
CAPÍTULO 3: LA CRECIENTE INCOMODIDAD
Aquel primer encontronazo no rompió la barrera entre ellos; la electrificó. Las conversaciones siguieron siendo un campo minado de trivialidades: el tiempo, el tráfico, anécdotas insulsas que servían como cortina de humo para la guerra no declarada que se libraba en el aire entre ellos. Compartían la mesa del comedor en un tenso alto el fuego, ella picoteando una ensalada con la precisión de un artificiero desactivando una bomba, él bebiendo café como si fuera veneno.
Jack se sentía un profanador en el templo de ella. Sophia se movía por el apartamento con la calma de quien es dueña no solo del espacio, sino del aire que se respira en él. Y él, atrapado en la telaraña de su propia inacción, se preguntaba cómo podía sentirse tan miserablemente solo en medio de tanta opulencia, en compañía de la única mujer que ocupaba sus pensamientos. La autoconfianza de ella era un espejo que le devolvía el reflejo de su propio fracaso.
Un día, la rutina de autocompasión de Jack fue interrumpida. Estaba hundido en el sofá, la pantalla de la laptop reflejando su mirada vacía, el cursor parpadeante una burla a su parálisis. Entonces escuchó el clic suave de la puerta del baño.
Levantó la vista y el aire se le escapó de los pulmones.
Sophia. Recién salida de la ducha. No llevaba un albornoz. Llevaba dos toallas. Una, enrollada como un turbante sobre su pelo mojado. La otra, apenas envuelta alrededor de su torso, el nudo precariamente asegurado justo por encima de sus pechos. Dejaba a la vista sus hombros, sus clavículas y unas piernas infinitas. Gotas de agua trazaban caminos brillantes por su cuello, perdiéndose en la sombra donde empezaba la toalla. Su piel, sonrosada por el calor, parecía irradiar una luz propia, la forma de su culazo perfecto se podía ver claramente definida en la toalla…
Toda la resolución de Jack de respetar a Kennen, de mantener la cordura, se hizo añicos. La miró. No como a una mujer, sino como un hombre sediento mira un oasis, con una lascivia cruda que lo avergonzó y lo excitó a partes iguales.
Ella caminó hacia el sofá con una gracia líquida y se dejó caer a su lado. No cerca. Al lado. Tan cerca que Jack podía sentir el calor húmedo que emanaba de su piel. Apoyó un pie descalzo sobre la mesita de centro y sacó su móvil, su pulgar deslizándose por la pantalla con una concentración absoluta que era, a todas luces, una actuación.
Jack intentó volver a la farsa de buscar trabajo, pero era inútil. El leve aroma a jabón floral y a piel limpia lo estaba volviendo loco. Su mirada traidora se clavó en la línea de su muslo, donde el borde de la toalla dejaba al descubierto una franja de piel perfecta.
Fue ella quien rompió el silencio cargado.
—¿Has encontrado algo? —preguntó, su voz un susurro melódico, sin apartar la vista del móvil.
Jack parpadeó, su cerebro reiniciándose.
—¿Qué?
Sophia finalmente levantó la mirada. Sus ojos oscuros lo evaluaron con una lentitud deliberada. Una sonrisa casi imperceptible jugó en sus labios.
—Trabajo. Se supone que para eso es la laptop, ¿no? ¿O solo es un accesorio?
La estocada fue tan sutil como afilada. Jack soltó una risa nerviosa.
—Ah, eso. No… nada que valga la pena. Ya sabes.
Sophia asintió, volviendo su atención al teléfono.
—Debe ser difícil —comentó, su tono casual, casi distraído. Se reajustó la toalla del pelo, un movimiento que hizo que sus pechos se movieran bajo la fina tela de la otra toalla. Jack contuvo el aliento—. Llegar aquí... depender de la generosidad de otro. Eso le quita la fuerza a un hombre, ¿no crees?
La pregunta lo golpeó como una bofetada. No era compasión. Era una disección. Lo estaba abriendo en canal con una precisión quirúrgica, exponiendo su mayor inseguridad a la luz.
—Bueno, al menos tengo buena compañía —logró decir, un patético intento de desviar el golpe.
Sophia lo miró de reojo. Ahora la sonrisa en sus labios era clara, definida, y absolutamente enigmática. Se inclinó ligeramente hacia él, su voz bajando a un susurro conspirador que le erizó la piel.
—Por ahora.
Dejó la frase flotando entre ellos, cargada de todas las posibilidades. No era una amenaza ni una broma. Era una promesa. Un recordatorio de que su estancia en ese paraíso no dependía de la amistad de Kennen, sino de las reglas de un juego que ella controlaba por completo. Y Jack acababa de descubrir, con un terror delicioso, que él era el tablero.
A partir del incidente del sirope, la guerra fría entre Jack y Sophia se transformó en una tregua armada. Los encuentros dejaron de ser accidentales para convertirse en una especie de ritual. El aire entre ellos seguía cargado, pero la electricidad ya no era solo de tensión; ahora crepitaba con una curiosidad peligrosa. Las conversaciones triviales se convirtieron en un ajedrez verbal, cada pregunta superficial una forma de sondear las defensas del otro.
Ella comenzó a dejar caer comentarios, dardos envenenados envueltos en seda.
—Ya verás, Jack —le dijo un día, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. A veces, las mejores cosas llegan cuando dejas de buscarlas. O cuando te das cuenta de que siempre han estado justo delante de ti, esperando a que tengas las agallas de tomarlas.
En esos momentos, la fachada de huésped agradecido de Jack se agrietaba. La calidez de ella era un sol de invierno, agradable pero sin la fuerza suficiente para descongelar la profunda certeza de que él era un satélite orbitando el mundo perfecto de ella y Kennen. Un planeta que nunca podría habitar.
Un martes, el aire pesado por una tormenta que no acababa de romper, Jack estaba en la cocina, enfrascado en su ritual inútil de preparar café. La vio entrar por el rabillo del ojo. Volvía del yoga, su cuerpo envuelto en ese fino velo de sudor que hacía que su ropa se pegara a su piel como una confesión. Sin decir una palabra, se acercó al botellero, un santuario de cristal y caoba. Sus dedos rozaron varias etiquetas antes de seleccionar una botella de vino tinto. Una cuyo precio, Jack sabía, equivalía a una semana de su antigua vida.
Se giró hacia él, sosteniendo la botella como si fuera un cetro.
—¿Te apetece? —preguntó, una ceja arqueada en un gesto de desafío juguetón.
Jack la miró fijamente. La botella. Sus ojos. Su boca. Sabía que era una prueba.
—Es un poco temprano, ¿no crees? —respondió, su voz más ronca de lo que pretendía. No se refería a la hora, y ambos lo sabían.
Sophia sonrió, una sonrisa lenta y depredadora que le puso la piel de gallina.
—No te escondas detrás del aburrimiento, Jack. Es solo una copa. Un pequeño secreto.
Dio un paso hacia él, cerrando la distancia entre ellos. El olor a su piel, a vino y a peligro llenó el espacio. Bajó la voz a un susurro que fue una caricia directa en su oído.
—Además, Kennen no llegará en horas. Estamos solos.
Esa última frase fue una llave girando en una cerradura. Abrió una puerta en la mente de Jack a un pasillo oscuro y lleno de posibilidades aterradoras. No era una constatación. Era una invitación. Una declaración de intenciones.
Ella se apartó y, con un movimiento fluido, descorchó la botella. El sonido suave del corcho liberándose pareció resonar en el silencio de la cocina. Sirvió dos copas, su pulso firme, su mirada fija en la de él, retándolo a negarse, a demostrar la cobardía que ella le había acusado de tener.
Él extendió la mano.
Al coger la copa, sus dedos rozaron los de ella. El contacto fue breve, accidental, pero tan eléctrico como un rayo.
Y mientras el primer sorbo, frío y audaz, le bajaba por la garganta, Jack supo que ya no importaba. Había aceptado. Y en el brillo oscuro de los ojos de Sophia, vio el reflejo de un hombre que estaba a punto de perderlo todo.
La tregua se convirtió en la nueva normalidad. Los días de Jack seguían el mismo patrón desolador: despertar tarde, fingir que buscaba trabajo, ahogarse en el silencio de un lujo que no era suyo. Pero la soledad de las mañanas ya no era un simple vacío; era una cuenta atrás. Una espera tensa para que la verdadera dueña de la casa regresara y el juego se reanudara.
Sophia comenzó a hablarle. No eran conversaciones, eran exhibiciones. Le contaba fragmentos de su vida, anécdotas de sus clases de yoga, pero cada palabra parecía tener un doble filo. Le describía cómo una alumna mayor luchaba con una postura, pero al hacerlo, su propio cuerpo imitaba sutilmente el movimiento, estirando una pierna, arqueando la espalda, demostrándole a Jack, sin mirarlo directamente, la increíble flexibilidad de sus caderas, la fuerza de sus muslos. Era una lección de anatomía erótica disfrazada de chismorreo.
Y Jack, el único alumno en esa clase privada, la escuchaba, paralizado, imaginando su cuerpo contorsionado en otras posturas, para otro propósito. La incomodidad inicial se había transformado en una tensión sexual tan densa que podía sentirla vibrar en su piel. Era una curiosidad mutua y letal, un reconocimiento silencioso de que ambos estaban jugando con fuego, y a ninguno parecía importarle la posibilidad de quemarse.
Cuando ella regresaba a casa, era un evento. La atmósfera cambiaba, se cargaba de su energía. Dejaba caer su bolso de marca y su esterilla de yoga con un descuido que era pura arrogancia. Caminaba descalza por la casa, sus pasos un ritmo que marcaba el pulso de Jack. A veces, la música llenaba el apartamento, ritmos latinos o pop pegadizo, y ella se movía al compás mientras iba a la cocina a por agua, un contoneo casi imperceptible pero devastador de sus caderas y Jack torturado por aquel delicioso movimiento de culo que tenía Sophia. Era el sonido de su reinado. Era como si el apartamento no fuera solo su hogar, sino su escenario, y Jack su único y cautivo espectador.
Él intentaba mantenerse ocupado, un miserable intento de autocontrol. Pero era imposible. Su presencia era un imán. No solo su belleza, sino la forma en que habitaba su piel, la confianza desbordante con la que se movía, sabiendo perfectamente el efecto que causaba. Y su cuerpo… Dios, su cuerpo era una tortura. Una provocación constante envuelta en lycra.
Su caminar era el golpe de gracia. Cada vez que le daba la espalda para ir a su habitación, Jack sentía que su cerebro se desconectaba. Su mirada se clavaba, sin poder evitarlo, en la forma en que los leggings se ceñían a la curva de sus nalgas. Veía el movimiento de los músculos debajo de la tela, el balanceo perfecto que era a la vez natural y una calculada obra de arte. Su mente se inundaba de imágenes prohibidas, de ella en esa misma postura, pero arqueada sobre una cama, con las sábanas enredadas, esperándolo a él. La erección era instantánea, un dolor sordo y persistente que era un recordatorio físico de su traición, aunque fuera solo en pensamiento.
Una tarde, mientras Jack estaba en la cocina fingiendo leer algo en su móvil, ella entró. Volvía de correr, la piel brillante de sudor, los auriculares aún puestos. Abrió la nevera y sacó una botella de agua helada. Bebió directamente de ella, inclinando la cabeza hacia atrás. La línea de su garganta se tensó, y Jack vio una gota de agua escaparse de la comisura de sus labios y trazar un camino lento y brillante por su cuello, desapareciendo en el escote de su top deportivo.
Fue demasiado. Jack apartó la vista bruscamente, el corazón martilleándole en el pecho.
Cuando volvió a mirar, ella se había quitado los auriculares y lo estaba observando. Sus ojos oscuros tenían un brillo divertido.
—¿Te molesta el sudor, Jack? —preguntó, su voz un murmullo suave. No esperó una respuesta. Se acercó a él, deteniéndose a apenas un paso de distancia. La mezcla de su perfume y el olor salado de su esfuerzo físico lo golpeó como una droga.
Con una lentitud deliberada, se llevó los dedos a la frente, recogiendo una gota de sudor. Luego, levantó la mano y, antes de que Jack pudiera reaccionar, le rozó el dorso de la mano con la yema del dedo húmedo.
—A veces, hay que sudar para conseguir lo que se quiere —susurró.
El contacto fue efímero, pero dejó una marca de fuego en su piel. Era íntimo, transgresor y absolutamente innegable.
Se dio la vuelta y se fue, dejándolo solo en la cocina, temblando, con el pulso desbocado y una sola certeza: ella no solo conocía el juego, sino que disfrutaba viéndolo retorcerse. Y él, para su propia vergüenza, estaba empezando a disfrutarlo también.
Una tarde, mientras el cursor parpadeaba en la pantalla de la laptop como el latido de un corazón débil, Jack se encontró perdido en el cementerio digital de sus ambiciones. Cada correo de rechazo era una palada de tierra sobre su autoestima; cada oferta de trabajo irrelevante, una flor de plástico en su tumba. Estaba tan sumido en su miseria que el sonido de unos pies descalzos sobre la madera pulida apenas registró.
Fue la voz la que lo sacó de su trance.
—¿Siempre eres tan silencioso, Jack? ¿O es que te intimido?
Sophia estaba apoyada en la barra de granito negro de la cocina, una pantera en reposo. Sostenía una botella de agua helada, la condensación trazando caminos en el cristal. Su postura era de una estudiada indiferencia, pero sus ojos, oscuros y divertidos, estaban fijos en él. La pregunta no era casual; era una sonda, lanzada para medir la profundidad de su incomodidad.
Jack parpadeó, sintiéndose expuesto bajo esa mirada penetrante.
—Supongo que soy de pocas palabras —murmuró, su voz un eco hueco en el lujoso silencio. Desvió la vista de vuelta a la pantalla, un escudo inútil contra ella.
Sophia soltó una risa baja y melódica, un sonido que era a la vez un bálsamo y un veneno.
—No te creo. Kennen me ha contado historias. Dijo que eras una fuerza de la naturaleza. El centro de cada tormenta.
La mención de su pasado, de ese Jack que ya no reconocía, fue como un fantasma tocándole el hombro.
—Éramos más jóvenes. Más idiotas —respondió, el cinismo una fina capa de óxido sobre la amargura. «¿Qué coño me pasó? ¿En qué momento el huracán se convirtió en esta puta llovizna?».
Ella no se movió de su sitio, pero su intensidad pareció cruzar la distancia entre ellos.
—Un hombre no cambia tanto. Solo aprende a esconderse. —Hizo una pausa, dejando que las palabras calaran—. Así que, ¿qué pasó con él, Jack? ¿Dónde se fue la tormenta?
La pregunta era un bisturí. Precisa. Profunda. Peligrosa. Para responder, tendría que abrirse en canal y mostrarle las cicatrices, los fracasos, el miedo paralizante que lo había convertido en esta sombra. Y no podía. No a ella. No a esta criatura de una belleza y una confianza insultantes.
Se preparó para dar una respuesta evasiva, pero ella se movió. Con una lentitud felina, rodeó la barra y se acercó a la mesa del comedor. No se sentó. Se quedó de pie junto a él, tan cerca que podía oler el aroma fresco de su champú y sentir el leve calor que irradiaba su piel. Se inclinó sobre la mesa, apoyando las manos a cada lado de la laptop, atrapándolo en su órbita.
El movimiento hizo que el escote de su camiseta se abriera, ofreciéndole una visión vertiginosa del valle entre sus pechos. No fue un accidente. Fue una táctica. Una distracción calculada para desarmarlo mientras su pregunta seguía flotando en el aire. Jack luchó por mantener la mirada en su cara, pero la proximidad de su cuerpo era una agresión a sus sentidos, una promesa de suavidad y pecado que le secó la boca.
—La vida —logró decir, su voz apenas un susurro—. La puta vida te golpea hasta que aprendes a quedarte quieto.
Era una respuesta patética, y lo sabía. Era el gruñido de un animal herido retirándose a su cueva.
Sophia lo estudió durante un largo segundo. Su mirada ya no era juguetona. Era analítica, casi clínica. Había encontrado la herida. Para su sorpresa, ella no presionó. Se enderezó lentamente, rompiendo el hechizo de su proximidad. Pero en sus ojos, Jack vio algo que lo heló: no era compasión lo que veía. Era comprensión. El reconocimiento de un depredador que ha localizado la debilidad de su presa.
Volvió a la barra de la cocina, cogió su botella de agua y la observó, trazando con el dedo los dibujos que formaba la condensación. El gesto era lento, sensual, hipnótico.
—Sabes —dijo, su voz de nuevo suave, casi un susurro íntimo que atravesó la habitación—, yo no creo que la tormenta se haya ido.
Levantó la vista y sus ojos se clavaron en los de él, oscuros y llenos de una promesa peligrosa.
—Solo está dormida. Esperando el tipo de lluvia adecuado para despertar.
Continuara...
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