentí, midiendo con cuidado mis palabras que no quería que me traicionaran.

—Y yo de que hayas venido.

Las playas de Cádiz siempre tenían algo especial, pero aquella tarde parecía haberse vestido para recibirnos.  El sonido de las olas rompiendo suavemente en la orilla se mezclaba con las risas lejanas de un grupo de jóvenes jugando al vóley. El cielo, teñido de un naranja profundo, se extendía sobre el Atlántico como un lienzo infinito. Era uno de esos atardeceres que hacían que todo pareciera posible.

En ese momento, los acordes de una rumba hicieron que algunas parejas se levantaran a bailar sobre la arena. Una mujer morena, con el pelo asalvajado, lideraba el baile, girando y riendo mientras otros la seguían.

Victoria me observó con una sonrisa traviesa.

—¡Vamos a bailar! —.le dije tirando de su brazo.

—No soy muy buena bailando, te lo advierto —Se rió, sacudiendo la cabeza.

—Te he visto bailar encima de la tabla.

Antes de que pudiera protestar, extendí la mano. La tomó, incapaz de resistirse. Bailamos con los pies descalzos sobre la arena fría. Aunque al principio estaba rígida, pronto se dejó llevar por la música, parecía moverse como una extensión natural del viento. Cuando la canción terminó, regresamos a nuestra mesa, riendo y con las mejillas encendidas.

—¿Puedes quedarte a cenar? —pregunté sin la seguridad de su sí.

Se rió con un poco de incredulidad, pero no apartó la mirada.

—No vine arreglada para salir. ¿Podemos tomar algo aquí?

Me acerqué a la barra a por la segunda botella de vino y unas tapas de atún encebollado que, como todo en Cádiz, tenían ese sabor salado y auténtico que parecía venir directamente del mar.

Durante la cena hablamos de todo: de surf, de viajes, de su hija, de la vida en Sotogrande. Me contó cómo había cambiado su vida tras la muerte de su marido y cómo ahora, con todo encauzado, estaba dispuesta a retomar lo que había olvidado disfrutar.

—¿Y tú? —me preguntó de repente, apoyando la barbilla en su mano. —¿Cómo has llegado aquí?

Mientras el cielo se oscurecía por completo, me atreví a confesarle lo que llevaba dentro. .

—Yo también pasé un duelo. Me retiré aquí para alejarme de todo lo que me recordara a ella. Y también ahora comienzo a retomar mi vida. Necesito algo o alguien que me haga sentir vivo —respondí, mirándola directamente a los ojos.

Ella me escuchó con atención, sus manos descansando sobre las mías. La música en vivo había dejado paso a música chillo out enlatada y las luces del chiringuito nos envolvían en una burbuja de intimidad

Victoria se quedó en silencio un instante, un silencio cómodo mientras el camarero rellenaba las copas de vino, como si estuviera procesando mis palabras.

—A veces siento que llevo años sobreviviendo en lugar de vivir —confesó ella, jugando con la copa de vino entre sus manos— Pero ya no tengo miedo a empezar de nuevo.

No quería que la velada terminara ahí.

—¿Tienes que regresar?

—¡Soy libre! Mi carcelera se ha marchado.

La distancia entre nosotros parecía reducirse cada vez más. Era como si el mar, el atardecer y la música suave que sonaba en ese momento hubieran creado un pequeño universo de los dos.

—¿Quieres dar un paseo por la playa? —le pregunté riendo de su comentario.

Victoria asintió. Caminamos descalzos por la arena, bajo unas estrellas que parecían más brillantes que nunca y el sonido del mar nos acompañaba. Durante el paseo, la conversación dejó de lado a su hija o las clases de surf y se tornó más personal, casi íntima. Confesó sus miedos y sus sueños enterrados, y yo compartí con ella mis propias inseguridades, algo que no suelo hacer con nadie.

—Vine a Cádiz para escapar de Madrid. Estaba estudiando Arquitectura. Era mi último año, pero todo se vino abajo cuando Marta falleció en un accidente de tráfico. Conducía yo. El otro vehículo se saltó un stop y no fui capaz de evitarlo. —Hice una pausa, tratando de controlar la emoción en mi voz. —No podía seguir allí, con todo recordándome lo que había perdido. Así que me fui, dejé la carrera y vine aquí, buscando paz.

Victoria no dijo nada pero su mano tomó la mía, transmitiéndome una energía que no sabía que necesitara.

—¿Y la encontraste? —preguntó con suavidad.

—No lo sé. Encontré el mar, encontré la libertad... volví a estar con una mujer, después con otras, quizás demasiadas, aquí es fácil. Pero no he conocido a nadie como tú.

El brillo de sus ojos se convirtió en un destello de ternura.

—Gracias —dijo en voz baja.

—¿Por la cena o por el paseo? —bromeé.

—Por hacerme sentir especial.

Ya no había barreras, ni diferencias de edad ni de clases sociales. En esa playa, todo parecía posible.

La miré a los ojos y, sin pensarlo demasiado, me acerqué. Nuestros labios se encontraron, primero con suavidad, pero pronto con una intensidad que ambos habíamos estado conteniendo. Fue un beso que no pedía permiso, que simplemente sucedió porque era inevitable.

Al verla temblar, insegura y jadeante, la abracé arrepentido de haber traspasado su línea roja.

—Perdona, me he dejado llevar del momento…

—¡Tonto! Tiemblo de placer —respondió con la cabeza aún agachada.

Después de haber declarado sus cartas asumí que aceptaba el envite. Alcé su cara. Nos miramos y entendimos que se había precipitado todo. Ya no se opuso a que mi boca buscara la suya. Manoseé su pecho con suavidad, mientras nos besábamos.

—Me da vértigo lo que puede ocurrir.

La noche no podía ser más mágica. Reservé cita con la luna que en cuarto creciente, se reflejaba en el agua del mar. Estaba con la luz reflejándose en su cara, esta bellísima.

— ¿Por qué no nos bañamos? —me propuso.

No esperó mi aprobación. Salió del ajustado short  debajo del cual llevaba unas preciosas braguitas negras de encaje. Se despojó de su camiseta de marca y a la vista apareció el firme pecho que tantas veces había visto sobre una tabla.

Inicié mi desnudo sin darle la ceremonia que ella le había dado. Nos quedamos los dos en ropa interior. Me dio la mano hasta que nuestros pies llegaron al agua, más cálida que por el día.

—Esto es maravilloso —exclamó.

Semdesnudos los dos de cuerpo y de alma, libres de deseos no realizados, nos entregamos a una bacanal de mordiscos, manoseos, masajes… Adoré a esa diosa del Olimpo en un vaivén de oleadas armónicas que crecían y rompían en la playa para volver a formarse.

—Me encanta tu ternura

Tras días de conocernos era el momento de compartir juntos una noche llena de cariño, placer y fantasía. Me atreví a introducir mis dedos por su concha. Gimió abrazándome.

—Soy muy mayor para hacer el amor en la arena, pertenezco a la generación de las camas. ¿Quieres llevarme a tu casa?

En casa entró al baño a limpiarse de arena y de sal. La esperé acostado en la cama. Salió con su camiseta, sin braguitas. Ante mi sonrisa, se explicó.

—Soy pudorosa. Me da un poco de corte que me veas desnuda...

Le caía el pelo húmedo por su cara. Olía a sal y a fantasía, su mirada era la de una mujer que había dejado atrás todos los prejuicios. Tenía que aprovechar su atrevimiento de esta noche y surfearla sobre las sábanas. Quería participar en vivo y en directo de la fantasía de una mujer como ella.

La marea de caricias que le continué regalando comenzó a generar olas en el océano de su coñito, que había despertado al placer pero aún estaba perezoso. Deslicé mis dedos por sus muslos, húmedos aún del baño nocturno. Subí mis dedos hasta el borde su coñito y entregada al ritmo con el que se lo acariciaba, ella iba meciéndose arriba y abajo, jugando con mi nave, elevándola y bajándola, en un movimiento orquestal perfecto, que nos mantenía navegando hasta donde los vientos de la pasión nos arrastraran.

—Es maravilloso sentirse deseada —susurraba.

Con su cuerpo desnudo abierto en canal a mis deseos, avancé dos deditos en su interior, mientras la besaba despacio hasta que jugando, jugando, la nave se presentó lista para el abordaje.

—No puedo más, ¡penétrame...!

El grito de auxilio me invitó a subirme en su tabla,  donde fui recibido con cariño mientras ella, agarrada a mí, me pedía que no dejara de surfearla. Con mi polla dentro de ella y bien sujeto a sus pechos, para no ser descabalgado por su ola, la sentí agitarse debajo de mí como una amazona de mar. El tamaño de las olas fue creciendo, se movía a velocidad de huracán, hasta que avistó una ola, que la iba a tirar.

—Despacio...despacio...alarga la noche....

 Abrió su boca a mis besos, abrió su sexo a mi polla, abrió su mente al placer. Cada caricia que recibía, devolvía un suspiro, me apoderé de su pecho con mis labios, pasando despacio del uno al otro sin dejar de colmarla de caricias, le comía su coñito y subía a sus pechos cuando la veía desbordarse. Los besos se alargaban interminablemente. Cuando mis deditos alcanzaron el punto cumbre de su coñito, sintió alcanzado su límite.

 —¡Aguanta mi vida, no quiero terminar…! —gritó.

—Pues sigue disfrutando… aún me queda polla para ti.

Con las chicas que me había follado en Tarifa, había entrenado bien a mi polla. Cuando tensó su cuerpo, siguió un grito alargado y su estiramiento posterior. Nos miramos impresionados de lo que habíamos vivido.

—Quiero más —dijo sin esperar respuesta.

Cambió la posición, se irguió y me dio la espalda. Sentada sobre mi pelvis, cogió mi pene con sus manos, se lo insertó entero y sujetándose apoyadas sus manos en la cama, comenzó a subir y a bajar, con una enorme suavidad que indicaba que su dilatada vagina estaba bien lubricada y alcanzado ese punto, volvió a cabalgarme al trote primero y desmelenada después. Me miró con una lascivia de gata en celo previo a punto de recibir un nuevo orgasmo. No quise acelerar, pretendí esperarla y correrme con ella.

Tenía sus tetas apretadas con una mano, a la vez que con la otra acariciaba su clítoris sin parar ella de subir y de bajar, cada vez más rápido anunciando su segundo orgasmo que la subió al Himalaya del placer, sacándole nuevos tonos a sus gemidos y sacando de mí un polvazo increíble.

—¿De qué planeta has salido niñato? Nunca había tenido dos orgasmos seguidos.

Yo tampoco pude imaginar al conocerla que se comportara como una mujer tan ardiente y sensual. 

—Me diseñaron especial para ti. Soy tu avatar.

—¿Puedo quedarme a dormir? No me apetece nada conducir ahora.

—Me encantará desayunar contigo.

—Será un placer, duérmete

—Gracias —dijo dándome la espalda y acercándose para acoplarse.

 En esa posición necesitó explicar cómo había llegado a estar allí. Comenzó a justificar porque estaba allí. Había rechazado señores que la pretendían por su posición y que no la estimulaban. Durante los días de las clases notó un trato con ella especial, confesando que su hija, aunque tenía novio, se sentía celosa de mis detalles.

—He conocido muchas chicas como tu hija, pero no he conocido ninguna mujer como tú.

Se giró de nuevo y nos besamos con tanta pasión que mi amiguita se animó.

—¿Estás...preparado de nuevo? —preguntó sorprendida de que pudiera repetir.

Así que cuando ella había cerrado su tienda la obligué a abrirla de nuevo y emergió mi polla que solo estaba repostando para volver a follarla.

Agarrádomela sin apretar, la insertó en el borde de su coño, iniciando un movimiento de caderas, deslizándola hacia adentro.  Ella ya había tomado las riendas de la situación y marcaba el ritmo. Se retorcía de placer, sus tetas ya eran una prolongación de mis manos, su boca buscaba la mía sin parar, seguía bailando su cuerpo, acelerando mi polla. Su cuerpo era puro caracoleo, sus jadeos se elevaban hasta el techo hasta que agotada, fue bajando el ritmo del vaivén, acompasándolo a su jadeo, siguiéndole su balbuceo, «no puedo más», pero sin levantar bandera blanca. Sin rehuir la batalla,  la oí correrse de  nuevo,  intensificando aún más mi excitación hasta que recibió el segundo polvo que tenía reservado para ella y con él descargué todo el morbo acumulado desde que la conocí. Era maravilloso sentir en tus manos la voluntad de una mujer de una clase excepcional, comportándose como una perra a la que solo le importaba que le diera más polla. Y comprobé que me gustaban todas las versiones de Victoria: la madre calmada y la alumna activada, la mujer salvaje y la señora cariñosa, la dama elegante y la perra en la cama. Era un pack de todas ellas

Me parecía poco una sola noche con ella, quería más.

Parte II

Amanecí al lado de esa diosa de la sensualidad y me dio pena despertarla. Le dejé una nota.

Te espero en la escuela para tu primera clase de kitesurf. Me tomaré la tarde libre para llevarte a una playa preciosa. Y esta noche cenamos en el pueblo de Tarifa. ¡Agenda completa!

Di un par de clases sin apenas concentrarme en los alumnos, con la imagen de Victoria en mi cama. A la vez apareció un pequeño problema de conciencia que no había surgido al follar con otras mujeres, quizás porque con ellas solo fue sexo y con Victoria había sentido algo muy especial. Esperaba que entendiera que ya era hora de navegar solo por la vida sin llevarla a ella de pasajera.

El viento soplaba con fuerza esa mañana en la playa de Tarifa, llenando el aire con el murmullo constante de las olas rompiendo y el colorido de las cometas tensándose en el cielo. Era un día perfecto para el kitesurf.

Mientras esperaba a mi próxima alumna, preguntándome qué tipo de persona sería, la vi en la orilla. Llevaba una camiseta mía que había tomado de mi armario  y sus pantalones cortos que mostraban sus preciosas piernas bronceadas por el sol. Una gorra deportiva recogía su pelo. Destensé el arnés que llevaba asido a mi cintura

—¿Preparada?

—¿Según para qué? —respondió picarona.

—De momento para una clase.

—Para eso también —matizó sin ambigüedades con una risa ligera—. Nunca es tarde para probar algo nuevo, ¿no?

Había algo retador en sus palabras. Esta noche la invitaría a probar algo nuevo.

Comenzamos en la arena, donde le expliqué las bases. Cómo sujetar la barra, cómo controlar la cometa y, sobre todo, cómo leer el viento. Me escuchaba con atención, asintiendo, sin apartar la mirada de la cometa que flameaba en el cielo como si fuera un ave majestuosa a la que intentaba comprender.

—¿Siempre se mueve tanto? —preguntó, haciendo un gesto hacia la cometa que revoloteaba de un lado a otro.

—Es como un cachorro juguetón —respondí, sonriendo. —Si le demuestras quién manda, te seguirá. Si no, te arrastrará por la arena.

Esa metáfora pareció gustarle, porque dejó escapar una carcajada y asintió con más confianza. Aunque no había nadie alrededor, se acercó a mi oído.

—Esta noche te demostraré quien manda... cachorrín...

Después de un rato de practicar en tierra, llegó el momento de entrar en el agua. Mientras ajustaba las correas de su arnés, noté cómo sus manos temblaban ligeramente.

—No te preocupes Vicky. Tranquila, es la primera vez —le dije.

—No estoy nerviosa —respondió rápidamente, aunque su risa la delató. —Bueno, tal vez un poco.

Una vez en el agua, lo intentamos varias veces hasta que consiguió subirse a la tabla. Cuando intentó levantar la cometa, el viento la venció,  tambaleándola hacia atrás. Pero no se rindió. Cada vez que caía, se levantaba con más fuerza, riéndose de sí misma y lanzándome miradas desafiantes.

—Menos mal que no está Claudia —exclamó mientras trataba de desenredar las líneas de la cometa por tercera vez.

—Estás a punto —respondí para darle confianza, sin dejar de sonreír. —Cuando lo consigas, te alegrarás.

En uno de sus intentos, logró controlar la cometa y deslizarse unos metros sobre el agua. Su grito de triunfo se mezcló con el sonido del viento y la alegría en su rostro le mereció todas las caídas previas.

—¡Salí! —gritó, girándose hacia mí con una sonrisa que parecía iluminar toda la playa.

—Ahora no querrás dejarlo —dije, remando hacia ella con mi tabla.

Mientras terminábamos la lección, no podía dejar de admirar su cuerpo y su personalidad. No se daba por vencida, sin miedo a parecer ridícula, disfrutando cuando lo conseguía. Mientras salíamos del agua, me miró y dijo:

—¿Sabes? Me estás ayudando más de lo que te imaginas.

. Volvimos a coger el quad y tomamos un sendero que nos llevó hacia un acantilado desde donde se podía ver África en el horizonte. Nos detuvimos allí, dejando que el paisaje hablara por sí solo. Ella se sentó sobre una roca, abrazando sus rodillas mientras el viento le alborotaba el cabello.

—Es como si el mundo fuera más grande aquí —murmuró.

—¿Más grande?

—Sí. Como si todo lo demás se quedara pequeño. Los problemas, las preocupaciones... Todo.

Me quedé en silencio, mirándola. Había algo en sus palabras que me hizo pensar en lo fácil que era perder de vista lo importante. En ese momento, bajo ese cielo azul interminable, supe que quería más días así con ella, más aventuras, más momentos en los que todo lo demás desapareciera.

Cuando llegamos de nuevo al quad, para dirigirnos a la playa, me detuvo.

—Ahora conduzco yo.

—¡No te he dado curso de quad!

—Pues me lo das mientras lo llevo.

Llegamos a un paraje de recreo, donde dejamos el vehículo.

—Esto es increíble —dijo, bajándose del quad para caminar hacia la orilla.

La seguí caminado por una zona muy tranquila, siguiendo las huellas que sus pies descalzos hundían en la arena, admirando un halo mágico en su caminar, como si el lugar estuviera hecho para ella o ella para el lugar.  Se detuvo y miró hacia atrás, me encontró embelesado. Por un momento, todo quedó en suspenso. El ruido del mar, el sol brillando sobre las olas, el viento que jugaba con su cabello... todo se desvaneció. Solo estábamos nosotros.

—¿Eres siempre así de romántico? —interrumpió, riendo mientras me lanzaba un poco de arena.

Me acerqué a ella, sacudiéndome la arena del brazo.

—Lo intento —respondí, mirándola directamente a los ojos.

Alcanzamos el final de la playa de Valdevaqueros, en un paraje aislado. Nos echamos en las toallas, dispuestos a disfrutar de una maravillosa tarde de sol, de arena y de playa con olas, conociéndonos mejor. Victoria empujaba a vivir algo importante con ella

El día después que rara vez solía vivir con ninguna mujer, estaba resultando maravilloso.Sonriendo, se desabrochó el top dejándolo caer, mostrando su pecho firme y sus pezones apuntándome directamente a los ojos.

—Tienes un pecho increíble. Mira mi polla.

Tenía una erección monumental. La zona estaba muy solitaria. Sus ojos se quedaron detenidos en ella.

—Eres un bruto, pero me halaga ser capaz de activar la herramienta de un chico de tu edad —Y mirando alrededor, viendo que no teníamos vecinos cercanos, me bajó el bañador y se inclinó hasta poder metérsela en la boca un segundo. Su imagen con un conato de mamada en la arena me volvió loco. La levanté con cariño, ante su extrañeza, para que me acompañara.

—Vamos a pasear que me baje el calentón.

De la mano entramos al agua, en esa zona con el color verde de los litorales de rocas de mar. Nos internamos unos metros, donde aún podía yo sostenerme bien con mis piernas, con el agua hasta la cintura. Nos zambullimos, y al emerger, busqué  su lengua, incitando a mis manos a trepar por su cuerpo, pegadas a su piel, suave como el terciopelo, hasta alcanzar sus pechos, disfrutando con calma, de ese manjar.

—¿Por qué reducir esa erección? ¿No sería mejor aprovecharla?  —me dijo con una sonrisa de hembra en celo.

No había nada más excitante que verla desnuda abrazada a mi cuello con sus brazos y a mi cintura con sus piernas, ofreciéndome su coñito salado y húmedo, moviéndose sobre mí, jadeando, y susurrando, «fóllame».

Su expresión se fue asalvajando, su cara se transformaba cuando se acercaba su orgasmo, empezaba a conocerla bien. Las caricias de las olas, modulaban la pasión que follarla a plena luz del día me producía.

Su grito atronador se confundió con el romper de las olas. No la dejé que se retirara y la obligué a continuar hasta que mi polla dijo basta y la leche que soltó se confundió con la espuma de las olas.

Al salir del agua, parecía la misma Úrsula Andrews, asalvajada, su pelo rizado, luchando contra el Dr No en la película de James Bond.

Casi arrastrándonos, llegamos a la orilla, donde nos tendimos cual náufragos en la playa. Nos besamos con pasión acariciados por las caricias de las olas.

—Pasear por una playa, desnudos, de la mano de una señora tan espectacular... sería fantástico. ¿Te atreves?

—Cada cosa en su sitio. Mañana si quieres vamos a una playa nudista.

Nos pusimos los bañadores y su braguita de bikini para no dar un espectáculo.

Tendidos de nuevo en nuestras toallas, era inevitable referirnos a lo sucedido.

—Para mí el sexo siempre había ido unido al amor. Ahora me siento liberada.

—Entre nosotros, por extraño que nos parezca, se ha generado un cariño real.

—Es posible que la coincidencia de que ambos estamos en un proceso similar de salir de un luto, nos haya unido por encima de otras cosas.

—Y que estás más buena que un queso también ha ayudado —reí, haciéndole reír a ella.

Me volvió a besar.

—Tú tampoco estás mal...jovencito.

Cuando el sol comenzó a bajar, regresamos al punto de partida, dejando atrás las dunas y la playa. Pero mientras conducía el quad, con sus brazos rodeándome otra vez, supe que ese día dejaría en mí uno de esos recuerdos que se quedan grabados, tan reales que casi puedes volver a ellos con los ojos cerrados.

Por la tarde nos preparamos para salir. Me sorprendió con un veraniego camisón largo de color blanco.

—No sabía que habías traído ropa

—Lo compré esta mañana, no puedo ir todo el día en pantalón corto y camisetas prestadas.

Nos dirigimos a la plaza del mercadillo que se organizaba a los pies de la muralla, por las empedradas calles del pueblo de Tarifa, que se entrecruzaban como un laberinto en el que casi había que dejar una señal en cada esquina para salir de él.

El mercadillo se animaba por las noches, en las que los puestos, decorados con telas coloridas, se iluminaban de luces tenues. Allí se ofrecía desde joyería artesanal a cerámicas pintadas a mano, así como montones de especias que impregnaban el aire con aromas exóticos.

Nos detuvimos en un puesteo de velas aromáticas que llamó la atención de Victoria.

—Esta huele a jazmín —dijo con una sonrisa nostálgica, acercando la vela a su nariz.

No sabía exactamente qué podía hacer especial para ella, pero mientras la veía oler esas velas fue como si todo encajara. Pensando en organizar una «velada» especial,  compré tres docenas de velas de diferentes aromas.

La voz aflamencada de un músico callejero rasgaba con su guitarra española una melodía que congregó a su alrededor a un grupo de turistas. Victoria me agarró del brazo y nos paramos, disfrutando del momento. Parecía tan relajada, tan ajena a las preocupaciones de su mundo empresarial que me sentía halagado de poder despertar esa sensación en ella.

Le di la mano para tirar de ella en la subida al Castillo de Guzmán el Bueno, a través de calles semi oscuras, cada vez más estrechas,  y desde cuya posición privilegiada se veía toda la ciudad y el mar. A lo lejos, el sonido del puerto se hacía más evidente: el tintineo de cuerdas contra los mástiles y el eco de las olas rompiendo contra los muelles.

La luna reflejaba su luz sobre el Estrecho de Gibraltar, y las luces de los barcos parpadeaban en la distancia, navegando entre dos continentes. El viento era fresco, casi frío.  Victoria se acercó a mí buscando abrigo.

—¿Sabías que Tarifa es el punto más meridional de Europa? —le dije, rompiendo el silencio apoyados en una de las barandillas de piedra que hacía de mirador.

—Sí, donde se encuentran el Atlántico y el Mediterráneo. Es un lugar que une mundos, culturas....generaciones —respondió con una sonrisa—. Como nosotros.

No dije nada. En ese momento, las palabras sobraban.

De regreso a casa pasamos por el puerto donde algunos pescadores revisaban sus redes bajo la escasa luz de las lámparas de aceite. El olor a salitre llenaba el aire, mezclado con el aroma de pescado fresco proveniente de una pequeña taberna cercana.

Victoria señaló uno de los barcos más pequeños, pintado de azul y blanco.

—¿Te imaginas vivir aquí, en un barco como ese? —preguntó sin esperar respuesta—. A veces pienso en dejarlo todo y desaparecer, vivir una vida libre, lejos de las reuniones, de los compromisos y de las responsabilidades.

—¿Y por qué no lo haces? —le pregunté.

—Porque soy cobarde. Por eso me siento tan bien contigo. Me haces desear romper barreras. Me estás ayudando a descubrir lo que significa ser libre. —Sus ojos brillaban bajo la luz de las farolas.

Había algo en ella que me desarmaba constantemente: su forma de combinar elegancia con vulnerabilidad, cadenas con libertad, como si en cada gesto supusiera una lucha entre lo que era y lo que quería ser.

Seguimos caminando hasta Playa Chica una pequeña playa junto al puerto. Nos sentamos en silencio, observando las olas romper suavemente bajo la luz de la luna.

—Aquí vengo a hacer surf cuando hay viento de Levante —comenté sin evitar que el surf dominara mi vida.

—¿No puedes pensar en otra cosa? El baño de anoche, el de esta tarde...jamás me había sentido así dentro del agua.

—Ahora te llevaré a bañarte en un mar de sábanas...

Esa noche, la magia de Tarifa nos envolvía. Y aunque sabía que su mundo y el mío eran diferentes, en ese momento no importaba. Allí, entre el murmullo del mercado, las calles empedradas y el reflejo del mar, parecía que todo era posible.

Victoria se mostraba cada vez más abierta, hablando de sus miedos, sus frustraciones y el peso que suponía dirigir una empresa tan importante.

—Siempre he tenido que demostrar que puedo con todo —me confesó sentados en la arena. —A veces siento que la gente solo ve mi éxito, pero no a mí. Tengo que mostrarme mucho más enérgica incluso agresiva de lo que yo soy en realidad.

—Yo solo conozco a la Victoria mujer —le dije, tomando su mano—. Y me tiene enamorado.

Al llegar a casa la abracé como señal de que se iniciaba el ritual del amor. Se quedó callada e inmóvil, antes de reaccionar. Bajó los cordones de sus hombros de su vestidito blanco, me pidió que soltara unos cordones traseros y al hacerlo el vestido cayó al suelo.

Su pecho precioso encarcelado en un precioso sujetador blanco calado, haciendo juego con una braguita que a duras penas tapaba nada. No por conocido dejó de admirarme ver ese cuerpo desnudo.

—Ayer estaba nerviosa. Hoy solo deseo disfrutar  Sírvete.

Logré vencer mi parálisis inicial y la abracé besándola esta vez con toda la pasión que el momento requería, percibiendo su entrega, mientras yo trataba de recorrer todo el cuerpo con mis manos.

Bajé mi boca por su escote hasta encontrar sus pechos, que mis labios extasiados recorrieron despacio, sintiendo su cuerpo estremecerse. Ella se dejaba llevar hasta que decidió participar activamente. Me sacó el polo que llevaba y acarició mi piel.

—¿Por qué no nos damos una ducha para disfrutar en plenitud? —le sugería para poder llevar a cabo mi plan.

Mientras ella se duchaba y acicalaba para ser tomada por las armas, yo desarrollé mi improvisado plan de hacerla viajar a un cuento de las mil y una noches.

Desplegué tres docenas de velas, las coloqué con cuidado, formando círculos de fuego con la cama como centro.

Salí al jardín común de la urbanización y corté unas rosas. Eran perfectas, con un color carmesí tan profundo que casi parecían negras a la luz de las velas. Arranqué los pétalos de dos de ellas con delicadeza y los esparcí sobre la cama, creando un manto cromático y aromático que invitaba a soñar. Coloqué algunas rosas enteras en un jarroncito sobre la mesita de noche, dejando que su fragancia llenara la estancia.

Encendí las velas. Conecté una música de películas que ponía con frecuencia. Abrí las sábanas y conecté el ventilador de techo para que el calor de todas las velas no supusiera un problema.

Me duché en un minuto en el otro baño y al llegar la encontré completamente desnuda en la cama, con pétalos de rosa sobre ella, sombras que danzaban por las paredes y el fuego reflejándose en sus ojos.

Su reacción de desnudarse para recibirme fue más de lo que había esperado, sonriéndome como una diosa en su altar dispuesta a ser inmolada.

—Me encanta que quieras hacer especiales cada momento. ¿Te gusta la cena que te he preparado? Tú has decorado la sala pero la cocina es mía.

—Eres 5 estrellas Michelin.

—Eso me convertiría en un ejemplar único en el mundo. El máximo es tres.

—Claro que eres única, eres la diosa Victoria, que va a ser adorada en este altar que he preparado para ofrecerme en sacrificio a ti. Me daría igual que fueras una abeja madre, y muriera después de copular contigo. Vivir esto, vale por toda una vida.

Cuando me acerqué a ella acariciándola, preparándola, elevando su temperatura emocional al punto de ebullición, confesó.

—No podía imaginar que me sentiría tan mujer en los brazos de un chico tan joven.

—Eres el manjar más exquisito que ha pasado por las playas de Tarifa.

—Contigo me olvido de que soy viuda, madre y hasta de los problemas de la empresa.

—Eres un vino gran reserva. Una colección irrepetible.

—Entonces vendíame...recolecta mis caldos.

Desde hacía siglos plantar uva, recogerla y preparar vinos era un arte que había ido mejorando siglo a siglo. Ella era una vid maravillosa, secular, que necesitaba cariño, dedicación. Pero el ingrediente principal para conseguir un buen vino es la pasión que los viticultores ponen en el proceso. Y en eso nadie me iba a ganar, fui muy generoso

Me sentía Dionisio el Dios griego de la liberación, a través del éxtasis y del vino, precursor del Baco romano.  Y una de las diosas del Olimpo quería ser liberada a través del placer.

No era necesario ser un Dios para saber que la mujer es un fruto al que hay que recoger cuando está en su justo punto de maduración. En dos días Victoria había madurado aceleradamente y esa noche, tendida en mi cama, abierta al sacrificio, estaba en su justo punto.

Tomé sus pechos y los estrujé y estrujé. Abrí sus piernas para recolectar Sentí el tiempo de sequía en esos campos faltos de agua y sobrados de sol. Introduje dos dedos en su bodega, con suavidad, sin prisa. Había toda una historia secular dentro de ella. Quité todas las telarañas que el desuso había generado, y que al dotar su corazón de ilusión, comenzó a bombear caricias, relajando su vagina, hasta que llegó el momento en que la diosa, tras un ligero temblor, regó mi mano con su líquido.

—Me siento como una niña. Estoy en un estado intermedio entre la consciencia y el sueño. No me dejes despertar.

No teníamos prisa, dediqué mi atención a recorrer todo el campo, desde los pies hasta el cuello. Tenía que hacerla sentir que era la auténtica dueña de todo el proceso de fermentación del vino.

Me introduje con cuidado en ella, maniobrando hacia adelante y hacia atrás, hasta que abrió por completo sus piernas gimiendo y apretando sus uñas contra mi espalda, como signo de liberación. Sus piernas no es que se abrían, es que no llegaban a cerrarse. Había oído que el vino habla. ¿Y gemir? Debía ser el proceso de fermentación en que estaba inmersa que la hacía gemir y exclamar, sigue, no pares.

Me alcé, en ese estado erecto en el que no deseas otra cosa salvo terminar corriéndote, con la intención de echar dentro de ella mi semilla. No había deseado a nadie más desde Marta.

Cuando estaba a punto de meterla, cogió mi polla con sus manos, insertándosela, sin dejar de acariciarme los huevos, y todo el perímetro, acelerando un polvo que acabó transformándola en un fino oloroso con un bouquet exquisito.

Me despertaron los primeros rayos de sol. Había despertado muy pocas veces con una mujer a mi lado y tener allí a Victoria me gustaba mucho. Y por primera vez desde que perdí a Marta, sentí miedo a volver a perder a alguien.

Victoria, con su calidez y su enorme sensualidad, había despertado algo que ni siquiera sabía que estaba dormido: la idea de que podía ser algo más que el chico que daba clases de surf para sobrevivir. Pero ella vivía en un mundo completamente diferente al mío. Sus responsabilidades, su estatus, todo parecía incompatible con mi vida sencilla.

Abrió los  ojos somnolienta y al verme despierto, pretendió repetir el guión de anoche, besándome, recorriendo mi cuerpo hasta mi boca, sin dejar de acariciar mi muñeco.

—Mmm que rico. — exclamó sin abrir los ojos.

—No te mal acostumbres. Vamos a desayunar —respondí preocupado por lo que quería que ocurriese entre los dos.

Mientras le preparaba un café y unas tostadas, pareció haberme leído el pensamiento.

—¿Sabes? Este lugar es un paraíso, perfecto cuando quieres empezar de nuevo —dijo finalmente—..., pero no puedes quedarte aquí para siempre. Eres joven, tienes talento... no puedes desperdiciarlo.

La miré, sorprendido.

—De momento no me ha ido mal. ¿Qué se supone que debería hacer?

Sonrió, con esa mezcla de ternura y determinación que la hacía tan única.

—Follas como los ángeles, me subes al paraíso pero despierta, serena, no puedo evitar sentir una atracción maternal por ti. Quiero ayudarte.

¿Maternal? Joder con la mamá como follaba anoche.

—Vuelve a Madrid, acaba tu carrera. No te preocupes por el dinero; yo te ayudaré a encontrar un estudio de arquitectura donde empezar a trabajar.

—¿Quieres tenerme cerca en invierno para calentar tu cama?

—No seas infantil, eres más listo que eso. N quiero que lo hagas por mí, ni por nadie más. Quiero que lo hagas por ti.

El sonido del mar se mezcló con el eco de sus palabras, y comprendí que hablaba en serio.

—¿Y qué pasará con nosotros? —pregunté, sin poder evitarlo—. Aquí somos libres, allí serás una madre y rica empresaria con círculos sociales a los que no podrás evadirte.

—No he pensado en mí pero es cierto que me gustaría que esto no finalizara aquí. Nosotros seremos lo que queramos ser: amigos, compañeros...amantes. Pero sin compromisos. Por supuesto tendré que mantener una imagen social y familiar.

.Sus palabras me golpearon con fuerza. Durante tanto tiempo había creído que el fracaso en Madrid me definía, que era todo lo que quedaba de mí. Pero ahí estaba Victoria, mostrándome que tal vez aún había algo más.

—No sé qué decir... —admití.

—Es un primer paso, al menos sé que lo pensarás.

Miré el horizonte, donde el sol se fundía con el mar, y por primera vez en mucho tiempo, pensé que se abría un camino frente a mí. Que podía haber algo más allá de las olas, algo por lo que valiera la pena luchar.

—Gracias por preocuparte por mí.

—¿Puedo pedirte algo a cambio?

—Lo que quieras.

—Me gustaría quedarme aquí unos días. Yo también estoy en deuda contigo y presento, que, si me marcho, perderé todo lo avanzado.

—Si te quedas unos días más...a lo mejor soy yo el que no te deja marcharte luego.

—Trasladaré las oficinas centrales aquí entonces —dijo quitando se la camiseta que había usado para dormir y transformada ya, completamente desnuda, en una mujer provocadora.

Bajó mi pantalón de dormir y se sirvió directamente. Antes de dejar Tarifa nos quedaban muchos días de mar y muchas noches de sexo.



Soy profesor de natacion y termino fallándome a una viuda

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