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La Entrenadora Privada

La Entrenadora Privada


A Leo siempre le gustó entrenar, pero después de una lesión en la pierna, el médico le recomendó fortalecer con ejercicios guiados.
Buscó una entrenadora personal, sin saber que estaba por meterse en algo mucho más intenso que una simple rutina de gimnasio.

El primer día, cuando entró al estudio privado, la vio:
Valeria, 34 años, morena, cuerpo tallado a mano, pelo recogido en una coleta alta, y un conjunto deportivo ajustado que parecía pintado sobre su piel. Senos firmes, piernas torneadas, mirada que perforaba.

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—Hola, Leo —dijo ella, dándole la mano con firmeza—. Conmigo no vas a aflojar. Y si aflojás… te hago sudar el doble.

Él tragó saliva. El entrenamiento comenzó. Estiramientos, sentadillas, abdominales. Cada vez que ella se agachaba frente a él, la vista era inevitable: esa cintura estrecha, esas nalgas redondas marcadas por el short.
Y cada vez que lo tocaba para corregirle la postura, el roce quemaba.

—¿Querés un desafío extra? —le preguntó al final.

—Dale —dijo él, jadeando.

Valeria lo miró seria.

—Terminá la serie de planchas. Si la completás sin rendirte… te premio.

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Leo, cansado, aceptó.

Lo logró con esfuerzo. Cayó de espaldas al final, sudando, sin aire.

—Muy bien, campeón —dijo ella.

Se agachó sobre él, le apoyó una rodilla al costado del muslo, y le pasó la botella de agua… pero la mano fue directo a su pantalón.

—Parece que te gustó entrenar conmigo —susurró, sintiendo su erección.

Leo no pudo responder.
Ella le bajó el pantalón y sacó su pija sin más. Lo miró con una sonrisa.

—Shhh. Calladito. Esto es parte del servicio premium.

Se lo metió a la boca de golpe. Sin aviso. Profundo, rítmico, salvaje. Leo la sujetó por la coleta, sin poder contenerse.

—Valeria… Dios…

Ella se arrodilló mejor, lo miró desde abajo mientras lo lamía con lengua larga, lo chupaba como si estuviera famélica. Lo tuvo al borde, luego se levantó.

—Todavía no. Ahora me toca a mí.

Se bajó el short y se sentó sobre su pija, sin guía, clavándoselo entero en la concha con un gemido profundo.

—Sí… así… eso quería…

Lo cabalgó como una bestia. Con ritmo salvaje, húmeda, sin pudor. Lo besaba, lo mordía, le gemía en el oído.

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Y cuando él estaba por acabar, ella se bajó, se arrodilló de nuevo y lo terminó con la boca, tragando su leche como si fuera proteína líquida.

Leo quedó tirado, sin poder moverse.

Valeria se puso de pie, se limpió los labios y dijo:

—Nos vemos el jueves. Vení en ayunas… porque hoy fue solo el calentamiento.


Jueves, 7:00 AM.

Leo llegó puntual. Valeria ya lo esperaba en su estudio privado, vestida con un conjunto nuevo: top ajustado, leggins grises, sin nada debajo. La tela se pegaba a su piel como una segunda capa. Su mirada era aún más filosa.

—Hoy entrenamos piernas, abdomen… y resistencia —le dijo, entregándole una banda elástica—. Quiero verte chorreando.

Y eso logró.

Sentadillas con peso. Zancadas. Plancha con palmadas. Burpees. Cada vez que él aflojaba, Valeria se acercaba por detrás, le gritaba al oído, lo tocaba, lo empujaba a dar más.

Leo ya no sabía si transpiraba del esfuerzo… o del deseo.

—Vamos, Leo. Mostrame de qué estás hecho —le dijo, bajándose al lado suyo para hacer abdominales sincronizados. El sudor resbalaba por su cuello hasta su escote, donde el top ya estaba empapado y marcaba con claridad sus pezones duros.

Terminó la última serie y cayó de espaldas, jadeando.

—No puedo más…

Valeria sonrió y se agachó entre sus piernas.

—Sí podés. Pero ahora… lo que sigue es mi parte favorita del entrenamiento.

Le bajó el short deportivo con una sola mano. Le tomó el pene duro, mojado, caliente. Y lo lamió de raíz a punta, lenta, con precisión. Lo metió entero de un solo trago, y empezó a mamárselo con fuerza, con ese vaivén rítmico que lo volvía loco.

—Estás más duro que el martes… —dijo con una sonrisa sucia, escupiéndolo—. ¿Querés usarlo adentro o en mi garganta?

Leo no pudo responder. Ella se levantó, se bajó las leggins lentamente, se dio vuelta y se inclinó contra el banco de abdominales.

—Tomame como quieras. Pero no me la hagas fácil.

Él le metió la pija de una, en la concha, de espaldas. Valeria gimió fuerte, moviéndose contra él, mojada, ruidosa, desatada.

—¡Sí, así! ¡Más profundo! ¡No pares!

La agarró de la cadera, le tiró del pelo, la embistió con furia. El sonido de sus cuerpos chocando se mezclaba con los jadeos. Luego ella se dio vuelta, se sentó encima, y lo cabalgó con violencia.

Ambos estaban empapados en sudor.

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—Venite… pero no acá. Seguime —dijo ella, bajándose de golpe.

Lo llevó hasta el baño del estudio. Abrió la ducha. El agua caliente los envolvió como una nube.

Valeria lo empujó contra los azulejos y se arrodilló de nuevo, mamándoselo ahora con agua escurriendo por su cuerpo, su pelo pegado, sus manos resbalando. Lo chupaba con ansias, con ganas de terminarlo ahí mismo.

Leo se vino con un rugido. Ella tragó todo en la ducha, se levantó y lo besó con lengua húmeda.

—Buen trabajo, Leo —le susurró—. Pero todavía estás flojo de core. El martes que viene... te quiero encima mío todo el entrenamiento.

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Martes, 6:30 AM.

Leo llegó al estudio antes de tiempo. Sabía que hoy sería distinto. Lo sentía en la piel, en la anticipación. Y no se equivocaba.

Valeria lo esperaba en el centro del salón, descalza, solo con una sudadera gris abierta hasta el ombligo y un culotte deportivo negro que marcaba cada curva.

—Hoy vamos a trabajar el corazón —dijo con una sonrisa perversa—. Cardio y resistencia. Hasta que uno de los dos se rinda. Y te juro que no voy a ser yo.


Empezaron trotando. Luego saltos, escaladores, burpees. Él transpiraba, pero no aflojaba. Ella lo empujaba, lo rozaba, lo calentaba con cada palabra al oído.

—Dale, Leo… quiero verte bien duro cuando termine esto.

Después de 20 minutos sin parar, ella lo tiró al suelo de colchonetas, se sacó la sudadera y quedó completamente desnuda.

—Ahora… mi parte.

Se subió encima, con las piernas abiertas, guiándolo dentro de su concha caliente y empapada.
No lo besó. No habló. Solo empezó a moverse.

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Lenta. Profunda. Luego rápida. Feroz.

Lo cabalgaba como una yegua desbocada. Saltaba sobre su pija, con las tetas rebotando, el cuerpo resbalando de sudor, los muslos temblando de tensión.

—¡Quiero que dures! —gritaba—. ¡Resistí, Leo! ¡Resistí o acabás antes de tiempo!

Él la sujetaba de las caderas, la miraba como si fuera un demonio de placer.

Luego ella se bajó, se puso en cuatro sobre el mat.

—Ahora por atrás. Vení. Terminá el circuito.

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Leo la tomó con fuerza, clavándoselo entero. Valeria gemía como una bestia salvaje. Se tocaba, se empujaba hacia atrás con cada embestida.

—¡Más! ¡No pares! ¡Entrená, carajo!

Lo llevó al límite. Cuando él ya no podía más, se dio vuelta, lo arrodilló frente a ella y le dijo:

—Termina en mi boca. Te lo ganaste.

Lo mamó como si fuera un premio. Se lo tragó todo, mirándolo a los ojos, con el cuerpo temblando de calor.

Después, lo abrazó, aún en el suelo.

—Felicidades… superaste la rutina más intensa del mes.

—¿Y ahora qué sigue? —preguntó Leo, sin aire.

Valeria le lamió el cuello, sonriendo.

—Descanso activo. O sea, mañana en mi cama.

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