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Maduro me hace su puta mientras mi marido mira futbol

El sol de la tarde abrasaba las calles polvorientas del barrio, el aire cargado de asfalto caliente y el aroma de tacos fritos de los puestos cercanos. Caminaba con pasos rápidos, el sonido de mis tacones resonando contra el pavimento, mi uniforme de trabajo —una falda lápiz ajustada, medias veladas que abrazaban mis piernas, una camisa blanca con el primer botón desabrochado revelando un escote generoso, y una chaqueta entallada— marcando cada curva de mi cuerpo. A mis 24 años, mi figura era voluptuosa y joven: caderas anchas que se balanceaban con cada paso, cintura estrecha, y pechos grandes que tensaban la tela de la camisa, apenas contenidos por un sujetador de encaje que se traslucía bajo la luz. Mi piel morena brillaba por el sudor, y mi cabello largo y negro, recogido en un moño desordenado, dejaba mechones sueltos que se pegaban a mi nuca. Iba hacia la tienda de Don Esteban, a unas calles de nuestro pequeño departamento, con el pretexto de comprar cervezas para Javier, mi esposo, que estaba en casa, desplomado en el sillón, perdido en el fútbol, con los ojos pegados al televisor y la mente en cualquier parte menos en mí.


¿Cuándo fue la última vez que me miró de verdad? La pregunta me quemaba mientras caminaba, el roce de las medias contra mis muslos avivando un deseo que no podía controlar. Javier, de 23 años, era un despistado, siempre absorto en sus partidos o charlando con los vecinos, sin notar el vacío que crecía en mí. Yo, insatisfecha, sentía un fuego que me consumía, un anhelo que me hacía apretar los muslos bajo la falda, buscando alivio en el calor del día. No debería sentir esto. Soy una esposa. Pero mi cuerpo no escuchaba, impulsado por una necesidad que me hacía actuar sin pensar.


La tienda de Don Esteban era un local pequeño, con estantes abarrotados de latas, bolsas de arroz y botellas polvorientas. Él, de 72 años, era un hombre alto y moreno, con la piel curtida por el sol, el cabello ralo y canoso, y una presencia imponente que llenaba el espacio. Sus ojos oscuros y astutos me desnudaban cada vez que entraba, y yo lo sabía. Lo sabía desde hacía semanas, desde que sus manos rozaron mi cintura al pasarme una bolsa de azúcar, desde que sus comentarios subidos de tono me hicieron sonrojar y mojarme bajo la ropa.


"Clarita, qué profesional te ves hoy," dijo, apoyándose en el mostrador, su camisa de manta desabrochada dejando ver el vello grisáceo en su pecho. Su voz era grave, con un dejo burlón que me hacía temblar. "¿Qué buena esposa, eh? Viniendo a hacer las compras para el cornudo después de un día de trabajo.""Traigo antojo de algo frío, Esteban. Y unas cervezas para Javier," respondí, inclinándome sobre el mostrador, dejando que la camisa se abriera un poco más, mostrando el encaje del sujetador y el escote profundo de mis pechos. Mi corazón latía desbocado, y mis manos temblaban mientras ajustaba la chaqueta. Esto está mal. Pero no puedo evitarlo. La mirada de Esteban se clavó en mi escote, y supe que lo notaba todo: la curva de mis pechos, la humedad que ya sentía entre mis piernas.


Él se acercó, su figura alta proyectando una sombra sobre mí. "¿Y tu marido? ¿Otra vez pegado al fútbol, sin darse cuenta de lo que tiene en casa?" Su tono era puro sarcasmo, como si supiera que Javier no tenía idea de lo que yo necesitaba. Su mano rozó mi brazo, un contacto que me hizo estremecer, y supe que no podía resistirme.


"Sí, ya sabes cómo es. No se entera de nada," dije, con un nudo de amargura en la garganta. Mis pensamientos eran un caos: No debería. Pero lo deseo tanto. "Una muchacha como tú, tan joven, tan llenita, no debería estar tan sola," dijo, su voz baja, casi un gruñido, mientras me tomaba por la muñeca con una fuerza que no admitía resistencia. "Ven, Clarita, ayúdame con algo en la bodega." No era una petición, era una orden, y mi cuerpo obedeció antes que mi mente, siguiéndolo al fondo de la tienda, donde las cajas apiladas y sacos de harina nos escondían del bullicio de la calle.El aire en la bodega era denso, olía a grano y madera vieja. Esteban cerró la puerta tras nosotros, el cerrojo resonando como un disparo. Me empujó contra una pila de sacos, sus manos levantando mi falda con una autoridad que me hizo jadear. Las medias veladas rasgaron ligeramente bajo sus dedos, exponiendo mis muslos y el encaje húmedo de mis bragas. "Mírate, Clarita. Estás empapada," gruñó, sus dedos largos rozando la tela, haciéndome gemir. La vergüenza me quemaba, pero el deseo era más fuerte, apagando cualquier rastro de racionalidad. Soy una esposa decente. Pero también soy esto, esta mujer que se rinde a su control.


"No deberíamos..." murmuré, pero mi voz era débil, traicionada por el temblor de mi cuerpo. Esteban desabrochó su cinturón, dejando caer sus pantalones, y su pene, enorme y grueso, lleno de venas, se alzó frente a mí, mucho más grande que el de Javier. Mis ojos se abrieron, y un calor me recorrió el cuerpo. Dios, es una bestia comparado con mi marido.


"¿Te gusta, verdad?" dijo, con una sonrisa torcida, tomando su miembro con una mano. No pude responder, solo me arrodillé, impulsada por una fuerza que no controlaba, atraída por esa cosa que prometía más de lo que Javier jamás podría darme. Lo tomé con ambas manos, sintiendo su peso, y lo llevé a mi boca. Sus dedos se enredaron en mi cabello, tirando con fuerza, forzando mi rostro hacia su entrepierna. Una lamida rápida al glande, caliente y salada, envió un escalofrío por mi espina dorsal. Mi lengua trazó una línea desde la punta hasta la base, saboreando cada centímetro, y luego abrí la boca de par en par, dejando que su polla golpeara la parte trasera de mi garganta. Gemí, el sonido ahogado, mis cachetes hinchados de vergüenza y placer. ¡Sí, más profundo! Quiero que me des todo! pensé, mientras mis manos lo sostenían como si fuera un trofeo. Subí lentamente, chupando con presión suave en la base, para luego apretar con fuerza al llegar al glande. El aire rugía en mi tráquea, cada succión sonando como un animal hambriento.


"¿Te gusta cómo te hago esto, Clarita?" gruñó Esteban, sus caderas estampándose contra mi boca, su control absoluto sobre mí. Vibré la garganta, zumbando con fuerza mientras lo tragaba de nuevo, lamiendo sus bolas con una promesa silenciosa de hacerlo estallar. "Mírame," ordenó, y levanté la barbilla, mi lengua fuera, la boca entreabierta, mi mirada fija en su rostro moreno. Su polla, dura y húmeda de mi saliva, apuntaba hacia mí, y chupé con más fuerza, mis cachetes ardiendo, mis ojos llorosos pero llenos de deseo."Clarita, qué buena esposa eres, chupándomela mientras tu marido espera sus cervezas," gruñó, su tono burlón cortando como un cuchillo. Estaba tan sumida en el momento que no noté mi celular, tirado junto a mi chaqueta en el suelo, hasta que empezó a sonar. El tono estridente cortó el aire, y un escalofrío de pánico me recorrió. Miré la pantalla: Javier. "Ay, mierda, es él," murmuré, mi voz ahogada por la polla que aún llenaba mi boca, mis cachetes hinchados de vergüenza.


"Contesta, Clarita," dijo Esteban, con una risa baja, tirando del cinturón que había envuelto en mi cuello para mantener mi cabeza en su lugar. "No dejes esperando al cornudo. Muéstrale qué buena esposa eres." Sus palabras eran un desafío, y aunque mi corazón latía con fuerza, la idea de hablar con Javier mientras chupaba a Esteban me encendió aún más. Esto es una locura. Pero no puedo parar.


El teléfono vibró una y otra vez, insistente. Intenté ignorarlo, pero Javier no se rendía. "¡Contesta de una vez!" ordenó Esteban, empujando su polla más profundo, haciendo que mis cachetes se hincharan aún más, mis ojos humedeciéndose por el esfuerzo. Tomé el celular con una mano temblorosa, mi boca llena, y puse el altavoz. Con la voz más firme que pude, aunque sonaba amortiguada y húmeda, dije: "Mmmh... hola, amor, ¿qué pasó?""Clara, ¿dónde carajos estás? Llevas un siglo fuera," gruñó Javier, el ruido del televisor y el fútbol de fondo. "Oye, ya que estás en la tienda, trae unas papas, unas salsas, tortillas, unas cervezas frías, y si tienen refrescos, también. Y unos cacahuates, que se me antojaron."Estaba a punto de responder cuando Esteban, con una risa baja, empujó sus caderas, hundiendo su polla hasta el fondo de mi garganta. Un gemido ahogado se me escapó, mis cachetes ardiendo de pena, rojos como fuego mientras intentaba mantener la compostura. El celular casi se me cae, y lo apreté con fuerza contra mi oreja. "Mmmh... sí, amor, estoy... en la tienda," balbuceé, mi voz temblando, las palabras apenas inteligibles mientras mi lengua rozaba la base de su polla. Esteban me miró, sus ojos brillando de diversión, y me dio un leve cintazo en el hombro, haciéndome estremecer. Dios, me está viendo. Sabe lo que estoy haciendo.


"¿Por qué no contestabas antes? ¿Qué hacías?" preguntó Javier, con un toque de sospecha en su voz."Mmmh... estaba buscando... mmmh... las cosas en los estantes," mentí, mis cachetes hinchados, la saliva goteando por mi barbilla, mis ojos llorosos de la intensidad. Cada "mmmh" era un intento desesperado de disimular, pero el esfuerzo solo hacía que mi coño se mojara más, el calor entre mis piernas insoportable. No se imagina nada. Nunca lo hace. Esteban, disfrutando del juego, movía sus caderas lentamente, dejando que su polla resbalara contra mi lengua, mis gemidos ahogados vibrando contra su piel.


"Bueno, apúrate, y no te olvides de las papas y las tortillas," dijo Javier, su voz volviendo a la indiferencia. "Y los cacahuates, no los olvides.""Mmmh... está bien," respondí, mi voz un murmullo húmedo, mis cachetes ardiendo de vergüenza mientras chupaba con más fuerza, como si quisiera castigarme a mí misma por disfrutar esto. Esteban me dio otro cintazo, esta vez en la nuca, y un escalofrío me recorrió. Me encanta esto. Me odio por amarlo. Colgué, dejando caer el celular al suelo, y miré a Esteban, mis ojos llorosos pero llenos de deseo."Qué buena esposa eres, Clarita, atendiendo a tu marido mientras me la chupas," dijo, su tono burlón cortando como un cuchillo. Me levantó, tirando del cinturón, y me giró contra los sacos con una fuerza que me hizo jadear. "Ahora, déjame darte lo que el cornudo no te da." Sus dedos, largos y ásperos, rasgaron las medias veladas y rozaron los labios de mi coño, una sonrisa torcida cruzando su rostro. "Estás empapada, muchacha," gruñó, confirmando lo que mi cuerpo ya delataba. Dios, estoy tan mojada. ¿Por qué me excita esto? La vergüenza me quemaba, pero el deseo era un fuego más fuerte, mi cuerpo actuando sin control, rindiéndose a su dominio.


Jadeé cuando metió un dedo en mi coño, profundo y sin delicadeza, sus dedos más gruesos que los de Javier, llenándome de una manera que mi esposo nunca había logrado. Esto es una locura. Estoy casada. Pero cuando añadió un segundo dedo, estirándome, moviéndolos con fuerza, entrando y saliendo con un ritmo implacable, mis caderas se movían solas, buscando más. Mis gemidos llenaban la bodega, mezclándose con el crujir de los sacos. Esteban se retiró de repente, y antes de que pudiera procesarlo, alineó su polla con mi coño. Era enorme, gruesa, venosa, mucho más grande que la de Javier, y mi respiración se cortó al sentirla. Con una mano me sostuvo las caderas, mientras con la otra guiaba su pene entre mis labios vaginales, la punta rozando mi clítoris, moviéndola con fuerza. "Mírate, cómo te mojas," gruñó, sus caderas empujando hacia adelante y atrás, frotando su polla contra mi coño con una presión que me hacía temblar. Cada roce enviaba descargas eléctricas a mi cuerpo, y sentía mi humedad crecer, traicionándome a cada segundo. Me avergüenza querer esto. Pero lo quiero. Lo necesito.


Me empaló de un solo movimiento, su polla gruesa llenándome por completo, estirándome hasta el límite. Grité, un sonido que era mitad dolor, mitad placer, mientras él se impulsaba hacia arriba, sus manos aferrando mis caderas con una fuerza que dejaba marcas. "Qué buena esposa eres, Clarita, dejándote follar mientras tu marido espera sus papas," gruñó, su voz temblando de excitación. Empezó a follarme con fuerza, su polla entrando y saliendo, mi coño tan lleno que sentía cada vena, cada pulso. Mis pechos grandes se balanceaban bajo la camisa abierta, y mis gemidos se mezclaban con sus gruñidos. Nunca me he sentido tan llena. Tan viva.


Estaba al borde del clímax, mi cuerpo temblando, cuando Esteban me agarró por el cuello con una mano, atrayéndome contra su pecho sudoroso. Su piel morena y cálida me envolvía, su aliento caliente en mi oreja. "Eres mía ahora, Clarita, no del cornudo," susurró, sus embestidas implacables, su control físico y psicológico absoluto. Un orgasmo me atravesó como un relámpago, mi cuerpo convulsionando, mis uñas clavándose en los sacos, mi mente nublada por la mezcla de sumisión y empoderamiento. Me rindo a él, pero esto es mío. Este placer es mío. Sentí su semen cálido llenarme, desbordándose, corriendo por mis muslos, empapando las medias rasgadas, y el mundo se redujo a ese momento.


Cuando terminó, me arreglé la camisa y la falda, el cuerpo dolorido pero vibrante, el semen de Esteban marcando mi piel bajo las medias destrozadas. "Vuelve cuando quieras, Clarita. Qué buena esposa eres, trayendo las compras y dándome todo esto," dijo, ajustándose los pantalones, su tono burlón resonando en mis oídos. Luego, con una chispa en sus ojos, añadió: "Por cierto, estoy buscando personal para la tienda. Alguien que pueda ayudar con el inventario... y otras cosas. ¿Te interesa, Clarita? Serías una gran empleada." Su risa baja era una mezcla de burla y promesa, y mi corazón dio un vuelco ante la idea de estar más cerca de él, de este juego peligroso que me hacía sentir viva.


Asentí, recogiendo la bolsa con las cervezas, papas, salsas, tortillas, refrescos y cacahuates que Javier había pedido. "Ya veremos, Esteban," murmuré, mi voz temblorosa pero con un dejo de desafío, mi cuerpo aún vibrando por lo que había hecho. Caminé de regreso por las calles polvorientas, el calor de la ciudad envolviéndome, pero no tanto como el fuego que ardía entre mis muslos. Cada paso, con los tacones resonando y las medias rasgadas rozando mi piel, era un recordatorio de mi transgresión: el dolor dulce en mi cuerpo, el peso del secreto que cargaba. Javier no lo sabrá nunca. No me ve. Nunca me ve. Pero la idea de Esteban, alto y moreno, controlándome, viéndome, deseándome, y ahora ofreciéndome un lugar en su mundo, me hacía sentir poderosa, aunque fuera por un instante, a pesar de mi sumisión.


Cuando llegué al departamento, el sonido del televisor me recibió antes que la voz de Javier. Estaba desplomado en el sillón, una cerveza vacía en la mano, los ojos vidriosos fijos en el partido de fútbol. "¿Trajiste todo?" preguntó, sin mirarme, su voz apagada por el alcohol y la indiferencia."Sí, amor, aquí está," dije, dejando la bolsa en la mesa, mi voz firme a pesar del temblor en mis piernas. Me senté frente a él, la falda ajustada subiendo por mis muslos, el semen de Esteban aún pegajoso bajo las medias, un secreto que me hacía sentir viva. No me ve. Nunca me ve. Pero alguien más sí. Y mientras Javier abría una cerveza, mi mente vagaba de vuelta a la bodega: los sacos ásperos contra mis manos, el control burlón de Esteban, la sensación de ser poseída y, al mismo tiempo, de reclamar mi propio deseo. ¿Trabajar en la tienda? La idea era tentadora, peligrosa, un paso más hacia esa chispa que mi vida con Javier nunca me daría. Volvería, no solo por Esteban, sino por mí. Porque en esa bodega, entre los sacos y su dominio, encontraba una parte de mí que no podía controlar, pero que me hacía sentir libre.


Maduro me hace su puta mientras mi marido mira futbol

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