Había ido al banco solo para hacer un trámite rápido. La fila avanzaba lenta y el ambiente estaba cargado de murmullos y el sonido mecánico de los turnos en la pantalla. Fue entonces cuando la vi.
Ella estaba sentada en la sala de espera: piel canela impecable, labios pintados de un rojo intenso y uñas perfectamente esmaltadas en el mismo tono, en manos y pies. Vestía elegante, con un vestido ajustado que resaltaba sus curvas sin esfuerzo.
Nuestros ojos se cruzaron y, por un instante, el ruido del banco desapareció. Ella no apartó la mirada; me sostuvo con una sonrisa ligera, como si supiera que yo ya estaba atrapado.
Decidí sentarme a su lado mientras esperaba mi turno. Sentí su perfume dulce y envolvente, imposible de ignorar.
—Ojalá las filas siempre fueran así de interesantes… —le dije, apenas en tono de broma.
Ella soltó una risa baja, sensual, que me erizó la piel.
—Depende con quién te toque esperar… —contestó, jugando con una de sus uñas rojas, consciente de que la observaba.
Se inclinó levemente hacia mí y susurró con voz cargada de intención:
—¿Y si después de aquí buscamos un lugar donde no tengamos que hablar en voz baja?
No dudé. Nos levantamos juntos, y mientras caminábamos, la anticipación crecía con cada paso.
Minutos después, la fila, el banco y los trámites quedaron atrás. Caminamos hasta un restaurante cercano; nada lujoso, pero con la intimidad justa. Una mesa para dos, luz tenue y una botella de vino tinto que parecía esperar por nosotros.
El primer brindis fue casi inocente, pero a cada sorbo la conversación se volvía más atrevida. Ella jugaba con la copa entre sus dedos, dejando que el reflejo del vino resaltara sus uñas rojas.
—Quiero ser honesta contigo… soy una chica trans —dijo de repente, con calma y seguridad, y esa sinceridad la hacía aún más atractiva.
Sonreí y respondí sin dudar:
—Eso no cambia lo que siento ahora mismo… al contrario, me calienta más.
Sus labios se curvaron en una sonrisa peligrosa. Bajo la mesa, su pierna rozaba la mía con intención, y cada roce me hacía perder un poco más el control.
Cuando la botella se terminó, su voz se volvió un susurro ardiente:
—Entonces… ¿seguimos en tu casa?
No hubo dudas. La cena ya había sido solo la entrada.
Una vez entramos a la casa la puerta se cerró detrás de nosotros y la tensión acumulada explotó. La besé con hambre, y el sabor del vino aún en sus labios me volvió loco. Ella se pegó a mí, sus uñas rojas marcando mi espalda mientras yo la sujetaba de la cintura.
La llevé al sofá, besando cada centímetro de su cuello y hombros mientras deslizaba sus prendas lentamente, hasta dejar al descubierto su lencería negra que resaltaba con su piel. Sus ojos me miraban con deseo y seguridad, sabiendo exactamente el efecto que tenía sobre mí.
Se inclinó hacia mí y comenzó a mamarmela, suave al principio, luego con ritmo firme y decidido. Cada caricia, cada succión, cada roce de sus uñas sobre mi piel me hacía perder el control. Mis manos se enredaban en su cabello, disfrutando de cómo sus gemidos y movimientos me consumían.
Nos levantamos y nos dirigimos a la cama. Allí empezamos a explorar el placer de ambos: la cogida fue mutua. Ella se colocó sobre mí, y su cuerpo se ajustaba perfecto al mío mientras me la metia en 4. Sentí cada movimiento, cada empuje y cada gemido suyo. Luego, cambiamos: yo tomé el control, metiendosela mientras ella me guiaba, moviéndose sobre mí y explorando cada ángulo para intensificar nuestro placer compartido.
Intercalamos posiciones: ella sobre mí, yo detrás de ella, y en algunas ocasiones, ambos disfrutando mientras nos acariciábamos y besábamos. Incluso las mamadas continuaron, alternando entre dar y recibir, intensificando la conexión física y el deseo entre los dos.
Finalmente, después de una serie de embestidas, caricias y besos ardientes, nuestros cuerpos se fundieron en un clímax compartido, exhaustos pero completamente satisfechos.
Quedamos recostados, entrelazados, el sudor mezclado y los cuerpos aún temblando por la intensidad de lo que acabábamos de vivir. Sus manos rozaban mi pecho y mis brazos la rodeaban instintivamente, acariciando cada curva de su piel canela.
Me giré ligeramente para besarla en la frente, luego bajé hacia sus labios con suavidad. Sus besos eran lentos, profundos, llenos de complicidad y deseo retenido. Cada movimiento, cada suspiro, era una continuación de lo que habíamos compartido, un prolongar del placer en calma y ternura.
Sus manos recorrieron mi espalda y mis hombros con suavidad, y yo le acariciaba el cuello, los brazos, los costados… disfrutando de la sensación de tenerla tan cerca, de sentirla viva, caliente, y satisfecha.
Nos reímos suavemente, entre suspiros, compartiendo miradas cómplices. Me apoyé sobre su pecho y ella rodeó mi cuello con los brazos, como si quisiera mantenernos pegados para siempre.
—Eres increíble… —susurró, apoyando su mejilla sobre mi hombro.
—Tú también… —le respondí, besando su cabello.
Permanecimos así unos minutos, simplemente disfrutando del contacto, del calor y de la intimidad que solo dos personas que se entienden y se desean pueden compartir. No hacía falta hablar más; la conexión era clara, profunda, y satisfecha.
Finalmente, cuando nos acomodamos bajo la manta, supe que aquel encuentro no había sido solo un momento de pasión, sino el inicio de algo intenso, excitante y absolutamente inolvidable.
Ella estaba sentada en la sala de espera: piel canela impecable, labios pintados de un rojo intenso y uñas perfectamente esmaltadas en el mismo tono, en manos y pies. Vestía elegante, con un vestido ajustado que resaltaba sus curvas sin esfuerzo.
Nuestros ojos se cruzaron y, por un instante, el ruido del banco desapareció. Ella no apartó la mirada; me sostuvo con una sonrisa ligera, como si supiera que yo ya estaba atrapado.
Decidí sentarme a su lado mientras esperaba mi turno. Sentí su perfume dulce y envolvente, imposible de ignorar.
—Ojalá las filas siempre fueran así de interesantes… —le dije, apenas en tono de broma.
Ella soltó una risa baja, sensual, que me erizó la piel.
—Depende con quién te toque esperar… —contestó, jugando con una de sus uñas rojas, consciente de que la observaba.
Se inclinó levemente hacia mí y susurró con voz cargada de intención:
—¿Y si después de aquí buscamos un lugar donde no tengamos que hablar en voz baja?
No dudé. Nos levantamos juntos, y mientras caminábamos, la anticipación crecía con cada paso.
Minutos después, la fila, el banco y los trámites quedaron atrás. Caminamos hasta un restaurante cercano; nada lujoso, pero con la intimidad justa. Una mesa para dos, luz tenue y una botella de vino tinto que parecía esperar por nosotros.
El primer brindis fue casi inocente, pero a cada sorbo la conversación se volvía más atrevida. Ella jugaba con la copa entre sus dedos, dejando que el reflejo del vino resaltara sus uñas rojas.
—Quiero ser honesta contigo… soy una chica trans —dijo de repente, con calma y seguridad, y esa sinceridad la hacía aún más atractiva.
Sonreí y respondí sin dudar:
—Eso no cambia lo que siento ahora mismo… al contrario, me calienta más.
Sus labios se curvaron en una sonrisa peligrosa. Bajo la mesa, su pierna rozaba la mía con intención, y cada roce me hacía perder un poco más el control.
Cuando la botella se terminó, su voz se volvió un susurro ardiente:
—Entonces… ¿seguimos en tu casa?
No hubo dudas. La cena ya había sido solo la entrada.
Una vez entramos a la casa la puerta se cerró detrás de nosotros y la tensión acumulada explotó. La besé con hambre, y el sabor del vino aún en sus labios me volvió loco. Ella se pegó a mí, sus uñas rojas marcando mi espalda mientras yo la sujetaba de la cintura.
La llevé al sofá, besando cada centímetro de su cuello y hombros mientras deslizaba sus prendas lentamente, hasta dejar al descubierto su lencería negra que resaltaba con su piel. Sus ojos me miraban con deseo y seguridad, sabiendo exactamente el efecto que tenía sobre mí.
Se inclinó hacia mí y comenzó a mamarmela, suave al principio, luego con ritmo firme y decidido. Cada caricia, cada succión, cada roce de sus uñas sobre mi piel me hacía perder el control. Mis manos se enredaban en su cabello, disfrutando de cómo sus gemidos y movimientos me consumían.
Nos levantamos y nos dirigimos a la cama. Allí empezamos a explorar el placer de ambos: la cogida fue mutua. Ella se colocó sobre mí, y su cuerpo se ajustaba perfecto al mío mientras me la metia en 4. Sentí cada movimiento, cada empuje y cada gemido suyo. Luego, cambiamos: yo tomé el control, metiendosela mientras ella me guiaba, moviéndose sobre mí y explorando cada ángulo para intensificar nuestro placer compartido.
Intercalamos posiciones: ella sobre mí, yo detrás de ella, y en algunas ocasiones, ambos disfrutando mientras nos acariciábamos y besábamos. Incluso las mamadas continuaron, alternando entre dar y recibir, intensificando la conexión física y el deseo entre los dos.
Finalmente, después de una serie de embestidas, caricias y besos ardientes, nuestros cuerpos se fundieron en un clímax compartido, exhaustos pero completamente satisfechos.
Quedamos recostados, entrelazados, el sudor mezclado y los cuerpos aún temblando por la intensidad de lo que acabábamos de vivir. Sus manos rozaban mi pecho y mis brazos la rodeaban instintivamente, acariciando cada curva de su piel canela.
Me giré ligeramente para besarla en la frente, luego bajé hacia sus labios con suavidad. Sus besos eran lentos, profundos, llenos de complicidad y deseo retenido. Cada movimiento, cada suspiro, era una continuación de lo que habíamos compartido, un prolongar del placer en calma y ternura.
Sus manos recorrieron mi espalda y mis hombros con suavidad, y yo le acariciaba el cuello, los brazos, los costados… disfrutando de la sensación de tenerla tan cerca, de sentirla viva, caliente, y satisfecha.
Nos reímos suavemente, entre suspiros, compartiendo miradas cómplices. Me apoyé sobre su pecho y ella rodeó mi cuello con los brazos, como si quisiera mantenernos pegados para siempre.
—Eres increíble… —susurró, apoyando su mejilla sobre mi hombro.
—Tú también… —le respondí, besando su cabello.
Permanecimos así unos minutos, simplemente disfrutando del contacto, del calor y de la intimidad que solo dos personas que se entienden y se desean pueden compartir. No hacía falta hablar más; la conexión era clara, profunda, y satisfecha.
Finalmente, cuando nos acomodamos bajo la manta, supe que aquel encuentro no había sido solo un momento de pasión, sino el inicio de algo intenso, excitante y absolutamente inolvidable.
1 comentarios - La fila del Banco