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El abismo entre nosotros - CAP 4

El abismo entre nosotros - CAP 4






CAPÍTULO 4: EL APAGÓN


Esa semana, la rutina se fracturó. La noche había caído sobre la ciudad como un sudario de terciopelo negro cuando la civilización parpadeó y murió. Un clic seco, y el gigantesco edificio se sumió en una oscuridad y un silencio tan absolutos que Jack sintió cómo el vacío lo absorbía. El zumbido constante de la vida moderna, ese murmullo eléctrico que era el latido del corazón de la ciudad, se detuvo. El apartamento, normalmente un faro de opulencia, se convirtió en una caverna, un agujero negro suspendido a cientos de metros sobre el suelo.


Jack estaba en su cama, la luz azulada de la laptop su única compañía, cuando la luz de la habitación se desvaneció. La oscuridad fue instantánea, solo quedaba la luz proyectada por la laptop. Pero aún asi, la oscuridad era tan densa que podía sentirla presionar contra sus párpados. Maldijo en voz baja, esperando el regreso de la luz como un náufrago espera tierra firme. Pero la oscuridad persistía, y con ella, un silencio que no era paz, sino ausencia. En esa negrura, los límites se difuminaban. La lujosa habitación de invitados se sentía de repente como una tumba.


Entonces, la oyó. Pasos. Suaves, sigilosos, pero en la quietud sepulcral, cada roce de sus pies descalzos sobre la madera era como el latido de un tambor. El sonido se acercaba por el pasillo. Jack contuvo la respiración.
—¿Jack? —su voz. Tranquila. Serena. Como si la oscuridad fuera su elemento natural, un océano en el que ella nadaba con la gracia de un tiburón.


Él salió de su cuarto, tropezando con algo invisible. A tientas, avanzó por el pasillo hacia el resplandor fantasmal que emanaba del salón.
—Aquí estoy —respondió, su voz demasiado alta, demasiado tensa. Un escalofrío le recorrió la espalda al entrar en aquel espacio oscuro, al avanzar hacia ella.


Sophia estaba de pie en medio del salón, como una estatua en un museo sumergido. Sostenía su móvil, la pantalla iluminando su rostro desde abajo, creando sombras dramáticas que acentuaban sus pómulos y la curva de sus labios. La luz azulada le daba un aire etéreo, casi sobrenatural. Pero lo que hizo que a Jack se le secara la boca no fue su rostro. Fue su cuerpo.
Llevaba un pijama que era un arma de destrucción masiva. Unos shorts de seda negra, tan cortos que apenas cubrían lo esencial, cortados de forma que realzaban la redondez de sus nalgas, haciéndolas parecer dos globos perfectos incluso en la penumbra. La camiseta de tirantes, a juego, caía con una flojedad calculada sobre su torso, pero no lograba ocultar la provocación de sus enormes tetas. Estaban libres, sin sujetador, y la tela fina marcaba sin pudor la punta dura de sus pezones, dos puntos oscuros que llamaban a la boca, a los dedos. Su pelo caía húmedo sobre sus hombros desnudos, brillante bajo la luz espectral del móvil. Había estado en la ducha. La imagen de ella, desnuda y mojada, momentos antes del apagón, se apoderó de la mente de Jack.


Ella no parecía preocupada. Parecía... divertida.
—¿Se fue en todo el edificio? —preguntó, su voz un murmullo de seda.
Jack, para evitar la tentación de devorar cada centímetro de su cuerpo con la mirada, se acercó a la ventana panorámica. Afuera, la ciudad seguía siendo un tapiz de luces. Solo su edificio era una torre de oscuridad.
—Parece que es solo nuestro gigante ciego —respondió, su voz tensa.
Escuchó su suspiro, un sonido apenas audible, y luego, una confesión.
—Odio la oscuridad —murmuró, casi para sí misma.
Jack se giró, sorprendido.


—No pareces del tipo que se asusta. Pareces el tipo que la provoca.
Una sonrisa fantasmal curvó sus labios.
—No es miedo. Me pone... incómoda. —Hizo una pausa, y su voz bajó, volviéndose un secreto compartido solo entre ellos dos—. Me hace sentir... expuesta.


La palabra resonó en el silencio, cargada de una intimidad tan repentina que Jack sintió el impacto en el pecho. Expuesta. Viniendo de ella, de la mujer que se movía por el mundo como si fuera su propiedad privada, la confesión era una grieta en su armadura de perfección. Una vulnerabilidad tan inesperada que resultaba casi erótica.


Jack tragó saliva, el sonido rasposo en la quietud. La oscuridad despojaba a las personas de sus máscaras, y la máscara de Sophia acababa de resbalar, revelando un atisbo de algo real debajo. Y él quería más.
—Si quieres… puedo quedarme aquí contigo. Hasta que vuelva la luz —dijo, las palabras saliendo de su boca sin permiso. Era una oferta estúpida, una frase de película barata, pero en la opresiva negrura, se sentía como un ancla.
Ella lo miró durante un largo momento. El resplandor del móvil jugaba en sus ojos, haciéndolos parecer dos pozos de tinta. Él no podía descifrar su expresión. ¿Alivio? ¿Cautela? ¿O era el brillo de la oportunidad?
Finalmente, asintió, un movimiento casi imperceptible.


Se sentó en el enorme sofá de cuero, con las piernas recogidas a un lado. El gesto hizo que los minúsculos shorts se subieran aún más, revelando la curva superior de su muslo y una sombra tentadora que prometía el inicio de todo. Palmeó el cojín a su lado. No el otro extremo del sofá. Justo a su lado. La invitación era inequívoca.


Jack se sentó, manteniendo una distancia que le pareció a la vez prudente y cobarde. El cuero estaba frío bajo sus manos. El aire entre ellos era un campo de minas. Podía oler su piel limpia, el aroma a jabón y a mujer que lo estaba volviendo loco.


—Kennen no va a volver esta noche —dijo ella, su voz un murmullo neutro, como si comentara el tiempo. Dejó caer la información como una piedra en un estanque en calma, observando las ondas expandirse—. Tenía una cena de negocios en las afueras. Se quedará en un hotel.


El corazón de Jack dio un vuelco. La información lo golpeó con la fuerza de un puñetazo. Solos. En la oscuridad. Toda la noche. La situación había pasado de ser incómoda a ser directamente peligrosa.


—Entonces… estamos solos —respondió él, su propia voz sonando extraña, lejana.
—Completamente —confirmó ella. Y en esa palabra, Jack sintió un universo de posibilidades.


Sophia apagó la pantalla del móvil, sumiéndolos de nuevo en una oscuridad total. Ahora, el único punto de luz era el débil resplandor de la ciudad lejana a través de la ventana.
—La luz artificial me molesta en los ojos —dijo como única explicación.
En la oscuridad casi total, los otros sentidos de Jack se agudizaron. Oía su respiración, tranquila y rítmica. Sentía el calor que emanaba de su cuerpo, tan cerca del suyo. Podía casi saborear la tensión en el aire.


Se quedaron en silencio por lo que parecieron horas. Jack luchaba contra su propia mente, contra las imágenes que lo asaltaban: su mano sobre su muslo, su boca sobre la de ella, su cuerpo moviéndose sobre el de ella en ese mismo sofá. Cada segundo de silencio era una tortura, una prueba de autocontrol.
Fue ella quien lo rompió.


Sintió un movimiento a su lado, el roce de la seda contra el cuero. Y luego, una sensación que casi lo hizo saltar. La yema de su dedo. Trazando una línea lenta y deliberada sobre el dorso de su mano, que descansaba sobre el cojín entre ellos. El contacto era ligero como una pluma, pero abrasador como el fuego.


—¿Tienes frío, Jack? —susurró, su aliento cálido rozándole la mejilla. Se había movido. Estaba más cerca. Mucho más cerca.
Él no pudo responder. Negó con la cabeza, un movimiento torpe en la oscuridad.


Su dedo continuó su exploración, subiendo por su antebrazo, deteniéndose en el pliegue de su codo. Sus uñas, cortas pero cuidadas, arañaron levemente su piel.


—Porque yo sí —dijo ella, su voz ahora un ronroneo bajo y gutural—. Esta casa es muy grande cuando está oscura y vacía. Me hace sentir… pequeña.
Se acercó aún más. Ahora podía sentir el contorno de su muslo presionado contra el suyo. La suavidad de su pecho rozando su brazo. Su mano abandonó su brazo y se posó sobre su rodilla, sus dedos apretando suavemente, reclamando el territorio.


—Pero contigo aquí… —continuó, su voz bajando aún más, convirtiéndose en un murmullo que vibraba directamente en el pecho de Jack—, ya no me siento tan sola.


Jack sabía que estaba en un precipicio. Un paso más y caería. Y sabía, con una certeza aterradora, que ella no solo lo estaba empujando. Le estaba ofreciendo unas alas para disfrutar de la caída.


El nombre de su amigo era un talismán, un conjuro que Jack lanzó a la oscuridad con la esperanza de protegerse.


—Kennen es un gran tipo, un hombre increíble —dijo, la lealtad un sabor a ceniza en su boca. Era un intento desesperado de recordarse a sí mismo, a ella, las líneas que no debían cruzar.


Sophia, a su lado, no se movió. Jack intuyó su sonrisa en la oscuridad, una curva amarga que no tenía nada que ver con la alegría.


—Sí, lo es —respondió ella, su voz un susurro de seda impregnado de una melancolía tan profunda que a Jack le dolió físicamente. No dijo "lo amo". Dijo "es un buen hombre". Era la descripción que se le da a un mueble útil, a una mascota leal, no al hombre que comparte tu cama. Era una condena envuelta en un cumplido.


El silencio que siguió fue atronador. Un abismo se abrió entre ellos, lleno de todo lo que no se decía: la insatisfacción de ella, el deseo de él, la traición que se cernía sobre ellos como un buitre. La conversación había tocado el nervio expuesto de su acuerdo no verbal, y el aire crepitaba, denso y peligroso. Ya no era un juego; era la antesala de una colisión.


Jack podía sentir el calor de su cuerpo a través de la fina tela de su ropa. Su muslo, presionado contra el de él, era una invitación directa. Su mano, todavía sobre su rodilla, apretó con una fuerza casi imperceptible, un mensaje en código morse enviado directamente a su sistema nervioso. La oscuridad los había despojado de sus roles —el amigo leal, la novia fiel— y los había reducido a su esencia más primitiva: un hombre y una mujer, solos, al borde de algo irreversible. Él sabía que solo tenía que girarse, solo tenía que cerrar los pocos centímetros que los separaban, y la noche los devoraría.
Y entonces, la luz.


Parpadeó, una, dos veces, como un ojo gigante despertando de un sueño. Y luego, una inundación de iluminación artificial, brutal, cegadora. El hechizo se rompió. El mundo real, con sus reglas y sus consecuencias, regresó con la fuerza de un portazo. Los relojes digitales volvieron a la vida, el zumbido de los electrodomésticos llenó el silencio. El santuario íntimo de la oscuridad se desvaneció, reemplazado por un salón de revista, amplio, frío e impersonal.
Jack se levantó del sofá como si el cuero quemara, el movimiento brusco y torpe.


—Bueno… supongo que ya puedes dormir tranquila —dijo, las palabras un intento patético de restaurar una normalidad que ya no existía. Necesitaba escapar. De la habitación, de ella, de la tentación que seguía latiendo en su sangre.


Sophia asintió, su rostro ahora plenamente iluminado, una máscara de serenidad recompuesta. Pero sus ojos... sus ojos eran diferentes. La vulnerabilidad se había ido, reemplazada por una dureza fría, una decepción tan profunda que era casi desprecio. O quizás, era el reflejo de su propia culpa.


—Sí. Gracias por la compañía, Jack. —Su voz era educada, distante. La intimidad había sido borrada—. Lo aprecio.
Él se dirigió a su habitación, su corazón un tambor desbocado. Antes de cerrar la puerta, se giró para una última mirada. Ella seguía de pie en medio del salón, inmóvil como una estatua de mármol. Lo miraba fijamente, y en esa mirada ya no había juego, ni coqueteo, ni invitación. Había un desafío. Una pregunta silenciosa: «No caíste en mi juego. ¿Eh?».


Esa noche, el sueño fue un territorio enemigo. Jack daba vueltas en las sábanas de seda, su cuerpo en llamas, su mente un torbellino. Revivía cada segundo en la oscuridad: el roce de su piel, el susurro de su voz, la promesa en su silencio. Se dio cuenta, con una claridad que era a la vez terrorífica y excitante, de que ya no era una cuestión de si pasaría algo. Era una cuestión de cuándo. El tren se había salido de las vías. Y él no solo estaba atado a ellas; por primera vez, deseaba con cada fibra de su ser el impacto.
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