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Pixel y fantasía cuckoding de mi mujer (7) la confección

 
Capítulo 7
El eco de aquella noche, con María tarareando “Yo te voy a enamorar” mientras su cuerpo se fundía con el mío, se desvanece. Han pasado varios años, y ahora estoy de nuevo en el presente, sentado en el borde de nuestra cama. La laptop, cerrada, descansa a mi lado.
Pero las imágenes del video de cuckolding —un hombre grande, con su miembro imponente, mientras otro, pequeño como yo, observa— y los relatos de María sobre Marcos, con su “bulto enorme” contra ella, arden en mi mente.
“¿Siempre he sido solo un píxel en su lienzo?”, pienso.
Las dudas de aquella noche, como sombras, siguen ahí. A pesar de que hemos vivido tantas cosas, incluso una luna de miel en Japón, el comentario de María, “lindo y divertido”, aún resuena en mis oídos. Mientras ella se gira ahora desde el espejo, su camiseta apenas roza sus muslos, el brillo de su piel trigueña captura la luz, mi pecho se aprieta.
— ¿O es que también imaginaste algo con Marcos? —me paraliza.
Mi corazón golpea fuerte, un calor subiéndome por la nuca. ¿Sabes que sus relatos de Marcos, alto y dotado, me queman, me hacen sentir más pequeño?
Balbuceo, con labios temblorosos:
—Voy… por agua.
Me levanto torpedo, desnudo de la cintura para abajo, el frío mordiendo mi piel. Un escalofrío sube desde mis pies descalzos, mi pasita arrugada buscando esconderse. Camino hacia la cocina, el suelo helado bajo mis pasos, perdido en mi mente, recordando aquella primera noche: la de los brownies. Su cuerpo arqueado. Su risa llamándome “píxel perfecto”.
Un recuerdo me golpea: María, semanas después, arrodillada frente a mí, su aliento cálido en mi piel, insistiendo en tomar una foto de mi “pasita dormidita”.
— Es tan tierna así —decía, con un puchero juguetón.
Sus dedos me rozaban, haciéndome temblar. Nervioso, preguntó:
— ¿Para qué la quieres?
— Porque es mío —respondió, su risa baja vibrando en mí—. Quiero capturar su forma más tierna.
Pero mi cuerpo me traicionaba, aguantándose bajo su toque. Ella, con otro puchero, se quejó:
— ¡Ay, gordo, siempre lo arruinas!
El recuerdo me arranca una sonrisa avergonzada. Mi rostro arde mientras sirve agua, el vaso frío temblando en mis manos sudorosas. La risa cristalina de María me saca del trance.
— ¡Gordo, mira qué ventana tan abierta! —dice, apoyada en el marco de la puerta, su camiseta rozando apenas sus muslos, el perfume floral envolviéndome.
Sigo su mirada hacia la ventana y mi corazón se detiene. Dos señoras chismosas, con batas de flores y rizos apretados, me miran desde el edificio de enfrente. Una hace un gesto con índice y pulgar, señalando algo diminuto; la otra, riendo, alza el meñique. Sus risas cruzan la calle como un eco burlón.
“Todo el barrio sabrá mi secreto”, pienso, el rostro ardiendo, el vaso temblando en mi mano.
María se acerca con pasos ligeros, su risa suavizándose al ver mi expresión.
— ¡Gordo, ponte algo! —bromea, su voz traviesa pero con un toque de ternura—. No quiero que piensen que estoy contigo solo por el dinero.
De repente, me lanzó un pantalón corto que voló directo a mi cara. El golpe fue suave pero inesperado. El pantalón olía a limpio, a ese detergente que ella usa siempre, y todavía estaba tibio por el sol de la mañana. Es como si el calor del sol hubiera quedado atrapado en la tela, y con él, un poco de ella. Tomé el pantalón torpemente y me lo puse rápido, tratando de no caerme en el intento. Sentí su mirada burlona clavada en mí y no pude evitar sonreír nerviosamente. Corrí a cerrar la cortina, la respiración agitada, y me dejó caer en el sofá, riendo a medias. Su risa era un recordatorio de que, sin su audacia, sin sus empujones juguetones, nunca habría cruzado la línea de ser solo su amigo.
María se sienta en mi pierna, su muslo cálido rozando el mío, su perfume envolviéndome como una caricia. Ladea ligeramente la cabeza; sus ojos entrecerrados brillan con picardía. Se muerde el labio y me saca la lengua por un segundo, como si intentara contener la risa.
— ¿Qué te pasa, Luis? Estás todo rojito —dice, inclinándose un poco más, con una ceja arqueada.
Sus uñas comienzan a trazar círculos lentos en mi rodilla, despertando un cosquilleo que se me sube por el muslo, lento y traicionero. Me está quemando con su cercanía. Mis manos sudan contra el sofá, los dedos crujientes, como si intentaran aferrarse a algo más que la tela.
— María… ¿estás satisfecha conmigo? —pregunto, la voz temblando, la mirada clavada en el suelo—. Digo… sexualmente.
Ella parpadea. Una sombra de duda cruza su rostro. Sus labios se entreabren, titubeantes. Un leve fruncimiento en la frente delata su nerviosismo.
— Claro que sí, gordo —dice, pero su voz no tiene firmeza. Tiembla, apenas perceptible, pero suficiente para que alce la mirada.
“No me está diciendo todo”, pienso, mientras el sudor me baja por la nuca, lento, como si lo notara por primera vez.
— Sé sincera, María —insisto, con la voz a punto de romperse—. Por favor.
Ella respira hondo, el pecho subiendo y bajando bajo la camiseta. Sus hombros se encorvan ligeramente, como si llevara un peso invisible.
— Está bien, gordo —dice, su voz baja, casi un susurro—. Voy a ser sincera.
Hace una pausa. Sus ojos buscan a los míos, y en ellos brilla un destello de vulnerabilidad. Sus dedos aprietan el borde de la camiseta, firmes, nerviosos. Mi respiración se entrecorta.
— ¿Has tenido orgasmos conmigo alguna vez? —pregunto, las palabras saliendo como un disparo, el pulso acelerándome.
En mi mente resuenan los chats que vi por casualidad: risas sobre mi “píxel”, comentarios de que nunca le di un orgasmo real a María, pero que soy “tierno”. Cuernos. La palabra retumba en mi cabeza como un disparo silencioso. Recuerdo el video… esa escena intensa, el hombre seguro, dominante, y ella entregada, gimiendo. Y su esposo viendo. Me excité, pero algo dentro de mí se quebró.
Mi pecho se aprieta, la mano que toca el sofá tiembla, pero no se aparta. María se levanta de encima de mí, sus dedos soltando mi rodilla con suavidad, como si le costara dejarme ir. Hay un leve temblor en su barbilla, una fragilidad que nunca le había visto, como si temiera herirme con lo que está a punto de decir.
— Vaya, Luis… eso sí que es directo —murmura, dejando escapar una risa nerviosa. Se muere el labio inferior, cruza los brazos sobre el pecho, protegiéndose de algo invisible.
Guarda silencio. Suspiro. Sus hombros caen. Luego da un paso al costado y se sienta a mi lado en el sofá, su muslo apenas rozando el mío. No me mira. Siento mi mano sobre mi pierna, expuesta, torpe. Mi instinto es apartarla, hacerme pequeño. Pero es María. No me muevo.
Entonces, sus dedos cálidos toman la iniciativa, acariciando los míos con suavidad. Ella los entrelaza, apretando sin fuerza, como quien busca anclar una verdad difícil.
Su voz tiembla.
— No… —dice, tragando con dificultad—. Gordo, no he tenido orgasmos contigo.
Mis pulmones se vacían. La vergüenza me golpea como una ola caliente, el estómago encogiéndose. Me arde la cara, los ojos esquivando los suyos. El dolor me aprieta, como si me derrumbara en silencio. Pero no suelte su mano.
María aprieta mis dedos, su mirada suavizándose.
— No es que no me gustes, gordo —añade, su voz temblando un poco—. Es que contigo es… diferente. Me haces feliz de otra forma, con tus nervios, tu forma de mirarme. Y, no sé, a veces me imagino cosas… más intensas, pero no cambiaría lo nuestro.
— El sexo no es solo orgasmos, gordo —dice, con esa voz suya, suave, como si me hablara desde un recuerdo bonito—. Es verte rojito, reírnos juntos, ser cómplices en mis locuras… Lo nuestro es más grande que eso.
— ¿Por qué no? —insisto, mi voz quebrándose, atrapada entre la frustración y el miedo. Mi mente se lanza sin piedad a la noche de los brownies, a mi pene escapando torpemente de su calor, a mi clímax fugaz en segundos. Su risa aún me retumba: “Flash”, me llamó, entre carcajadas suaves. Y hoy… otra vez. En la cama, igual. Mi torpeza robándome el aliento. La misma escena se repite.
— ¿Acaso no te doy lo suficiente? —susurro, sintiéndome más niño que hombre. Siempre termino rapido. No como…
No termino la frase. Las imágenes, crueles e imaginarias, me invaden: María, desnuda, hermosa, gritando salvaje entre brazos ajenos. Y yo, diminuto, invisible, solo… imaginando.
Mi mano tiembla. Quiere soltarse de la suya, quiere rendirse, pero sus dedos me sujetan. Y no puedo. Es María.
— ¿Y en tu pasado, con los chicos que estuviste antes… tuviste orgasmos? —La pregunta corta como un cuchillo, los rumores de Sofía resonando: “Siempre conseguías de los buenos tamaños, pillina”.
Mi mente me traiciona: María en la facultad, con dos coletas que le caen por los hombros, caminando entre los pasillos. Coquetea con varios chicos, regalándoles sonrisas fáciles, como si fuera un juego para ella. Y sus citas susurradas en el campus. ¿Con cuántos habrá estado? ¿Todos mejores que yo? La imagino con cualquiera de ellos, María gimiendo bajo otro, sus gemidos resonantes como los que Sofía describió en el bar, ella riendo con cerveza en mano. Un placer que yo nunca pude darle, un fuego al que nunca alcancé a prender. Y pensar que esa imagen me causa un cosquilleo en mi diminuto ser, una mezcla de deseo y confusión.
El eco de sus risas revive el chat de Sofía y Daniela, que me quema: la animan a darse el gusto, que Marcos la hará explotar. Mi cuerpo se tensa, los hombros queriendo retroceder. Pero sus dedos cálidos aprietan mi mano con un temblor nervioso.
María suspira, sus lentes deslizándose por su nariz, se tensa. Sus ojos se abren apenas. Un tic casi imperceptible sacude la comisura de su boca. El silencio se estira como un alambre, hasta que, al fin, rompe:
— SÍ, gordo, es cierto —admite su voz baja, sincera, un rubor subiendo por sus mejillas—. Antes tuve orgasmos, no voy a mentirte. —Intenta una sonrisa, rozando mi mejilla con suavidad, como si supiera que esa frase se va a quedar a vivir en mí. Me aprieta la mano con más fuerza, pero no logra sujetar lo que se deshace dentro de mí.
— No es que no seas suficiente… —balbucea—. Es solo diferente. Más intenso, en ese sentido. Pero contigo es diferente; es nuestro juego, nuestra chispa.
Su mirada cae al suelo. Se muerde el labio. Sus hombros se encogen como si quisiera hacerse chiquita, desaparecer de su propia confesión. Las yemas de sus dedos tamborilean, inquietas, sobre mi pierna. Sus pezones marcan la tela de su blusa. La nota temblar. No de frío. De tensión. De deseo reprimido. O culpa caliente.
Pero yo no desaparezco. Yo estoy aquí. Entero. Y roto por dentro… aunque todavía me sostengo.
Mi respiración se corta, un calor traicionero subiéndome por el pecho. La imagen de María con otro hombre, gimiendo como nunca lo hace conmigo, me quema… y me excita. ¿Por qué?
— Yo te amo así, gordo —añade, su sonrisa afilándose—, porque eres mío, mi pequeño píxel.
Sus dedos sienten mi reacción, y sus ojos se abren, un destello de sorpresa y picardía cruzando su rostro.
— Vaya, gordo —susurra, inclinándose más cerca—, parece que esto te gusta más de lo que admite.
Sus caderas se mecen contra mí, deliberadas, y sus uñas raspan mi muslo, enviando un escalofrío eléctrico.
— Siempre lo supe, pequeño —añade, mirando hacia abajo como si mi cuerpo fuera su cómplice secreto—. Mi manicito, tan tierno y durito.
Cada palabra es un rayo, humillante pero ardiente, avivando un fuego que no entiendo. Quiero odiarlo, quiero hacerla temblar como ella me hace temblar, pero mi cuerpo me traiciona. No puedo más. Un espasmo me recorre, rápido y caliente, ensuciando su camiseta.
Ella suelta una carcajada suave, sus ojos brillando con picardía.
— Guau, pequeño travieso, me ensuciaste la ropa —dice, sacudiendo la cabeza—. Me encanta verte así, todo rojo y entregado. Pero si llegas tan rápido otra vez… —su sonrisa se afila— te castigo, ¿eh?
Mi pecho sube y baja, agitado, mientras el calor del clímax se desvanece. Sus dedos aún sostienen los míos, cálidos, pero mi mente se pierde en un torbellino. Ella me hace arder, me deshace con sus palabras, su risa, su toque. Pero yo… yo no puedo hacerla temblar como ella me hace temblar.
Recuerdo cuando me dijiste que tu posición favorita es de perrito, pero yo solo lograba meter la puntica, torpe, mientras tus nalguitas me lo hacían imposible. Sus relatos de Marcos resurgen, crueles, vívidos: su “bulto enorme” contra ella, su risa al contarlo, como si recordara un fuego que yo nunca podré encender.
¿Y si esa es la solución? ¿Y si la dejo… con alguien como él? La imagen me quema: María, gimiendo, salvaje, mientras yo, pequeño, solo miro. Mi corazón se aprieta, pero un cosquilleo traicionero me recorre. ¿Qué estoy pensando? La amo. Pero quiero que ella sienta lo que yo siento ahora. Aunque me destroce.
No aguanto más. Me levanto de golpe, soltando su mano.
— Necesito estar solo —murmuro, la voz rota, mientras agarro mi chaqueta y camino hacia la puerta.
María se levanta, su risa se desvanece.
— ¡Gordo, espera! —dice, con un toque juguetón pero preocupada, sus dedos rozando mi brazo.
No el espejo. Salgo al frío de la noche, su voz persiguiéndome, el pecho apretado por el amor, el dolor… y un cosquilleo que no entiendo.
 
 
 
 
 
 
 
 

2 comentarios - Pixel y fantasía cuckoding de mi mujer (7) la confección

ekissa5390
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