Leche de mi jardinero negro.

Me folló contra la encimera, su verga negra y gruesa partiéndome entera. Gemía su nombre mientras me agarraba fuerte y me llenaba sin pausa. Sudaba tierra y deseo. Me dejó temblando, con las piernas abiertas y su leche caliente chorreándome muslos abajo.
La casa de campo de mi familia siempre había sido mi escape. Silencio, viento cálido, y el olor constante a tierra húmeda. Pero esa semana, había algo más. O mejor dicho… alguien más.
Juan, el jardinero.
Alto, negro, con los brazos marcados por el trabajo al sol. Camiseta sin mangas, piel curtida por el sol. Nunca hablaba más de lo necesario, pero cuando lo hacía, su voz grave me recorría la espalda como un escalofrío húmedo.
Ese día, lo vi desde la terraza. Estaba arrodillado, arreglando unos rosales. El sudor le brillaba en el cuello, y su camiseta estaba pegada al cuerpo. Me mordí el labio. No me importó ser obvia. Bajé con un vaso de limonada, aunque lo que realmente quería ofrecerle mi coño
—¿Tenés calor Juan? —le pregunté.
Juan me miró. La sombra de su gorra apenas cubría sus ojos. Se secó la frente con el dorso del brazo.
—Un poco.
—¿Querés entrar? Puedo darte algo frío… o algo más.
No sonrió. Pero dejó las herramientas. Caminó hacia mí. Y sin decir nada, entró primero. Yo lo seguí.
Era una bestia gigante.
La cocina estaba vacía. Silenciosa. Toda la gente estaba descanso. Cerré la puerta con llave. Cuando me giré, Juan ya estaba ahí. Firme. Callado. Ardiente. Observando la situación.
—¿Qué estás buscando, señorita? —dijo con la voz baja.
Y mirando mi cuerpo con deseo
—Nada que no hayas notado ya Juan —respondí, acercándome y tocando su enorme verga, que se le marcaba en los pantalones sin disimulo,
Era un tamaño bestial.
Me besó sin aviso. Fuerte. Con hambre. Como si me hubiera deseado desde el primer día pero se hubiese contenido por respeto. Su lengua invadió mi boca mientras sus manos grandes me levantaban por la cintura y me sentaban sin esfuerzo sobre la encimera.
Mis piernas se abrieron sin resistencia. Él bajó la cabeza, besó mi cuello, y yo gemí apenas, temblando por dentro. La tensión racial, el deseo prohibido, la piel contrastando… todo me encendía.
Su monstruosa verga dura presionando mi tierno coñito.
—Sos hermosa —susurró contra mi pecho, mientras bajaba los tirantes de mi vestido.
Yo solo pude responder envolviéndolo con las piernas, atrayéndolo. Su erección era una amenaza deliciosa contra mi muslo.
Se bajó el pantalón sin ceremonia. Dios. Era gigante. Oscuro. Firme. Como todo él. Lo miré con los ojos bien abiertos.
—¿Estás segura? —me preguntó.
—Juan… si no me cogés ahora, voy a volverme loca.
Y entonces lo hizo. Entró en mí con fuerza. Lento al principio, pero profundo. Me tomó por la cintura, haciéndome suya contra la encimera, con el sol entrando por la ventana y el calor de su cuerpo fundiéndose con el mío.
Mis uñas se hundieron en su espalda. Su piel ardía. Yo gritaba su nombre entre jadeos. Me embestía con poder. Con ritmo. Con hambre acumulada.
Sentía como su verga gigante me partía,
—Sos tan estrechita… —murmuraba, jadeando en mi oído—. Tan blanca… tan mojada y puta para mí.
Eso me rompió.
Grité. Me deshice sobre su verga dura, sentí que fueron años los que pase disfrutando de mi orgasmo, mientras él me empujaba con más fuerza, hasta que se vino también, dentro de mí, temblando y gruñendo como un animal contenido por días.
Su leche en una cantidad descomunal inundando mi vulvita rosada.
Quedamos pegados como perros, respirando como si acabáramos de sobrevivir un incendio.
—¿Mañana vas a seguir con los rosales? —pregunté, sin aliento.
—Si me lo pide así, señorita…le siembro lo que quiera.

Me folló contra la encimera, su verga negra y gruesa partiéndome entera. Gemía su nombre mientras me agarraba fuerte y me llenaba sin pausa. Sudaba tierra y deseo. Me dejó temblando, con las piernas abiertas y su leche caliente chorreándome muslos abajo.
La casa de campo de mi familia siempre había sido mi escape. Silencio, viento cálido, y el olor constante a tierra húmeda. Pero esa semana, había algo más. O mejor dicho… alguien más.
Juan, el jardinero.
Alto, negro, con los brazos marcados por el trabajo al sol. Camiseta sin mangas, piel curtida por el sol. Nunca hablaba más de lo necesario, pero cuando lo hacía, su voz grave me recorría la espalda como un escalofrío húmedo.
Ese día, lo vi desde la terraza. Estaba arrodillado, arreglando unos rosales. El sudor le brillaba en el cuello, y su camiseta estaba pegada al cuerpo. Me mordí el labio. No me importó ser obvia. Bajé con un vaso de limonada, aunque lo que realmente quería ofrecerle mi coño
—¿Tenés calor Juan? —le pregunté.
Juan me miró. La sombra de su gorra apenas cubría sus ojos. Se secó la frente con el dorso del brazo.
—Un poco.
—¿Querés entrar? Puedo darte algo frío… o algo más.
No sonrió. Pero dejó las herramientas. Caminó hacia mí. Y sin decir nada, entró primero. Yo lo seguí.
Era una bestia gigante.
La cocina estaba vacía. Silenciosa. Toda la gente estaba descanso. Cerré la puerta con llave. Cuando me giré, Juan ya estaba ahí. Firme. Callado. Ardiente. Observando la situación.
—¿Qué estás buscando, señorita? —dijo con la voz baja.
Y mirando mi cuerpo con deseo
—Nada que no hayas notado ya Juan —respondí, acercándome y tocando su enorme verga, que se le marcaba en los pantalones sin disimulo,
Era un tamaño bestial.
Me besó sin aviso. Fuerte. Con hambre. Como si me hubiera deseado desde el primer día pero se hubiese contenido por respeto. Su lengua invadió mi boca mientras sus manos grandes me levantaban por la cintura y me sentaban sin esfuerzo sobre la encimera.
Mis piernas se abrieron sin resistencia. Él bajó la cabeza, besó mi cuello, y yo gemí apenas, temblando por dentro. La tensión racial, el deseo prohibido, la piel contrastando… todo me encendía.
Su monstruosa verga dura presionando mi tierno coñito.
—Sos hermosa —susurró contra mi pecho, mientras bajaba los tirantes de mi vestido.
Yo solo pude responder envolviéndolo con las piernas, atrayéndolo. Su erección era una amenaza deliciosa contra mi muslo.
Se bajó el pantalón sin ceremonia. Dios. Era gigante. Oscuro. Firme. Como todo él. Lo miré con los ojos bien abiertos.
—¿Estás segura? —me preguntó.
—Juan… si no me cogés ahora, voy a volverme loca.
Y entonces lo hizo. Entró en mí con fuerza. Lento al principio, pero profundo. Me tomó por la cintura, haciéndome suya contra la encimera, con el sol entrando por la ventana y el calor de su cuerpo fundiéndose con el mío.
Mis uñas se hundieron en su espalda. Su piel ardía. Yo gritaba su nombre entre jadeos. Me embestía con poder. Con ritmo. Con hambre acumulada.
Sentía como su verga gigante me partía,
—Sos tan estrechita… —murmuraba, jadeando en mi oído—. Tan blanca… tan mojada y puta para mí.
Eso me rompió.
Grité. Me deshice sobre su verga dura, sentí que fueron años los que pase disfrutando de mi orgasmo, mientras él me empujaba con más fuerza, hasta que se vino también, dentro de mí, temblando y gruñendo como un animal contenido por días.
Su leche en una cantidad descomunal inundando mi vulvita rosada.
Quedamos pegados como perros, respirando como si acabáramos de sobrevivir un incendio.
—¿Mañana vas a seguir con los rosales? —pregunté, sin aliento.
—Si me lo pide así, señorita…le siembro lo que quiera.
1 comentarios - Gran polla negra