
Santi tenía 20 años y acababa de comenzar su pasantía en una importante empresa comercial de la ciudad. Para ahorrar dinero, su madre había arreglado que se quedara por un tiempo en la casa de su hermano Antonio, su tío, quien vivía con su esposa Madison y sus dos hijos pequeños en un suburbio tranquilo y elegante.
Madison era todo lo que una mujer podía ser. A sus treinta y cinco años, mantenía un cuerpo que parecía esculpido a mano: caderas llenas, cintura marcada y unas tetas que se notaban incluso debajo de las blusas más recatadas. Tenía una manera suave de caminar, de moverse, que hacía que Santi sintiera cosas que no sabía cómo controlar. Desde el primer día, ella le sonrió con una calidez maternal… pero él no podía evitar mirarla con otros ojos.
Los días pasaban entre la rutina laboral, comidas familiares y momentos en los que Santi tenía que fingir normalidad. Pero por las noches, en la privacidad de la ducha o su habitación, Madison se convertía en la protagonista de sus fantasías. Su piel bronceada, sus labios gruesos, la forma en que se agachaba para recoger algo del suelo… todo lo excitaba.
Hasta que un día, todo cambió.
Era sábado. La familia había ido a la piscina, Santi se metió a bañar con la urgencia de quien ya no podía más con el deseo. Cerró la puerta del baño, dejó correr el agua caliente, y comenzó a masturbarse con desesperación. En su mente, Madison se arrodillaba frente a él, lo miraba con picardía y se metía su pija en la boca lentamente.
—Ahhh... Madison... —susurró él, entre gemidos contenidos—. Dios, tía… qué rica estás...
No supo que alguien lo había escuchado. No supo que Madison, al subir por una toalla para uno de los niños, había pasado frente al baño justo en ese momento. La puerta no estaba completamente cerrada. Y aunque no podía ver, escuchó su nombre… seguido de jadeos.
Sus mejillas se encendieron. Se quedó inmóvil. Su sobrino, el joven que dormía en la habitación contigua, se masturbaba pensando en ella. Sintió una mezcla de sorpresa, rubor… y una descarga eléctrica entre las piernas. Pero no dijo nada. En el piso de abajo, Antonio jugaba con los niños. No era momento de hacer una escena.
Esa noche, mientras todos dormían, Santi sintió un leve golpe en la puerta de su cuarto. Abrió los ojos, confundido.
—¿Sí? —dijo con voz baja.
La puerta se entreabrió. Madison estaba ahí. En bata. Su silueta era apenas visible por la tenue luz del pasillo.
—Tenemos que hablar —susurró, entrando sin esperar permiso.
Cerró la puerta tras ella. Santi se sentó en la cama, el corazón le latía como un tambor.
—Tía, yo… —comenzó a decir, con el rostro ardiendo.
—Shhh… —lo interrumpió ella, con un dedo sobre sus labios—. No digas nada todavía.
Se acercó. El ambiente se volvió denso, cargado. Madison se sentó al borde de la cama, cruzando las piernas lentamente, haciendo que la bata se abriera apenas por encima del muslo. Lo miró con una mezcla de ternura y deseo.
—¿Así que te masturbas pensando en mí? —preguntó con voz baja, como si fuera un secreto entre ellos.
Santi tragó saliva, sin saber qué responder.
—¿Fue la primera vez… o ya lo has hecho antes?
—No… ya… varias veces —murmuró él, con vergüenza.
Madison lo miró fijamente. Luego, sonrió apenas.
—¿Y qué es lo que más te gusta imaginar?
Él no podía creer lo que estaba pasando. Su tía, tan perfecta, tan prohibida… ahora le hablaba de sus fantasías como si fueran parte de un juego íntimo. El calor en su entrepierna crecía. La bata de Madison se había deslizado un poco, dejando ver el escote profundo de su camisón de seda.
—Me imagino que… me besas… que te arrodillas y… —no terminó la frase, con la voz temblorosa.
Ella se inclinó lentamente, dejando que su busto se acercara peligrosamente a su rostro. Olía a vainilla y deseo.
—¿Así? —susurró—. ¿Como si me arrodillara… aquí?
Sus dedos rozaron la erección de Santi, que ya tenía la pija parada bajo la sábana.
—Tía… —gimió él, sin fuerzas para resistir.
—Shhh… no me llames así esta noche —dijo ella—. Esta noche… solo soy Madison.
Y sin esperar más, se deslizó bajo la sábana. Su lengua cálida recorrió la piel tensa del abdomen de Santi, bajando lentamente mientras sus manos hábiles le bajaban el short. En segundos, lo tenía desnudo, temblando de anticipación.
Tomó su pene con una dulzura experta, y luego lo devoró con una intensidad que borró todo pensamiento racional. Santi apenas pudo contenerse. Su cuerpo se arqueó, sus dedos se enredaron en su cabello mientras Madison lo chupaba con hambre, con deseo prohibido acumulado durante semanas.
Cuando él acabó con un gemido ahogado, ella lo miró con la boca húmeda, sonriendo.
—Esto… no ha terminado —susurró, lamiéndose los labios—. Pero será nuestro secreto.
Y antes de que él pudiera reaccionar, ya había salido de la habitación, dejando atrás el aroma dulce de su perfume… y la promesa de algo mucho más peligroso.

Desde aquella noche, Santi ya no pudo verla con los mismos ojos. Tampoco dormir igual. Cada vez que se cruzaban en la cocina o en el pasillo, sentía una tensión eléctrica, como si algo invisible los conectara. Madison, por su parte, no había mencionado lo ocurrido… pero su mirada ya no era la misma. Lo observaba con una calma felina, como si supiera que él la deseaba incluso cuando fingía ignorarla.
Un miércoles al mediodía, Santi regresó a casa antes de lo previsto. La oficina cerró temprano por mantenimiento del sistema, y pensó en descansar un poco. Al entrar, la casa estaba en silencio. Los niños en la escuela. Su tío, trabajando. Solo Madison estaba en casa.
La encontró en la cocina, de espaldas, con una blusa sin mangas y un short de algodón que se le pegaba al cuerpo. Su cola redonda se movía lentamente mientras cortaba fruta. Él se quedó parado en la puerta, en silencio. Observándola. Deseándola.
—Llegaste temprano —dijo ella sin voltearse, como si lo hubiera sentido—. ¿Tuviste suerte hoy?
—Más de la que esperaba —respondió él, acercándose.
Madison se giró con una sonrisa pícara, sosteniendo una rodaja de sandía. La llevó a sus labios y la chupó lentamente, dejando que el jugo rojo se deslizara por su barbilla.
—¿Tienes hambre?
—Muchísima —dijo Santi, pero no por la fruta.
Ella lo entendió. Dejó la sandía en la mesa, se limpió la boca con un dedo… y caminó hacia él. No dijo una palabra. Solo lo miró con esa mezcla de lujuria y autoridad que lo derretía. Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó sin aviso, profundo, húmedo, hambriento. Él respondió con una fuerza que lo sorprendió: la alzó por la cintura y la subió sobre la isla de la cocina, haciendo que ella soltara una risa entre jadeos.
—Así me gusta… que tomes la iniciativa —susurró.
Le bajó el short. Le separó las piernas con las manos. Ella no llevaba ropa interior.
Santi tragó saliva, al ver esa vagina húmeda y abierta frente a él, palpitante, dispuesta. Se agachó con reverencia, como si se tratara de un altar, y hundió la lengua sin piedad. Madison se arqueó hacia atrás, apoyando las manos en la encimera, gimiendo fuerte.
—¡Sí, Santi…! Así… no pares… más profundo…
Él devoró su concha como si necesitara alimentarse de ella para vivir. Su lengua recorría cada pliegue, cada rincón, mientras sus dedos la sujetaban con fuerza. Madison estaba completamente entregada, su cuerpo temblaba con cada lamida, con cada succión que él hacía sobre su clítoris. No era la primera vez que la imaginaba así, pero ahora la tenía en carne y hueso, con sabor a fruta y sudor dulce.
Cuando ella llegó al clímax, lo hizo gritando, tirándole del cabello.
—¡Santi… hijo de puta… me hiciste venir como una perra!
Él la miró, excitado, jadeando. Ella lo tomó por la nuca y lo besó, compartiéndole el sabor de su propio orgasmo.
—Ahora te toca a ti —dijo, desabrochándole el cinturón con urgencia—. Pero no aquí. Ven conmigo.
Lo llevó de la mano al lavadero, un espacio oculto al fondo de la casa. Cerró la puerta y lo empujó contra la pared. Se arrodilló, sacó su pija palpitante y comenzó a chuparlo como si lo hiciera por venganza.
—¿Te gusta metértelo en la boca a tu tía? —decía entre lamidas—. ¿Así soñabas que te lo hacía? ¿Que te lo tragaba entero?
Santi no podía más. Le sujetó la cabeza con ambas manos y comenzó a moverse dentro de su boca con fuerza. Madison no se quejaba. Al contrario, gemía con la boca llena, mojando sus labios y su mentón con la saliva que se mezclaba con el ritmo desenfrenado.
Y justo cuando estaba por correrse, ella se levantó de golpe, lo empujó contra la lavadora y se montó sobre él, metiéndose su pene duro, todo de una sola embestida en la concha.
—¡Ahora sí! ¡Hazme tuya, sobrino… cogeme como en tus sueños!
El sonido de los cuerpos chocando llenó el cuarto cerrado. Su concha lo apretaba, lo exprimía. El apretaba y besaba sus tetas. Madison se movía como una diosa salvaje, cabalgándolo con fuerza mientras él la sujetaba por la cintura. Ambos estaban cubiertos de sudor, gimiendo, jadeando. Hasta que él no pudo más.
—¡Me vengo…! —avisó, entre dientes.
—¡Hazlo! ¡Dámelo todo… adentro… no pares!
Y con un último gemido, Santi se corrió dentro de ella, sintiendo cómo su cuerpo se sacudía en espasmos contra el suyo. Madison se desplomó sobre su pecho, jadeando, satisfecha, vencida.
—Dios… —murmuró—. Esto es una locura.
—Una locura deliciosa… —respondió él, acariciando su espalda desnuda.
Después de unos minutos en silencio, ella se levantó, se arregló la ropa, y lo miró con una sonrisa cómplice.
—Vístete. Los niños llegarán pronto.
Y se fue, dejándolo ahí… con el cuerpo temblando y el corazón hecho un desastre.

Era viernes por la mañana. El sol se colaba por las ventanas y la casa estaba viva: los niños desayunando cereales frente a la tele, Antonio revisando correos en el comedor, y Madison preparando café en la cocina… con una blusa suelta sin sujetador y un short demasiado corto. Santi apenas podía concentrarse.
Apenas cruzaron miradas, ella le lanzó una sonrisa cómplice. Él entendió de inmediato. Había un código secreto ya entre ellos: una forma de caminar, un cruce de ojos, una mordida de labio. Todo decía "quiero más."
Él subió al baño del segundo piso para ducharse. La puerta no tenía traba. Pensó que con todos ocupados abajo, no habría problema.
Entró, se desnudó y dejó caer el agua caliente sobre su cuerpo. Cerró los ojos, dejando que el vapor envolviera la culpa, el deseo y la ansiedad acumulada. Y justo cuando pensaba en ella, sintió la puerta abrirse.
Giró en seco. Era Madison.
—¡Tía! —susurró con urgencia—. ¿Qué haces?
—Shhh, calla —dijo cerrando la puerta detrás de ella y asegurándola con el picaporte—. Tenía muchas ganas de ti. No aguantaba más.
Se desabrochó la blusa sin pudor, dejando ver sus tetas firmes, sus pezones oscuros, provocadores. Luego se bajó el short de un tirón y se metió en la ducha con él. Santi retrocedió instintivamente hasta sentir la pared húmeda en su espalda. El agua corría sobre los dos cuerpos desnudos.

Ella se pegó a él, con una sonrisa maliciosa, y le rodeó el cuello con los brazos.
—No sabes cuánto me mojé al verte sentado desayunando en bóxers —susurró—. Tenía que hacer algo.
—Pero… los chicos… mi tío…
—Todos están abajo. No harán nada por un rato. Confía en mí.
Y sin más, se arrodilló dentro de la ducha, dejando que el agua le resbalara por la espalda mientras tomaba su pija con ambas manos y comenzaba a chuparlo con esa mezcla de experiencia y hambre que ya lo enloquecía.
Santi cerró los ojos, mordiéndose los labios. Su lengua lo recorría con lentitud, con precisión, metiéndoselo hasta la garganta, haciendo que sus rodillas flaquearan. La sensación del agua caliente mezclada con la boca de Madison era más de lo que podía soportar. Iba a explotar…
Pero entonces, un golpe.
—¡Mamáááá! —gritó una voz infantil desde el pasillo—. ¡No encuentro mi mochila!
Ambos se congelaron.
—¡Mierda! —susurró Madison, saliendo de la ducha empapada—. Es Lucas… ¡rápido, escóndete!
—¿Dónde?
—¡Adentro del armario de toallas! ¡Ya!
Santi salió corriendo y, empapado, se metió a duras penas dentro del pequeño armario empotrado junto al lavamanos, doblando las piernas como pudo entre las sábanas y los rollos de papel higiénico.
Madison tomó una toalla, se la enrolló como pudo, abrió la puerta y fingió calma.
—¡Estoy aquí, amor! ¿Qué pasó?
Lucas, de cinco años, la miró con cara de inocente.
—Mi mochila no está donde la dejé.
—Debe estar en el cuarto. Ve a buscarla y dile a papá que te ayude, ¿sí? Mamá se está duchando.
—¿Por qué estás mojada?
—Porque abrí la ducha para ver si salía caliente… ahora entra tú y espera abajo, ¿sí?
—Bueno…
El niño se fue corriendo.
Madison cerró la puerta, giró la llave, y se apoyó en el lavamanos. Luego soltó una carcajada silenciosa.
—Santi, sal ya. Pareces un pollito mojado.
Él salió, rojo, empapado, semi-erecto y aún con el corazón latiéndole como un loco.
—¿Te parece gracioso?
—Me parece… increíblemente caliente —dijo, acercándose a él de nuevo—. Pero ya no hay tiempo para más. A la próxima… que nadie nos interrumpa.
Lo besó con fuerza, sin importar el vapor, el desorden ni el riesgo. Luego salió del baño, como si nada hubiera pasado.
Santi se quedó allí, desnudo, con el cuerpo hirviendo y una pregunta en la cabeza: ¿hasta dónde está dispuesta a llegar Madison… y hasta dónde está dispuesto a seguir él?
Esa noche, Santi no podía dormir. El recuerdo de Madison arrodillada en la ducha, con el agua recorriendo su espalda mientras lo devoraba con la boca, lo mantenía en un estado de tensión insoportable. Cada vez que cerraba los ojos, la imaginaba así… o encima de él… o susurrándole cosas sucias al oído.
Pasaban de la una de la madrugada. El resto de la casa dormía. Todo estaba en silencio.
Hasta que escuchó un leve clic. La puerta de su habitación.
Se incorporó sobresaltado. Madison entró sin decir palabra. Desnuda. Su figura se recortaba bajo la tenue luz del pasillo. Su piel brillaba ligeramente, como si acabara de salir de la ducha. Sus tetas firmes se movían al ritmo de su respiración. Su vagina, húmeda, se asomaba entre sus muslos con una naturalidad indecente.
—Te debía lo de la ducha —susurró, cerrando la puerta con cuidado tras de sí.
Santi no alcanzó a responder. Madison caminó hasta su cama, se subió sobre él, y comenzó a besarlo con una mezcla de ternura y ferocidad. Sus lenguas se enredaron mientras sus caderas lo rozaban, provocándolo, encendiéndolo.
—Quiero que esta vez me lo hagas todo, Santi… —le susurró al oído—. Todo lo que soñaste desde que llegaste a esta casa.
Lo besó en el cuello, bajó lentamente por su pecho, y fue directo a su pija. Lo mamó con fuerza y elegancia, como una mujer que sabía exactamente cómo volverte loco. Su lengua lo recorría de abajo hacia arriba, mientras sus labios lo rodeaban por completo, haciéndolo gemir entre dientes.
—Dios… tía…
—Shhh —le dijo con una sonrisa salvaje—. No soy tu tía ahora. Soy tu puta esta noche.
Y se subió encima, metiéndose su pija, en su concha mojada, dispuesta. Santi la agarró fuerte de las caderas y comenzó a embestir desde abajo, profundo, firme, sintiendo cómo ella lo apretaba con cada movimiento. Madison gemía con una mano tapándose la boca, tratando de no hacer ruido, mientras montaba con un ritmo delicioso.
—¡Así… sí… sigue…!
Él le mordía las tetas, se las chupaba, le apretaba las nalgas, la sujetaba como si temiera que se desvaneciera. El calor entre los dos era insoportable.
Pero entonces, ella se detuvo.
—¿Estás listo para algo más? —preguntó con una sonrisa sucia.
Santi asintió, sin aliento.
Madison escupió en su mano, lo lubricó un poco más, se inclinó hacia adelante y, con una lentitud provocadora, guió su pija hacia su culo.

—Tranquilo… quiero que seas el primero —susurró con los ojos brillantes—. Muy pocos se han atrevido. Pero tú sí puedes.
Fue entrando con suavidad, centímetro a centímetro, mientras ambos contenían el aliento. Cuando por fin lo tuvo dentro, todo su cuerpo tembló.
—¡Joder… qué rico llenarme así…!
Santi sintió como si el mundo desapareciera. El calor, la presión, el gemido entrecortado de ella… todo era fuego. La tomó de las caderas y comenzó a moverse con fuerza, cada vez más, cada vez más profundo. Madison no dejaba de gemir, aferrada a las sábanas, completamente sometida al placer.
—¡Sí… así… así, mi niño… rómpeme el culo… hazme tuya!
Santi no aguantó más. Con un último golpe, se vino dentro de ella con un gemido ahogado. Madison se dejó caer sobre él, agotada, jadeando, con el cuerpo empapado en sudor.
Estuvieron así unos minutos, sin hablar, con los corazones latiendo al mismo ritmo.
—Ahora sí… estamos a mano —dijo ella con una sonrisa pícara, antes de levantarse y desaparecer por la misma puerta por la que entró.
Santi quedó allí, desnudo, marcado, adicto.
Y en el silencio de la noche, solo pensó una cosa:
Ya no hay vuelta atrás.


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