Capitulo 4: El Precio del Deseo
El corazón me martillaba en el pecho, un ritmo frenético de nervios y una excitación prohibida que nublaba cualquier rastro de racionalidad. La mirada de Roberto, cargada de un deseo tan crudo como el de Gustavo, me paralizaba y me atraía a partes iguales. Tomé una respiración profunda, ahogando los últimos vestigios de duda. Con una determinación que no sabía que poseía, cerré la distancia entre Roberto y yo. Antes de que pudiera reaccionar, me puse de puntillas, lo agarré por el cuello de la camisa y lo atraje hacia mí para besarlo profundamente y con ansias. Fue todo dientes y labios chocando, una reivindicación que no se debía al cariño, sino a la lujuria pura y pura. Su sorpresa inicial se transformó en reciprocidad casi instantánea, sus manos grandes encontraron mi cintura a través del fino top.
Al separarme, jadeante, le tomé de la mano con firmeza. Mi otra mano encontró la de Gustavo, que observaba la escena con ojos oscuros y una sonrisa de aprobación llena de posesividad. Sin decir una palabra, los guié a ambos, tirando de ellos, hacia la sala contigua. La atmósfera era espesa, cargada de expectación y testosterona.
Una vez en el centro de la sala, frente al sofá, me solté de sus manos. Sostuve sus miradas, con un desafío silencioso en mis ojos, antes de caer lentamente de rodillas sobre la alfombra. La corta falda roja se subió, dejando al descubierto la piel desnuda de mis muslos por encima del encaje blanco de las medias, sin dejar nada a la imaginación. Miré alternativamente a uno y al otro, a Gustavo, mi amante y dueño de esta situación, y a Roberto, el invitado, el nuevo juguete. Mi posición a sus pies era una declaración de intenciones tan clara como el cristal. La noche apenas comenzaba, y yo era el centro de todo.

Yo ya arrodillada en la alfombra, como una devota frente a sus dioses. Mientras Gustavo y Roberto estaban sentados en el sofá, uno al lado del otro, con las piernas abiertas y sus miradas fijas en mí. La luz tenue de la lámpara de pie acariciaba sus torsos desnudos, resaltando cada músculo, cada cicatriz, cada señal de experiencia que los hacía tan irresistibles para mí.
Empecé con Gustavo, mi suegro, el hombre que había despertado esta fiera dormida dentro de mí. Tomé su polla ya erecta en mi mano, sintiendo su peso y grosor familiares, el potente latido de su pulso contra mi palma. Me incliné hacia adelante, separando los labios para tomar la cabeza hinchada en mi boca, girando mi lengua alrededor de la punta, saboreando la primera gota de su sabor salado. Un gemido profundo y gutural escapó de su garganta cuando me hundí, tomándolo más profundamente, mi otra mano trabajando la base de su miembro con un movimiento apretado y retorcido. Sabía exactamente cómo le gustaba: la succión perfecta, el roce de mi lengua a lo largo de esa vena sensible debajo, el contacto visual que mantenía mientras lo penetraba profundamente, sintiendo su golpe en el fondo de mi garganta.
Pero entonces, una mano, la de Roberto, acarició mi mejilla, guiándome hacia él.
—Mi turno, preciosa— murmuró, su voz era áspera como el whisky.
Giré la cabeza, sin prisa, Y tomé la polla gruesa y curva de Roberto en mi boca sin dudarlo. Era diferente: más gruesa, con una marcada curva ascendente que exploré con avidez con la lengua, siguiendo su forma. Usé ambas manos para trabajar su miembro, una en la base y la otra masajeando sus gruesos testículos, mientras mi boca se centraba en la cabeza, succionando con firmeza. Mis ojos se encontraron con los de Gustavo mientras succionaba la verga de su amigo, y la expresión en su rostro, una mezcla de orgullo y lujuria desenfrenada me excitó hasta un punto que no sabía que era posible.
Así continué, alternando entre ellos,Un intercambio oral implacable que hacía que ambos hombres maldijeran y se metieran en mi boca. Mis manos nunca estaban ociosas; una siempre estaba trabajando la polla que mi boca no tocaba, acariciando, apretando, jugando con los testículos, mientras que la otra a menudo se abría paso entre mis piernas, frotando frenéticamente mi clítoris, mientras mi propia humedad empapaba mis dedos. La obscena sinfonía de sus gemidos, mis húmedos sonidos de succión y mis propios gemidos apagados de placer llenaban la habitación.
Gustavo enterró sus dedos en mi cabello, no con fuerza, sino con posesión.
—Mira eso, Roberto— jadeó. —Mi nuera... tan bien educada... ¿Viste alguna vez una boca tan talentosa? ¿Tan hambrienta?—
Roberto solo pudo gruñir en respuesta, Sus caderas se sacudían suavemente mientras me penetraba la cara con embestidas superficiales y controladas, aferrándose a los cojines del sofá con todas sus fuerzas.
—Mierda, Gustavo... es una puta innata... cómo chupa... como una puta— El sabor de ambos, mezclado con el mío propio se convirtió en uno de mis sabores favoritos. Yo era el centro de su atención, la fuente de su placer, y la energía que sentía en ese momento, de ser completamente utilizada y adorada por igual, era más intoxicante que cualquier licor.
Cuando sentí que ambos estaban cerca del límite, me separé lentamente, dejándolos a ambos brillantes y palpitantes bajo la luz tenue. Me limpié la boca con el dorso de la mano, sin romper el contacto visual con ninguno de los dos.
—Eso... eso fue increíble— respiró Roberto, mirándome como si acabara de realizar un milagro. Gustavo solo sonrió, una sonrisa lenta y satisfecha que decía más que cualquier palabra. Su mirada prometía que esto era solo el comienzo
La tensión en la sala era un circuito eléctrico vivo, y yo era el conductor que unía sus miradas cargadas de lujuria. Tras haberlos tenido a ambos en mi boca, me separé lentamente, dejándolos con la respiración entrecortada y el deseo ardiendo en sus pupilas.
Gustavo se levantó primero, con esa elegancia depredadora que hacía que mi cuerpo reaccionara instintivamente. Extendió su mano hacia mí. —De pie, Valeria— ordenó con una voz suave pero impecablemente autoritaria.
Me incorporé frente a ellos, sintiendo cómo la delicada tela de mi blusa se pegaba levemente a la piel aún sensible. La falda corta de cuadros rojos se había desplazado peligrosamente hacia arriba al ponerme de pie, exponiendo varios centímetros más de mis muslos, enfatizados por el contraste con las medias blancas de encaje que me llegaban hasta mitad del muslo. Roberto me observaba con una intensidad que debería haberme hecho sentir expuesta, pero que en cambio avivaba una chispa exhibitionista que no sabía que poseía.
—Gírate— murmuró Gustavo, y obedecí, presentándoles mi espalda a ambos hombres. Sus dedos expertos encontraron los botones de mi blusa y comenzaron a desabrocharlos uno por uno, con una lentitud deliberada que erizó mi piel. La prenda se abrió y cayó hacia adelante, revelando que no había nada debajo. Mis pechos quedaron al descubierto, sintiéndose pesados y sensibles al aire de la habitación.
Roberto emitió un sonido de aprobación. —Dios mío, Gustavo, no exagerabas.—
Sentí la sonrisa de Gustavo contra mi nuca. Sus manos se posaron en mis hombros mientras hablaba. —Roberto siempre ha apreciado la belleza femenina en su máximo esplendor, Valeria. Le mostré algunas... fotos tuyas y no podía creer que fueras parte de la familia.—
La revelación debería haberme escandalizado. En cambio, una ola de calor me recorrió al imaginar a Roberto examinando esas fotos, fantaseando conmigo sin yo saberlo.
Gustavo continuó, sus manos deslizándose por mis brazos. —Le prometí que algún día tendría una experiencia más... inmersiva.—
Mientras hablaba, Roberto se había acercado. Ahora estaba de rodillas detrás de mí, sus manos en mis caderas. Su aliento era caliente contra la piel sensible de mi espalda baja. —¿Permiso?— preguntó, aunque sus manos ya se deslizaban bajo el borde de mi falda.
Asentí, sin confiar en mi voz. Con movimientos deliberados, Roberto tomó el borde de mi falda y la levantó completamente, exponiendo por completo mis nalgas y confirmando visualmente lo que la falta de ropa interior ya sugería. El aire frío de la sala me erizó la piel aún más.
Gustavo me giró de nuevo para enfrentarlos. Sus ojos bebieron la visión de mi cuerpo ahora completamente expuesto entre ellos, la blusa abierta, la falda levantada, las medias blancas destacando la desnudez entre ellas.
—Eres una diosa, Valeria,— murmuró Roberto, su mirada recorriendo cada curva como si estuviera memorizándola. Gustavo se acercó a mi oído.
—Quiero que Roberto experimente lo que es tener una mujer de verdad— susurró, sus palabras una promesa y una orden. —Quiero que le muestres por qué no puedo dejar de pensar en ti.— Tomó mi mano y la guió hacia la prominente erección que deformaba el pantalón de Roberto. —Preséntaselo adecuadamente, cariño.—
Gustavo se acomodó en el sofá con la autoridad de un rey en su trono. Su mirada, oscura y cargada de lujuria, me atravesó antes de indicar sus muslos con un gesto que no admitía réplica.
—Ven aquí, Valeria —ordenó, su voz un susurro ronco que vibró en el aire cargado de la sala—. Siéntate sobre mí. Quiero sentir cada centímetro de tu cuerpo.—
Obedeciendo, me acerqué con movimientos deliberadamente lentos, girando al final para colocarme de espaldas a él, ofreciéndole mi espalda mientras me instalaba sobre sus piernas. Sus manos, grandes y firmes, agarraron mis caderas con una intensidad que prometía moretones, guiándome hacia abajo hasta que sentí el ardiente contacto de su miembro, palpitante y urgente, en la entrada de mi vagina. Con un movimiento controlado pero inevitable, me dejé caer sobre él, un grito ahogado escapando de mis labios al sentir cómo me llenaba por completo, un gemido profundo resonando en su pecho contra mi espalda.
—Así, exactamente así —murmuró Gustavo contra mi piel, sus labios recorriendo mi espalda en una trail de fuego mientras sus dedos se clavaban en mi carne—. Eres mía.—
Comencé a moverme, balanceando mis caderas en un ritmo cadencioso que pronto se volvió frenético. La posición me daba un control total —podía alterar la profundidad de cada embestida, el ángulo, la fricción— y lo aproveché para frotar mi clítoris presionandolo sensiblemente contra la base de su eje con cada movimiento hacia abajo, provocando gemidos entrecortados de ambos.
Fue entonces cuando mis ojos, nublados por el placer, se encontraron con los de Roberto, que observaba la escena con devoción desde unos pasos de distancia, su propia erección evidente a través de su pantalón. Extendí un brazo hacia él, la voz quebrada por el movimiento rítmico que me sacudía.
—Roberto... ven —llamé, jadeando—. No dejes que me distraiga... por favor, continúa.—
Roberto se abalanzó hacia adelante, hundiéndose de rodillas entre las mías con una urgencia que delataba su propio deseo. Sus manos encontraron mis muslos, abriéndolos un poco más antes de que su boca se se llenara alrededor de mi clítoris, succionando con una destreza que rozaba lo obsceno. Grité, un sonido agudo y entrecortado, y Gustavo aprovechó la oportunidad para penetrarme aún más, enredándose una mano en mi cabello para exponer mi cuello a su boca hambrienta.
El contraste era electrizante, enloquecedor: las embestidas profundas y exigentes de Gustavo llenándome, estirándome, y los círculos frenéticos y expertos de la lengua de Roberto en mi punto más sensible. Fue una sobrecarga sensorial que me precipitó al límite a una velocidad aterradora.
—Sí, asi, sigue asi — gemí, las palabras dirigidas a Roberto mientras mis caderas perdían el ritmo, arremetiendo contra su rostro con una necesidad desesperada—. No pares... por favor.
Gustavo, mientras tanto, no flaqueó en ningún momento. Sus gruñidos contra mi espalda eran un recordatorio constante de su presencia, de su control, incluso cuando creía tener el control. Una de sus manos se deslizó por mi cuerpo, encontrando mi pecho para pellizcarme y retorcerme el pezón con una precisión que me hacía ver las estrellas.
—¿Ves cómo es la puta, Roberto? —gruñó, con la voz cargada de orgullo y una posesión cruda y primitiva—. ¿Ves cómo me aprieta su estrecho coño? ¿Escuchas cómo gime por nosotros?
Roberto respondió con un gemido contra mi vagina, su succión se intensificó hasta que la espiral de placer en mi abdomen se rompió. Ya no podía distinguir quién me daba qué placer; era solo una oleada de sensaciones que me arrastraba hacia abajo.
—Voy a... —intenté advertirles, pero las palabras se disolvieron en un grito entrecortado mientras el orgasmo me desgarraba, violento y absoluto, haciendo que mi cuerpo convulsionara alrededor del de Gustavo y contra la implacable boca de Roberto.
Gustavo me siguió momentos después, su propia liberación provocada por mis violentas contracciones. Sentí su latido profundo dentro de mí, sus dedos clavándose en mis caderas con tanta fuerza que sabia que me dejarian moretones mientras un rugido se ahogaba en mi piel. Permanecimos allí un largo rato, jadeando, los tres unidos en un triángulo de sudor, agotamiento y límites destrozados.
Me recosté hacia atrás sobre el sofá, agotada, mi piel hiperconsciente y sensible. El terciopelo de los cojines se sentía frío contra mi espalda sudorosa. Roberto se situó entre mis piernas aún temblorosas, sus ojos oscuros devorando mi cuerpo deshecho con una mezcla de reverencia y hambre insaciable.
—Estás absolutamente hermosa —murmuró, mientras sus manos agarraban mis muslos para abrirlos suavemente, exhibiendo la prueba, el brillo de ambos placeres—. Una diosa completamente arruinada por nosotros.—
En ese momento, Gustavo se separó de mí con un gruñido satisfecho. Se puso de pie con esa elegancia animal que le caracterizaba. —Voy por whisky —anunció, pasando una mano posesiva por mi muslo en un adiós momentáneo—. Roberto, no agotes toda la diversidad... guarda algo para la siguiente ronda.—
Mientras Gustavo se dirigía a la cocina con una complicidad calculada, Roberto no perdió un segundo. Sus manos, grandes y ansiosas, se apoderaron de mis caderas, alineando su miembro con mi entrada.
—Tranquila —murmuró, aunque su respiración ya era entrecortada—. A ver qué tal me aguantas.— Con un empuje firme y controlado que no admitía negativa, se hundió dentro de mí en una sola embestida profunda que me arrancó el aire de los pulmones.
Un gemido gutural, mitad sorpresa mitad placer, escapó de mis labios. Su verga era, en efecto, más gruesa que la de Gustavo, estirándome de una forma nueva e impresionante, llenándome hasta el límite. El estiramiento inicial fue casi excesivo, una deliciosa sensación de ardor que rápidamente se transformó en una plenitud abrumadora.Era distinto, pero no por ello menos intoxicante. Cada centímetro de su avance era una conquista brutalmente placentera.
—¿Así te gusta, putita? —preguntó Roberto, su voz un ronco susurro contra mi cuello, y comenzó un ritmo que desde el primer momento fue frenético, salvaje, como si no pudiera contenerse. Sus embestidas no solo eran profundas, sino también potentes, empujándome contra los cojines del sofá con una fuerza que me dejaba sin aliento. Cada una parecía dirigirse a un punto diferente y exquisito dentro de mí, creando un círculo de placer tan estrecho que veía estrellas tras mis párpados.
Asentí, incapaz de articular palabra, mis uñas se clavaron en el tejido del sofá. Él aumentó el ritmo, poseyéndome con una urgencia animal.El sonido de nuestros cuerpos al encontrarse, piel chocando contra piel, llenó la habitación, un ritmo crudo y primario que era solo nuestro. Cada embestida era más profunda, más potente que la anterior, golpeando ese punto perfecto dentro de mí con una precisión que hacía que mi visión se nublara y mi cuerpo no fuera solo mío.
Roberto se inclinó sobre mí, cambiando el ángulo ligeramente, apoyando su peso en una mano junto a mi cabeza. Y entonces —¡Justo ahí! ¡Oh, Dios, JUSTO AHÍ!— grité, arqueándome involuntariamente debajo de él, mis piernas temblorosas cerrándose alrededor de su cintura para atraerlo más profundo aún. Él había encontrado el epicentro mismo de mi placer y ahora se concentraba en él con una precisión brutal, martillando ese mismo punto una y otra vez sin piedad.
—Gusta... voy a... me voy a correr— intenté advertirle entre jadeos desesperados, pero las palabras se convirtieron en un gemido prolongado y quebrado cuando el orgasmo me arrasó sin clemencia. Mi mundo entero se hizo añicos en un millón de sensaciones puras y ardientes. Mi cuerpo se convulsionó bajo el suyo, mis músculos internos se aferraron a él con una tensión rítmica y feroz que lo consumió mientras oleadas tras oleadas de placer insoportable me atormentaban.
Roberto no se detuvo. Él gruñó, un sonido salvaje de pura satisfacción masculina, y siguió embistiéndome hasta el clímax, prolongando el éxtasis hasta que rozó lo insoportable, hasta que mi sensible carne gritó por la sobreestimulación. Justo cuando la intensidad empezaba a bajar a un nivel manejable, él se retiró de repente, saliendo de mí con un sonido húmedo que me dejó sintiéndome vacía y expuesta.
Antes de que mi mente nebulosa pudiera procesar la pérdida de su calor, su mano se cerró alrededor de la base de su miembro, que palpitaba violentamente. Un chorro caliente y espeso me impactó en el pómulo; la primera sorpresa me marcó como suya. El siguiente pulso, más potente, me impactó en la barbilla y me derramó sobre el cuello. Los siguientes, más débiles pero no menos posesivos, dibujaron rayas en mis clavículas, mi pecho y la curva de mis senos. Jadeé, tomada completamente por sorpresa, el sabor salado y masculino de su climax manchando inadvertidamente mis labios entreabiertos.
Mis ojos, vidriosos por el placer, se encontraron con los de Roberto, que me observaba con una mezcla de asombro voraz y profunda satisfacción mientras su cuerpo aún temblaba por los últimos espasmos de su propio release.
En ese preciso y perfecto momento, Gustavo regresó a la entrada, sosteniendo tres vasos de whisky con hielo. Se detuvo, congelado por un instante, absorbiendo cada detalle de la escena: yo tendida y brillante, marcada por la esencia de su amigo, mi cuerpo todavía convulsionándose con pequeños espasmos post-orgásmicos, y Roberto jadeando sobre mí, recuperando el aliento.Sus ojos me absorbieron, cubiertos por el reclamo de otro hombre, y una sonrisa lenta y profundamente posesiva se extendió por su rostro.
—. ¿Y bien, Roberto? ¿Cumplió las expectativas? ¿La putita de mi nuera te dio un buen recibimiento?—
Roberto, que aún respiraba con dificultad, finalmente encontró la voz, áspera y llena de una admiración lasciva. —Superó todas y cada una de las expectativas, amigo mío. Este coño... es una maldición y una bendición. Te va a dejar seco.—
Gustavo tomó un sorbo largo de su whisky, sus ojos recorriendo cada mancha en mi piel con un orgullo obsceno. —Oh, lo sé— dijo simplemente, su mirada encontrando la mía y clavándose en lo más profundo de mi ser. —Sé exactamente de lo que es capaz. Cada centímetro perfecto y sucio de ella.—
El éxtasis y el vértigo me poseían por completo. Estaba absorta en el ritmo, cabalgando a Roberto en el sofá con desenfreno, con la cabeza apoyada en su hombro, cuando sentí las fuertes manos de Gustavo aferrarme a las caderas, deteniéndome. Sus pulgares se clavaron en la suave carne de mi trasero, abriéndome de par en par dejando culo a su merced. Una punzada de anticipación, mezclada con una pizca de miedo, me recorrió el cuerpo.
—Relájate, princesa —murmuró Roberto contra mi oído, su voz un susurro ronco y cargado de lujuria—. Te va a encantar. Te voy a dar un placer que no sabías que existía.
Antes de que pudiera procesar una protesta o una pregunta, sentí la presión contundente e insistente de su miembro contra mi estrecho e intacto culo. Solté un jadeo agudo e involuntario. Roberto, debajo de mí, me sujetó las caderas con más firmeza, sujetándome.
—Shhh, déjalo pasar, Valeria —susurró Roberto, con la voz tensa por la emoción.
Intenté relajarme, pero era algo extraño, abrumador. Entonces, con un empuje lento e implacable que me quemó y me estiró de maneras que jamás imaginé. Un grito, crudo y desgarrado, salió de mi garganta: un sonido de conmoción pura y sin adulterar, de dolor y una ola de placer aterradora y abrumadora, tan intensa que bordeaba la agonía. Estaba completamente llena, poseída, impulsada por los dos hombres, en un abrazo que sentía primordial y profundamente tabú. Las lágrimas asomaron en mis ojos, pero no eran de dolor, sino de la abrumadora intensidad de la sensación.
—Eso es... tómalo... tómame todo— gruñó Roberto, su voz cargada de una posesividad salvaje mientras comenzaba a moverse, marcando un ritmo lento, profundo y devastador que me hizo ver estrellas. Mis gritos se ahogaban en el hombro de Gustavo, quien a su vez gemía bajo mí, excitado por los sonidos que me arrancaban.
Y en la cúspide de ese torbellino sensorial, el sonido más terrorífico irrumpió en la burbuja de lujuria: el clic metálico, claro e inconfundible, de una llave girando en la cerradura de la puerta principal.
Nos quedamos paralizados. Una estatua de carne ilícita y unida. Mi grito de placer murió en mi garganta, reemplazado por una ola paralizante y gélida de puro terror. El mundo, que se había reducido a sensaciones, se expandió de golpe con un pánico cegador.
—¡Mierda, Adrián! —jadeó Gustavo, siendo el primero en reaccionar.
Lo que siguió fue un frenético, torpe y silencioso movimiento de extremidades. Gustavo y Roberto salieron de mí casi a la vez; un vacío repentino me hizo gemir. Casi me caigo del sofá, agarrando lo más cercano, una manta suave y envolviéndome con ella el cuerpo semi-desnudo y sudoroso, subiéndola hasta la barbilla.Me hundí en un rincón del sofá, tratando de hacerme lo más pequeña posible. Gustavo y Roberto, con movimientos torpes y urgentes, se subieron los pantalones y se abrocharon las camisas con dedos temblorosos, tratando desesperadamente de recomponer una fachada de normalidad que se sentía tan frágil como el cristal.
La puerta se abrió y los pasos de Adrián resonaron en el entarimado. Cuando apareció en el marco de la puerta de la sala, la escena que encontró era surrealista: su esposa, acurrucada y envuelta en una manta en el sofá, con el rostro enrojecido y el cabello pegado al sudor de su sien; su padre y un hombre desconocido, de pie, con las camisas mal abrochadas y la respiración aún entrecortada. El aire era espeso, caliente, y olía de manera inconfundible a sexo, colonia masculina y whisky derramado.
El silencio fue absoluto durante tres segundos eternos. Adrián no dijo nada. Solo sus ojos, fríos y agudísimos, escanearon la sala. Recorrieron cada detalle: el sofá ligeramente desplazado, los cojines en el suelo, la botella de whisky y tres vasos vacíos en la mesa... y luego se clavaron en un pequeño charco viscoso y brillante en el suelo de madera, cerca de donde yo estaba.
—¿Y eso? —preguntó finalmente. Su voz era plana, carente de toda emoción, lo que resultaba mucho más aterrador que si hubiera gritado.
Gustavo tragó saliva con fuerza. —¡Whisky! —improvisó, con una risa que sonó falsa y forzada—. Roberto aquí es un manazas, se le cayó el vaso. No te preocupes, lo limpio ahora.
La mirada de Adrián, lenta y deliberadamente, se posó entonces en mí. Me sentí como un insecto bajo un microscopio.
—¿Val? —dijo, y su tono era suave, demasiado suave—. ¿Estás bien? Pareces... alterada. ¿Por qué la manta? ¿Tienes frío?
—Sí —logré articular, con una voz que me sonó estridente y temblorosa—. Sí, mucho frío de repente. Un escalofrío.
Adrián dio dos pasos lentos hacia el sofá. Se detuvo justo frente a mí. Su sombra me cubrió. Desde mi posición sentada, tenía que arquear el cuello para mirarlo. Él se inclinó ligeramente. Y entonces lo vi: sus ojos se enfocaron en mi frente, en mis sienes, donde el sudor de minutos antes aún brillaba bajo la luz de la lámpara.
—¿Frío? —repitió, y esta vez había una gota de hielo en su voz—. Pero estás empapada en sudor, cariño.
El corazón se me detuvo. Gustavo dio un paso al frente, con otra risa nerviosa que sonó grotesca en la tensión del momento.
—¡Es esta habitación! —exclamó, abriendo los brazos—. Con dos hombres aquí calentando el ambiente, más el whisky... ¡hace un calor de machos que no hay quien lo aguante!
La mirada de Adrián se despegó de mí y se clavó en su padre. No dijo nada. Solo lo miró. Fue una mirada larga, cargada, que parecía decir "no me subestimes". Gustavo, ante esa mirada, cerró la boca y desvió la vista por primera vez, incomodado.
Fue Roberto quien, palpando la hostilidad y el peligro inminente, rompió el hechizo. Se aclaró la garganta.
—Bueno, yo... creo que es mi señal para irme —dijo, con una voz que intentaba sonar casual pero que delataba su urgencia por escapar—. Ha sido un placer, Adrián. Gustavo, ya sabes donde estoy. Valeria... espero que se mejore de ese... frío.
Caminó hacia la puerta con pasos rápidos y decididos, casi sin disimular su huida. El sonido de la puerta cerrándose tras él resonó en la sala como un portazo final.
Adrián se quedó quieto, mirando alternativamente a su padre y a mí. Su expresión era impenetrable, una máscara de calma que no lograba ocultar la tormenta que debía rugir tras sus ojos. Podía sentir el latido de mi propia sangre en mis oídos. Finalmente, respiró hondo, como si estuviera conteniendo algo enorme.
—Voy a darme una ducha —anunció, con una voz tan plana y controlada que resultaba espeluznante—. Largo día.
Giró sobre sus talones y subió las escaleras sin prisa, sin mirar atrás. Cada paso suyo sobre los peldaños era como un martillazo que anunciaba una cuenta regresiva.
Solo cuando oímos el sonido del agua correr en el baño de arriba, Gustavo y yo exhalamos al unísono, derrumbándonos. Yo me dejé caer contra los cojines del sofá, sintiendo que las piernas me temblaban incontrolablemente. Gustavo se pasó una mano por la cara, que estaba pálida.
—Dios mío —susurré, con la voz quebrada por el pánico—. Él lo sabe. Cree algo.
Gustavo asintió lentamente, su mirada fija en las escaleras por donde su hijo había desaparecido. —Lo sé —dijo, y su voz sonaba grave y preocupada—. No sé qué exactamente, pero esa no es la mirada de un hombre que cree en historias de whisky derramado. Esa es la mirada de alguien que acaba de encender una alarma.
Subí las escaleras de dos en dos, esquivando el tercer escalón que siempre crujía, y me encerré en mi habitacion. Me apoyé contra la puerta, jadeando, escuchando. El sonido del agua seguía corriendo en el baño principal. Bueno. Tenía unos minutos.
Me quité la blusa sudada y me miré en el espejo. Estaba hecha un desastre. El rostro enrojecido, el rímel corrido (¡ni siquiera recordaba maquillarme!), el cabello revuelto y pegado a la piel por el sudor del sexo y el pánico. Me veía exactamente como lo que era: una mujer que acababa de ser completamente follada por dos hombres.Tenía que arreglarlo. Rápidamente.
Tome una toalla humeda que usaba para desmaquillarme y comencé a pasarmela por la cara, el cuello, las axilas, enjugando la evidencia más visible del calor y el esfuerzo. Luego, con movimientos mecánicos y urgentes, Me limpié entre las piernas con un paño húmedo, quitando la evidencia pegajosa y reveladora de Roberto y Gustavo que aún se aferraba a mí, un recordatorio visceral del riesgo que acabábamos de tomar. Tiré la toalla para deshacerme de cualquier rastro.
Busqué en el armario y encontré el perfume más fuerte que tenía, un floral intenso, y me lo pulvericé en las muñecas, el cuello, detrás de las orejas, incluso en el pelo, creando una nube aromática artificial que esperaba ahogara cualquier otro olor residual. Me cepillé el pelo con fuerza, atándomelo en una coleta desaliñada pero que al menos parecía casual.
Me puse mi pijama de algodón, uno de esos conjuntos holgados y modestos que compraba en packs de tres, y me miré de nuevo en el espejo. Ahora parecía… normal. Aburridamente normal. Como una esposa que se iba a dormir. Era una fachada frágil, pero era la única que tenía.

Me metí en la cama y me arropé hasta la barbilla, cerrando los ojos y forcejeando por controlar mi respiración, para que sonara lenta y profunda cuando él entrara.
No tuve que esperar mucho. La ducha se apagó y, unos minutos después, la puerta de la habitación se abrió. Sentí su peso hundir el colchón a mi lado. Olía a gel de ducha limpio y a pasta de dientes. Un olor conyugal, familiar. Un olor que de repente me pareció alienígena.
Permaneció quieto un momento. Podía sentir su mirada en mi nuca.
—¿Val? —susurró, su voz baja.
Me di la vuelta, entreabriendo los ojos como si su voz me hubiera despertado apenas. —¿Mmh? ¿Sí, cariño? —Musité, esperando que mi voz sonara espesa por el sueño y no áspera por los nervios.
—¿Todo bien? Abajo… con papá y su amigo… parecías… nerviosa.
Mi corazón se aceleró, pero mantuve la expresión somnolienta. —¿Nerviosa? No… —dije, bostezando para ganar tiempo—. Solo cansada. Y sí, un poco incómoda, quizás. Su amigo, Roberto… me miraba raro. No me gustó. Por eso me tapé con la manta. —La media verdad salió con una fluidez que me sorprendió, mezclando ficción con realidad de manera creíble.
Él guardó silencio, estudiando mi rostro. Su mirada era intensa, escrutadora. —¿Solo eso? —preguntó, su tono aún neutral, pero cargado de una pregunta no dicha.
—Sí —insistí, haciendo un esfuerzo por sonar molesta y cansada—. ¿Qué iba a ser? Estaban bebiendo, hablando fuerte… yo solo quería silencio y que se fueran. ¿Pasó algo?
Fue el toque final. La fatiga genuina de la noche, el estrés y la irritación en mi voz parecieron convencerlo. O al menos, decidió aceptarlo. Por ahora.
—No —suspiró él, y por primera vez su cuerpo pareció relajarse—. No, no pasó nada. Solo me pareció raro. Duérmete.
Se dio la vuelta, dándome la espalda. Yo me quedé mirando su espalda, conteniendo el aliento, esperando a que dijera algo más, a que hiciera otra pregunta. Pero solo escuché cómo su respiración se hacía más lenta y profunda, hasta caer en un sueño que, sospechaba, no era tan profundo como aparentaba.
Yo no pude dormir. Permanecí tendida en la oscuridad, con los ojos abiertos, escuchando cada uno de sus suspiros, cada mínimo movimiento. La fachada había funcionado. Le había creído. O había elegido creer. Pero la sospecha, como una fina capa de polvo tóxico, se había depositado sobre todo. Y ambos lo sabíamos. El juego había escalado a un nivel nuevo y peligroso, donde las mentiras ya no se decían para engañar, sino para sobrevivir. Y esa noche, acostada junto a mi marido, me sentí más sola y más vulnerable que nunca.
La mañana siguiente fue tensa y silenciosa. Adrián se había ido temprano, con apenas un "nos vemos luego" seco dirigado al aire, sin mirarme a los ojos. La sospecha colgaba en la casa como una niebla espesa. Bajé a la cocina con cuidado, sintiendo cada crujido del piso como una acusación.
Gustavo estaba allí, friendo huevos como si nada. El aroma contrastaba brutalmente con el nudo de nervios en mi estómago. —Buenos días —dijo sin volverse, su voz era grave—. Siéntate. Hay que hablar.
Me deslicé sobre una silla de la isla de la cocina, envuelta en una bata, sintiéndome vulnerable. —¿Qué pasa? —pregunté, aunque temía la respuesta.
—Lo de anoche fue demasiado cerca —comenzó él, dándose la vuelta con la espátula en la mano. Su expresión era seria, no había rastro de la lujuria del día anterior—. No podemos seguir así. Adrián no es tonto. Si seguimos aquí, nos va a pillar. Y no quiero imaginar lo que pasaría.
Un frío me recorrió la espalda. —¿Qué... qué propones? ¿Terminar esto? —La idea me aterrorizó más de lo que estaba dispuesta a admitir.
—No —dijo él, con una rapidez que me alivió instantáneamente—. Propono que nos veamos fuera de aquí. En un lugar donde no tengamos que estar mirando por encima del hombro. Donde podamos... relajarnos de verdad.
—¿Dónde? —pregunté, aunque una parte de mí ya sabía la respuesta.
—The Reed Door —dijo, clavándome la mirada—. El club. Es el lugar perfecto. Allí somos solo dos adultos más. Allí no hay suegros, ni nueras, ni maridos celosos. Solo deseo.
The Reed Door. El nombre resonó en mi mente como un tambor lejano. El lugar del que Camila me había hablado, el lugar donde Gustavo reinaba. La idea me provocó una mezcla de miedo y una curiosidad intensa, prohibida.
—Yo... no sé —tartamudeé, jugando con el borde de mi bata—. Es muy... ¿público?
—Allí nadie juzga, Valeria. Al contrario. Es la libertad hecha lugar. —Se acercó y puso una mano sobre la mía—. Confía en mí. ¿Vendrás?
Miré su mano, luego su rostro, y en sus ojos vi la promesa del placer que había probado y del que ya no podía prescindir. Asentí lentamente. —I'll go.—
Una sonrisa de triunfo iluminó su rostro. —Perfecto. Ahora ve y vístete. Algo que te haga sentir poderosa. Algo que te haga sentir deseada. Nos vamos en media hora.
Subí las escaleras con el corazón acelerado. En mi armario, mi mirada se posó en un vestido. Me lo puse. El vestido verde oliva era una segunda piel, ceñido a cada curva, y su corte sin mangas realzaba mis hombros y espalda. Era elegante, pero innegablemente provocativo, y terminaba justo a la mitad del muslo. Me recogí el cabello, me puse un poco más de maquillaje del habitual y me observé en el espejo. Ya no parecía la esposa aburrida. Parecía alguien más. Alguien peligroso.


Bajé. Gustavo me silbó bajito al verme. —Increíble. Estarás por encima de todos allí —dijo, ofreciéndome su brazo.
El trayecto en auto fue tenso. Yo miraba por la ventana, mis manos sudorosas sobre el vestido.Estaba nervioso, mi mente corría con imágenes de cómo sería el club, de la gente, de las miradas... las posibilidades. Gustavo conducía con confianza, como si me llevara a cenar a cualquier sitio.
Al llegar, el edificio parecía discreto desde fuera. Pero al cruzar la puerta, el mundo cambió. El sonido de música electrónica baja pero pulsante se mezclaba con gemidos y jadeos.El aire estaba cargado de olor a sudor, perfume y sexo. Y ahí, en el pasillo de entrada, la primera imagen me dejó sin aliento: parejas y tríos, algunos semidesnudos, otros completamente desnudos, teniendo sexo contra las paredes, en sofás bajos, sin ningún pudor, sumidos en su propio éxtasis. Me congelé por un segundo, con el corazón martilleándome las costillas, sorprendida y extrañamente excitada por la carnalidad cruda y sin filtros que se exhibía.
—No mires como una turista —murmuró Gustavo al oído, tomándome del codo con firmeza—. Aquí esto es normal. Relájate y disfruta del espectáculo.
Me guió a través del laberinto de cuerpos entrelazados. Sentía miradas sobre mí, sobre el vestido, sobre las piernas que descubría. Sentí una oleada de calor, en parte vergüenza, en parte emoción.. Avanzamos hacia una zona más abierta, un patio interior con luz tenue.
Y entonces la vi.
En el centro, arrodillada sobre una gran alfombra de piel, estaba Camila. Estaba completamente desnuda, con los ojos vidriosos y una sonrisa ebria de placer. Estaba rodeada de al menos siete hombres desnudos, cuyas erecciones, como un bosque de carne, la apuntaban. Uno estaba detrás de ella, embistiéndola profundamente. A otro lo tomaba en su boca con un fervor voraz que apenas reconocí. Un tercero le acariciaba los pechos mientras le susurraba al oído. Era un espectáculo de sumisión y lujuria colectiva. Me detuve en seco, llevándome la mano a la boca. Una cosa era oírlo, y otra verla así, tan completamente expuesta y consumida.
Gustavo se detuvo a mi lado, observando la escena con una sonrisa de familiaridad.
—Parece que tu amiga ha encontrado su vocación —comentó, con un deje de sarcasmo—. Siempre le gustó ser el centro de atención.
Camila, en ese momento, abrió los ojos y su mirada, perdida en el placer, se cruzó con la mía. Por un segundo, hubo un destello de reconocimiento, de sorpresa, quizás incluso de vergüenza, que fue inmediatamente barrido por otro hombre que se acercó a reclamar su atención. Ella cerró los ojos de nuevo y se abandonó a la marea de sensaciones, olvidándome por completo.
Gustavo me apretó el codo. —Ven —dijo, su voz era ahora una promesa baja y oscura—. Esto es solo el aperitivo. Te voy a mostrar lo que realmente es ser el centro de todo esto.
Y me guió más adentro del club, alejándome de la visión de Camila, adentrándome en un mundo donde todos los límites estaban a punto de ser borrados.
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El corazón me martillaba en el pecho, un ritmo frenético de nervios y una excitación prohibida que nublaba cualquier rastro de racionalidad. La mirada de Roberto, cargada de un deseo tan crudo como el de Gustavo, me paralizaba y me atraía a partes iguales. Tomé una respiración profunda, ahogando los últimos vestigios de duda. Con una determinación que no sabía que poseía, cerré la distancia entre Roberto y yo. Antes de que pudiera reaccionar, me puse de puntillas, lo agarré por el cuello de la camisa y lo atraje hacia mí para besarlo profundamente y con ansias. Fue todo dientes y labios chocando, una reivindicación que no se debía al cariño, sino a la lujuria pura y pura. Su sorpresa inicial se transformó en reciprocidad casi instantánea, sus manos grandes encontraron mi cintura a través del fino top.
Al separarme, jadeante, le tomé de la mano con firmeza. Mi otra mano encontró la de Gustavo, que observaba la escena con ojos oscuros y una sonrisa de aprobación llena de posesividad. Sin decir una palabra, los guié a ambos, tirando de ellos, hacia la sala contigua. La atmósfera era espesa, cargada de expectación y testosterona.
Una vez en el centro de la sala, frente al sofá, me solté de sus manos. Sostuve sus miradas, con un desafío silencioso en mis ojos, antes de caer lentamente de rodillas sobre la alfombra. La corta falda roja se subió, dejando al descubierto la piel desnuda de mis muslos por encima del encaje blanco de las medias, sin dejar nada a la imaginación. Miré alternativamente a uno y al otro, a Gustavo, mi amante y dueño de esta situación, y a Roberto, el invitado, el nuevo juguete. Mi posición a sus pies era una declaración de intenciones tan clara como el cristal. La noche apenas comenzaba, y yo era el centro de todo.

Yo ya arrodillada en la alfombra, como una devota frente a sus dioses. Mientras Gustavo y Roberto estaban sentados en el sofá, uno al lado del otro, con las piernas abiertas y sus miradas fijas en mí. La luz tenue de la lámpara de pie acariciaba sus torsos desnudos, resaltando cada músculo, cada cicatriz, cada señal de experiencia que los hacía tan irresistibles para mí.
Empecé con Gustavo, mi suegro, el hombre que había despertado esta fiera dormida dentro de mí. Tomé su polla ya erecta en mi mano, sintiendo su peso y grosor familiares, el potente latido de su pulso contra mi palma. Me incliné hacia adelante, separando los labios para tomar la cabeza hinchada en mi boca, girando mi lengua alrededor de la punta, saboreando la primera gota de su sabor salado. Un gemido profundo y gutural escapó de su garganta cuando me hundí, tomándolo más profundamente, mi otra mano trabajando la base de su miembro con un movimiento apretado y retorcido. Sabía exactamente cómo le gustaba: la succión perfecta, el roce de mi lengua a lo largo de esa vena sensible debajo, el contacto visual que mantenía mientras lo penetraba profundamente, sintiendo su golpe en el fondo de mi garganta.
Pero entonces, una mano, la de Roberto, acarició mi mejilla, guiándome hacia él.
—Mi turno, preciosa— murmuró, su voz era áspera como el whisky.
Giré la cabeza, sin prisa, Y tomé la polla gruesa y curva de Roberto en mi boca sin dudarlo. Era diferente: más gruesa, con una marcada curva ascendente que exploré con avidez con la lengua, siguiendo su forma. Usé ambas manos para trabajar su miembro, una en la base y la otra masajeando sus gruesos testículos, mientras mi boca se centraba en la cabeza, succionando con firmeza. Mis ojos se encontraron con los de Gustavo mientras succionaba la verga de su amigo, y la expresión en su rostro, una mezcla de orgullo y lujuria desenfrenada me excitó hasta un punto que no sabía que era posible.
Así continué, alternando entre ellos,Un intercambio oral implacable que hacía que ambos hombres maldijeran y se metieran en mi boca. Mis manos nunca estaban ociosas; una siempre estaba trabajando la polla que mi boca no tocaba, acariciando, apretando, jugando con los testículos, mientras que la otra a menudo se abría paso entre mis piernas, frotando frenéticamente mi clítoris, mientras mi propia humedad empapaba mis dedos. La obscena sinfonía de sus gemidos, mis húmedos sonidos de succión y mis propios gemidos apagados de placer llenaban la habitación.
Gustavo enterró sus dedos en mi cabello, no con fuerza, sino con posesión.
—Mira eso, Roberto— jadeó. —Mi nuera... tan bien educada... ¿Viste alguna vez una boca tan talentosa? ¿Tan hambrienta?—
Roberto solo pudo gruñir en respuesta, Sus caderas se sacudían suavemente mientras me penetraba la cara con embestidas superficiales y controladas, aferrándose a los cojines del sofá con todas sus fuerzas.
—Mierda, Gustavo... es una puta innata... cómo chupa... como una puta— El sabor de ambos, mezclado con el mío propio se convirtió en uno de mis sabores favoritos. Yo era el centro de su atención, la fuente de su placer, y la energía que sentía en ese momento, de ser completamente utilizada y adorada por igual, era más intoxicante que cualquier licor.
Cuando sentí que ambos estaban cerca del límite, me separé lentamente, dejándolos a ambos brillantes y palpitantes bajo la luz tenue. Me limpié la boca con el dorso de la mano, sin romper el contacto visual con ninguno de los dos.
—Eso... eso fue increíble— respiró Roberto, mirándome como si acabara de realizar un milagro. Gustavo solo sonrió, una sonrisa lenta y satisfecha que decía más que cualquier palabra. Su mirada prometía que esto era solo el comienzo
La tensión en la sala era un circuito eléctrico vivo, y yo era el conductor que unía sus miradas cargadas de lujuria. Tras haberlos tenido a ambos en mi boca, me separé lentamente, dejándolos con la respiración entrecortada y el deseo ardiendo en sus pupilas.
Gustavo se levantó primero, con esa elegancia depredadora que hacía que mi cuerpo reaccionara instintivamente. Extendió su mano hacia mí. —De pie, Valeria— ordenó con una voz suave pero impecablemente autoritaria.
Me incorporé frente a ellos, sintiendo cómo la delicada tela de mi blusa se pegaba levemente a la piel aún sensible. La falda corta de cuadros rojos se había desplazado peligrosamente hacia arriba al ponerme de pie, exponiendo varios centímetros más de mis muslos, enfatizados por el contraste con las medias blancas de encaje que me llegaban hasta mitad del muslo. Roberto me observaba con una intensidad que debería haberme hecho sentir expuesta, pero que en cambio avivaba una chispa exhibitionista que no sabía que poseía.
—Gírate— murmuró Gustavo, y obedecí, presentándoles mi espalda a ambos hombres. Sus dedos expertos encontraron los botones de mi blusa y comenzaron a desabrocharlos uno por uno, con una lentitud deliberada que erizó mi piel. La prenda se abrió y cayó hacia adelante, revelando que no había nada debajo. Mis pechos quedaron al descubierto, sintiéndose pesados y sensibles al aire de la habitación.
Roberto emitió un sonido de aprobación. —Dios mío, Gustavo, no exagerabas.—
Sentí la sonrisa de Gustavo contra mi nuca. Sus manos se posaron en mis hombros mientras hablaba. —Roberto siempre ha apreciado la belleza femenina en su máximo esplendor, Valeria. Le mostré algunas... fotos tuyas y no podía creer que fueras parte de la familia.—
La revelación debería haberme escandalizado. En cambio, una ola de calor me recorrió al imaginar a Roberto examinando esas fotos, fantaseando conmigo sin yo saberlo.
Gustavo continuó, sus manos deslizándose por mis brazos. —Le prometí que algún día tendría una experiencia más... inmersiva.—
Mientras hablaba, Roberto se había acercado. Ahora estaba de rodillas detrás de mí, sus manos en mis caderas. Su aliento era caliente contra la piel sensible de mi espalda baja. —¿Permiso?— preguntó, aunque sus manos ya se deslizaban bajo el borde de mi falda.
Asentí, sin confiar en mi voz. Con movimientos deliberados, Roberto tomó el borde de mi falda y la levantó completamente, exponiendo por completo mis nalgas y confirmando visualmente lo que la falta de ropa interior ya sugería. El aire frío de la sala me erizó la piel aún más.
Gustavo me giró de nuevo para enfrentarlos. Sus ojos bebieron la visión de mi cuerpo ahora completamente expuesto entre ellos, la blusa abierta, la falda levantada, las medias blancas destacando la desnudez entre ellas.
—Eres una diosa, Valeria,— murmuró Roberto, su mirada recorriendo cada curva como si estuviera memorizándola. Gustavo se acercó a mi oído.
—Quiero que Roberto experimente lo que es tener una mujer de verdad— susurró, sus palabras una promesa y una orden. —Quiero que le muestres por qué no puedo dejar de pensar en ti.— Tomó mi mano y la guió hacia la prominente erección que deformaba el pantalón de Roberto. —Preséntaselo adecuadamente, cariño.—
Gustavo se acomodó en el sofá con la autoridad de un rey en su trono. Su mirada, oscura y cargada de lujuria, me atravesó antes de indicar sus muslos con un gesto que no admitía réplica.
—Ven aquí, Valeria —ordenó, su voz un susurro ronco que vibró en el aire cargado de la sala—. Siéntate sobre mí. Quiero sentir cada centímetro de tu cuerpo.—
Obedeciendo, me acerqué con movimientos deliberadamente lentos, girando al final para colocarme de espaldas a él, ofreciéndole mi espalda mientras me instalaba sobre sus piernas. Sus manos, grandes y firmes, agarraron mis caderas con una intensidad que prometía moretones, guiándome hacia abajo hasta que sentí el ardiente contacto de su miembro, palpitante y urgente, en la entrada de mi vagina. Con un movimiento controlado pero inevitable, me dejé caer sobre él, un grito ahogado escapando de mis labios al sentir cómo me llenaba por completo, un gemido profundo resonando en su pecho contra mi espalda.
—Así, exactamente así —murmuró Gustavo contra mi piel, sus labios recorriendo mi espalda en una trail de fuego mientras sus dedos se clavaban en mi carne—. Eres mía.—
Comencé a moverme, balanceando mis caderas en un ritmo cadencioso que pronto se volvió frenético. La posición me daba un control total —podía alterar la profundidad de cada embestida, el ángulo, la fricción— y lo aproveché para frotar mi clítoris presionandolo sensiblemente contra la base de su eje con cada movimiento hacia abajo, provocando gemidos entrecortados de ambos.
Fue entonces cuando mis ojos, nublados por el placer, se encontraron con los de Roberto, que observaba la escena con devoción desde unos pasos de distancia, su propia erección evidente a través de su pantalón. Extendí un brazo hacia él, la voz quebrada por el movimiento rítmico que me sacudía.
—Roberto... ven —llamé, jadeando—. No dejes que me distraiga... por favor, continúa.—
Roberto se abalanzó hacia adelante, hundiéndose de rodillas entre las mías con una urgencia que delataba su propio deseo. Sus manos encontraron mis muslos, abriéndolos un poco más antes de que su boca se se llenara alrededor de mi clítoris, succionando con una destreza que rozaba lo obsceno. Grité, un sonido agudo y entrecortado, y Gustavo aprovechó la oportunidad para penetrarme aún más, enredándose una mano en mi cabello para exponer mi cuello a su boca hambrienta.
El contraste era electrizante, enloquecedor: las embestidas profundas y exigentes de Gustavo llenándome, estirándome, y los círculos frenéticos y expertos de la lengua de Roberto en mi punto más sensible. Fue una sobrecarga sensorial que me precipitó al límite a una velocidad aterradora.
—Sí, asi, sigue asi — gemí, las palabras dirigidas a Roberto mientras mis caderas perdían el ritmo, arremetiendo contra su rostro con una necesidad desesperada—. No pares... por favor.
Gustavo, mientras tanto, no flaqueó en ningún momento. Sus gruñidos contra mi espalda eran un recordatorio constante de su presencia, de su control, incluso cuando creía tener el control. Una de sus manos se deslizó por mi cuerpo, encontrando mi pecho para pellizcarme y retorcerme el pezón con una precisión que me hacía ver las estrellas.
—¿Ves cómo es la puta, Roberto? —gruñó, con la voz cargada de orgullo y una posesión cruda y primitiva—. ¿Ves cómo me aprieta su estrecho coño? ¿Escuchas cómo gime por nosotros?
Roberto respondió con un gemido contra mi vagina, su succión se intensificó hasta que la espiral de placer en mi abdomen se rompió. Ya no podía distinguir quién me daba qué placer; era solo una oleada de sensaciones que me arrastraba hacia abajo.
—Voy a... —intenté advertirles, pero las palabras se disolvieron en un grito entrecortado mientras el orgasmo me desgarraba, violento y absoluto, haciendo que mi cuerpo convulsionara alrededor del de Gustavo y contra la implacable boca de Roberto.
Gustavo me siguió momentos después, su propia liberación provocada por mis violentas contracciones. Sentí su latido profundo dentro de mí, sus dedos clavándose en mis caderas con tanta fuerza que sabia que me dejarian moretones mientras un rugido se ahogaba en mi piel. Permanecimos allí un largo rato, jadeando, los tres unidos en un triángulo de sudor, agotamiento y límites destrozados.
Me recosté hacia atrás sobre el sofá, agotada, mi piel hiperconsciente y sensible. El terciopelo de los cojines se sentía frío contra mi espalda sudorosa. Roberto se situó entre mis piernas aún temblorosas, sus ojos oscuros devorando mi cuerpo deshecho con una mezcla de reverencia y hambre insaciable.
—Estás absolutamente hermosa —murmuró, mientras sus manos agarraban mis muslos para abrirlos suavemente, exhibiendo la prueba, el brillo de ambos placeres—. Una diosa completamente arruinada por nosotros.—
En ese momento, Gustavo se separó de mí con un gruñido satisfecho. Se puso de pie con esa elegancia animal que le caracterizaba. —Voy por whisky —anunció, pasando una mano posesiva por mi muslo en un adiós momentáneo—. Roberto, no agotes toda la diversidad... guarda algo para la siguiente ronda.—
Mientras Gustavo se dirigía a la cocina con una complicidad calculada, Roberto no perdió un segundo. Sus manos, grandes y ansiosas, se apoderaron de mis caderas, alineando su miembro con mi entrada.
—Tranquila —murmuró, aunque su respiración ya era entrecortada—. A ver qué tal me aguantas.— Con un empuje firme y controlado que no admitía negativa, se hundió dentro de mí en una sola embestida profunda que me arrancó el aire de los pulmones.
Un gemido gutural, mitad sorpresa mitad placer, escapó de mis labios. Su verga era, en efecto, más gruesa que la de Gustavo, estirándome de una forma nueva e impresionante, llenándome hasta el límite. El estiramiento inicial fue casi excesivo, una deliciosa sensación de ardor que rápidamente se transformó en una plenitud abrumadora.Era distinto, pero no por ello menos intoxicante. Cada centímetro de su avance era una conquista brutalmente placentera.
—¿Así te gusta, putita? —preguntó Roberto, su voz un ronco susurro contra mi cuello, y comenzó un ritmo que desde el primer momento fue frenético, salvaje, como si no pudiera contenerse. Sus embestidas no solo eran profundas, sino también potentes, empujándome contra los cojines del sofá con una fuerza que me dejaba sin aliento. Cada una parecía dirigirse a un punto diferente y exquisito dentro de mí, creando un círculo de placer tan estrecho que veía estrellas tras mis párpados.
Asentí, incapaz de articular palabra, mis uñas se clavaron en el tejido del sofá. Él aumentó el ritmo, poseyéndome con una urgencia animal.El sonido de nuestros cuerpos al encontrarse, piel chocando contra piel, llenó la habitación, un ritmo crudo y primario que era solo nuestro. Cada embestida era más profunda, más potente que la anterior, golpeando ese punto perfecto dentro de mí con una precisión que hacía que mi visión se nublara y mi cuerpo no fuera solo mío.
Roberto se inclinó sobre mí, cambiando el ángulo ligeramente, apoyando su peso en una mano junto a mi cabeza. Y entonces —¡Justo ahí! ¡Oh, Dios, JUSTO AHÍ!— grité, arqueándome involuntariamente debajo de él, mis piernas temblorosas cerrándose alrededor de su cintura para atraerlo más profundo aún. Él había encontrado el epicentro mismo de mi placer y ahora se concentraba en él con una precisión brutal, martillando ese mismo punto una y otra vez sin piedad.
—Gusta... voy a... me voy a correr— intenté advertirle entre jadeos desesperados, pero las palabras se convirtieron en un gemido prolongado y quebrado cuando el orgasmo me arrasó sin clemencia. Mi mundo entero se hizo añicos en un millón de sensaciones puras y ardientes. Mi cuerpo se convulsionó bajo el suyo, mis músculos internos se aferraron a él con una tensión rítmica y feroz que lo consumió mientras oleadas tras oleadas de placer insoportable me atormentaban.
Roberto no se detuvo. Él gruñó, un sonido salvaje de pura satisfacción masculina, y siguió embistiéndome hasta el clímax, prolongando el éxtasis hasta que rozó lo insoportable, hasta que mi sensible carne gritó por la sobreestimulación. Justo cuando la intensidad empezaba a bajar a un nivel manejable, él se retiró de repente, saliendo de mí con un sonido húmedo que me dejó sintiéndome vacía y expuesta.
Antes de que mi mente nebulosa pudiera procesar la pérdida de su calor, su mano se cerró alrededor de la base de su miembro, que palpitaba violentamente. Un chorro caliente y espeso me impactó en el pómulo; la primera sorpresa me marcó como suya. El siguiente pulso, más potente, me impactó en la barbilla y me derramó sobre el cuello. Los siguientes, más débiles pero no menos posesivos, dibujaron rayas en mis clavículas, mi pecho y la curva de mis senos. Jadeé, tomada completamente por sorpresa, el sabor salado y masculino de su climax manchando inadvertidamente mis labios entreabiertos.
Mis ojos, vidriosos por el placer, se encontraron con los de Roberto, que me observaba con una mezcla de asombro voraz y profunda satisfacción mientras su cuerpo aún temblaba por los últimos espasmos de su propio release.
En ese preciso y perfecto momento, Gustavo regresó a la entrada, sosteniendo tres vasos de whisky con hielo. Se detuvo, congelado por un instante, absorbiendo cada detalle de la escena: yo tendida y brillante, marcada por la esencia de su amigo, mi cuerpo todavía convulsionándose con pequeños espasmos post-orgásmicos, y Roberto jadeando sobre mí, recuperando el aliento.Sus ojos me absorbieron, cubiertos por el reclamo de otro hombre, y una sonrisa lenta y profundamente posesiva se extendió por su rostro.
—. ¿Y bien, Roberto? ¿Cumplió las expectativas? ¿La putita de mi nuera te dio un buen recibimiento?—
Roberto, que aún respiraba con dificultad, finalmente encontró la voz, áspera y llena de una admiración lasciva. —Superó todas y cada una de las expectativas, amigo mío. Este coño... es una maldición y una bendición. Te va a dejar seco.—
Gustavo tomó un sorbo largo de su whisky, sus ojos recorriendo cada mancha en mi piel con un orgullo obsceno. —Oh, lo sé— dijo simplemente, su mirada encontrando la mía y clavándose en lo más profundo de mi ser. —Sé exactamente de lo que es capaz. Cada centímetro perfecto y sucio de ella.—
El éxtasis y el vértigo me poseían por completo. Estaba absorta en el ritmo, cabalgando a Roberto en el sofá con desenfreno, con la cabeza apoyada en su hombro, cuando sentí las fuertes manos de Gustavo aferrarme a las caderas, deteniéndome. Sus pulgares se clavaron en la suave carne de mi trasero, abriéndome de par en par dejando culo a su merced. Una punzada de anticipación, mezclada con una pizca de miedo, me recorrió el cuerpo.
—Relájate, princesa —murmuró Roberto contra mi oído, su voz un susurro ronco y cargado de lujuria—. Te va a encantar. Te voy a dar un placer que no sabías que existía.
Antes de que pudiera procesar una protesta o una pregunta, sentí la presión contundente e insistente de su miembro contra mi estrecho e intacto culo. Solté un jadeo agudo e involuntario. Roberto, debajo de mí, me sujetó las caderas con más firmeza, sujetándome.
—Shhh, déjalo pasar, Valeria —susurró Roberto, con la voz tensa por la emoción.
Intenté relajarme, pero era algo extraño, abrumador. Entonces, con un empuje lento e implacable que me quemó y me estiró de maneras que jamás imaginé. Un grito, crudo y desgarrado, salió de mi garganta: un sonido de conmoción pura y sin adulterar, de dolor y una ola de placer aterradora y abrumadora, tan intensa que bordeaba la agonía. Estaba completamente llena, poseída, impulsada por los dos hombres, en un abrazo que sentía primordial y profundamente tabú. Las lágrimas asomaron en mis ojos, pero no eran de dolor, sino de la abrumadora intensidad de la sensación.
—Eso es... tómalo... tómame todo— gruñó Roberto, su voz cargada de una posesividad salvaje mientras comenzaba a moverse, marcando un ritmo lento, profundo y devastador que me hizo ver estrellas. Mis gritos se ahogaban en el hombro de Gustavo, quien a su vez gemía bajo mí, excitado por los sonidos que me arrancaban.
Y en la cúspide de ese torbellino sensorial, el sonido más terrorífico irrumpió en la burbuja de lujuria: el clic metálico, claro e inconfundible, de una llave girando en la cerradura de la puerta principal.
Nos quedamos paralizados. Una estatua de carne ilícita y unida. Mi grito de placer murió en mi garganta, reemplazado por una ola paralizante y gélida de puro terror. El mundo, que se había reducido a sensaciones, se expandió de golpe con un pánico cegador.
—¡Mierda, Adrián! —jadeó Gustavo, siendo el primero en reaccionar.
Lo que siguió fue un frenético, torpe y silencioso movimiento de extremidades. Gustavo y Roberto salieron de mí casi a la vez; un vacío repentino me hizo gemir. Casi me caigo del sofá, agarrando lo más cercano, una manta suave y envolviéndome con ella el cuerpo semi-desnudo y sudoroso, subiéndola hasta la barbilla.Me hundí en un rincón del sofá, tratando de hacerme lo más pequeña posible. Gustavo y Roberto, con movimientos torpes y urgentes, se subieron los pantalones y se abrocharon las camisas con dedos temblorosos, tratando desesperadamente de recomponer una fachada de normalidad que se sentía tan frágil como el cristal.
La puerta se abrió y los pasos de Adrián resonaron en el entarimado. Cuando apareció en el marco de la puerta de la sala, la escena que encontró era surrealista: su esposa, acurrucada y envuelta en una manta en el sofá, con el rostro enrojecido y el cabello pegado al sudor de su sien; su padre y un hombre desconocido, de pie, con las camisas mal abrochadas y la respiración aún entrecortada. El aire era espeso, caliente, y olía de manera inconfundible a sexo, colonia masculina y whisky derramado.
El silencio fue absoluto durante tres segundos eternos. Adrián no dijo nada. Solo sus ojos, fríos y agudísimos, escanearon la sala. Recorrieron cada detalle: el sofá ligeramente desplazado, los cojines en el suelo, la botella de whisky y tres vasos vacíos en la mesa... y luego se clavaron en un pequeño charco viscoso y brillante en el suelo de madera, cerca de donde yo estaba.
—¿Y eso? —preguntó finalmente. Su voz era plana, carente de toda emoción, lo que resultaba mucho más aterrador que si hubiera gritado.
Gustavo tragó saliva con fuerza. —¡Whisky! —improvisó, con una risa que sonó falsa y forzada—. Roberto aquí es un manazas, se le cayó el vaso. No te preocupes, lo limpio ahora.
La mirada de Adrián, lenta y deliberadamente, se posó entonces en mí. Me sentí como un insecto bajo un microscopio.
—¿Val? —dijo, y su tono era suave, demasiado suave—. ¿Estás bien? Pareces... alterada. ¿Por qué la manta? ¿Tienes frío?
—Sí —logré articular, con una voz que me sonó estridente y temblorosa—. Sí, mucho frío de repente. Un escalofrío.
Adrián dio dos pasos lentos hacia el sofá. Se detuvo justo frente a mí. Su sombra me cubrió. Desde mi posición sentada, tenía que arquear el cuello para mirarlo. Él se inclinó ligeramente. Y entonces lo vi: sus ojos se enfocaron en mi frente, en mis sienes, donde el sudor de minutos antes aún brillaba bajo la luz de la lámpara.
—¿Frío? —repitió, y esta vez había una gota de hielo en su voz—. Pero estás empapada en sudor, cariño.
El corazón se me detuvo. Gustavo dio un paso al frente, con otra risa nerviosa que sonó grotesca en la tensión del momento.
—¡Es esta habitación! —exclamó, abriendo los brazos—. Con dos hombres aquí calentando el ambiente, más el whisky... ¡hace un calor de machos que no hay quien lo aguante!
La mirada de Adrián se despegó de mí y se clavó en su padre. No dijo nada. Solo lo miró. Fue una mirada larga, cargada, que parecía decir "no me subestimes". Gustavo, ante esa mirada, cerró la boca y desvió la vista por primera vez, incomodado.
Fue Roberto quien, palpando la hostilidad y el peligro inminente, rompió el hechizo. Se aclaró la garganta.
—Bueno, yo... creo que es mi señal para irme —dijo, con una voz que intentaba sonar casual pero que delataba su urgencia por escapar—. Ha sido un placer, Adrián. Gustavo, ya sabes donde estoy. Valeria... espero que se mejore de ese... frío.
Caminó hacia la puerta con pasos rápidos y decididos, casi sin disimular su huida. El sonido de la puerta cerrándose tras él resonó en la sala como un portazo final.
Adrián se quedó quieto, mirando alternativamente a su padre y a mí. Su expresión era impenetrable, una máscara de calma que no lograba ocultar la tormenta que debía rugir tras sus ojos. Podía sentir el latido de mi propia sangre en mis oídos. Finalmente, respiró hondo, como si estuviera conteniendo algo enorme.
—Voy a darme una ducha —anunció, con una voz tan plana y controlada que resultaba espeluznante—. Largo día.
Giró sobre sus talones y subió las escaleras sin prisa, sin mirar atrás. Cada paso suyo sobre los peldaños era como un martillazo que anunciaba una cuenta regresiva.
Solo cuando oímos el sonido del agua correr en el baño de arriba, Gustavo y yo exhalamos al unísono, derrumbándonos. Yo me dejé caer contra los cojines del sofá, sintiendo que las piernas me temblaban incontrolablemente. Gustavo se pasó una mano por la cara, que estaba pálida.
—Dios mío —susurré, con la voz quebrada por el pánico—. Él lo sabe. Cree algo.
Gustavo asintió lentamente, su mirada fija en las escaleras por donde su hijo había desaparecido. —Lo sé —dijo, y su voz sonaba grave y preocupada—. No sé qué exactamente, pero esa no es la mirada de un hombre que cree en historias de whisky derramado. Esa es la mirada de alguien que acaba de encender una alarma.
Subí las escaleras de dos en dos, esquivando el tercer escalón que siempre crujía, y me encerré en mi habitacion. Me apoyé contra la puerta, jadeando, escuchando. El sonido del agua seguía corriendo en el baño principal. Bueno. Tenía unos minutos.
Me quité la blusa sudada y me miré en el espejo. Estaba hecha un desastre. El rostro enrojecido, el rímel corrido (¡ni siquiera recordaba maquillarme!), el cabello revuelto y pegado a la piel por el sudor del sexo y el pánico. Me veía exactamente como lo que era: una mujer que acababa de ser completamente follada por dos hombres.Tenía que arreglarlo. Rápidamente.
Tome una toalla humeda que usaba para desmaquillarme y comencé a pasarmela por la cara, el cuello, las axilas, enjugando la evidencia más visible del calor y el esfuerzo. Luego, con movimientos mecánicos y urgentes, Me limpié entre las piernas con un paño húmedo, quitando la evidencia pegajosa y reveladora de Roberto y Gustavo que aún se aferraba a mí, un recordatorio visceral del riesgo que acabábamos de tomar. Tiré la toalla para deshacerme de cualquier rastro.
Busqué en el armario y encontré el perfume más fuerte que tenía, un floral intenso, y me lo pulvericé en las muñecas, el cuello, detrás de las orejas, incluso en el pelo, creando una nube aromática artificial que esperaba ahogara cualquier otro olor residual. Me cepillé el pelo con fuerza, atándomelo en una coleta desaliñada pero que al menos parecía casual.
Me puse mi pijama de algodón, uno de esos conjuntos holgados y modestos que compraba en packs de tres, y me miré de nuevo en el espejo. Ahora parecía… normal. Aburridamente normal. Como una esposa que se iba a dormir. Era una fachada frágil, pero era la única que tenía.

Me metí en la cama y me arropé hasta la barbilla, cerrando los ojos y forcejeando por controlar mi respiración, para que sonara lenta y profunda cuando él entrara.
No tuve que esperar mucho. La ducha se apagó y, unos minutos después, la puerta de la habitación se abrió. Sentí su peso hundir el colchón a mi lado. Olía a gel de ducha limpio y a pasta de dientes. Un olor conyugal, familiar. Un olor que de repente me pareció alienígena.
Permaneció quieto un momento. Podía sentir su mirada en mi nuca.
—¿Val? —susurró, su voz baja.
Me di la vuelta, entreabriendo los ojos como si su voz me hubiera despertado apenas. —¿Mmh? ¿Sí, cariño? —Musité, esperando que mi voz sonara espesa por el sueño y no áspera por los nervios.
—¿Todo bien? Abajo… con papá y su amigo… parecías… nerviosa.
Mi corazón se aceleró, pero mantuve la expresión somnolienta. —¿Nerviosa? No… —dije, bostezando para ganar tiempo—. Solo cansada. Y sí, un poco incómoda, quizás. Su amigo, Roberto… me miraba raro. No me gustó. Por eso me tapé con la manta. —La media verdad salió con una fluidez que me sorprendió, mezclando ficción con realidad de manera creíble.
Él guardó silencio, estudiando mi rostro. Su mirada era intensa, escrutadora. —¿Solo eso? —preguntó, su tono aún neutral, pero cargado de una pregunta no dicha.
—Sí —insistí, haciendo un esfuerzo por sonar molesta y cansada—. ¿Qué iba a ser? Estaban bebiendo, hablando fuerte… yo solo quería silencio y que se fueran. ¿Pasó algo?
Fue el toque final. La fatiga genuina de la noche, el estrés y la irritación en mi voz parecieron convencerlo. O al menos, decidió aceptarlo. Por ahora.
—No —suspiró él, y por primera vez su cuerpo pareció relajarse—. No, no pasó nada. Solo me pareció raro. Duérmete.
Se dio la vuelta, dándome la espalda. Yo me quedé mirando su espalda, conteniendo el aliento, esperando a que dijera algo más, a que hiciera otra pregunta. Pero solo escuché cómo su respiración se hacía más lenta y profunda, hasta caer en un sueño que, sospechaba, no era tan profundo como aparentaba.
Yo no pude dormir. Permanecí tendida en la oscuridad, con los ojos abiertos, escuchando cada uno de sus suspiros, cada mínimo movimiento. La fachada había funcionado. Le había creído. O había elegido creer. Pero la sospecha, como una fina capa de polvo tóxico, se había depositado sobre todo. Y ambos lo sabíamos. El juego había escalado a un nivel nuevo y peligroso, donde las mentiras ya no se decían para engañar, sino para sobrevivir. Y esa noche, acostada junto a mi marido, me sentí más sola y más vulnerable que nunca.
La mañana siguiente fue tensa y silenciosa. Adrián se había ido temprano, con apenas un "nos vemos luego" seco dirigado al aire, sin mirarme a los ojos. La sospecha colgaba en la casa como una niebla espesa. Bajé a la cocina con cuidado, sintiendo cada crujido del piso como una acusación.
Gustavo estaba allí, friendo huevos como si nada. El aroma contrastaba brutalmente con el nudo de nervios en mi estómago. —Buenos días —dijo sin volverse, su voz era grave—. Siéntate. Hay que hablar.
Me deslicé sobre una silla de la isla de la cocina, envuelta en una bata, sintiéndome vulnerable. —¿Qué pasa? —pregunté, aunque temía la respuesta.
—Lo de anoche fue demasiado cerca —comenzó él, dándose la vuelta con la espátula en la mano. Su expresión era seria, no había rastro de la lujuria del día anterior—. No podemos seguir así. Adrián no es tonto. Si seguimos aquí, nos va a pillar. Y no quiero imaginar lo que pasaría.
Un frío me recorrió la espalda. —¿Qué... qué propones? ¿Terminar esto? —La idea me aterrorizó más de lo que estaba dispuesta a admitir.
—No —dijo él, con una rapidez que me alivió instantáneamente—. Propono que nos veamos fuera de aquí. En un lugar donde no tengamos que estar mirando por encima del hombro. Donde podamos... relajarnos de verdad.
—¿Dónde? —pregunté, aunque una parte de mí ya sabía la respuesta.
—The Reed Door —dijo, clavándome la mirada—. El club. Es el lugar perfecto. Allí somos solo dos adultos más. Allí no hay suegros, ni nueras, ni maridos celosos. Solo deseo.
The Reed Door. El nombre resonó en mi mente como un tambor lejano. El lugar del que Camila me había hablado, el lugar donde Gustavo reinaba. La idea me provocó una mezcla de miedo y una curiosidad intensa, prohibida.
—Yo... no sé —tartamudeé, jugando con el borde de mi bata—. Es muy... ¿público?
—Allí nadie juzga, Valeria. Al contrario. Es la libertad hecha lugar. —Se acercó y puso una mano sobre la mía—. Confía en mí. ¿Vendrás?
Miré su mano, luego su rostro, y en sus ojos vi la promesa del placer que había probado y del que ya no podía prescindir. Asentí lentamente. —I'll go.—
Una sonrisa de triunfo iluminó su rostro. —Perfecto. Ahora ve y vístete. Algo que te haga sentir poderosa. Algo que te haga sentir deseada. Nos vamos en media hora.
Subí las escaleras con el corazón acelerado. En mi armario, mi mirada se posó en un vestido. Me lo puse. El vestido verde oliva era una segunda piel, ceñido a cada curva, y su corte sin mangas realzaba mis hombros y espalda. Era elegante, pero innegablemente provocativo, y terminaba justo a la mitad del muslo. Me recogí el cabello, me puse un poco más de maquillaje del habitual y me observé en el espejo. Ya no parecía la esposa aburrida. Parecía alguien más. Alguien peligroso.


Bajé. Gustavo me silbó bajito al verme. —Increíble. Estarás por encima de todos allí —dijo, ofreciéndome su brazo.
El trayecto en auto fue tenso. Yo miraba por la ventana, mis manos sudorosas sobre el vestido.Estaba nervioso, mi mente corría con imágenes de cómo sería el club, de la gente, de las miradas... las posibilidades. Gustavo conducía con confianza, como si me llevara a cenar a cualquier sitio.
Al llegar, el edificio parecía discreto desde fuera. Pero al cruzar la puerta, el mundo cambió. El sonido de música electrónica baja pero pulsante se mezclaba con gemidos y jadeos.El aire estaba cargado de olor a sudor, perfume y sexo. Y ahí, en el pasillo de entrada, la primera imagen me dejó sin aliento: parejas y tríos, algunos semidesnudos, otros completamente desnudos, teniendo sexo contra las paredes, en sofás bajos, sin ningún pudor, sumidos en su propio éxtasis. Me congelé por un segundo, con el corazón martilleándome las costillas, sorprendida y extrañamente excitada por la carnalidad cruda y sin filtros que se exhibía.
—No mires como una turista —murmuró Gustavo al oído, tomándome del codo con firmeza—. Aquí esto es normal. Relájate y disfruta del espectáculo.
Me guió a través del laberinto de cuerpos entrelazados. Sentía miradas sobre mí, sobre el vestido, sobre las piernas que descubría. Sentí una oleada de calor, en parte vergüenza, en parte emoción.. Avanzamos hacia una zona más abierta, un patio interior con luz tenue.
Y entonces la vi.
En el centro, arrodillada sobre una gran alfombra de piel, estaba Camila. Estaba completamente desnuda, con los ojos vidriosos y una sonrisa ebria de placer. Estaba rodeada de al menos siete hombres desnudos, cuyas erecciones, como un bosque de carne, la apuntaban. Uno estaba detrás de ella, embistiéndola profundamente. A otro lo tomaba en su boca con un fervor voraz que apenas reconocí. Un tercero le acariciaba los pechos mientras le susurraba al oído. Era un espectáculo de sumisión y lujuria colectiva. Me detuve en seco, llevándome la mano a la boca. Una cosa era oírlo, y otra verla así, tan completamente expuesta y consumida.
Gustavo se detuvo a mi lado, observando la escena con una sonrisa de familiaridad.
—Parece que tu amiga ha encontrado su vocación —comentó, con un deje de sarcasmo—. Siempre le gustó ser el centro de atención.
Camila, en ese momento, abrió los ojos y su mirada, perdida en el placer, se cruzó con la mía. Por un segundo, hubo un destello de reconocimiento, de sorpresa, quizás incluso de vergüenza, que fue inmediatamente barrido por otro hombre que se acercó a reclamar su atención. Ella cerró los ojos de nuevo y se abandonó a la marea de sensaciones, olvidándome por completo.
Gustavo me apretó el codo. —Ven —dijo, su voz era ahora una promesa baja y oscura—. Esto es solo el aperitivo. Te voy a mostrar lo que realmente es ser el centro de todo esto.
Y me guió más adentro del club, alejándome de la visión de Camila, adentrándome en un mundo donde todos los límites estaban a punto de ser borrados.
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