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Mí Amiga Lola

Mí Amiga Lola




Santi y Lola eran inseparables desde los 7 años. Crecieron en el mismo barrio, iban juntos al colegio, se copiaban en las tareas, se reían en los recreos y más tarde, de adultos seguían inseparables. La gente los confundía como pareja, pero siempre se reían de eso. "Lola es como mi hermana", decía él. "Santi es mi perrito fiel", decía ella. Pero en el fondo, algo más dormía en esa cercanía.

Hasta que todo cambió.

Una semana de invierno, Santi se enfermó fuerte. Una gripe lo tumbó en la cama con fiebre alta, tos y delirio. Su madre estaba de viaje, y él no quería molestar a nadie… excepto a Lola, que apareció en su departamento sin pedir permiso, como siempre.

—¿Qué hacés acá? Te vas a contagiar —le dijo él con voz rasposa.
—Callate, Santi. Si no vengo yo, te morís de hambre —respondió ella, con su buzo grande y calzas ajustadas.

Le preparó sopa, le limpió la frente con paños fríos, y se sentó a su lado viendo series mientras él dormía por ratos.

Pero esa noche, la fiebre subió demasiado. Y Santi empezó a hablar dormido. O mejor dicho… a confesar.

—Lola… cómo te quiero en mi cama, Lola… —murmuraba con la voz ronca—. No seas mala… dame tu amor… no me tortures más con ese culo…

Ella se quedó congelada. Lo miró en silencio, con el corazón latiéndole fuerte.
¿Había escuchado bien? ¿Eso dijo? ¿Su Santi, el dulce, el tonto de siempre… la deseaba así?

—Santi… —susurró, acercándose a su rostro, que ardía.
—Te juro que no aguanto más, Lola… te quiero toda, sos mía…

Él volvió a dormirse.

pendeja



Ella se quedó a dormir en el sillón esa noche. No pegó un ojo.


Dos días después, Santi mejoró. Estaba más lúcido, más vivo, y volvió a ser el de siempre… hasta que Lola apareció de nuevo, con una bandeja de comida y una mirada seria.

—Tenemos que hablar —dijo ella, sin rodeos.
—¿Tan grave cocino? —bromeó él.

Ella lo miró fijo.

—¿Te gusto?

Él tragó saliva.

—¿Qué…?

—La otra noche delirabas con mi nombre. Me pedías en tu cama. Me suplicabas. ¿Era fiebre o verdad?

Santi se quedó callado. No había escapatoria.

—Lola… —dijo finalmente—. No sé cuándo empezó, creo que desde que desarrollaste curvas. Pero sí… sí, me gustás. Me gustás mucho. Te deseo cada día. Pero no quería arruinar lo nuestro, nuestra amistad.

Ella se acercó despacio, lo miró con ternura… y se sentó sobre sus piernas.

—Tarde.

Se besaron. No como amigos. No como los de siempre. Fue un beso sucio, profundo, lleno de años de tensión contenida. Ella frotaba su cuerpo contra él, su lengua se deslizaba sin vergüenza.

—¿Todavía estás débil? —le preguntó en voz baja.
—No para esto —gruñó él, bajándole el buzo.

Lola no llevaba sostén. Sus tetas cayeron frente a él, firmes, rosadas. Santi las atrapó con las manos y las besó como si los hubiera soñado mil veces.

Ella bajó su calza y quedó sobre él, rozando su erección por encima de la tela.

—¿Así me querías? —susurró ella—. ¿Así me soñabas cuando te hacías la paja pensando en mí?

—No sabés cuántas veces, Lola…

cogida




Ella liberó su pija del pantalón y lo montó sin dudar, guiándolo a su concha, jadeando apenas sintió cómo la llenaba. Se movía despacio al principio, como probándolo… pero cuando Santi le tomó la cintura y comenzó a embestir desde abajo, Lola soltó un gemido salvaje.

—Te amo, Lola… —le dijo con el alma en la voz.
—Y yo… te quiero más desde que me cogés así…

Se retorcieron juntos, en esa cama que antes fue de amigo y ahora era altar de pasión. Él se vino dentro, temblando, y ella se corrió segundos después, con un grito ahogado que quedó vibrando en la habitación.

Y después del silencio, la verdad.

—¿Y ahora? —preguntó él, con miedo.
—Ahora… —dijo ella, acariciándole el pecho—. Ahora no te vas a curar tan rápido. Me vas a necesitar todos los días.


Habían pasado dos días desde aquel primer encuentro en la cama. Santi seguía en recuperación, un poco débil todavía, pero cada vez que Lola entraba por la puerta de su departamento, se le aceleraba el corazón… y se le endurecía algo más.

Ese mediodía, ella apareció con una bolsa de frutas, shortcito de jean, remera suelta sin corpiño y esa sonrisa de cómplice peligrosa.

—¿Cómo te sentís hoy, enfermito caliente?
—Mejor… pero medio pegajoso. Necesito una ducha.
—Perfecto —dijo, dejando todo en la mesa—. Vamos.

—¿Cómo que “vamos”?
—Te voy a ayudar. Estás débil, ¿no? ¿O preferís que entre tu vecina?

No esperó respuesta. Lo tomó de la mano y lo llevó al baño. Santi la miraba incrédulo mientras ella abría el grifo y comenzaba a quitarle la camiseta con lentitud. Él temblaba, no de fiebre esta vez.

Lola lo desvistió hasta dejarlo completamente desnudo. Su pene, ya semi erecto, respondía sin pudor. Ella sonrió al verlo.

—Qué recuperado estás, ¿eh?

Sin sacarse la ropa, se metió con él bajo el agua tibia. Lo tomó de los hombros, lo hizo sentarse en el banquito, y comenzó a enjabonarle el pecho, los brazos, el cuello. Sus manos eran suaves pero seguras.

—¿Así te cuidaba cuando éramos chicos? —bromeó él.
—No. Pero si hubiera sabido lo que escondías entre las piernas…

Sus dedos bajaron, lentos, hasta envolver su pija dura. La acariciaba como si la estuviera estudiando. Lo masturbaba despacio, con una mezcla de ternura y deseo feroz en los ojos.

—¿Te gusta?
—Me volvés loco, Lola…
—¿Sí? ¿Y si hago esto?

Se agachó frente a él. El agua le corría por el pelo mojado mientras abría los labios y comenzaba a chuparle la punta, primero suave… luego más profunda, más húmeda, más hambrienta.

Santi se sostenía como podía, gimiendo, tocándole el pelo, viéndola moverse con precisión perfecta, como si supiera desde siempre cómo hacerlo gritar.

—No te vengas aún —le advirtió ella, sacándose la remera mojada y bajándose el short—. Quiero sentirte adentro otra vez.

Se puso de espaldas, apoyó las manos contra la pared del baño y abrió las piernas, sacudiendo su trasero mojado frente a él.

—Tomame, Santi. Cuidame vos ahora.

Él la agarró de las caderas y penetró su concha de una sola embestida, haciéndola gemir fuerte, sin censura. El sonido de sus cuerpos chocando se mezclaba con el agua y los jadeos, la escena ardía entre el vapor.

La cogía con fuerza, empujando desde atrás, mientras ella se tocaba adelante, gimiendo.

—Así, Santi… más, más fuerte… llename como la otra noche…

Él no aguantó más. Se vino dentro de ella con un gemido ronco, apretándola contra su cuerpo, mientras Lola se estremecía de placer, jadeando, temblando.

Quedaron bajo el agua, abrazados, respirando entrecortadamente.

—Si esto es estar enfermo… —dijo él, besándole el cuello.
—Entonces no te vas a curar nunca. Yo me voy a encargar.


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Santi ya estaba completamente recuperado. Fuerte, despierto, con el cuerpo encendido y una sola cosa en mente: Lola.
Había pasado una semana desde que se ducharon juntos. Una semana de mensajes calientes, videollamadas, fotos a escondidas. Pero ahora estaban otra vez frente a frente, en su cama, y él no pensaba contenerse.

—¿Estás segura de que querés venir esta noche? —le dijo al abrir la puerta.
—¿Estás seguro de que vas a poder conmigo al cien por ciento? —le contestó ella, mordiéndose el labio.

Santi cerró la puerta, la alzó en brazos y la llevó directo a la habitación.

—Esta vez no vas a salir caminando de acá —le susurró al oído.

La recostó en la cama y le quitó la ropa lentamente, con hambre en los ojos. La dejó completamente desnuda, y luego se quitó todo él, revelando su cuerpo ya firme, la pija dura y palpitante, ansiosa de venganza erótica.

—A la boca primero —ordenó, tomando su barbilla—. Quiero verte tragar y chupar con esa carita de buena.

Lola se arrodilló frente a él y lo miró con picardía antes de abrir la boca. Lo lamió desde la base hasta la punta, lento, como provocándolo, y luego se lo metió todo de un tirón, haciendo que Santi soltara un gruñido.

—Eso… así… no pares, Lola…
—Mmm… —respondió ella, con los labios llenos, mientras lo masturbaba con una mano y lo miraba a los ojos, profunda, sucia, deliciosa.

Cuando Santi sintió que ya no podía más, la detuvo. La empujó suavemente sobre la cama, se acostó boca arriba y la atrajo sobre él.

—Ahora quiero verte rebotar, mi amor. Montate en mí pija. Demostrame cuánto lo querías.

Lola lo montó con una sonrisa cargada de deseo, y se lo metió en la concha de un solo movimiento. Su cuerpo se arqueó, y comenzó a cabalgarlo con fuerza, con movimientos de cadera lentos y circulares al principio, y luego rápidos, húmedos, salvajes.

—Así, Lola… Dios… sos adictiva…

—No pares de mirarme —le dijo ella—. Quiero que veas cómo me rompo para vos…

Santi le apretaba y chupaba las tetas, la sujetó de las caderas, apretando fuerte, ayudándola a subir y bajar con más potencia, hasta que los gemidos de ambos llenaron la habitación.

Cuando ya no podía más, la tomó de la cintura y la giró con fuerza, poniéndola en cuatro sobre la cama.

—Ahora sí… hora de tomar lo que más me gusta —le susurró con la voz caliente mientras le acariciaba el culo.

Abrió sus nalgas con ambas manos, contemplando la vista perfecta de ese culo redondo, tembloroso, tan suyo. Se lo metió, profundo, firme, brutal.

—Dios, Santi… ¡sí! Así… rompeme el culo, no pares…

La embestía sin piedad, golpeando con fuerza, haciéndola rebotar con cada empuje. Sus manos en su cintura, su pelvis chocando contra ella una y otra vez, el sonido del sexo sucio llenando el cuarto.

—Sos mía, Lola. De nadie más. Este cuerpo es mío.

—Todo tuyo, amor… todo, no te guardo nada…

Santi se inclinó sobre su espalda, le mordió el cuello, y la siguió penetrando hasta sentir que el orgasmo lo subía desde las piernas.

—Me voy a correr adentro… llenarte como merecés…

—¡Sí, Santi, adentro! ¡Llename toda!

Se corrieron juntos, gritando, temblando, mientras él se vaciaba dentro de ella y ella se apretaba fuerte, retorciéndose con los espasmos del placer más intenso.

Quedaron rendidos, sudados, abrazados en la cama.

—¿Ves? —dijo él, besándola—. Así soy cuando estoy al cien.
—Entonces más vale que no te enfermes más… —susurró ella, con una sonrisa—. Porque te quiero así todas las noches.

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El sol de la tarde se colaba por la ventana del departamento. Santi y Lola estaban tirados en la cama, aún desnudos, envueltos en las sábanas revueltas y el perfume del sexo recién hecho.
Ella jugaba con su pecho, dibujando círculos perezosos con el dedo, mientras él la miraba con una sonrisa satisfecha.

—Te lo dije —murmuró él, acariciándole el muslo—. Así soy cuando estoy al cien por ciento.
—Sí… y no me pienso conformar nunca más con menos —respondió ella, riendo.

Santi se levantó lentamente, fue hasta el placard y sacó una pequeña caja negra con un lazo rojo.

—Tengo algo para vos.

—¿Un regalo? ¿Qué hiciste? —preguntó Lola, alzando una ceja.
—Un agradecimiento —dijo él, entregándosela—. Por cuidarme cuando estaba hecho mierda, por bancarme con fiebre, delirios… y por calentarme como nunca nadie lo hizo.

Lola abrió la caja con curiosidad. Al ver el contenido, soltó una risa traviesa y se mordió el labio.

—No te puedo creer…

Adentro había un juego de lencería tan pequeño que apenas parecía tela: un conjunto negro de encaje transparente, con tiras mínimas, un sujetador que apenas cubría los pezones y una tanga con un diseño abierto entre las piernas.

—¿Te gusta? —preguntó él, acercándose.
—Me fascina. Es una indirecta descarada.

—No es indirecta —le susurró en el oído—. Es una orden: te lo pones ahora mismo.

Lola se levantó de la cama, completamente desnuda, y se vistió lentamente frente a él. Primero colocó el sujetador diminuto, que le levantaba los pechos pero no ocultaba nada. Después, la tanga abierta, que dejaba expuesto el centro de su deseo.

—¿Así? —dijo, girando sobre sí misma—. ¿Es esto lo que te imaginaste mientras me delirabas con fiebre?

—Esto supera todo lo que imaginé —dijo Santi, con la voz ronca de excitación—. Vení para acá.

La atrajo de un tirón, la besó con fuerza y la levantó en brazos.

—Esta vez voy a cogerte con tu regalo puesto. No te lo sacás.

La recostó sobre la mesa del comedor, inclinándola hacia adelante. El encaje marcaba perfectamente sus curvas. Le pasó la lengua por el trasero, lento, disfrutando, mientras ella se aferraba al borde.

—Estás completamente mojada, Lola.
—Es culpa tuya… —jadeó—. Este regalo me dejó temblando.

Santi se agachó detrás, separó las tiras de la tanga abierta y comenzó a lamerle la concha desde atrás, profundo, con la lengua hambrienta, haciéndola gritar.

—¡Dios! Santi… no pares… me vas a hacer acabar…

Cuando ella estaba a punto de venirse, él se levantó y la penetró con fuerza, haciéndola gemir de sorpresa. Le tomó el pelo, tiró hacia atrás y comenzó a embestirla con ritmo firme, constante, mirando cómo el encaje se estiraba sobre su piel temblorosa.

—Sos mía, Lola. Toda mía…
—Sí… sí, amor… seguí, cogeme como tuya…

Las embestidas se volvieron más intensas. Lola gritaba, rebotaba contra él, con los pezones duros visibles a través del encaje, completamente rendida al placer.

Santi se corrió adentro de ella con un gruñido salvaje, y ella lo acompañó segundos después, sacudiéndose sobre la mesa, con un orgasmo tan fuerte que casi la deja sin aliento.

Cuando la bajó, la abrazó por detrás y le susurró al oído:

—Gracias por cuidarme, Lola. Pero a partir de ahora… soy yo el que te va a cuidar, coger y consentir… todos los días.

Ella se giró, aún jadeando, y le sonrió:

—Entonces más vale que compres más conjuntos… porque pienso quedarme para siempre.


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La noche era cálida, la habitación estaba apenas iluminada por una lámpara tenue. Después de cenar desnudos, Lola y Santi se tiraron en la cama, aún con el aroma a sexo flotando en el aire. Él pensaba que iban a dormir… pero ella tenía otros planes.

—Santi… —dijo ella, acariciándole el abdomen—. Quiero algo.
—Lo que quieras.
—Quiero verte… tocarte. Pero en serio. Quiero ver cómo te pajeás pensando en mí, en lo que te hago.

Santi la miró sorprendido, excitado al instante. Su pija empezó a endurecerse con solo imaginar la escena.

—¿Así nomás? ¿Yo solo?
—Sí —susurró Lola, sentándose en una esquina de la cama—. Quiero mirar. Quiero que te corras con mi nombre en la boca.

Santi se recostó, con una sonrisa sucia, y se comenzó a masturbar despacio, sosteniéndose la base con una mano mientras con la otra acariciaba su glande. Lola lo miraba como hipnotizada, mordiéndose el labio, respirando cada vez más agitada.

—Dale, Santi… más fuerte… pensá en mi culo rebotando sobre vos, en cómo te lo chupé esta mañana…

Santi gemía, cada vez más excitado, sus caderas se movían, el ritmo aumentaba. Pero entonces Lola se arrodilló frente a él, se abrió las piernas y, sin dejar de mirarlo, comenzó a tocarse también.

—Ahora mirame vos.

Separó sus labios íntimos con dos dedos, y con la otra mano se acariciaba el clítoris en círculos lentos, húmedos, mientras soltaba gemidos bajos, provocativos, salvajes.

—¿Te gusta esto, Santi? ¿Verme así, tan puta para vos?

—No sabés cuánto… —jadeó él, a punto de perder el control.

Ella gemía más fuerte ahora, frotándose con velocidad, metiendose dos dedos, sacudiendo las tetas al ritmo del placer. Sus cuerpos se movían cada uno por su cuenta, pero conectados por esa mirada sucia, deseosa, desesperada.

Hasta que Lola lo miró y gritó:

—¡No aguanto más!

Se lanzó sobre él como una fiera, lo montó sin previo aviso, hundiéndo su concha con un solo movimiento sobre su pija palpitante.

—¡Dios, sí! Estás durísimo… ¡Eso quería!

Cabalgaba como una salvaje, con el pelo suelto, las uñas marcándole el pecho, gimiendo sin miedo a nada. Sus caderas chocaban contra él con fuerza, mojada, resbalosa, intensa.

Santi la sujetó por la cintura, le besaba las tetas y la ayudó a moverse más rápido, mientras ella le clavaba la mirada, con fuego puro en los ojos.

—Me encanta verte correrte por mí… pero ahora… ahora te quiero adentro, llenándome otra vez.

—¡Vas a tenerlo, Lola! ¡Te voy a llenar toda!

Los gemidos se volvieron gritos. Santi la abrazó con fuerza mientras se venía dentro de ella, con un orgasmo explosivo que le sacudió el cuerpo. Y Lola lo siguió enseguida, temblando encima suyo, con las piernas aferradas a su cintura, sacudiéndose en espasmos de placer absoluto.

Ambos cayeron de espaldas, sudados, temblando, respirando con dificultad.

—Eso fue… —empezó Santi.
—Pura locura —completó ella, sonriendo—. Pero todavía quiero más.

Él se rió, acariciándole la espalda.

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Habían pasado semanas desde aquella tarde en la que todo cambió. Desde la fiebre, las confesiones, los juegos eróticos, las noches desenfrenadas… hasta los "te extraño" con voz ronca por teléfono.
Ahora, Santi quería más. No solo sexo. Quería a Lola para él. Oficialmente.

Por eso preparó una sorpresa. Una escapada de fin de semana a una cabaña en medio del bosque, rodeada de silencio, aire puro y una cama lo suficientemente grande para no dormir.

Cuando llegaron, Lola bajó del auto con su shortcito de jean y gafas oscuras, estirándose con sensualidad felina.

—¿Qué tramás, Santi?
—Nada… o todo —respondió él, dándole una llave y un beso lento, con promesa.

Pasaron la tarde entre tragos, charlas al sol y caricias en la hamaca paraguaya. Pero al caer la noche, Santi la llevó dentro y encendió las luces suaves de la habitación. En la cama, sobre una caja elegante de terciopelo rojo, descansaba un pequeño estuche de joyería.

Lola lo abrió y contuvo la respiración.

Un collar de oro delicado, con un colgante pequeño en forma de corazón. A juego, unos pendientes finos, brillantes, elegantes. Era hermoso, pero más hermoso fue lo que vino después.

—Lola… —dijo Santi, tomándole las manos—. Sé que lo que tenemos va más allá del sexo. Que somos amigos desde siempre, cómplices, y ahora… amantes. Pero quiero que seas mi novia oficial. Que cuando te pregunten, digas “Santi es mío”. ¿Querés?

Lola se quedó en silencio un instante. Luego le saltó encima, lo besó como si no existiera el mundo, y susurró:

—Sí, Santi. Soy tuya. Siempre lo fui. Y vos sos mío.

Se colocó el collar ella misma, dejándolo reposar sobre su pecho, sin dejar de mirarlo.

—Ahora haceme el amor como mi hombre. No como un amigo. No como un enfermo. Como el dueño de mi alma y de mi cuerpo.

Santi la desnudó con las manos temblorosas, besando cada parte, como si estuviera agradeciendo con la boca. Cuando llegaron a la cama, él la tomó con una dulzura salvaje. Se metió dentro de sus piernas, le metió la pija en la concha, con fuerza, pero sin prisa. Quería sentirla, saborearla, perderse en ella.

Ella se movía debajo, entregada, con los ojos cerrados y los labios abiertos de placer.

—Te amo, Lola…
—Y yo a vos, Santi… No hay nadie más. Solo vos.

Cambió el ritmo. Ella se subió encima, montándolo lento, profundo, con las tetas rebotando y el collar de oro brillando sobre su piel sudada. Cada embestida era una declaración. Cada gemido, una promesa.

—Córrete en mí, amor… quiero que lo sientas todo —le pidió ella, con la voz temblorosa.

—Juntos —le dijo él—. Quiero que nos vengamos juntos, como todo en nuestra vida.

Y lo hicieron. Gritaron sus nombres. Se abrazaron fuerte. Se miraron a los ojos mientras el clímax los sacudía por dentro, como una tormenta perfecta.

Después quedaron fundidos en un solo cuerpo, respirando el mismo aire, compartiendo el mismo latido.

—Nunca te vayas —murmuró él.
—No podría, Santi. Vos sos mi casa.


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