Hola continuo con mi historia que me pasó en el pueblo aquí les dejo la segunda parte, habrá una tercera con una sorpresota, jajaja les prometo que les va a gustar. Bien continuo…
Poco a poco me estaba adaptando a la vida en San Miguel del Prado. Ya me sabía los horarios del río para bañarme tranquila y desnuda jajaja, también conocía a los vecinos por nombre y hasta tenía mis conversaciones de rutina con las señoras que me decían, medio en broma medio en serio:
aquí yo ya bañando ya en calzones jajaja.

—Mija, consíguete un hombre para que no batalles tanto.
—Uy, sí, doña Carmen —les respondía riéndome—, y si me lo encuentro, le digo que venga con un tractor y todo.
Pero aunque me sentía más cómoda, había algo que me complicaba bastante: moverme de un lugar a otro. Aquí todos los autos son estándar, y yo… bueno, nunca aprendí a manejar uno. En la ciudad siempre usé automático, y aquí eso era como pedir un café latte doble con leche de almendra: imposible.
Para no sentirme tan sola, solía hablar por videollamada con Andrés, mi novio de hace siete años, que se había quedado en la ciudad. Una noche, mientras cenaba sola en la cocina, sonó el teléfono y era él.
—Hola, amor —dijo sonriendo—. ¿Cómo está mi chica del campo?
—Cansada, pero bien. Aquí todo es más tranquilo… aunque me está costando acostumbrarme.
—Ya me imagino. Te extraño un montón —su voz se suavizó—.
—Yo también… —le contesté, mirando por la ventana la oscuridad del pueblo.
—Oye… —bajó el tono como si estuviera tramando algo—. Y dime la verdad… ¿ya encontraste a tu nuevo novio allá?
—¡Ja! —me reí—. No, tonto. Aquí no hay de eso… aún.
—¿Aún? —dijo fingiendo celos.
—Es broma, Andrés. Eres imposible —dije sonriendo, ya habían pasado más de 4 meses y la verdad mi novio a distancia, quien me toca jajaja
Colgamos después de un rato de pláticas ligeras, como fue su día y así, le comenté que era muy difícil poder trasladarme de un lugar a otro, y fue ahí, cuando surgió la necesidad urgente de un chofer para la cooperativa. El viejo pick-up era indispensable para llevar material a los establos, transportar alimentos etc, me dieron una lista, de los candidatos, cuando de repente me llamó la atención un nombre que ya había escuchado en chismes del pueblo:
Mateo “El Tigre”. Así le decían y no era casualidad. Según decían, tenía fama de mujeriego, que casado y todo, no se le escapaba ninguna. Las malas lenguas aseguraban que tenía “novias” en diferentes ranchos y que, si te descuidabas, te dejaba mirando al horizonte sin ropa y con la sonrisa pintada. Eso decían jajajaaj
El día de la entrevista, llegó puntual. Flaco, de barba eso si bien arreglada, piel canela, cuando me miro lo hizo sin como si me conociera el cabron,.
Desde que entró a la oficina, entendí por qué tenía esa fama: no era tanto su físico, sino esa manera de pararse, esa seguridad descarada… y esa media sonrisa que parecía decir “yo sé cosas que tú no”.
—¿Así que usted es “El Tigre”? —le dije, medio seria medio curiosa.
—Pues así me dicen… y no me molesta —contestó, sin dejar de mirarme a los ojos.
—Necesitamos a alguien responsable —aclaré—, el trabajo implica movernos mucho, cargar cosas, hacer mandados.
—Responsable soy, mija. Nomás dígame dónde y a qué hora —dijo, con un tono que no supe si era profesional o una invitación.
Mientras revisaba sus datos, no pude evitar notar que su currículum era más del campo que del papel: años de manejar pick-ups, tractores y camiones; nada de estudios, pero sí mucha experiencia. Y lo más importante se sabía todas la ruta y senderos para llegar más rápido,
La entrevista duró poco, pero se sintió más larga por las miradas, los silencios y esa especie de tensión que me hacía temblar tal vez era porque sabía lo que decían de él… y tal vez por eso mismo, me costaba trabajo apartar la vista.
Al final, lo contraté. No tenía muchas opciones, y en el fondo, algo en mi curiosidad también dijo que sí.
Lo que no sabía era que esa decisión iba a complicarme más la vida… y no por el trabajo.
El lunes siguiente, Mateo llegó temprano, incluso antes que yo. El pick-up de la cooperativa estaba estacionado frente a la oficina, me ve y me dice:
—¿Lista, jefa? —dijo él, apoyado en la puerta del vehículo, con una media sonrisa y ese tono que no supe si era respeto o burla.
—Lista —contesté, subiendo al asiento del copiloto.
Ese día teníamos que llevar alimento para el ganado a uno de los ranchos más alejados, a casi una hora del centro del pueblo.

Apenas salimos a camino de terracería, él empezó a hablar:
—Así que… ¿usted vive sola?
—No, tengo pareja… —dije rápido, como si aclararlo fuera una defensa automática—. Él está en la ciudad.
—Ajá… —respondió, como si no hiciera falta más explicación—. Y… ¿cada cuánto viene?
—Cuando puede… no es tan fácil.
—Claro… el campo está lejos —dijo, mirando el camino pero con una sonrisa apenas visible.
No sabía si lo suyo era curiosidad o simple conversación. Lo que sí noté es que no había momento en que no me mirara de reojo.

El camino estaba lleno de baches, y cada vez que pasábamos por uno, el vaivén del vehículo nos acercaba más. El calor empezó a colarse por las ventanas, y yo llevaba un vestido ligero, aunque me sentía demasiado consciente de cómo me sentaba.
—Aquí es bonito, ¿no? —comentó él, señalando las vacas pastando al lado del camino—. Tranquilo… distinto a la ciudad.
—Sí… muy distinto. A veces hasta demasiado —respondí, sonriendo.
Seguimos hablando de cosas sin importancia: del clima, del ganado, de cómo en el pueblo todos se conocían. Él soltaba comentarios cortos, pero cada tanto dejaba escapar alguna frase con doble sentido, que yo fingía no notar.

En un momento, el pick-up dio un salto por un bache y mi mano, sin querer, se apoyó en su pierna para estabilizarme. Él no se movió. Solo me miró, con esa expresión de quien entiende que algo acaba de cambiar, aunque sea mínimo.
—Tranquila, jefa… —dijo, con voz baja—. Aquí no se cae nadie… si no quiere.
No contesté. Solo me acomodé en el asiento, mirando por la ventana, mientras sentía que el trayecto se hacía más largo… y más corto al mismo tiempo.
Ese fue el primer viaje. Y aunque no pasó nada… en el aire ya estaba esa tensión que no se puede deshacer fácilmente
Poco a poco me estaba adaptando a la vida en San Miguel del Prado. Ya me sabía los horarios del río para bañarme tranquila y desnuda jajaja, también conocía a los vecinos por nombre y hasta tenía mis conversaciones de rutina con las señoras que me decían, medio en broma medio en serio:
aquí yo ya bañando ya en calzones jajaja.

—Mija, consíguete un hombre para que no batalles tanto.
—Uy, sí, doña Carmen —les respondía riéndome—, y si me lo encuentro, le digo que venga con un tractor y todo.
Pero aunque me sentía más cómoda, había algo que me complicaba bastante: moverme de un lugar a otro. Aquí todos los autos son estándar, y yo… bueno, nunca aprendí a manejar uno. En la ciudad siempre usé automático, y aquí eso era como pedir un café latte doble con leche de almendra: imposible.
Para no sentirme tan sola, solía hablar por videollamada con Andrés, mi novio de hace siete años, que se había quedado en la ciudad. Una noche, mientras cenaba sola en la cocina, sonó el teléfono y era él.
—Hola, amor —dijo sonriendo—. ¿Cómo está mi chica del campo?
—Cansada, pero bien. Aquí todo es más tranquilo… aunque me está costando acostumbrarme.
—Ya me imagino. Te extraño un montón —su voz se suavizó—.
—Yo también… —le contesté, mirando por la ventana la oscuridad del pueblo.
—Oye… —bajó el tono como si estuviera tramando algo—. Y dime la verdad… ¿ya encontraste a tu nuevo novio allá?
—¡Ja! —me reí—. No, tonto. Aquí no hay de eso… aún.
—¿Aún? —dijo fingiendo celos.
—Es broma, Andrés. Eres imposible —dije sonriendo, ya habían pasado más de 4 meses y la verdad mi novio a distancia, quien me toca jajaja
Colgamos después de un rato de pláticas ligeras, como fue su día y así, le comenté que era muy difícil poder trasladarme de un lugar a otro, y fue ahí, cuando surgió la necesidad urgente de un chofer para la cooperativa. El viejo pick-up era indispensable para llevar material a los establos, transportar alimentos etc, me dieron una lista, de los candidatos, cuando de repente me llamó la atención un nombre que ya había escuchado en chismes del pueblo:
Mateo “El Tigre”. Así le decían y no era casualidad. Según decían, tenía fama de mujeriego, que casado y todo, no se le escapaba ninguna. Las malas lenguas aseguraban que tenía “novias” en diferentes ranchos y que, si te descuidabas, te dejaba mirando al horizonte sin ropa y con la sonrisa pintada. Eso decían jajajaaj
El día de la entrevista, llegó puntual. Flaco, de barba eso si bien arreglada, piel canela, cuando me miro lo hizo sin como si me conociera el cabron,.
Desde que entró a la oficina, entendí por qué tenía esa fama: no era tanto su físico, sino esa manera de pararse, esa seguridad descarada… y esa media sonrisa que parecía decir “yo sé cosas que tú no”.
—¿Así que usted es “El Tigre”? —le dije, medio seria medio curiosa.
—Pues así me dicen… y no me molesta —contestó, sin dejar de mirarme a los ojos.
—Necesitamos a alguien responsable —aclaré—, el trabajo implica movernos mucho, cargar cosas, hacer mandados.
—Responsable soy, mija. Nomás dígame dónde y a qué hora —dijo, con un tono que no supe si era profesional o una invitación.
Mientras revisaba sus datos, no pude evitar notar que su currículum era más del campo que del papel: años de manejar pick-ups, tractores y camiones; nada de estudios, pero sí mucha experiencia. Y lo más importante se sabía todas la ruta y senderos para llegar más rápido,
La entrevista duró poco, pero se sintió más larga por las miradas, los silencios y esa especie de tensión que me hacía temblar tal vez era porque sabía lo que decían de él… y tal vez por eso mismo, me costaba trabajo apartar la vista.
Al final, lo contraté. No tenía muchas opciones, y en el fondo, algo en mi curiosidad también dijo que sí.
Lo que no sabía era que esa decisión iba a complicarme más la vida… y no por el trabajo.
El lunes siguiente, Mateo llegó temprano, incluso antes que yo. El pick-up de la cooperativa estaba estacionado frente a la oficina, me ve y me dice:
—¿Lista, jefa? —dijo él, apoyado en la puerta del vehículo, con una media sonrisa y ese tono que no supe si era respeto o burla.
—Lista —contesté, subiendo al asiento del copiloto.
Ese día teníamos que llevar alimento para el ganado a uno de los ranchos más alejados, a casi una hora del centro del pueblo.

Apenas salimos a camino de terracería, él empezó a hablar:
—Así que… ¿usted vive sola?
—No, tengo pareja… —dije rápido, como si aclararlo fuera una defensa automática—. Él está en la ciudad.
—Ajá… —respondió, como si no hiciera falta más explicación—. Y… ¿cada cuánto viene?
—Cuando puede… no es tan fácil.
—Claro… el campo está lejos —dijo, mirando el camino pero con una sonrisa apenas visible.
No sabía si lo suyo era curiosidad o simple conversación. Lo que sí noté es que no había momento en que no me mirara de reojo.

El camino estaba lleno de baches, y cada vez que pasábamos por uno, el vaivén del vehículo nos acercaba más. El calor empezó a colarse por las ventanas, y yo llevaba un vestido ligero, aunque me sentía demasiado consciente de cómo me sentaba.
—Aquí es bonito, ¿no? —comentó él, señalando las vacas pastando al lado del camino—. Tranquilo… distinto a la ciudad.
—Sí… muy distinto. A veces hasta demasiado —respondí, sonriendo.
Seguimos hablando de cosas sin importancia: del clima, del ganado, de cómo en el pueblo todos se conocían. Él soltaba comentarios cortos, pero cada tanto dejaba escapar alguna frase con doble sentido, que yo fingía no notar.

En un momento, el pick-up dio un salto por un bache y mi mano, sin querer, se apoyó en su pierna para estabilizarme. Él no se movió. Solo me miró, con esa expresión de quien entiende que algo acaba de cambiar, aunque sea mínimo.
—Tranquila, jefa… —dijo, con voz baja—. Aquí no se cae nadie… si no quiere.
No contesté. Solo me acomodé en el asiento, mirando por la ventana, mientras sentía que el trayecto se hacía más largo… y más corto al mismo tiempo.
Ese fue el primer viaje. Y aunque no pasó nada… en el aire ya estaba esa tensión que no se puede deshacer fácilmente
3 comentarios - Me detonaron en el pueblo Pt2