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142📑Náufragos del Deseo 2

142📑Náufragos del Deseo 2


El huracán llegó sin aviso.
El cielo se partió en dos.
El crucero, gigante y lujoso, no tuvo ninguna oportunidad.

Horas después, entre restos flotantes, solo dos sobrevivientes alcanzaron una playa desconocida, arrastrados por la corriente: Elena, una rubia de cuerpo tallado por el pilates y los trajes de baño carísimos, y Bruno, un técnico de mantenimiento, moreno, musculoso.

Elena se quitó los tacones rotos y la blusa empapada. Su sostén blanco, pegado a la piel mojada, dejaba sus pezones marcados con descaro. Bruno desvió la mirada con respeto, pero el instinto le traicionó: la deseó de inmediato.

—¿Estás bien? —le preguntó, jadeando.

—No sé… creo que sí. ¿Hay alguien más?

—Solo nosotros. Nadie más.


Pasaron las primeras horas en silencio, buscando ramas secas, algo de sombra y un lugar para dormir. El sol quemaba, el hambre apretaba, y el instinto de supervivencia los unía sin palabras.

—Voy a buscar frutas o algo comestible —dijo Elena, más práctica de lo que aparentaba.

—Tené cuidado. Y si encontrás agua, avisame.

Se internó en la vegetación mientras Bruno construía una improvisada cobertura con hojas grandes. No pasó mucho tiempo cuando Elena regresó con las manos llenas de pequeñas bayas rojo oscuro.

—No sé qué son… pero huelen bien.

—Probá una sola primero —le dijo Bruno—. Por si acaso.

Ella lo hizo. Y luego, sin notar ningún mal efecto, se comió un puñado.
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—Están dulces. Muy dulces…

Media hora después, el efecto comenzó.
Primero fue una sensación de calor en el pecho.
Después, los pezones se le endurecieron con fuerza.
Y la vagina… empezó a latirle como si tuviera un pulso propio.

—Bruno… me siento rara…

—¿Cómo rara?

—No sé… como… —se detuvo, mordiéndose el labio—… caliente. Muy caliente.

Bruno la miró. Ella ya tenía la piel enrojecida, los ojos brillantes, las piernas inquietas. Respiraba rápido, y de pronto, se desabrochó el botón de su short mojado.

—No sé qué me pasa… pero necesito… necesito tocarme…

Se arrodilló frente a él. Su cuerpo temblaba. Su ropa interior estaba empapada, no solo por el mar.

—Bruno… por favor… hacé algo.
O me vuelvo loca.

Él tragó saliva. No estaba seguro. Pero su erección era imposible de disimular bajo el pantalón.

—¿Estás segura…?

—¡Ahora! —gimió ella, acercándose—. ¡Ya! ¡No me hagas esperar!

Y lo besó con furia. Con hambre. Con deseo salvaje que no conocía razones.
Le bajó el pantalón. Y liberó su pija. Su expresión lo decía todo:

—Dios… no tenés idea de lo que me hacés.

Lo tomó con ambas manos. Lo lamió. Lo chupó con desesperación. Como si el antídoto a su locura estuviera en su boca.

Bruno la sostuvo del cabello mientras ella lo tragaba todo, gimiendo, sudando. Pero no bastaba.

Se puso de pie, se quitó todo, y se agachó sobre un tronco seco.

—Cogeme. Ahora. Metémelo. ¡Todo!

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Penetró su concha con fuerza, de una sola estocada. Ella gritó. No de dolor. De alivio. De deseo.

—¡Sí! ¡Eso! ¡Más! ¡Rompeme!

Bruno la embestía sin pausa, agarrándola de las caderas, sintiendo sus nalgas rebotar con cada embestida. Ella se tocaba adelante, desesperada.

—¡Me corro! ¡Dios… me estoy corriendo!

Y lo hizo. Con espasmos, con temblores, con un gemido tan fuerte que las aves salieron volando de los árboles.

Bruno la siguió segundos después, descargándose dentro de ella, rugiendo.

Cayeron al suelo, respirando como animales.

—¿Qué… carajo… eran esas bayas? —dijo él, jadeando.

Elena sonrió, con el rostro rojo y la entrepierna empapada.

—No sé… pero mañana… voy a comer más.

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La luna brillaba sobre la isla, blanca y redonda como un ojo vigilante. El fuego improvisado crepitaba en silencio, mientras Bruno descansaba junto a su camastro de hojas, agotado por el día y, sobre todo, por la desenfrenada sesión con Elena horas atrás.

Ella, en cambio, no lograba dormir.

El cuerpo aún le ardía.
Sentía los pezones duros, la concha mojada y los pensamientos saturados de sexo. No podía parar.

Se levantó en silencio. Caminó desnuda entre los arbustos hasta donde había visto las bayas, y se llevó un puñado entero a la boca. El sabor le estalló en la lengua: dulce, ácido, embriagador.

Volvió con los ojos brillando.

Se arrodilló junto a Bruno, que dormía boca arriba. Su torso desnudo subía y bajaba con lentitud. Elena le acarició el pecho, le besó el abdomen y lo despertó con voz baja, sensual.

—Bruno… bebé…
Despertá.

—¿Qué pasa?

Ella no respondió. Solo le metió una baya entre los labios y lo obligó a masticar.

—¿Qué es esto?

—Vas a verlo pronto —susurró, con una sonrisa oscura.

Comió otra ella. Y otra.
Y el deseo los invadió como veneno lento pero poderoso.

Bruno sintió cómo la sangre le bajaba directo a la entrepierna. Su pija comenzó a hincharse y endurecerse como si tuviera vida propia. Elena ya estaba sobre él, frotándose desnuda, dejando que su vagina lo empapara sin vergüenza.

—Esto se va a descontrolar —murmuró él, respirando agitado.

—Entonces… descontrolemonos.

Elena lo besó como si no hubiera mañana, bajando por su pecho hasta llegar a su pija , que ya se endurecia con furia.

La tomó con ambas manos, lo lamió, lo chupó con hambre. Lo devoraba como si se alimentara de su leche. Bruno gemía, se arqueaba, sudaba.

—¡Dios… Elena!

—Shh… no hables. Solo sentí.

Y se subió encima de él, deslizándolo su pija completa en su concha, mojada, estrecha, temblando.
Lo montó con locura, sin ritmo, sin reglas. Como una loba en celo.

Bruno la sujetaba de las caderas, sus manos apretando su culo firme con fuerza. Ella gemía, jadeaba, reía.

—¡Más! ¡Más profundo! ¡Dámelo todo!


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Se sentaron, se abrazaron, se giraron. Ella en cuatro. Él de pie, embistiéndola con fuerza.
Le tiraba del pelo. Le daba nalgadas.
Ella gritaba, lo animaba:

—¡Dale! ¡Rompeme! ¡Cargame con tu leche! ¡Soy tu puta en esta isla!

Y Bruno explotó dentro de ella.

Pero no terminó.

Ambos seguían encendidos por el efecto de las bayas. Se besaron con las lenguas fuera de control, se mordieron los labios, volvieron a enredarse.
Esta vez, Bruno la puso sobre una piedra plana, le abrió las piernas, y la lamió como si su vida dependiera de eso.

—¡Ahhh! ¡Sí! ¡Comeme! ¡Llename de saliva, de vos!


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Se vino en su cara. Él la besó después sin importarle nada.
Y volvió a penetrarla.
Por detrás.
Por delante.

Hasta que, al amanecer, desmayaron exhaustos, desnudos, marcados, cubiertos de sudor y fluidos.

La isla estaba silenciosa. Pero dentro de ellos, el deseo rugía.

—Tenemos un problema —susurró Elena, con la cabeza en su pecho.

—¿Cuál?

—Mañana…
voy a comer más.

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El tercer día en la isla amaneció tranquilo, pero con un cielo gris que advertía tormenta.
Bruno lo supo al instante: el aire estaba cargado, la brisa había cambiado.

—Se viene algo fuerte —dijo, ajustando los palos que sostenían su refugio improvisado.

Elena, aún desnuda, recogía algunas bayas. Sus pezones marcados por el viento, sus muslos brillantes por el calor de su cuerpo. Aún con el deseo vibrando en su piel.

Pero no hubo tiempo para juegos.
La lluvia llegó como un látigo.
Un aguacero salvaje, acompañado por truenos que retumbaban como rugidos.

El refugio no aguantó.
Se desmoronó en cuestión de minutos.
La palmera caída, las hojas volando, todo mojado.

—¡Bruno! ¡Vamos!

Él la tomó de la mano y la guió corriendo, entre barro, ramas y viento, hacia un rincón de la selva. Había estado explorando días antes y encontró una pequeña entrada entre las rocas.

—Por acá. Confía en mí.

Atravesaron un pasillo húmedo y oscuro, y llegaron… a una cueva oculta. Amplia. Profunda.
Y en el centro, una piscina natural de agua tibia, cristalina, alimentada por una pequeña grieta en la piedra.

Elena lo miró, asombrada, empapada, jadeando.

—¿Cómo… cómo sabías esto?

—Te dije que exploré… pero no había querido traerte.
Ahora no queda opción.

El sonido de la tormenta era apenas un eco. El calor de la cueva les envolvía la piel. El agua invitaba.

Y el deseo, otra vez… los encendía.


Bruno se acercó a ella. Le quitó la blusa mojada, que ya se pegaba como una segunda piel.
Elena lo ayudó a desnudarse.
Se miraron, respirando agitados, con las gotas aún corriéndoles por el cuerpo.

—Metete conmigo —dijo ella.

Entraron al agua. Estaba tibia. Suaves burbujas subían desde el fondo. Parecía una piscina termal salvaje. Sus cuerpos se rozaron…
Y el instinto ganó otra vez.

Elena lo empujó contra la pared de roca, lo abrazó con las piernas y lo besó con hambre.
Su concha lo buscaba, mojada, sensible, necesitada.

—Tomame así… contra la piedra.
Como si la tormenta nos metiera el deseo en la sangre.

Bruno la levantó, la penetró con fuerza. Ella jadeó fuerte, el eco amplificaba los sonidos.
El agua salpicaba, sus cuerpos se estrellaban con cada embestida.

—¡Más! ¡No pares! ¡Dame todo, Bruno!

La cueva era un templo de gemidos, piel y placer.

Él se inclinó, le mordió los pezones mientras la embestía.
Ella se aferraba a su cuello, gimiendo sin control.

—¡Me corro! ¡Ahhh sí, sí! ¡Así!

Él no paró hasta sentir cómo el cuerpo de ella temblaba de placer puro. Y segundos después, se vació dentro de ella, con una explosión que le sacó el aire.

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Quedaron flotando, abrazados, temblando.

—Este lugar… —susurró ella— es perfecto.

—Ahora es nuestro refugio —dijo él.

—Nuestro nido. Nuestro pecado.
Nuestra cueva del deseo.

Y esa noche durmieron en la piedra tibia, cubiertos de hojas secas, desnudos, exhaustos… pero sabiendo que al día siguiente, cuando el sol volviera…
harían el amor otra vez, bajo el agua, sin límites.


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Dos días pasaron desde que la tormenta los obligó a refugiarse en la cueva. El lugar ya se sentía como su hogar.

Pero la comida escaseaba.
No quedaba más que recurrir a las bayas… las mismas que desataban el deseo en sus cuerpos como fuego en la piel.

—Solo unas pocas —dijo Bruno, sabiendo lo que provocaban—. Pero lo necesitamos…

Elena asintió y comió las suyas, mirándolo con esa sonrisa traviesa que siempre anunciaba una tormenta… de las que se sentían entre las piernas.

Y no pasaron diez minutos cuando ya estaban uno encima del otro.

—Otra vez… me estoy incendiando —jadeó ella, tocándose por debajo del bikini improvisado.

Bruno ya estaba duro, mirándola como si fuera una diosa en celo. Se acercó por detrás, la tomó de las caderas y le lamió el cuello con desesperación.

—Elena… quiero algo más.

—¿Qué?

— Te quiero cojer por el culo.

Ella giró la cabeza, con una sonrisa atrevida y las pupilas dilatadas.

—¿Tan caliente estás?

—Me estás volviendo loco. Dame todo. Quiero probarte entera.

Ella no respondió con palabras. Se inclinó sobre una roca lisa, arqueó la espalda y separó sus nalgas lentamente, ofreciéndoselo todo, mojada por dentro y ardiente por donde él más deseaba.

—Es tuyo… pero hacelo bien, o te muerdo —susurró.

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Bruno escupió en sus dedos, la preparó con cuidado, sabiendo que esa zona exigía atención… y cuando la sintió lista, se colocó detrás, lento, firme, y le metió la pija en él culo.

Elena jadeó, arqueando el cuerpo, apretando las manos contra la piedra.

—¡Ahhh… sí! ¡Llename! ¡Rompeme si querés!

Bruno embestía con ritmo, con fuerza, sujetándola del cabello, lamiéndole la espalda. Acariciándole la concha. 

—Siempre quise esto de vos…

—Y ahora es tuyo, papi… ¡todo tuyo!

El sonido de su cuerpo chocando contra ella era sucio, húmedo, brutal.
Ambos temblaban. El placer era diferente, más prohibido, más intenso.

Se corrieron casi al mismo tiempo.
Bruno rugió. Elena gemía como una salvaje domada.
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Y justo cuando colapsaban abrazados sobre la piedra caliente…
una sombra en el horizonte.

Un barco. Lejano, pero real que cortaba el mar azul.

Bruno lo señaló, con el pecho agitado.

—¡Es un barco! ¡Podemos hacer señales!

Pero Elena lo abrazó por detrás, desnuda, con las piernas aún temblorosas.

—No… aún no.
No quiero regresar a la civilización.

—¿Por qué?

Ella le besó la nuca.

—Porque allá no puedo montarte cuando quiero.
No puedo gritar como una puta sin que alguien llame a la policía.
Y no puedo tenerte solo para mí…
desnudo, salvaje, mío.

Bruno la miró, sorprendido… y completamente excitado de nuevo.

—Entonces… ¿nos quedamos?

—Unos días más —dijo ella, acariciando su pija , volviéndolo a despertar—.
Hasta que no puedas más… o hasta que esta isla nos devore.

Y volvió a montarlo, ahí mismo, sobre la roca, con el barco alejándose lentamente…
mientras ellos gemían como si el mundo se hubiera olvidado de ellos por completo.


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