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Los Cuatro Ancianos. Parte 8

  La lluvia fría en una noche de Madrid podría helar los huesos a cualquiera, y congelar por hipotermia hasta el más brío atleta. Isabel ya llevaba una hora a la intemperie, sin paraguas ni más ropa que una bata de andar por casa, que ahora estaba empapada como una sopa. La bella esposa estaba sentada sobre el tejado de la casa, con labios púrpura y temblando de frío. Sobre la mano izquierda tenía un test de embarazo que había comprado hace semanas, porque la intención de ella y su marido era la de empezar a aumentar la familia un día próximo. El test marcaba las dos líneas. En la mano derecha tenía la caja de píldoras que aún tomaba bajo receta médica para controlar su menstruación. Isabel tenía los ojos fijos en el porcentaje de fiabilidad contra el embarazo. Noventa y nueve por ciento. El sonido de las gotas de lluvia cuando caían en las tejas amortiguaba cualquier otro sonido, por lo que Isabel no escuchó a su suegro gritarle desde la ventana alarmado.
  —¡Isabel! —exclamó él sin ningún éxito. Volvió a gritar dos veces más hasta que su nuera lo miró directamente y dijo algo que ni remotamente pudo escuchar.
  Manuel finalmente salió al tejado por la ventana con una gruesa chaqueta impermeable. Caminó a tientas y estuvo a punto de resbalarse y caer hasta en tres ocasiones antes de alcanzar a su nuera. Las tejas eran tan resbaladizas como una pista de hielo en ese momento, y era una temeridad lo que estaba haciendo. Isabel continuaba mirándole y hablándole en voz inaudible, pero Manuel solo pensó en alcanzarla. 
  —Llevo buscándote una hora —añadió él desahogándose —. Incluso fuera de casa. He estado a punto de llamar a la policía por si te había pasado algo.
  Manuel siguió hablando, pero ella estaba absorta mientras seguía hablando de algo que él no podía escuchar. Cuando llegó hasta ella se retiró la gruesa chaqueta y se la puso encima a su nuera. Finalmente pudo escuchar lo que ella le decía.
  —… noventa y nueve por cierto…
  Manuel miró a Isabel y lo que sostenía entre sus manos. Era un test de embarazo que había dado positivo. El hombre de sesenta y ocho años abrió los ojos como platos y puso sus manos sobre la cabeza.
  —¡Estás embarazada! —exclamó él alarmado.
  Isabel volvió a romper a llorar desconsolada. Sus lágrimas se mezclaron con las gotas de lluvia y su dolor fue ahogado por el ruido incesante, pero no su rabia.
  —¡Hijo de puta! —le gritó ella con una mezcla de furia y abatimiento —. Me has dejado preñada.
  —¡Pero no tomabas la píldora! —tuvo que gritar Manuel para hacerse oír entre el torrente de lluvia que se intensificaba.
  —¡Noventa y nueve por ciento, hijo de puta! —exclamó ella de nuevo a la vez que le tiraba la caja de pastillas de la píldora a la cara.
  Manuel resbaló al intentar esquivar la caja y tras un instante de apuro logró mantener el equilibrio a duras penas. Tenía el corazón a mil, pero no era por el riesgo de haberse caído, sino por la noticia del embarazo de su nuera.
  —Está bien. No pasa nada. Queríais tener un hijo, ¿no es así?
  Isabel miró a su suegro con ojos inyectados en sangre, y se planteó seriamente empujarlo por el tejado.
  —Las fechas no concuerdan. No puedo estar embarazada de José.
  —Eso no importa Isabel. Él creerá que sí, y siempre puedes cambiar las fechas según le cuentes. Solo tienes que ir a ver al ginecólogo por las mañanas, cuando él trabaja.
  —Maldito malnacido. ¡No quiero un hijo tuyo! —le gritó ante el ensordecedor sonido de la lluvia —. ¿Acaso no tienes ni un ápice de amor por tu hijo?
  Manuel asintió con la cabeza y la agachó por vergüenza, pero luego volvió a mirar a su nuera.
  —No podemos cambiar lo que ya ha ocurrido. Ya está hecho, y créeme que será su hijo, no el mío.
  —¡Abortaré de mis entrañas a tu podrida semilla! —le gritó ella fuera de sí.
  —El niño no tiene la culpa —dijo Manuel sofocado. El agua lo estaba empapando ahora que se había quitado el chaquetón impermeable para dárselo a su nuera, pero eso no le importaba —. Es una vida inocente. Y sigue existiendo una pequeña posibilidad de que sea de José.
  —No es de él —negó ella desconsolada, como si quisiera flagelarse con ese hecho —. ¿Pero qué le hemos hecho? José no se merece esto. Yo le quiero.
  —Yo también le quiero, es mi hijo. Pero no podemos cambiar lo que ya está hecho. Mientras más tardemos en aceptarlo peor será.
  —Para ti es fácil decirlo. Con suerte te irás para el hoyo dentro de poco —le escupió con rabia —. ¡Pero yo tendré que vivir con eso toda mi vida!
  Isabel rompió nuevamente a llorar. Se acurrucó dentro de su chaquetón desconsolada como si quisiera ser tragada por la tierra y Manuel no pudo evitar llorar también. El anciano puso sus manos sobre la cabeza, en un estado de consternación. Pensando que si ese embarazo rompía el matrimonio de su hijo no se lo perdonaría nunca. 
  Finalmente, Manuel se acercó a su nuera y la abrazó mientras la acompañaba en su dolor. Estuvieron así largos minutos, hasta que el frío empezó a hacer mella en el viejo cuerpo de Manuel.
  —Entremos dentro de casa, Isa. Antes de que te de una pulmonía.
  Isabel dejó que su suegro la ayudara a levantarse con sumo cuidado para no resbalarse. Mientras lo hacía observó por el rabillo del ojo un rostro familiar en la ventana de la casa de la vecina. Era Conchi, que los observaba con ojos de búho. Isabel se quedó paralizada ante la inquisitiva mirada de la vecina que parecía acusarla de haberse quedado preñada de su suegro. En ese momento los brazos protectores de Manuel le parecieron vergas puntiagudas de un campo de concentración, que se le clavaban en la piel hasta desangrarla.
  —¡Nunca lo entenderás! —exclamó Isabel mientras se desembarazó del abrazo de su suegro bruscamente.
  El empujón provocó que Isabel cayera hacia atrás, sobre las tejas resbaladizas. Pero Manuel no tuvo ningún respaldo en la profunda pendiente que había tras él. Cayó dando tumbos hasta el borde del tejado y luego siguió cayendo hasta que el suelo detuvo su abrupta caída. Después solo el ruido de la lluvia, que ahora parecía más silencioso que nunca.
  Isabel no paraba de llorar e intentó levantarse, pero las fuerzas no le respondieron. Poco a poco se fue acercando hasta el borde del tejado entre lamentos y llanto amortiguados por la situación. Desde el borde pudo ver el cuerpo de Manuel sin vida. Tenía la cabeza machacada y el charco ensangrentado en el que se encontraba se licuaba a gran velocidad por el agua de la lluvia acumulada. Los lamentos de Isabel se intensificaron al ver a su suegro muerto, y las últimas semanas le vinieron de golpe a la mente. Cada desliz, cada infidelidad. Desde el día de su boda hasta ese mismo final. Y sintió vergüenza. Un aciago sentimiento de culpa que no se iba con el agua de la lluvia, al contrario. Parecía que esta la portaba y la empapaba de más y más ignominia. Casi sin aire buscó el rostro de Conchi, que seguía observando desde la ventana. Isabel se levantó sin dejar de mirarla y ambas supieron lo que haría a continuación. Conchi negó con la cabeza, como si pudiera hacerla cambiar de parecer. Pero Isabel adelantó el pie y se tiró al vacío.



*************


  La voz de José fue lo primero que escuchó. Había muchas más, todas desconocidas, pero en medio de todas ellas estaba la voz de José. No era de reproche, tampoco de rabia. Era de dolor y de miedo. Sentía miedo. Miedo a perderla. “¿Por qué?” se preguntó ella. Isabel quería saber que se le estaba pasando por la cabeza a su marido en estos momentos para temer por ella, y entonces lo recordó. Se había tirado del tejado de la casa. Abrió los ojos. Tardó mucho en hacerlo, pero para ella fue como si los hubiera abierto de sopetón. Y su marido estaba frente a él.
  —Isa, cariño. Gracias a dios —imploró contento y entristecido a la vez. 
  Un hombre, mucho más calmado y con una amplia sonrisa, se puso frente a su línea de visión y comenzó a inspeccionar sus ojos y su boca.
  —¿Cómo se encuentra, Isabel? ¿Le duele algo? —dijo el doctor —. Ha sufrido una conmoción y ha estado inconsciente unas horas, pero aparte de alguna costilla rota y mucho reposo saldrá ilesa de esto. Y no se preocupe, por fortuna no ha perdido al niño.
  Isabel se quedó paralizada al recordar lo de su embarazo, se quedó muda y temió mirar a José al rostro. Pero cuando finalmente lo hizo él solo lloraba de alegría. Ella entendió que ya lo sabía y lo celebraba. En ningún momento se le pasó por la cabeza que no pudiera ser de él. Entonces ella también lloró desconsoladamente.
  José se acercó a su mujer y la abrazó afectuosamente intentando abarcar todo lo posible. Como si quisiera protegerla de cualquier otra cosa. El doctor y las enfermeras salieron de la habitación para continuar con su trabajo.
  Isabel, con labios temblorosos, intentó emitir palabras de consuelo para su marido.
  —… siento mucho lo de tu padre… yo…
  —Tranquila cariño. Conchi me ha contado lo del accidente —dijo él mientras la señalaba con la cabeza, ya que estaba sentada en una esquina de la habitación —. ¿A quién se le ocurre salir en mitad de la lluvia al tejado? Ya sabía yo que algo raro le pasaba a mi padre. Tú hiciste lo que pudiste por intentar que volviera a entrar a la casa.
  Isabel se quedó paralizada ante lo que le contaba José, llorando a moco tendido no se vio con fuerzas como para contradecir esa versión. Miró a la vecina, rota de arrepentimiento, sin saber cómo reaccionar.
  —Conchi…
  —Ella fue quien llamó a la ambulancia y quién habló con la policía. Pero olvida todo eso ahora. Tienes que tomar ahora mucho reposo —indicó José sobreprotector para luego poner su mano sobre el vientre de su mujer —. Sobre todo, en tu estado.
  Isabel colocó su propia mano sobre la de su marido y le sonrió con lágrimas de alegría en los ojos. No se lo dijo, pero le prometió con toda su alma que se lo compensaría toda su vida. Que no descansaría cada minuto para hacerle el hombre más feliz del mundo.
  Entonces una de las enfermeras llamó a su marido para que firmase algunos documentos que habilitaban a Isabel a quedarse en el hospital, y momentáneamente las dos vecinas se quedaron solas en la habitación. Conchi se levantó y anduvo hacia Isabel que estaba en la camilla sin dejar de mirarla con ojos lacrimosos. La joven recién casada no sabía que decir, salvo una cosa.
  —¿Por qué…?
  —Porque no has sido la única a la que Manuel engalanó, ni la única que puso en riesgo su matrimonio por él —le dijo ella en voz pausada y lenta, con cierto deje de arrepentimiento en su voz —. Tienes a un hombre que te quiere y que se preocupa por ti. Conserva eso. Yo no tuve tanta suerte.
  Isabel la miró con comprensión y asintió con la cabeza.
  —Se lo compensaré.
  Conchi asintió a su vez justo antes de despedirse.
  —Eso espero por tu bien. Yo no pude, y el precio a pagar ha sido muy grande.
  Conchi se dio la vuelta y se marchó de la habitación, sin mirar atrás y sin derramar ni una sola lágrima por el que había sido su vecino durante décadas.




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