Capitulo 5: La Coronación
El club era un organismo vivo que respiraba lujuria. La música electrónica latía como un corazón gigante, y el aire, cargado de sudor, colonia barata y el aroma dulzón del sexo, era espeso y difícil de respirar. Gustavo me había presentado a su círculo con un brazo posesivo alrededor de mi cintura
—Les presento a Valeria, una flor que estaba muriendo de sed. Vine a regarla— Las risas fueron bajas, las miradas, hambrientas. El vestido verde olivo era mi coraza y mi invitación. Un hombre alto, con cicatrices en los nudillos y una sonrisa que no llegaba a los ojos, fue el primero. Se plantó frente a mí, sin mediar palabra, y agarró mi cara con su mano grande, callosa
—Vamos a ver qué hay debajo de tanta elegancia —gruñó, y su boca aplastó la mía en un beso húmedo y violento que supo a whisky. Yo gemí, más por sorpresa que por placer, pero no me resistí. Gustavo, a mi lado, rió con aprobación.
—Eso es, Miguel. Dale algo de bienvenida. — Su mano me dio una nalgada en el trasero, animándome—. No seas tímida ahora, princesa. Para eso viniste. Ese primer beso brusco fue la llave que giró en la cerradura. No se trataba de placer; se trataba de posesión. Y desató el hambre en la habitación.. Otro hombre, más joven, de pelo oscuro y sonrisa cruel, se deslizó detrás de mí. Sus manos no acariciaron; agarraron mis caderas, clavando los dedos en mi piel a través del fino tejido del vestido, y me estamparon contra la dura prominencia en su entrepierna.
—Uy, esta viene calientita, Gustavo —dijo el joven, enterrando su nariz en mi cuello y olfateándome de manera grotesca—. Se le nota lo necesitada. ¿Cuánto te la tenía guardada el maridito?—
Un tercer hombre se acercó, mayor, con barriga y mirada codiciosa. Sus dedos, manchados de nicotina, recorrieron el escote de mi vestido, bajándolo justo lo suficiente para exponer la parte superior de mis pechos.
—Veamos la mercancía— dijo arrastrando las palabras, con el aliento oliendo a cerveza barata. —Quiero ver si el resto coincide con el empaque—
La humillación debería haber llegado, pero fue barrida por una ola de puro fuego. Me guiaron, o más bien me empujaron, hacia una plataforma baja rodeada de sofás de cuero desgastado. Unas manos no me acariciaban, sino que me reclamaban. Tiraban de los tirantes de mi vestido, bajándolos por los hombros. La elegante tela verde oliva fue arrancada de mi cuerpo, no con cuidado, sino con una urgencia frenética que me dejó allí de pie, con solo mis tacones, el vestido convertido en un harapo a mis pies. Un coro de silbidos y gruñidos de aprobación estalló a mi alrededor. Crucé los brazos por instinto, un último vestigio de modestia.

—¡Quítate las manos! —ordenó Gustavo desde el borde del círculo, su voz una mezcla de diversión y autoridad—. Deja que vean lo que estoy disfrutando. ¿O te da vergüenza ahora, putita? ¿Después de todo lo que me has pedido?
Sus palabras me quemaron. Lenta y deliberadamente, descrucé los brazos y dejé caer las manos a los costados, exponiéndome por completo a la mirada hambrienta de una docena de desconocidos. El calor de sus miradas se sentía como un roce físico, degradante y electrizante.
—Así me gusta —ronroneó Gustavo—. Ahora, ponte a trabajar. Empieza por Miguel. Parece que le gustaste.— Me arrodillé sobre la áspera alfombra, sintiéndome sumisa y poderosamente desafiante. Miguel no esperó. Me agarró un mechón de pelo y metió su gran verga en mi boca con un gruñido.
—Sí, eso es. Abre bien, mamita. A ver si eres tan buena como dice tu suegro— Casi me atraganto, pero no me detuve. Lo miré, con lágrimas en los ojos por la fuerza, y solo vi lujuria pura y aprobatoria. Era todo el aliento que necesitaba. Otro hombre, el más joven, se acercó por detrás, agarrando mis caderas desnudas con las manos. Sentí que se bajaba la cremallera de sus pantalones, y luego la presión brusca e impaciente contra la entrada de mi vagina
—Está mojadísima—le gritó el joven a Gustavo, con una risa—. Le encanta esto. Es una nena mala que necesitaba que la pusieran en su lugar.— Me penetró con un movimiento brutal y profundo, haciéndome gritar alrededor de la verga de Miguel. Los sonidos que emitía eran apagados, animales. Ya no era Valeria, la esposa fiel. Era un agujero para ser usado, un espectáculo para ser disfrutado. Y lo más aterrador era cuánto lo amaba. Cómo las palabras crudas y degradantes y las manos ásperas solo alimentaban el infierno dentro de mí. Gustavo observaba, con una copa en la mano, como un dios satisfecho con su creación más depravada. Su mirada era la única que importaba, y en ella solo veía orgullo.
El mundo se había reducido a una cacofonía de sensaciones brutales y posesiva. Yo era meramente un recipiente para su liberación,. El hombre en mi boca, Miguel, me sujetaba la cabeza con fuerza, cogiendo mi garganta con embestidas superficiales y brutales que me hacían vomitar, mientras las lágrimas corrían por mi rostro ya desaliñado. El hombre más joven detrás de mí embestía mi coño, con gruñidos bestiales, sus dedos clavándose en la suave piel de mis caderas.
Y entonces, sentí otra presencia. Un tercer hombre, de manos ásperas y aliento a tabaco, se arrodilló detrás de mí. Sentí su saliva, cálida y cruda, mientras lubricaba sus dedos y luego su polla, presionando la cabeza gruesa contra mi apretado e intacto culo. Un sonido de pánico genuino se ahogó en mi garganta, ahogado por la verga que la ocupaba.
—Tranquila, nena —gruñó el hombre—. Esto también es mío ahora.
Gustavo, desde su asiento, dio la orden final. —Dale. Rompe ese otro culo. Es hora de que aprenda a servir por todos lados.
Con una embestida brutal y ardiente, se enterró en mi culo. El dolor era abrasador y punzante, un grito agudo que me desgarraba, amortiguado por la polla en mi garganta. Estaba completamente empalado, estirado más allá de lo imaginable, una triple penetración que destrozó los últimos vestigios de mi antigua yo. La agonía inicial, sin embargo, comenzó a transformarse lentamente en una sensación de plenitud tan extrema que rayaba en lo trascendental. Yo era su muñeca sexual perfecta, tomándolos todos a la vez.
Fue entonces que otro hombre se acercó, su erección a la altura de mi cara libre. Casi por instinto, mi mano, que había estado agarrando el muslo de Miguel para mantener el equilibrio, se extendió y rodeó la longitud del nuevo desconocido. Empecé a acariciarlo, con movimientos torpes al principio, luego ganando ritmo, al ritmo de los hombres que usaban mis otros agujeros. Otro hombre se acercó, y mi otra mano lo encontró, masturbándolo con un fervor que desconocía. Estaba orquestando mi propia degradación, sirviendo a cinco hombres a la vez, y una oleada de felicidad vertiginosa y poderosa me invadió. Este era mi lugar.

—¡Mira esta puta! —gritó alguien—. ¡Le encanta! ¡Le encanta tener las manos llenas de vergas!
El ritmo se convirtió en una máquina castigadora y sincronizada de embestidas, arcadas y golpes. Me perdí en él, mi mente se quedó en blanco, feliz y completamente vacía. El hombre en mi boca fue el primero en terminar. Se retiró con un rugido gutural y sentí el primer chorro caliente y espeso en mi mejilla, luego en mi frente, manchando mi piel con su liberación.

—¡Tragatelo todo, zorra!— gruñó, cubriéndome la cara con su semen
No me detuve. Seguí moviendo las caderas, recibiendo las embestidas por detrás, acariciando las dos pollas que tenía en las manos con una energía frenética. Estaba hecha un mar de sudor, saliva y semen, y nunca me había sentido más hermosa, más útil. El hombre que estaba en mi vagina se corrió dentro de mí con un gemido profundo, llenándome
Inmediatamente, fue reemplazado. Otro hombre, ansioso y duro, apartó el gastado y se enfundó en mi coño, usado y goteante, sin dudarlo un segundo. La embestida continuó sin descanso. El hombre en mi culo lo siguió poco después, vaciándose profundamente con un escalofrío, y otro desconocido tomó su lugar, su invasión ahora más fácil, bienvenida por la viscosidad que quedaba.
Yo estaba en un bucle continuo de placer y uso. Cuando un hombre terminaba, otro ocupaba su lugar. Mi cara se convirtió en un lienzo de semen, nuevas capas cubriendo las viejas. Mi cuerpo ya no era mío; era propiedad común, un juguete usado, y la pura y absoluta felicidad de saberlo me hacía correrme una y otra vez, mis gritos de placer se perdían entre el ruido del club y los gemidos de los hombres que me poseían, pieza por pieza. Gustavo observaba todo, y su sonrisa era la última cosa que veía entre el esperma y las lágrimas de éxtasis
Después de lo que pareció una eternidad, pero que en realidad fueron solo horas, el último de los hombres se apartó de mí con un gruñido gutural de satisfacción. Yo era un desastre, usada y rellena de todas las maneras posibles, cubierta de una capa de sudor que no era mío y de vetas de sudor seco de varios hombres. Me sentía vacía y pesada a la vez, un juguete abandonado en el centro de la habitación. El aire olía a sexo rancio y a conquista.
Uno a uno, se fueron acercando, ajustando su ropa, con sonrisas de satisfacción lobuna. Me daban palmaditas en la cabeza, en la mejilla, en el trasero, al pasar, murmurando cosas como "Hasta la próxima, mamacita" y "Eres un puto sueño, dile a Gustavo que te traiga pronto". Sus palabras, aunque degradantes, me llenaron de un extraño orgullo. Había sido suficiente. Más que suficiente.
Cuando el último se hubo ido, Gustavo se acercó. Me miró de arriba abajo, con una expresión de posesivo triunfo. —Mira qué belleza has creado —murmuró, no con asco, sino con admiración—. Eres una obra de arte viviente. —Luego, su tono se suavizó—. Hay duchas al fondo del pasillo a la derecha. Ve a limpiarte. Te espero.
Asentí, mis piernas temblorosas apenas me sostenían. Caminé como un fantasma por el pasillo aún vibrante de los sonidos de otros encuentros y encontré las duchas. El agua caliente me picó en mi piel sensible y sobre estimulada, borrando la evidencia física de lo que había sucedido, pero la sensación de haber sido tan completamente utilizada y reclamada permaneció, grabada en mis huesos. Salí sintiéndome extrañamente nueva y vacía al mismo tiempo.
Al volver a la sala privada, mi vestido verde olivo yacía en el suelo, manchado y arrugado, irreconocible. Gustavo señaló una pequeña pila de ropa sobre una silla. —Siempre vengo preparado —dijo con una sonrisa—. Para después.
Sin pudor, me vestí frente a él. Me puse los shorts deportivos rosas ajustados y el top corto a juego que había traído. La tela era suave al contacto con mi piel, pero el atuendo parecía otro uniforme, uno que me identificaba como suya, lista para la siguiente ronda cuando él lo decidiera. Gustavo no apartó los ojos de mí ni un segundo, disfrutando del espectáculo de verme cubrir un cuerpo que él ahora consideraba su propiedad.

Salimos del club con las manos entrelazadas, como una pareja más saliendo de una cita. La noche nos recibió con aire fresco que no logró borrar el calor que aún ardía bajo mi piel. Íbamos riendo, bajitos, comentando fragmentos de lo ocurrido, eufóricos por el secreto compartido y la adrenalina de lo que habíamos hecho.
—Nunca había... —empecé a decir, pero me interrumpí, sin palabras.
—Lo sé —concluyó Gustavo, apretándome la mano—. Y esto es solo el principio.
Al llegar a nuestra calle, una sensación extraña me recorrió. La casa estaba a oscuras, excepto por la tenue luz de la lámpara de la sala. —¿Dejaste una luz encendida? —pregunté, con un hilo de inquietud en la voz.
—No —respondió Gustavo, y su tono perdió toda la alegría de segundos antes.
Al abrir la puerta, la silueta sentada en el sofá me heló la sangre. Adrián. No estaba acostado. Estaba sentado en la penumbra, esperando. Se puso de pie lentamente cuando entramos. Su rostro estaba pálido, tenso, y sus ojos, normalmente cansados, ahora brillaban con una furia contenida que nunca le había visto.
—¿Dónde carajos han estado? —preguntó, y su voz no era un grito, sino un filo de cuchillo, bajo y peligroso.
El corazón me golpeó contra las costillas. Gustavo fue el primero en reaccionar, soltando mi mano con naturalidad.
—Cenando —dijo, con una calma que me pareció milagrosa—. Luego fuimos a caminar para bajar la comida. ¿Pasó algo? No esperábamos que estuvieras aquí.
—Cenando —repitió Adrián, como si saboreara la mentira—. ¿A las dos de la madrugada? ¿Y por qué ella está vestida así? —Su mirada me recorrió de arriba abajo, escudriñando el short rosa y el top, que de repente me parecieron absurdamente provocadores y fuera de lugar.
—Hacía calor —improvisé, con la voz un poco quebrada—. Salimos sin planearlo, yo... me puse lo primero que encontré.
Adrián no pareció convencido. Su mirada saltó de mí a Gustavo y viceversa, buscando una grieta, una inconsistencia.
—Parecen... alterados. Felices. —dijo, y la palabra "felices" sonó como un insulto.
—¿Y no podemos estarlo? —replicó Gustavo, encogiéndose de hombros con una sonrisa forzada—. Fue una buena noche. ¿Hay algún problema con que lleve a tu esposa a cenar y a tomar un poco de aire?
Adrián se quedó en silencio durante unos segundos eternos, estudiándonos. La mentira pesaba en el aire, tan espesa como el olor a sexo que creía sentir todavía en mi piel. Finalmente, respiró hondo, como si contara hasta diez.
—No —dijo finalmente, aunque su tono decía todo lo contrario—. No hay problema. Solo... la próxima vez, avisen. Me preocupé.
—Por supuesto, hijo —dijo Gustavo, con una condescendencia que me erizó la piel—. No volverá a pasar.
Adrián asintió lentamente, sin apartar los ojos de mí. Dio media vuelta y subió las escaleras sin decir otra palabra, dejándonos a solas en la sala con el eco de su sospecha, ahora convertida en una certeza tangible y aterradora.
La tensión de la noche anterior aún colgaba en el aire como una neblina espesa. Adrián y yo apenas cruzamos palabras antes de apagar la luz. Él se dio la vuelta, dándome la espalda, y después de un silencio pesado que pareció durar horas, finalmente habló.
—Val —dijo, su voz era plana, cortante—. Mi papá ya está bien. Más que bien. Creo que es hora de que se vaya de la casa. No tiene por qué quedarse más tiempo con nosotros.
El corazón se me encogió. Era la sentencia que más había temido. Con cada fibra de mi cuerpo quise gritar, protestar, suplicar que no. Pero la fría mirada de sospecha que me había lanzado horas antes aún me quemaba. No podía arriesgarme. No ahora.
—Sí —respondí, con una voz que esperaba sonara resignada y no desgarrada—. Tienes razón. Ya está recuperado. Hablaré con él... para que busque un lugar.
Adrián asintió, satisfecho, y finalmente se durmió. Yo me quedé mirando al techo, con un nudo de angustia y deseo en el estómago, resignándome a que todo había terminado.
A la mañana siguiente, me desperté sola en la cama. Adrián ya se había ido a trabajar. Un profundo sentimiento de pérdida se apoderó de mí. Bajé las escaleras con paso lento, envuelta en mi suave pijama de seda, sintiendo que cada paso me acercaba al funeral de mi propia pasión.
Al entrar en la cocina, me detuve en seco. La escena que encontró fue tan inesperada que borró instantáneamente toda mi tristeza.
Gustavo estaba de pie frente a la estufa, friendo huevos. Y estaba completamente desnudo. La luz de la mañana entraba por la ventana, iluminando la musculatura de su espalda y sus poderosas piernas. Se giró al sentir mi presencia, sin el más mínimo asomo de vergüenza, con una sonrisa lenta y posesiva.
—Buenos días, princesa —dijo, su voz era ronca por la mañana—. ¿Dormiste bien?
No pude responder. Mi mirada se desplazó irresistiblemente hacia su entrepierna, donde ya colgaba semierecta, una promesa familiar y adorada. Cualquier pensamiento sobre lo que había aceptado la noche anterior se esfumó. El deseo, puro y urgente, tomó el control.
—Gustavo... —susurré, y fue todo lo que pude decir.
Cerré la distancia entre nosotros en tres pasos rápidos. Él dejó la espátula y me abrió los brazos. Nuestros labios se encontraron en un beso salvaje y desesperado que supo a café y a huevos fritos, a final y a nuevo comienzo. Podía sentir su excitación matutina presionando contra mi pijama de seda, y un hambre desesperada se apoderó de mí.
Me separé de su boca, jadeando, y me dejé caer de rodillas frente a él sobre el frío suelo de la cocina. No lo dudé. Tomé su miembro endurecido en mi boca, saboreando su familiar sal y piel, un sabor que me recordaba más a casa que cualquier otra cosa en esa casa. Él emitió un gruñido gutural y enterró sus manos en mi cabello, no con fuerza, sino con una posesividad que me hizo arder.
—Así, mi niña —murmuró, mirando hacia abajo, hacia donde yo lo devoraba con una urgencia que venía de saber que esto podía ser la última vez—. Así me gusta. Chúpame como si no hubiera un mañana.
Obedecí, mi lengua recorriendo la cabeza antes de meterlo profundamente en mi garganta, aferrándome a sus muslos musculosos. Lo adoré allí, en medio de la cocina, con el olor a desayuno quemándose en la sartén, sabiendo que esta era nuestra verdadera despedida, nuestro último y perfecto acto de rebeldía. Sabía que era una locura, que Adrián podía volver en cualquier momento, pero en ese instante, solo importaba él, su sabor, y la sensación de poder darle placer una última vez. El mundo se había reducido a ese punto, a esa conexión prohibida y perfecta en el suelo de la cocina.
Se la empecé a chupar con un fervor desesperado, mi lengua recorriendo cada vena, mis labios creando un sello hermético mientras lo penetraba más profundamente, hasta que mis ojos se llenaron de lágrimas y mi garganta se relajó para acomodarlo. Sus caderas daban ligeros empujes involuntarios, una silenciosa súplica por más. Podía sentirlo hincharse, endureciéndose hasta alcanzar su impresionante tamaño contra mi lengua. El mundo se reducía a esto: su sabor, el sonido de su respiración agitada, la sensación de sus muslos temblando bajo mis manos.
—Eso es, mi amor... asi—, gruñó con la voz cargada de placer. —Chupalo todo. Dios, esa boca tuya está hecha para esto— Sus palabras, tan crudas y posesivas, avivaron el fuego en mi vientre. Lo miré, encontrando sus ojos oscuros y hambrientos mientras lo succionaba más profundamente, deseando que me viera, que viera cuánto amaba esto, lo completamente suya que era en ese momento.
Su respiración se volvió más jadeante, más urgente. Su agarre en mi cabello se apretó ligeramente. —Estoy cerca... no pares— advirtió con los dientes apretados. Redoblé mis esfuerzos, mi mano uniéndose a mi boca, acariciando lo que no podía soportar, hasta que sentí el pulso familiar y el latido contra mi lengua. Un gemido profundo y gutural salió de su pecho cuando su liberación golpeó el fondo de mi garganta, cálida y amarga. Tragué hasta la última gota, mi propio cuerpo vibrando con una perversa sensación de poder y satisfacción. Me quedé allí por un momento, con él todavía en mi boca, saboreando el último espasmo, la última prueba de nuestro secreto.
Finalmente, me separé, limpiándome los labios con el dorso de la mano. Él me miró con una mezcla de asombro y adoración, ayudándome a levantarme.
—Nunca dejaré de sorprenderme contigo —murmuró, dándome un beso suave en la frente.
Preparamos el desayuno en un silencio cómplice, el olor a huevos fritos y tostadas llenando la cocina, enmascarando el aroma a sexo que aún flotaba en el aire. Nos sentamos a comer como si nada hubiera pasado, pero la electricidad entre nosotros era palpable. Cada roce de sus dedos al pasarme la sal me erizaba la piel.
Después de un rato, tomé aire, preparándome para arruinar el momento.
—Gustavo —comencé, jugando con mi tenedor—. Adrián... habló anoche. Dice que ya estás bien, recuperado. Que... que es hora de que busques tu propio lugar.
Hubo un silencio pesado. Él dejó su taza de café y suspiró, mirando por la ventana con una expresión resignada.
—Lo sabía —dijo finalmente, con un tono de aceptación que me partió el corazón—. Era cuestión de tiempo. No puedo quedarme aquí para siempre, escondiéndome como un adolescente. Es su casa.
—Lo siento —musité, sintiendo que los ojos se me llenaban de lágrimas que no me atrevía a dejar caer.
—No lo sientas, Valeria —dijo él, alcanzando mi mano sobre la mesa y apretándola—. Fue... increíble mientras duró. —Una sonrisa triste se dibujó en sus labios—. Entonces, ¿cuánto tiempo tengo?
—Unos días, quizá una semana. No fue específico.
—Bueno —asintió, su mirada se volvió decidida—. Entonces, tenemos hoy. Un día entero. ¿Qué dices? ¿Lo aprovechamos? ¿Sin mentiras, sin escondernos, solo nosotros?
La propuesta era a la vez maravillosa y tortuosa. Un último día de gloria antes del adiós.
—Sí —respondí, con la voz quebrada por la emoción—. Solo nosotros.
Sonrió, una sonrisa genuina que le llegó a los ojos por primera vez esa mañana. —Perfecto. Entonces, princesa, ve a vestirte. Hoy te voy a dar un día que nunca olvidarás.
Muchas gracias por llegar hasta aqui, cualquier cosa relacionada con esta historia no duden en en mandarme mensaje, cualquier idea, comentario, apoyo será bienvenido, dejen sus puntos compartan para traer las siguientes partes
Gracias por leer
El club era un organismo vivo que respiraba lujuria. La música electrónica latía como un corazón gigante, y el aire, cargado de sudor, colonia barata y el aroma dulzón del sexo, era espeso y difícil de respirar. Gustavo me había presentado a su círculo con un brazo posesivo alrededor de mi cintura
—Les presento a Valeria, una flor que estaba muriendo de sed. Vine a regarla— Las risas fueron bajas, las miradas, hambrientas. El vestido verde olivo era mi coraza y mi invitación. Un hombre alto, con cicatrices en los nudillos y una sonrisa que no llegaba a los ojos, fue el primero. Se plantó frente a mí, sin mediar palabra, y agarró mi cara con su mano grande, callosa
—Vamos a ver qué hay debajo de tanta elegancia —gruñó, y su boca aplastó la mía en un beso húmedo y violento que supo a whisky. Yo gemí, más por sorpresa que por placer, pero no me resistí. Gustavo, a mi lado, rió con aprobación.
—Eso es, Miguel. Dale algo de bienvenida. — Su mano me dio una nalgada en el trasero, animándome—. No seas tímida ahora, princesa. Para eso viniste. Ese primer beso brusco fue la llave que giró en la cerradura. No se trataba de placer; se trataba de posesión. Y desató el hambre en la habitación.. Otro hombre, más joven, de pelo oscuro y sonrisa cruel, se deslizó detrás de mí. Sus manos no acariciaron; agarraron mis caderas, clavando los dedos en mi piel a través del fino tejido del vestido, y me estamparon contra la dura prominencia en su entrepierna.
—Uy, esta viene calientita, Gustavo —dijo el joven, enterrando su nariz en mi cuello y olfateándome de manera grotesca—. Se le nota lo necesitada. ¿Cuánto te la tenía guardada el maridito?—
Un tercer hombre se acercó, mayor, con barriga y mirada codiciosa. Sus dedos, manchados de nicotina, recorrieron el escote de mi vestido, bajándolo justo lo suficiente para exponer la parte superior de mis pechos.
—Veamos la mercancía— dijo arrastrando las palabras, con el aliento oliendo a cerveza barata. —Quiero ver si el resto coincide con el empaque—
La humillación debería haber llegado, pero fue barrida por una ola de puro fuego. Me guiaron, o más bien me empujaron, hacia una plataforma baja rodeada de sofás de cuero desgastado. Unas manos no me acariciaban, sino que me reclamaban. Tiraban de los tirantes de mi vestido, bajándolos por los hombros. La elegante tela verde oliva fue arrancada de mi cuerpo, no con cuidado, sino con una urgencia frenética que me dejó allí de pie, con solo mis tacones, el vestido convertido en un harapo a mis pies. Un coro de silbidos y gruñidos de aprobación estalló a mi alrededor. Crucé los brazos por instinto, un último vestigio de modestia.

—¡Quítate las manos! —ordenó Gustavo desde el borde del círculo, su voz una mezcla de diversión y autoridad—. Deja que vean lo que estoy disfrutando. ¿O te da vergüenza ahora, putita? ¿Después de todo lo que me has pedido?
Sus palabras me quemaron. Lenta y deliberadamente, descrucé los brazos y dejé caer las manos a los costados, exponiéndome por completo a la mirada hambrienta de una docena de desconocidos. El calor de sus miradas se sentía como un roce físico, degradante y electrizante.
—Así me gusta —ronroneó Gustavo—. Ahora, ponte a trabajar. Empieza por Miguel. Parece que le gustaste.— Me arrodillé sobre la áspera alfombra, sintiéndome sumisa y poderosamente desafiante. Miguel no esperó. Me agarró un mechón de pelo y metió su gran verga en mi boca con un gruñido.
—Sí, eso es. Abre bien, mamita. A ver si eres tan buena como dice tu suegro— Casi me atraganto, pero no me detuve. Lo miré, con lágrimas en los ojos por la fuerza, y solo vi lujuria pura y aprobatoria. Era todo el aliento que necesitaba. Otro hombre, el más joven, se acercó por detrás, agarrando mis caderas desnudas con las manos. Sentí que se bajaba la cremallera de sus pantalones, y luego la presión brusca e impaciente contra la entrada de mi vagina
—Está mojadísima—le gritó el joven a Gustavo, con una risa—. Le encanta esto. Es una nena mala que necesitaba que la pusieran en su lugar.— Me penetró con un movimiento brutal y profundo, haciéndome gritar alrededor de la verga de Miguel. Los sonidos que emitía eran apagados, animales. Ya no era Valeria, la esposa fiel. Era un agujero para ser usado, un espectáculo para ser disfrutado. Y lo más aterrador era cuánto lo amaba. Cómo las palabras crudas y degradantes y las manos ásperas solo alimentaban el infierno dentro de mí. Gustavo observaba, con una copa en la mano, como un dios satisfecho con su creación más depravada. Su mirada era la única que importaba, y en ella solo veía orgullo.
El mundo se había reducido a una cacofonía de sensaciones brutales y posesiva. Yo era meramente un recipiente para su liberación,. El hombre en mi boca, Miguel, me sujetaba la cabeza con fuerza, cogiendo mi garganta con embestidas superficiales y brutales que me hacían vomitar, mientras las lágrimas corrían por mi rostro ya desaliñado. El hombre más joven detrás de mí embestía mi coño, con gruñidos bestiales, sus dedos clavándose en la suave piel de mis caderas.
Y entonces, sentí otra presencia. Un tercer hombre, de manos ásperas y aliento a tabaco, se arrodilló detrás de mí. Sentí su saliva, cálida y cruda, mientras lubricaba sus dedos y luego su polla, presionando la cabeza gruesa contra mi apretado e intacto culo. Un sonido de pánico genuino se ahogó en mi garganta, ahogado por la verga que la ocupaba.
—Tranquila, nena —gruñó el hombre—. Esto también es mío ahora.
Gustavo, desde su asiento, dio la orden final. —Dale. Rompe ese otro culo. Es hora de que aprenda a servir por todos lados.
Con una embestida brutal y ardiente, se enterró en mi culo. El dolor era abrasador y punzante, un grito agudo que me desgarraba, amortiguado por la polla en mi garganta. Estaba completamente empalado, estirado más allá de lo imaginable, una triple penetración que destrozó los últimos vestigios de mi antigua yo. La agonía inicial, sin embargo, comenzó a transformarse lentamente en una sensación de plenitud tan extrema que rayaba en lo trascendental. Yo era su muñeca sexual perfecta, tomándolos todos a la vez.
Fue entonces que otro hombre se acercó, su erección a la altura de mi cara libre. Casi por instinto, mi mano, que había estado agarrando el muslo de Miguel para mantener el equilibrio, se extendió y rodeó la longitud del nuevo desconocido. Empecé a acariciarlo, con movimientos torpes al principio, luego ganando ritmo, al ritmo de los hombres que usaban mis otros agujeros. Otro hombre se acercó, y mi otra mano lo encontró, masturbándolo con un fervor que desconocía. Estaba orquestando mi propia degradación, sirviendo a cinco hombres a la vez, y una oleada de felicidad vertiginosa y poderosa me invadió. Este era mi lugar.

—¡Mira esta puta! —gritó alguien—. ¡Le encanta! ¡Le encanta tener las manos llenas de vergas!
El ritmo se convirtió en una máquina castigadora y sincronizada de embestidas, arcadas y golpes. Me perdí en él, mi mente se quedó en blanco, feliz y completamente vacía. El hombre en mi boca fue el primero en terminar. Se retiró con un rugido gutural y sentí el primer chorro caliente y espeso en mi mejilla, luego en mi frente, manchando mi piel con su liberación.

—¡Tragatelo todo, zorra!— gruñó, cubriéndome la cara con su semen
No me detuve. Seguí moviendo las caderas, recibiendo las embestidas por detrás, acariciando las dos pollas que tenía en las manos con una energía frenética. Estaba hecha un mar de sudor, saliva y semen, y nunca me había sentido más hermosa, más útil. El hombre que estaba en mi vagina se corrió dentro de mí con un gemido profundo, llenándome
Inmediatamente, fue reemplazado. Otro hombre, ansioso y duro, apartó el gastado y se enfundó en mi coño, usado y goteante, sin dudarlo un segundo. La embestida continuó sin descanso. El hombre en mi culo lo siguió poco después, vaciándose profundamente con un escalofrío, y otro desconocido tomó su lugar, su invasión ahora más fácil, bienvenida por la viscosidad que quedaba.
Yo estaba en un bucle continuo de placer y uso. Cuando un hombre terminaba, otro ocupaba su lugar. Mi cara se convirtió en un lienzo de semen, nuevas capas cubriendo las viejas. Mi cuerpo ya no era mío; era propiedad común, un juguete usado, y la pura y absoluta felicidad de saberlo me hacía correrme una y otra vez, mis gritos de placer se perdían entre el ruido del club y los gemidos de los hombres que me poseían, pieza por pieza. Gustavo observaba todo, y su sonrisa era la última cosa que veía entre el esperma y las lágrimas de éxtasis
Después de lo que pareció una eternidad, pero que en realidad fueron solo horas, el último de los hombres se apartó de mí con un gruñido gutural de satisfacción. Yo era un desastre, usada y rellena de todas las maneras posibles, cubierta de una capa de sudor que no era mío y de vetas de sudor seco de varios hombres. Me sentía vacía y pesada a la vez, un juguete abandonado en el centro de la habitación. El aire olía a sexo rancio y a conquista.
Uno a uno, se fueron acercando, ajustando su ropa, con sonrisas de satisfacción lobuna. Me daban palmaditas en la cabeza, en la mejilla, en el trasero, al pasar, murmurando cosas como "Hasta la próxima, mamacita" y "Eres un puto sueño, dile a Gustavo que te traiga pronto". Sus palabras, aunque degradantes, me llenaron de un extraño orgullo. Había sido suficiente. Más que suficiente.
Cuando el último se hubo ido, Gustavo se acercó. Me miró de arriba abajo, con una expresión de posesivo triunfo. —Mira qué belleza has creado —murmuró, no con asco, sino con admiración—. Eres una obra de arte viviente. —Luego, su tono se suavizó—. Hay duchas al fondo del pasillo a la derecha. Ve a limpiarte. Te espero.
Asentí, mis piernas temblorosas apenas me sostenían. Caminé como un fantasma por el pasillo aún vibrante de los sonidos de otros encuentros y encontré las duchas. El agua caliente me picó en mi piel sensible y sobre estimulada, borrando la evidencia física de lo que había sucedido, pero la sensación de haber sido tan completamente utilizada y reclamada permaneció, grabada en mis huesos. Salí sintiéndome extrañamente nueva y vacía al mismo tiempo.
Al volver a la sala privada, mi vestido verde olivo yacía en el suelo, manchado y arrugado, irreconocible. Gustavo señaló una pequeña pila de ropa sobre una silla. —Siempre vengo preparado —dijo con una sonrisa—. Para después.
Sin pudor, me vestí frente a él. Me puse los shorts deportivos rosas ajustados y el top corto a juego que había traído. La tela era suave al contacto con mi piel, pero el atuendo parecía otro uniforme, uno que me identificaba como suya, lista para la siguiente ronda cuando él lo decidiera. Gustavo no apartó los ojos de mí ni un segundo, disfrutando del espectáculo de verme cubrir un cuerpo que él ahora consideraba su propiedad.

Salimos del club con las manos entrelazadas, como una pareja más saliendo de una cita. La noche nos recibió con aire fresco que no logró borrar el calor que aún ardía bajo mi piel. Íbamos riendo, bajitos, comentando fragmentos de lo ocurrido, eufóricos por el secreto compartido y la adrenalina de lo que habíamos hecho.
—Nunca había... —empecé a decir, pero me interrumpí, sin palabras.
—Lo sé —concluyó Gustavo, apretándome la mano—. Y esto es solo el principio.
Al llegar a nuestra calle, una sensación extraña me recorrió. La casa estaba a oscuras, excepto por la tenue luz de la lámpara de la sala. —¿Dejaste una luz encendida? —pregunté, con un hilo de inquietud en la voz.
—No —respondió Gustavo, y su tono perdió toda la alegría de segundos antes.
Al abrir la puerta, la silueta sentada en el sofá me heló la sangre. Adrián. No estaba acostado. Estaba sentado en la penumbra, esperando. Se puso de pie lentamente cuando entramos. Su rostro estaba pálido, tenso, y sus ojos, normalmente cansados, ahora brillaban con una furia contenida que nunca le había visto.
—¿Dónde carajos han estado? —preguntó, y su voz no era un grito, sino un filo de cuchillo, bajo y peligroso.
El corazón me golpeó contra las costillas. Gustavo fue el primero en reaccionar, soltando mi mano con naturalidad.
—Cenando —dijo, con una calma que me pareció milagrosa—. Luego fuimos a caminar para bajar la comida. ¿Pasó algo? No esperábamos que estuvieras aquí.
—Cenando —repitió Adrián, como si saboreara la mentira—. ¿A las dos de la madrugada? ¿Y por qué ella está vestida así? —Su mirada me recorrió de arriba abajo, escudriñando el short rosa y el top, que de repente me parecieron absurdamente provocadores y fuera de lugar.
—Hacía calor —improvisé, con la voz un poco quebrada—. Salimos sin planearlo, yo... me puse lo primero que encontré.
Adrián no pareció convencido. Su mirada saltó de mí a Gustavo y viceversa, buscando una grieta, una inconsistencia.
—Parecen... alterados. Felices. —dijo, y la palabra "felices" sonó como un insulto.
—¿Y no podemos estarlo? —replicó Gustavo, encogiéndose de hombros con una sonrisa forzada—. Fue una buena noche. ¿Hay algún problema con que lleve a tu esposa a cenar y a tomar un poco de aire?
Adrián se quedó en silencio durante unos segundos eternos, estudiándonos. La mentira pesaba en el aire, tan espesa como el olor a sexo que creía sentir todavía en mi piel. Finalmente, respiró hondo, como si contara hasta diez.
—No —dijo finalmente, aunque su tono decía todo lo contrario—. No hay problema. Solo... la próxima vez, avisen. Me preocupé.
—Por supuesto, hijo —dijo Gustavo, con una condescendencia que me erizó la piel—. No volverá a pasar.
Adrián asintió lentamente, sin apartar los ojos de mí. Dio media vuelta y subió las escaleras sin decir otra palabra, dejándonos a solas en la sala con el eco de su sospecha, ahora convertida en una certeza tangible y aterradora.
La tensión de la noche anterior aún colgaba en el aire como una neblina espesa. Adrián y yo apenas cruzamos palabras antes de apagar la luz. Él se dio la vuelta, dándome la espalda, y después de un silencio pesado que pareció durar horas, finalmente habló.
—Val —dijo, su voz era plana, cortante—. Mi papá ya está bien. Más que bien. Creo que es hora de que se vaya de la casa. No tiene por qué quedarse más tiempo con nosotros.
El corazón se me encogió. Era la sentencia que más había temido. Con cada fibra de mi cuerpo quise gritar, protestar, suplicar que no. Pero la fría mirada de sospecha que me había lanzado horas antes aún me quemaba. No podía arriesgarme. No ahora.
—Sí —respondí, con una voz que esperaba sonara resignada y no desgarrada—. Tienes razón. Ya está recuperado. Hablaré con él... para que busque un lugar.
Adrián asintió, satisfecho, y finalmente se durmió. Yo me quedé mirando al techo, con un nudo de angustia y deseo en el estómago, resignándome a que todo había terminado.
A la mañana siguiente, me desperté sola en la cama. Adrián ya se había ido a trabajar. Un profundo sentimiento de pérdida se apoderó de mí. Bajé las escaleras con paso lento, envuelta en mi suave pijama de seda, sintiendo que cada paso me acercaba al funeral de mi propia pasión.
Al entrar en la cocina, me detuve en seco. La escena que encontró fue tan inesperada que borró instantáneamente toda mi tristeza.
Gustavo estaba de pie frente a la estufa, friendo huevos. Y estaba completamente desnudo. La luz de la mañana entraba por la ventana, iluminando la musculatura de su espalda y sus poderosas piernas. Se giró al sentir mi presencia, sin el más mínimo asomo de vergüenza, con una sonrisa lenta y posesiva.
—Buenos días, princesa —dijo, su voz era ronca por la mañana—. ¿Dormiste bien?
No pude responder. Mi mirada se desplazó irresistiblemente hacia su entrepierna, donde ya colgaba semierecta, una promesa familiar y adorada. Cualquier pensamiento sobre lo que había aceptado la noche anterior se esfumó. El deseo, puro y urgente, tomó el control.
—Gustavo... —susurré, y fue todo lo que pude decir.
Cerré la distancia entre nosotros en tres pasos rápidos. Él dejó la espátula y me abrió los brazos. Nuestros labios se encontraron en un beso salvaje y desesperado que supo a café y a huevos fritos, a final y a nuevo comienzo. Podía sentir su excitación matutina presionando contra mi pijama de seda, y un hambre desesperada se apoderó de mí.
Me separé de su boca, jadeando, y me dejé caer de rodillas frente a él sobre el frío suelo de la cocina. No lo dudé. Tomé su miembro endurecido en mi boca, saboreando su familiar sal y piel, un sabor que me recordaba más a casa que cualquier otra cosa en esa casa. Él emitió un gruñido gutural y enterró sus manos en mi cabello, no con fuerza, sino con una posesividad que me hizo arder.
—Así, mi niña —murmuró, mirando hacia abajo, hacia donde yo lo devoraba con una urgencia que venía de saber que esto podía ser la última vez—. Así me gusta. Chúpame como si no hubiera un mañana.
Obedecí, mi lengua recorriendo la cabeza antes de meterlo profundamente en mi garganta, aferrándome a sus muslos musculosos. Lo adoré allí, en medio de la cocina, con el olor a desayuno quemándose en la sartén, sabiendo que esta era nuestra verdadera despedida, nuestro último y perfecto acto de rebeldía. Sabía que era una locura, que Adrián podía volver en cualquier momento, pero en ese instante, solo importaba él, su sabor, y la sensación de poder darle placer una última vez. El mundo se había reducido a ese punto, a esa conexión prohibida y perfecta en el suelo de la cocina.
Se la empecé a chupar con un fervor desesperado, mi lengua recorriendo cada vena, mis labios creando un sello hermético mientras lo penetraba más profundamente, hasta que mis ojos se llenaron de lágrimas y mi garganta se relajó para acomodarlo. Sus caderas daban ligeros empujes involuntarios, una silenciosa súplica por más. Podía sentirlo hincharse, endureciéndose hasta alcanzar su impresionante tamaño contra mi lengua. El mundo se reducía a esto: su sabor, el sonido de su respiración agitada, la sensación de sus muslos temblando bajo mis manos.
—Eso es, mi amor... asi—, gruñó con la voz cargada de placer. —Chupalo todo. Dios, esa boca tuya está hecha para esto— Sus palabras, tan crudas y posesivas, avivaron el fuego en mi vientre. Lo miré, encontrando sus ojos oscuros y hambrientos mientras lo succionaba más profundamente, deseando que me viera, que viera cuánto amaba esto, lo completamente suya que era en ese momento.
Su respiración se volvió más jadeante, más urgente. Su agarre en mi cabello se apretó ligeramente. —Estoy cerca... no pares— advirtió con los dientes apretados. Redoblé mis esfuerzos, mi mano uniéndose a mi boca, acariciando lo que no podía soportar, hasta que sentí el pulso familiar y el latido contra mi lengua. Un gemido profundo y gutural salió de su pecho cuando su liberación golpeó el fondo de mi garganta, cálida y amarga. Tragué hasta la última gota, mi propio cuerpo vibrando con una perversa sensación de poder y satisfacción. Me quedé allí por un momento, con él todavía en mi boca, saboreando el último espasmo, la última prueba de nuestro secreto.
Finalmente, me separé, limpiándome los labios con el dorso de la mano. Él me miró con una mezcla de asombro y adoración, ayudándome a levantarme.
—Nunca dejaré de sorprenderme contigo —murmuró, dándome un beso suave en la frente.
Preparamos el desayuno en un silencio cómplice, el olor a huevos fritos y tostadas llenando la cocina, enmascarando el aroma a sexo que aún flotaba en el aire. Nos sentamos a comer como si nada hubiera pasado, pero la electricidad entre nosotros era palpable. Cada roce de sus dedos al pasarme la sal me erizaba la piel.
Después de un rato, tomé aire, preparándome para arruinar el momento.
—Gustavo —comencé, jugando con mi tenedor—. Adrián... habló anoche. Dice que ya estás bien, recuperado. Que... que es hora de que busques tu propio lugar.
Hubo un silencio pesado. Él dejó su taza de café y suspiró, mirando por la ventana con una expresión resignada.
—Lo sabía —dijo finalmente, con un tono de aceptación que me partió el corazón—. Era cuestión de tiempo. No puedo quedarme aquí para siempre, escondiéndome como un adolescente. Es su casa.
—Lo siento —musité, sintiendo que los ojos se me llenaban de lágrimas que no me atrevía a dejar caer.
—No lo sientas, Valeria —dijo él, alcanzando mi mano sobre la mesa y apretándola—. Fue... increíble mientras duró. —Una sonrisa triste se dibujó en sus labios—. Entonces, ¿cuánto tiempo tengo?
—Unos días, quizá una semana. No fue específico.
—Bueno —asintió, su mirada se volvió decidida—. Entonces, tenemos hoy. Un día entero. ¿Qué dices? ¿Lo aprovechamos? ¿Sin mentiras, sin escondernos, solo nosotros?
La propuesta era a la vez maravillosa y tortuosa. Un último día de gloria antes del adiós.
—Sí —respondí, con la voz quebrada por la emoción—. Solo nosotros.
Sonrió, una sonrisa genuina que le llegó a los ojos por primera vez esa mañana. —Perfecto. Entonces, princesa, ve a vestirte. Hoy te voy a dar un día que nunca olvidarás.
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