
Ese sábado por la tarde, Antonio salió con los niños rumbo a un evento familiar. Madison se excusó con una sonrisa sutil:
—Cariño, me siento rara del estómago… mejor me quedo. Que Santi se quede conmigo por si necesito algo.
Antonio le dio un beso distraído, sin imaginar que dejaba a su esposa a solas con su sobrino… al borde del incendio.
Cuando se cerró la puerta, Madison esperó solo unos segundos. Subió las escaleras con lentitud. Toc, toc.
—¿Puedo pasar?
Santi estaba en su cuarto, recostado, inquieto, ya con la piel encendida por la anticipación.
—Claro…
Ella abrió la puerta, vestida con una bata de seda roja que apenas cubría su cuerpo. Al caminar, la tela se abría mostrando el nacimiento de sus muslos, la curvatura peligrosa de sus caderas, la promesa de todo.
—Hoy tengo todo el día para ti —dijo con una sonrisa baja, mientras cerraba la puerta y giraba la traba.
Dejó caer la bata con elegancia, quedando completamente desnuda frente a él. Santi la devoró con la mirada. Ya no era la esposa de su tío: era una diosa de carne, deseo y peligro.

—Tía… —balbuceó.
—Shhh… Nada de “tía”. Hoy soy tuya. Solo tuya.
Se subió sobre él, despacio, tomándole las muñecas y atrapándolo en la cama. Lo besó profundo, húmeda, dominante, lamiéndole el cuello, los labios, mordisqueándolo con esa intensidad que ya conocía de memoria.
Cuando él quiso moverse, ella bajó, deslizando su lengua por su pecho, su vientre, hasta llegar a su pene, lo acarició con los labios, con la lengua, con las manos. El placer lo hacía tensar los dedos, morder la sábana. Y justo cuando él pensó que iba a correrse, ella se detuvo, mirándolo con picardía.
—No todavía.
Se giró, poniéndose sobre su rostro, y lo miró por encima del hombro.
—Ahora, quiero tu boca. Toda.
Santi entendió. La sujetó de los muslos y comenzó a chuparle la concha. Ella gimió alto, arqueando la espalda, mientras bajaba de nuevo sobre él, tomándolo su pija con la boca al mismo tiempo. Un 69 ardiente, húmedo, rítmico. Dos cuerpos consumiéndose a la vez, dándose placer como si fuera el último día.
Madison gemía con fuerza, moviendo sus caderas sobre su lengua, mientras lo lamía con pasión abajo. Los dos se retorcían, jadeaban, se besaban entre caricias y temblores.
Cuando ya no aguantaron más, ella se giró de nuevo, lo miró y dijo:
—Ahora quiero sentirte en el otro lugar.
Se colocó boca abajo, levantando apenas las caderas, y le ofreció culo. Santi se acercó con suavidad, usando sus dedos, su lengua, y algo de aceite que ella sacó de un pequeño frasco escondido en la mesa de noche.
La preparación fue lenta, cuidadosa, excitante. Cuando ella estuvo lista, él la tomó de las caderas y comenzó a meterle el pene, despacio, centímetro a centímetro. Madison se mordía los labios, con la frente contra la almohada, gimiendo bajo.
—Así… sí… todo tuyo.
El ritmo fue aumentando. Ella empujaba hacia atrás, él la sujetaba con fuerza. El cuerpo de ambos era un tambor de gemidos, respiraciones entrecortadas y crujidos del colchón. La sensación era intensa, caliente, imposible de detener.
Santi sintió que iba a estallar.
—Hazlo —dijo ella, temblando—. Ven dentro. Lléname.
Y así lo hizo, soltándose con un grito contenido, enterrado dentro de ella hasta el fondo, sintiéndola apretarlo con todo el cuerpo.
Quedaron exhaustos, sudados, abrazados en silencio.
—Esto se está saliendo de control —dijo él, sin aire.
—Lo sé… —susurró Madison, con una sonrisa en la voz—. Y me encanta.

La noche cayó con una calma engañosa. La casa dormía en silencio. El tío Antonio había bebido unas copas de vino con la cena y se fue a la cama temprano. Los niños, agotados por el día de juegos, roncaban en sus habitaciones.
Santi estaba en su cuarto, con la luz apagada, el corazón inquieto. Sentía algo. Como si el aire le avisara de lo que estaba por ocurrir.
Y entonces, la puerta se abrió.
Madison entró sin un sonido, vestida con una bata de satén negra que brillaba como tinta bajo la tenue luz del pasillo.
—Ven. Rápido. No hagas ruido.
—¿Qué pasa?
—Te voy a mostrar algo. Un lugar que nadie más conoce.
Santi se levantó enseguida. Caminó tras ella descalzo, el corazón latiéndole en las sienes. Bajaron las escaleras sin encender ninguna luz, cruzaron el salón y entraron a una puerta que él creía que era solo un viejo trastero.
Pero Madison movió una estantería con facilidad, revelando una abertura en la pared. Dentro, una pequeña habitación oculta. Silenciosa. Aislada. Acolchada con alfombras gruesas. Olía a incienso suave y a secretos antiguos.
Una cama baja, muchas almohadas, velas encendidas en rincones estratégicos.
—La descubrí cuando nos mudamos —dijo ella, cerrando la entrada detrás de ellos—. Nadie sabe que está aquí. Podemos hacer todo lo que queramos… y nadie oirá nada.
Santi se quedó sin palabras. Madison se acercó a él, acariciándole el pecho con la punta de los dedos.
—Esta noche, no hay reloj. No hay peligro. No hay reglas.
Se quitó la bata. Quedó completamente desnuda, iluminada por el parpadeo de las velas. Su piel parecía brillar. Su mirada era hambre pura.
Lo besó con ansias. Esta vez no hubo lentitud: fue una tormenta. Le arrancó la camiseta, el pantalón, lo empujó sobre las almohadas y se subió sobre él.
Se metió su pija dentro de su concha con una facilidad deliciosa, húmeda, profunda. Gritó su nombre con la boca pegada a su cuello, mientras cabalgaba con un ritmo salvaje, sus tetas rebotando, ofreciendoselas para que las chupara, sosteniéndose en su pecho, moviendo las caderas como si llevara el control del universo entre las piernas.
Después lo besó, lo giró, se puso en cuatro, y le ofreció otra vez todo su cuerpo.

—Hazme tuya por completo —le suplicó.
Santi la tomó, sin pensarlo. Primero con fuerza. Luego con ternura. Luego de espaldas, de lado, con las piernas en alto, mientras ella lo miraba directo a los ojos, mordiéndose los labios, susurrando cosas que él jamás habría imaginado.
En ese lugar sin testigos, se exploraron como nunca. Se tomaron su tiempo. Probaron todo. Ella bajó otra vez a su pija, lo lamió con fuego, él hizo lo mismo con su cuerpo, hasta que ambos llegaron, temblando, enredados, exhaustos, con un gemido que solo las paredes secretas pudieron escuchar.
Al final, Madison lo abrazó y dijo con voz ronca:
—Aquí no somos nada más que dos adictos al otro. Este lugar… ahora es nuestro santuario.
Santi cerró los ojos, con el cuerpo latiendo aún, y pensó que sí, que ese rincón prohibido se convertiría en el único sitio donde serían libres.

La semana pasó entre miradas furtivas, silencios cómplices y roces casuales en la cocina. Pero llegó el viernes por la noche… y Madison volvió a buscarlo con la misma sonrisa secreta.
—Esta noche —le susurró en la oscuridad— te voy a curar el alma.
Lo llevó al escondite. Todo estaba como la última vez: velas encendidas, la alfombra mullida, las sombras jugando en las paredes.
Pero esta vez, Madison llevaba algo más.
Una bata blanca de enfermera, corta, ajustada. Unas medias blancas con liguero. Y nada debajo.
Santi se quedó mudo al verla.
—Me dijiste una vez que te excitaban las enfermeras… ¿o no?
—Sí… —dijo, ya duro solo con verla.
Ella se acercó con un estetoscopio falso colgando del cuello y una pequeña linterna médica en la mano.
—Entonces, siéntate, paciente. Vamos a hacerte una inspección completa.
Lo hizo recostarse sobre la cama baja. Ella se subió con elegancia, sacó una libreta y comenzó a “anotar”.
—Temperatura elevada… respiración agitada… zona pélvica inflamada…
Soltó la libreta y bajó la mirada con picardía.
—Veamos el foco del problema.
Le quitó lentamente el pantalón del pijama, dejando al descubierto su pija firme, gruesa, ansiosa. Madison lo miró como si fuera un descubrimiento científico. Lo acarició con los dedos enguantados (se había puesto guantes de látex blancos), y luego lo rodeó con los labios, lenta, profesional, meticulosa.
Lo inspeccionó con la lengua, lo chupó con devoción, lo miraba desde abajo con los ojos encendidos. Santi gimió, luchando por no terminar demasiado pronto.
—Mmm… el paciente está muy sensible… vamos a calmarlo por dentro —dijo mientras subía sobre él, separando las piernas y bajando la concha con placer absoluto.

Cabalgó sobre él con la bata medio abierta, las tetas rebotando, la respiración entrecortada. Se movía como una experta, sujetándose de su pecho, gimiendo bajo. Él le besaba y chupaba los pezones, la tomó de las caderas y la hizo girar, embistiéndola desde arriba con fuerza contenida.
Madison se mordía los labios, entre jadeos y risas calientes.
—Doctor… me estoy descontrolando…
—Yo también —dijo él, jadeando.
Cambiaron de posición una y otra vez: de lado, con ella sobre él, luego de rodillas con los glúteos bien altos, recibiéndolo hasta el fondo. Era una danza prohibida, embriagante, insaciable.
Cuando llegaron al clímax, lo hicieron entre susurros y cuerpos entrelazados, con la piel sudada y los gemidos amortiguados contra el colchón.
Después, ella se recostó sobre su pecho. Silencio. Respiraciones profundas. El pulso desbordado.
Y entonces lo dijo.
—Sé que esto está mal… que soy la esposa de tu tío… que no debería…
Santi no respondió. Solo la miró.
—Pero no puedo parar —dijo ella, mirándolo a los ojos—. Me haces sentir viva. Deseada. Real.
Le acarició el rostro con ternura, mientras aún lo sentía dentro de ella.
—Dime que tú también lo sientes así… Dime que esto no es solo sexo.
Santi la besó, profundo. La respuesta estaba en su lengua, en sus manos, en su forma de aferrarse a ella como si fuera lo único cierto del mundo.

La última semana pasó como un suspiro.
Cada día, Madison y Santi se buscaban a escondidas, aprovechando cualquier instante a solas: miradas en la cocina, roces al pasar, caricias furtivas en la oscuridad. Pero los dos sabían que el tiempo se agotaba.
La pasantía de Santi llegaba a su fin. Esa misma noche hacía las maletas.
El tío Antonio, sin sospechar nada, organizaba una cena familiar para despedirlo. Madison, en cambio, no dijo mucho. Apenas lo miró durante la comida, pero debajo de la mesa, su pie descalzo buscó el de él… y lo acarició lentamente.
Cuando todos se fueron a dormir, ella apareció en su habitación.
Vestía un camisón negro, casi transparente. Su silueta brillaba con la luz de la luna entrando por la ventana.
—No puedo dejar que te vayas sin darte lo que mereces —dijo con voz baja, decidida.
Santi la recibió con los brazos abiertos. Ella se subió a la cama, le quitó la camiseta, luego el pantalón, lo acarició con lentitud, como memorizando cada centímetro de su cuerpo.
—Esta noche no quiero apuros —susurró—. Quiero que me hagas el amor como si fuera la última vez. Porque lo es.
Se besaron con calma al principio, como si quisieran detener el tiempo. Luego la pasión fue ganando. Él la desvistió con las manos temblorosas, le acarició las tetas, el vientre, las caderas. Madison lo miró con ojos húmedos.
—Tómame… como siempre lo hiciste. Sin culpa. Sin miedo.
Y Santi obedeció. La tomó con fuerza, con entrega, con el alma en la punta de los dedos. Penetró su concha, lento, profundo, escuchando cada suspiro. Hicieron el amor como si el mundo no existiera, como si fueran los únicos dos cuerpos sobre la tierra.
La giró, la abrazó desde atrás, la llenó una y otra vez. Ella le pidió que no se detuviera. Que no se contuviera. Que la sintiera por dentro… por fuera… en todo su ser.
Después del clímax, exhaustos, se quedaron abrazados, sudados, en silencio.
Ella le acarició el pecho, con una sonrisa triste.
—Te voy a extrañar… —dijo en un susurro—. Más de lo que puedo decir.
Santi la besó en la frente.
—Yo también.
Madison lo miró a los ojos y le dijo, sin titubeos:
—Cada vez que vengas de visita… quiero que recuerdes esto: te voy a estar esperando. Con los brazos abiertos… y las piernas también.
Él sonrió. Ella también. Y se volvieron a besar, con el sabor dulce de la despedida quemándoles la lengua.
Y aunque él se fue al día siguiente con la maleta llena, lo que más pesaba… era ese secreto que jamás se quedaría atrás.


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