Les voy a contar de Angie, es poringuera, hace rato y venimos hablando y me contó algunas de sus aventuras para que las publique ya que ella no se anima. Es profesora de zumba, tiene 50 años, rubia pelo corto, lo mejor de su cuerpo son los pechos, y ademas esta llena de tatuajes.

Asi me contó la historia con el remísero de las 7:15
me gustar llegar temprano al gimnasio los martes: el silencio, la luz tenue entrando por las ventanas altas, y la promesa de empezar el día en movimiento.
Como siempre los martes, el remisero, Max, me pasa a buscar 7.15 por casa. Ya me tenía vista. Siempre puntual, serio, pero con esa mirada que parece que te desviste.
ese dia lo sentí distinto. Más cargado. Apenas subí al auto, noté cómo me miraba por el retrovisor: mis muslos con el short apretado, mis pechos moviéndose con el vaivén del viaje. No dijo nada, pero lo sentí. Yo también lo miré: esa barba cerrada, el cuello ancho, los brazos llenos de venas. Me imaginé sentada sobre él, sintiendo su cuerpo bajo el mío, sus manos rudas en mi piel.
Cuando bajé del coche, me quedé un segundo extra en la puerta. Me volví hacia él, juguetona.
—¿Querés pasar un segundo? Todavía no llegó nadie y necesito ayuda para mover unos parlantes —le dije, mordiéndome el labio sin disimular.
Él dudó un momento, pero bajó. Cerró con seguro. Me siguió en silencio.
Entramos al gimnasio. Todo estaba en penumbras. Encendí sólo las luces del vestuario. El aire olía a madera limpia y desodorante barato. Me giré hacia él, despacio, sintiendo cómo su mirada me recorría entera. El short de lycra casi no cubría nada, y la musculosa estaba pegada por el calor.
—¿Te gusta lo que ves, Max?
—Mucho —me dijo, grave.
Me acerqué. Le tomé la mano y la puse sobre mi cadera. La presión de sus dedos me encendió. Me incliné hacia él, rozando su barba con mis labios. Olía a hombre, a calle, a motor caliente. Me hizo temblar.
—Hace rato te tengo ganas —le susurré.
No esperó más. Me agarró de la cintura, me empujó suavemente contra los lockers, y su boca fue directo a mi cuello. Sentí el calor subirme al rostro mientras sus manos se colaban bajo mi ropa, apretando, explorando, como si ya supiera cada centímetro de mí.
Su boca bajaba por mi cuello, hambrienta, y yo ya no pensaba en nada más que en sentirlo. Le abrí la remera, necesitaba tocarle el pecho, ese cuerpo duro bajo la ropa de trabajo. Tenía el torso fuerte, caliente, y una línea de vello que bajaba directo a lo que más deseaba.
Max me apretó contra los lockers y metió una mano entre mis piernas, por debajo del short, su gemido bajo, casi gutural, me mojó todavía más.
—Estás empapada, Angie...
—Es por vos —le dije, jadeando—. Dame lo que quiero.
Metió dos dedos en mi con una seguridad que me sacó el aliento. Los movía profundo, sin pausa, y mientras me besaba con furia, yo me agarraba de sus hombros para no caerme. Lo sentía duro contra mi muslo, su verga buscaba salir de ese pantalón que ya me molestaba. Se la toqué por encima, enorme, palpitante. Me puse de rodillas.
Bajé su cierre y la saqué. Era gruesa, hermosa, perfecta para lo que necesitaba. Me la llevé a la boca, saboreando cada centímetro, mirándolo desde abajo mientras él me tomaba del pelo, controlando el ritmo.
—Qué boca tenés... —murmuró entre dientes, los ojos cerrados.
La chupé despacio al principio, lamiendo la punta, sintiendo cómo se estremecía. Después más rápido, más profundo. Me encantaba tener el control por un instante, sentir su poder en mi lengua.
Pero no aguanté más. Me levantó de golpe, me dio vuelta, y me bajó el short de un tirón. Me inclinó contra una de las bancas del vestuario y me la metió de una. Un gemido me escapó de lo hondo, con fuerza. Me llenó entera, me tomó con ganas, con ese deseo contenido que tenía desde el primer viaje en su auto.
Me embestía con fuerza, con ritmo. Cada golpe me hacía vibrar toda. Me agarraba de las caderas, firme, mientras yo me tocaba adelante, buscando ese punto exacto que me hacía explotar. Mis pechos rebotaban libres con cada movimiento y él los agarró desde atrás, apretándolos, pellizcando mis pezones duros.
—No pares... así... así... —le rogué entre jadeos.
Y él no paró. Me cogió hasta que las piernas me temblaron, hasta que me vino un orgasmo tan fuerte que grité su nombre, mordiéndome el brazo para no hacer más ruido. Pero él no había terminado. Me dio vuelta otra vez, me alzó en brazos y me llevó contra la pared. Me abrió las piernas y me volvió a coger, mirándome fijo, con esa intensidad que me quemaba por dentro.
Sentí cuando su cuerpo se tensó, cuando sus gemidos se volvieron más profundos, hasta que se vino dentro mío, fuerte, caliente, temblando.
Quedamos así un rato, respirando agitados, pegados, sudados.
Después se rió, con esa voz ronca que tanto me calentaba.
—¿Y esto lo hacés con todos los remiseros?
—Sólo con los que saben manejar bien... —le guiñé.

Asi me contó la historia con el remísero de las 7:15
me gustar llegar temprano al gimnasio los martes: el silencio, la luz tenue entrando por las ventanas altas, y la promesa de empezar el día en movimiento.
Como siempre los martes, el remisero, Max, me pasa a buscar 7.15 por casa. Ya me tenía vista. Siempre puntual, serio, pero con esa mirada que parece que te desviste.
ese dia lo sentí distinto. Más cargado. Apenas subí al auto, noté cómo me miraba por el retrovisor: mis muslos con el short apretado, mis pechos moviéndose con el vaivén del viaje. No dijo nada, pero lo sentí. Yo también lo miré: esa barba cerrada, el cuello ancho, los brazos llenos de venas. Me imaginé sentada sobre él, sintiendo su cuerpo bajo el mío, sus manos rudas en mi piel.
Cuando bajé del coche, me quedé un segundo extra en la puerta. Me volví hacia él, juguetona.
—¿Querés pasar un segundo? Todavía no llegó nadie y necesito ayuda para mover unos parlantes —le dije, mordiéndome el labio sin disimular.
Él dudó un momento, pero bajó. Cerró con seguro. Me siguió en silencio.
Entramos al gimnasio. Todo estaba en penumbras. Encendí sólo las luces del vestuario. El aire olía a madera limpia y desodorante barato. Me giré hacia él, despacio, sintiendo cómo su mirada me recorría entera. El short de lycra casi no cubría nada, y la musculosa estaba pegada por el calor.
—¿Te gusta lo que ves, Max?
—Mucho —me dijo, grave.
Me acerqué. Le tomé la mano y la puse sobre mi cadera. La presión de sus dedos me encendió. Me incliné hacia él, rozando su barba con mis labios. Olía a hombre, a calle, a motor caliente. Me hizo temblar.
—Hace rato te tengo ganas —le susurré.
No esperó más. Me agarró de la cintura, me empujó suavemente contra los lockers, y su boca fue directo a mi cuello. Sentí el calor subirme al rostro mientras sus manos se colaban bajo mi ropa, apretando, explorando, como si ya supiera cada centímetro de mí.
Su boca bajaba por mi cuello, hambrienta, y yo ya no pensaba en nada más que en sentirlo. Le abrí la remera, necesitaba tocarle el pecho, ese cuerpo duro bajo la ropa de trabajo. Tenía el torso fuerte, caliente, y una línea de vello que bajaba directo a lo que más deseaba.
Max me apretó contra los lockers y metió una mano entre mis piernas, por debajo del short, su gemido bajo, casi gutural, me mojó todavía más.
—Estás empapada, Angie...
—Es por vos —le dije, jadeando—. Dame lo que quiero.
Metió dos dedos en mi con una seguridad que me sacó el aliento. Los movía profundo, sin pausa, y mientras me besaba con furia, yo me agarraba de sus hombros para no caerme. Lo sentía duro contra mi muslo, su verga buscaba salir de ese pantalón que ya me molestaba. Se la toqué por encima, enorme, palpitante. Me puse de rodillas.
Bajé su cierre y la saqué. Era gruesa, hermosa, perfecta para lo que necesitaba. Me la llevé a la boca, saboreando cada centímetro, mirándolo desde abajo mientras él me tomaba del pelo, controlando el ritmo.
—Qué boca tenés... —murmuró entre dientes, los ojos cerrados.
La chupé despacio al principio, lamiendo la punta, sintiendo cómo se estremecía. Después más rápido, más profundo. Me encantaba tener el control por un instante, sentir su poder en mi lengua.
Pero no aguanté más. Me levantó de golpe, me dio vuelta, y me bajó el short de un tirón. Me inclinó contra una de las bancas del vestuario y me la metió de una. Un gemido me escapó de lo hondo, con fuerza. Me llenó entera, me tomó con ganas, con ese deseo contenido que tenía desde el primer viaje en su auto.
Me embestía con fuerza, con ritmo. Cada golpe me hacía vibrar toda. Me agarraba de las caderas, firme, mientras yo me tocaba adelante, buscando ese punto exacto que me hacía explotar. Mis pechos rebotaban libres con cada movimiento y él los agarró desde atrás, apretándolos, pellizcando mis pezones duros.
—No pares... así... así... —le rogué entre jadeos.
Y él no paró. Me cogió hasta que las piernas me temblaron, hasta que me vino un orgasmo tan fuerte que grité su nombre, mordiéndome el brazo para no hacer más ruido. Pero él no había terminado. Me dio vuelta otra vez, me alzó en brazos y me llevó contra la pared. Me abrió las piernas y me volvió a coger, mirándome fijo, con esa intensidad que me quemaba por dentro.
Sentí cuando su cuerpo se tensó, cuando sus gemidos se volvieron más profundos, hasta que se vino dentro mío, fuerte, caliente, temblando.
Quedamos así un rato, respirando agitados, pegados, sudados.
Después se rió, con esa voz ronca que tanto me calentaba.
—¿Y esto lo hacés con todos los remiseros?
—Sólo con los que saben manejar bien... —le guiñé.

1 comentarios - Angie, la profe de zumba