
Me llaman la calientavergas. Al principio no entendía por qué, pero ahora lo llevo con orgullo, porque es la prueba de que sé exactamente lo que hago con ellos: encenderlos, jugar con su deseo y mantenerlos al borde. No todos lo soportan, pero eso me encanta.
Cada gesto mío es una invitación silenciosa. Cruzo las piernas despacio, dejo que mi vestido se pegue a la curva de mi muslo, y muevo el cabello para que mi cuello quede al descubierto. La forma en que mi voz baja un tono, casi un susurro, mientras hablo, hace que cualquier hombre a mi alrededor sienta cómo se le acelera el pulso.
Recuerdo una noche en una cena con amigos. Llevaba un vestido ajustado, sin sostén, y al agacharme a tomar una botella de vino, sentí que todos los ojos se fijaban en mí. Uno de ellos, un amigo de mi esposo, no pudo evitar mirarme con deseo. Yo sonreí por dentro, jugué con un mechón de cabello, y seguí sirviendo la bebida como si nada. Esa tensión… esa mezcla de culpa y excitación que se le escapaba, me volvió loca.
No siempre doy. A veces solo disfruto verlos frustrados, imaginando mi cuerpo, tocándose en secreto mientras yo me voy a dormir con una sonrisa. Esa es mi verdadera potencia: mi placer comienza mucho antes de que me toquen. Y cuando cedo, no hay vuelta atrás: me entrego con la misma intensidad con la que juego, porque sé cómo hacer que me deseen y me recuerden siempre.

El poder de provocar, de encender sin ofrecer completo, de ser la calientavergas, se volvió parte de mí. No es un juego, es un arte. Un arte que disfruto, que me hace sentir viva, que me conecta con una parte de mí que pocas conocen: la mujer que sabe que su deseo es tan potente como su placer.
Cada mirada, cada suspiro, cada respiración contenida frente a mí alimenta mi fantasía. Porque al final, el verdadero placer no está solo en lo que yo siento, sino en verlos a ellos sucumbir, imaginándome, deseándome, soñando conmigo. Y eso… eso es el poder del placer.
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