
Matías había aprendido a vivir solo con su padre desde que tenía memoria. La casa era amplia, silenciosa, con esa calma particular que solo habitan los hombres cuando no hay una mujer cerca que imponga orden, perfume o ternura.
Tenía 21 años, estudiaba arquitectura, hacía ejercicio por las mañanas y, aunque tenía sus encuentros con chicas, su corazón permanecía blindado. Su padre, Oscar, un hombre aún atractivo a sus 45, había estado viudo por casi una década. Por eso, aquella tarde, cuando le dijo a su hijo:
—Mati, quiero traer a mí nueva novia a la casa, tendras Madrastra.
Él apenas arqueó una ceja y respondió con madurez:
—Claro, papá. Tenés derecho a rehacer tu vida.
Pero Matías no estaba preparado para lo que vendría.
Valeria apareció tres días después. No entró, se deslizó. Llevaba un vestido blanco de lino que se pegaba como una segunda piel. Tenía el cabello castaño oscuro, largo, suelto, y un cuerpo de esos que uno no espera encontrar en la pareja de su padre: curvas anchas, piernas firmes, cintura pequeña y unos pechos grandes, sensuales, que amenazaban con reventar el escote.
Matías sintió el golpe como un puñetazo al estómago.
—Hola, vos debés ser Mati... —dijo ella con una sonrisa tan húmeda como sus labios.
—Sí... sí, mucho gusto... —contestó él, algo turbado.
Desde ese primer instante, Valeria se convirtió en una presencia inquietante. Caminaba descalza por la casa con shorts diminutos, se inclinaba demasiado al buscar algo en la heladera, y se estiraba en el sillón dejando ver la tanga que se perdía entre sus glúteos. A veces, cuando Matías se duchaba, ella pasaba por el pasillo y se detenía unos segundos de más frente a la puerta, como si escuchara algo... o como si imaginara algo.
Y Matías la imaginaba también. Por las noches, cerraba los ojos y se dejaba llevar por la fantasía de tenerla encima, cabalgando sobre él, con esos pechos rebotando, sus uñas en su pecho, y su voz jadeando en su oído.
La tensión fue creciendo como una cuerda tensa entre dos cuerpos hambrientos.
Una tarde calurosa, Matías llegó temprano a casa. Su padre no estaba. Valeria salía del baño envuelta apenas en una toalla.
—Uy, no sabía que ya estabas... —dijo ella, sin apuro por cubrirse del todo.
Matías tragó saliva. Su mirada se fue directa al escote húmedo, donde la toalla dejaba ver una curva peligrosa.
—No hay problema —respondió, tratando de no parecer nervioso.
Ella se acercó. Muy cerca.
—¿Te molesto? —susurró, mirándolo con esos ojos color miel.
—No... —dijo él.
Valeria sonrió. Levantó la mano y le acomodó un mechón de cabello mojado a él. La punta de sus dedos rozó la mejilla del joven con ternura.
—Sos muy guapo... como tu padre, pero más joven... más intenso —murmuró, bajando un poco la voz—. ¿Nunca te preguntaste qué se siente probar algo prohibido?
Matías la miró, la respiración agitada, el corazón martillándole el pecho.
—¿Estás jugando...? —preguntó, aunque ya lo sabía.
Ella deslizó la toalla un poco más abajo, dejando ver un pezón rosado, duro, que se asomaba desafiante.
—¿Querés probarme también, Matías?
El silencio fue denso. La toalla cayó al piso como una promesa rota.
Matías no respondió con palabras. La tomó de la cintura y la empujó contra la pared. Su boca se hundió en sus labios, caliente, con hambre. Ella lo recibió con un gemido contenido, enroscando las piernas alrededor de su cintura. Su concha ya estaba empapada, buscándo su pija entre los boxers. La urgencia, la lujuria, la rabia contenida, todo estalló al mismo tiempo.
Él la alzó, la llevó hasta su habitación y la lanzó sobre la cama. Valeria se arqueó como una gata en celo, ofreciéndole todo.
—Quiero sentir cómo me tomás, cómo me usás... hacelo, Matías —susurró con la voz suave.
Sus labios recorrieron sus tetas grandes, saboreando cada centímetro, mientras sus dedos bajaban hasta su concha caliente y resbalosa que se abría para él. La penetró despacio primero hundiéndo su pija en su concha, como quien descubre un tesoro prohibido, y luego con fuerza, con furia, con deseo salvaje.

Los gemidos de ella llenaron la habitación.
—¡Así... sí, así! —gritaba, arañándole la espalda.
Cuando Matías se corrió dentro de ella, sintió que el mundo se deshacía en millones de fragmentos. Ella lo abrazó, jadeando.
—Ahora sí, bebé... ahora somos cómplices.
Y en ese momento, Matías supo que ya nada sería igual.
El cuarto aún olía a sexo. Las sábanas estaban húmedas de sudor y deseo. Matías yacía boca arriba, jadeando, con el pecho agitado y los ojos perdidos en el techo. Valeria, aún desnuda, lo miraba desde la punta de la cama con una sonrisa ladina y satisfecha.
Se puso de pie sin pudor, caminó hasta el borde y, completamente desnuda, se plantó frente a él. Sus tetas grandes, aún vibrando con los ecos del orgasmo, se alzaban firmes. Su vientre plano, sus muslos gruesos y esa concha brillante por los restos de su propio deseo lo hipnotizaron.
—¿Te gustó cogerme? —preguntó ella con voz ronca, divertida, mordiéndose el labio inferior.
Matías no supo qué responder. Estaba embobado con la imagen de esa mujer que hace solo unos minutos era “la novia de papá”, y ahora se había convertido en su fantasía más salvaje.
Pero su cuerpo respondió por él.
Ella bajó la mirada... y ahí estaba: su pija, ya semidura, comenzaba a erguirse de nuevo, lento, desafiante, como si quisiera repetir el pecado.
—Mirá vos... —dijo ella con una risa suave—. Ya estás listo otra vez.
Se arrodilló sobre la cama y, sin decir más, tomó su pija con ambas manos. Lo acarició despacio, como quien conoce el poder que tiene entre los dedos. Luego se inclinó... y lo besó.
Matías soltó un gemido entre dientes. La lengua de Valeria era tibia, húmeda, y se deslizaba por toda la extensión de su carne, bajando hasta la base y subiendo de nuevo hasta el glande, donde lo lamía como si saboreara un helado prohibido.
—Me encanta tu pija, cómo se poné duro por mí... —susurró, antes de metérselo entero en la boca.
Matías apretó los puños contra las sábanas. Ella lo mamaba con una técnica que no era de este mundo: profunda, lenta, con una lengua juguetona y una mirada que no se despegaba de la suya.
Cada vez que lo sacaba, lo dejaba brillante y palpitante, listo para volver a perderse en su garganta.
—Quiero que me llenes otra vez —dijo ella, subiendo sobre él.
Se acomodó sobre sus caderas y guió su pija dentro de su concha, con una facilidad que lo enloqueció. Lo recibió con un gemido largo y profundo, mientras sus uñas se clavaban en el pecho de Matías.
—Dios... cómo me gusta este pedazo de pija joven —jadeó, comenzando a moverse sobre él.
Valeria cabalgaba con ritmo lento al principio, marcando cada embestida, apretando con su interior como si quisiera exprimirlo. Sus tetas rebotaban con cada movimiento, sus ojos entrecerrados, su boca entreabierta.
Matías la tomó de la cintura y empezó a empujar desde abajo, profundo, fuerte.
—¡Sí, así... así! —gritaba ella sin vergüenza—. Dame más, bebé... hacéme toda tuya...
Los cuerpos chocaban con fuerza, el sonido del sexo llenaba el cuarto. Valeria se inclinó hacia él, apoyando las manos en su pecho, moviéndose con desesperación.
—Me vas a hacer acabar otra vez... no pares, no pares...
La giró de pronto, quedando él encima. La tomó de los muslos y la embistió con fuerza, como si la necesitara dentro de su alma. Ella gemía, gritaba, lo arañaba con furia mientras su cuerpo se estremecía por completo.
Cuando se vino dentro de ella por segunda vez, lo hizo con un rugido animal, sintiendo cómo ella se apretaba a su alrededor, temblando, completamente rendida.
Quedaron abrazados, sudados, agotados.
Ella lo besó en el cuello, sonriendo.
—Esto recién empieza, Matías... —susurró—. Vos y yo tenemos mucho por explorar.
Y en el pasillo, la puerta de entrada se abrió.
La voz de Oscar retumbó desde la sala:
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?
Valeria sonrió.
—Shhh... —le dijo a Matías, poniéndose el dedo en los labios—. Guardemos el secreto... por ahora.

El calor no venía solo del verano. La casa estaba impregnada de una electricidad especial, un aroma a sexo contenido, a lujuria mal disimulada. Desde aquel primer cruce de cuerpos, Valeria y Matías ya no podían disimular el hambre con el que se miraban. Cada roce, cada cruce de miradas, era una promesa silenciosa.
Y Oscar, sin sospechar nada, había comenzado a pasar más tiempo fuera: negocios, reuniones, viajes relámpago. Esa mañana, antes de irse, dijo:
—No vuelvo hasta la noche, chicos. Quédense tranquilos.
Valeria apenas le sonrió. Matías, sentado en el sofá, apenas murmuró un “dale, pa”. Pero ambos sabían lo que significaba esa frase: libertad total.
Matías se metió en la ducha después de entrenar. Cerró la puerta, dejó que el agua caliente le cayera sobre la espalda. El vapor subía, espeso, mientras se enjabonaba el pecho. Cerró los ojos un segundo...
Y entonces escuchó la puerta abrirse.
Giró. Valeria estaba entrando sin apuro, desnuda, con el cabello suelto, los pezones duros por el cambio de temperatura y una sonrisa cargada de perversión.
—Vengo a ayudarte, bebé... —susurró al meterse con él bajo el chorro de agua.
Antes de que pudiera decir algo, se arrodilló frente a él. El agua corría por su espalda, por sus tetas firmes, y su boca se abrió para devorar su pija sin aviso.
Matías apoyó una mano contra la pared, jadeando.
—Dios... Valeria...
Ella lo mamaba con desesperación. Lo succionaba con fuerza, metiéndoselo hasta la garganta, soltándolo con un beso húmedo, para luego volver a tragarlo entero. El sonido del agua mezclado con el de su lengua, con sus labios chupando, era un afrodisíaco salvaje.
—Quiero sentirte más adentro —dijo ella levantándose—. Vení... llevame al cuarto.
Él la alzó como si no pesara nada. Mojados, empapados, la llevó hasta su habitación. La tiró sobre la cama y ella abrió las piernas sin pudor, recibiéndolo con el cuerpo encendido.
Se montó sobre él de espaldas, sus glúteos mojados chocando contra su abdomen. Se indrodujo su pija en la concha y comenzó a cabalgarlo con fuerza, rebotando con cada embestida, jadeando como una yegua en celo.
—¡Sí! ¡Así, más fuerte! —gritaba ella, perdiendo el control.
Pero Matías estaba desatado. Le agarró las caderas y detuvo sus movimientos. Se inclinó hacia su oído.
—Te quiero cojer por el culo.
Valeria se quedó en silencio un segundo. Su respiración se cortó. Luego sonrió, de costado, y mirándolo por sobre el hombro dijo:
—¿Estás seguro que podés manejar eso, bebé?
Él no respondió. Escupió en su mano, se lubricó con rapidez, y ella se colocó en cuatro. Levantó los glúteos y los abrió para él, dejando a la vista ese pequeño orificio oscuro, apretado, tentador.
—Despacio primero... —murmuró.

Matías apoyó la punta en su culo y comenzó a empujar, sintiendo cómo su cuerpo se abría lentamente para recibirlo. Ella jadeó, se tensó, pero no se detuvo.
—Sí... metémelo ahí... más... más...
Cuando lo tuvo todo dentro, él se quedó quieto un segundo. Su cuerpo temblaba de placer. Era tan estrecho, tan caliente, tan sucio... tan adictivo.
Comenzó a moverse con fuerza, tomándola del cabello, de las tetas, jadeando como un animal. Ella gritaba de placer, apretando los puños contra las sábanas.
—¡Dios, me estás rompiendo...! ¡No pares! ¡Dámelo todo!
El sonido de sus cuerpos chocando llenaba la casa. Matías la cogía con rabia, con deseo, con una furia que lo superaba.
Y cuando se vino, lo hizo tan profundo, tan intenso, que ambos se quedaron temblando. Ella cayó de lado, exhausta, el cuerpo aún temblando de placer. Él se recostó detrás, abrazándola.
Valeria sonrió, aún jadeando, con una voz ronca:
—Ahora sí... estás completamente adentro mío, Matías... en todos los sentidos.
Y en el pasillo, el reloj marcaba apenas las once de la mañana.
Les quedaba todo el día.

Matías no podía dormir.
Tenía el cuerpo agitado, la mente llena de imágenes suyas: Valeria en la ducha esa mañana, bajando de rodillas para devorarlo con la boca; después, montándolo con los ojos brillantes de deseo, cabalgando su pija hasta hacerlo temblar. Era una adicción. Entre más la tenía, más la necesitaba.
Pero desde que Óscar volvió a casa esa noche, Valeria había desaparecido. No se cruzaron, no hubo mensajes, ni un solo gesto. Solo ausencia.
Y eso lo carcomía por dentro.
Apenas pasadas las diez, Matías salió de su habitación. Caminó por el pasillo en silencio, en shorts y sin remera, guiado por la intuición… o los celos.
La puerta del dormitorio de su padre estaba entreabierta. Se detuvo. El sonido fue inconfundible: gemidos suaves, femeninos, húmedos.
Ella.
Abrió apenas la puerta, lo suficiente para mirar sin ser visto.
Y ahí estaba.
Valeria, desnuda, sentada a sobre su padre, moviéndose con un ritmo lento y profundo. El sudor brillaba en su piel. Su cabello desordenado caía sobre la espalda. Los tetas grandes rebotaban con cada sentada, y su rostro estaba completamente entregado al placer.
—Te extrañé mucho, Papi, a tu pija… —susurró, con un jadeo ronco—. No sabés cuánto.

Él la sujetaba de las caderas y la acompañaba desde abajo, embistiéndola despacio.
—Mmm… yo también, puta hermosa —respondió el, acariciándole los muslos—. Estás más caliente que nunca.
Ella rió con un gemido suave y siguió montándolo, más rápido, más profundo.
—Me hacías falta. Tu forma de coger… de hacerme tuya.
Matías sintió cómo algo en su pecho se tensaba hasta doler. Una mezcla de rabia, celos y desilusión le apretó el estómago.
¿Cuántas veces le había dicho lo mismo a él, con esa misma voz jadeante?
Se alejó de la puerta en silencio, sin poder soportar más. Volvió a su cuarto con el rostro tenso, la mandíbula apretada, el corazón como un tambor desbocado.
Se sentó en la cama, con el cuerpo aún excitado, pero ahora lleno de furia.
Valeria lo estaba volviendo loco.
Lo encendía. Lo usaba. Y ahora se lo restregaba sin decir una palabra.
¿Qué era él para ella?
¿Un secreto? ¿Un pasatiempo? ¿Un error?
El deseo ya no venía solo. Ahora lo acompañaba algo más oscuro. Más peligroso.
Y mientras ella gemía en la habitación contigua, Matías supo que no iba a quedarse quieto.
Esto no terminaba ahí.


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