Capítulo 6
Mi mente está atrapada en aquella noche en el bar. Las risas de Sofía y sus comentarios sobre “los de buen tamaño” me golpearon como un trazo cruel en el lienzo de mis inseguridades. Ahora, meses después, el dulce aroma de los brownies inunda el apartamento. La presencia de María, tarareando y bailando, con su cabello negro ondeando, es un torbellino que me acelera el pulso y me llena de dudas. ¿Qué ve en mí, un píxel pequeño y torpe?, pienso. Los rumores de su pasado en la facultad, chicos imponentes que, según Sofía, la hacían gritar, me persiguen como sombras. Me la imagino con un hombre como Marcos, el hombre de los relatos que leería años después: alto y dotado, su bulto apretándose contra ella. Mientras, yo, con mi cuerpo gordito y mi pene pequeño, solo observo, atrapado entre la vergüenza y un deseo que no entiendo. Esta noche, con el eco de su voz cantarina, siento que el lienzo de nuestra relación está a punto de cambiar.
Ya graduados, ayudé a María a conseguir un trabajo como diseñadora gráfica con unos clientes a los que yo llevo la contabilidad. Su oficina queda cerca de mi apartamento y ahora pasa tanto tiempo aquí que parece que vive conmigo. Siempre está cantando, moviéndose por el lugar como si fuera suyo. Aunque a veces me quejo, su voz es linda, a decir verdad. Esta noche, mientras prepara brownies, tararea una canción pop: “Ya te lo tengo advertido, ya lo tengo bien decidido, yo te voy a enamorar, conmigo tú vas a estar”. Baila por el apartamento, sus caderas se balancean al ritmo, su cabello suelto atrapa reflejos dorados bajo la luz de la cocina, cada mechón ondeando como un eco de su energía. No puedo apartar los ojos de ella; mi pulso se acelera con cada giro y mi corazón late a mil. Aún me cuesta creer que alguien como ella pase tanto tiempo conmigo.
Por lo general, comparte la comida que prepara para el trabajo y yo le preparo algo en agradecimiento. Últimamente, vemos muchas películas en casa y hoy, después de ver una romántica, estoy frustrado.
—Qué rabia me da que el protagonista no se dé cuenta de que la chica gusta de él —comento, tirándome en el sofá, el cojín hundiéndose bajo mi peso.
María ríe, sus ojos brillando con picardía, un destello travieso que me acelera el pulso. Se levanta para buscar brownies, sus pasos ligeros resonando en el suelo de madera. Regresa con uno, sentándose tan cerca que su muslo roza el mío. El calor de su piel me quema a través de los jeans, un cosquilleo eléctrico sube por mi pierna. Parte un pedazo de brownie y me lo ofrece, sus dedos rozando mis labios con una lentitud deliberada. El dulce chocolate se derrite en mi lengua, mezclado con el leve aroma de vainilla de su piel.
—Una pregunta, Luis... —dice, su voz juguetona, inclinándose más cerca, su perfume floral envolviéndome como una niebla cálida.
—¿Qué? —respondo, mi voz temblando, el sabor del brownie aún persistiendo en mi boca.
—¿Por qué me mirabas tanto a la salida de la facultad? —Su voz es un murmullo seductor, sus dedos rozando mi brazo, enviando un escalofrío por mi espalda, como si cada roce marcara mi piel.
—No te miraba —miento, el calor sube por mi nuca, mis manos sudan contra el sofá.
—Mentiroso, yo te veía —insiste, mordiéndose el labio inferior, con una sonrisa traviesa que curva su boca y sus dientes brillando bajo la luz tenue.
—No es cierto.
—¿Por qué me mirabas tanto? —Se inclina más cerca, su aliento cálido en mi mejilla, el aroma de su piel mezclándose con el chocolate, un torbellino que me marea.
Antes de que pueda responder, salta sobre mí, apretándome los cachetes con las manos; sus dedos, suaves pero firmes, me atrapan en su juego.
—¿Tienes una novia secreta? —pregunta, su tono burlón y sus ojos danzando con diversión.
—No —balbuceo, mis manos sudorosas tiemblan en su cintura, sintiendo la curva de su cuerpo bajo la tela fina.
—¿Te parezco atractiva? —Sus ojos brillan, provocadores, mientras se muerde el labio de nuevo, un gesto que me clava en el sitio.
—S... sí —admito, mi voz un desastre tembloroso, mi corazón latiendo tan fuerte que lo siento en los oídos, como un tambor desbocado.
—Entonces bésame —susurra, su voz es un ronroneo seductor, como si llevara tiempo esperando este momento; sus pestañas aletean ligeramente, invitándome a cruzar el umbral.
La beso y el sabor dulce de su boca, mezclado con el eco del brownie, me enciende como una chispa. Un calor se extiende desde mi pecho. Sus manos tiran de mi nuca, sus uñas rozando mi piel con un cosquilleo que me hace jadear, y el beso se profundiza, su lengua rozando la mía con una urgencia que me roba el aliento. María se aparta un instante, sus ojos brillando con picardía, y me toma de la mano, llevándome con pasos ligeros hacia el dormitorio. Su blusa blanca ondea suavemente y sus shorts azules abrazan sus caderas. Ella se sube a mi regazo, sus muslos cálidos aprietan los míos, la presión de su cuerpo como un imán. Mis manos, torpes y húmedas, se posan en su cintura, sintiendo la curva de su cuerpo bajo la tela fina, el calor de su piel quemándome los dedos, como si tocara una llama viva. Ella toma mis manos, riendo, su risa es un eco cristalino.
—Jaja, toca con confianza, tonto —susurra, guiando mis dedos hacia sus glúteos firmes, su respiración agitada rozando mi oído, un susurro que vibra en mi piel. ¿En serio está ocurriendo? No sé cómo alguien como ella está aquí conmigo.
María se quita la blusa con una lentitud deliberada, tarareando suavemente “Yo te voy a enamorar…”, cada nota vibra en el aire. Revela el encaje negro de su sostén, que abraza sus curvas como un secreto a medio descubrir. El aroma de su perfume floral se intensifica, y mis ojos recorren la curva de sus hombros, la suavidad de su piel bajo la luz tenue, un lienzo que parece brillar con vida propia. Ella tira de mi camiseta, quitándomela con un movimiento juguetón, y sus dedos recorren mi pecho, jugando con los pocos vellos que tengo. Sus uñas trazan líneas que despiertan un cosquilleo ardiente en mi piel.
—Mmm, qué lindo —dice, mirándome con una sonrisa pícara, su respiración cálida contra mi cuello, su aliento es como un roce de seda.
Me inclino, casi sin pensarlo, y beso la curva de sus pechos, mis labios rozando el encaje áspero del sostén. El calor de su piel debajo envía un escalofrío por mi espalda, un pulso que resuena en mi pecho. Ella suelta un jadeo suave, su mano acariciando mi cabello, sus dedos enredándose en los mechones con un toque posesivo.
Con una mano firme pero suave, María me empuja un poco para tomar distancia. Su sonrisa se vuelve una mueca traviesa, con los ojos brillando de picardía mientras se toca uno de los pechos.
—¿Son pequeños, verdad? —pregunta con un tono bajo y seductor.
—No, no —murmuro, mi rostro ardiendo, el olor de su piel me llena los sentidos, un aroma que me envuelve como una niebla densa.
Ella eleva una ceja, ladeando la cabeza.
—¿En serio? Sé sincero.
—S... sí —admito, mi voz es un desastre tembloroso, mi corazón late tan fuerte que lo siento en los oídos.
Ella sonríe de lado y me pone ambas manos en el pecho, acercando su rostro al mío, el calor de su aliento contra mi boca. Su mirada profunda me atraviesa mientras se muerde el labio.
—¿Te gustan?
—S... sí, claro, son hermosos —murmuro, mi aliento es un desastre.
Ella se aleja, riendo, con un contoneo de torso.
—Jiji, qué bueno, estaba preocupada de que no te gustaran —susurra, con sus ojos danzando con diversión.
Ahora sí, se vuelve a acercar, su cuerpo se balancea ligeramente, y el brillo de sus ojos adquiere una malicia deliciosa. Su voz se vuelve un ronroneo que me acelera el pulso. Se muerde el labio inferior mientras ladea la cabeza de lado a lado.
—Quítame el sostén, Luis.
Mis dedos, torpes y sudorosos, buscan el broche detrás, forcejeando nerviosamente, y el pánico crece en mi pecho. ¿Y si lo hago mal? María ríe, su risa cálida y juguetona, un sonido que alivia y tensa a la vez.
—Jaja, está en la parte de adelante, ¿no habías visto de estos? —dice, sus ojos brillan, un guiño travieso acompaña sus palabras.
¿Cómo voy a saber eso del sostén? ¿Como si yo tuviera mucha experiencia? ¿Se estará dando cuenta? Ella misma desabrocha el sostén, dejándolo caer para revelar sus pechos redondos, los pezones altos y endurecidos brillando bajo la luz tenue de la televisión. Es hermosa, pienso, con mi aliento atrapado en la garganta y el calor de su cuerpo envolviéndome como una corriente cálida.
Se levanta, dándome la espalda, y se quita los shorts con un movimiento lento y a propósito, moviendo las caderas. Sus glúteos firmes se balancean ligeramente, la curva de su piel captura la luz, como si cada movimiento estuviera diseñado para atraparme. Se gira un poco, mirándome por encima del hombro, un mechón de cabello cae sobre su rostro.
—Te gusta, ¿verdad? —pregunta, su tono pícaro, sabiendo que no puedo apartar los ojos. Sus labios se curvan en una sonrisa felina.
—S... sí —balbuceo, mi rostro ardiendo, el sudor baja por mi frente, mi respiración es entrecortada.
Se inclina hacia mí, con sus ojos brillando con una sonrisa felina, sus dedos rozando mi rodilla como un preludio.
—Ahora me toca a mí ver —susurra, arrodillándose frente a mí, desabrochando mi cinturón con facilidad. Sus movimientos seguros contrastan con mi torpeza. Cuando baja mi ropa interior, me siento expuesto y vulnerable, con mi corazón latiendo en mi garganta. ¿Qué pensará cuando lo vea?
Su mirada se detiene, un destello de sorpresa cruza sus ojos, sus pestañas aletean por un instante. Sus dedos rodean mi pene, acariciándolo con suavidad, mientras roza mis testículos con un cosquilleo juguetón que me arranca un jadeo y mi cuerpo se tensa bajo su toque.
—¿Cuánto medirá? —murmura, casi para sí misma, midiendo con los dedos, su pulgar rozando la punta con una lentitud que me hace cerrar los ojos—. ¿Cómo mi pulgar? —Levanta la vista, sus ojos brillando, y su risa nerviosa me golpea el pecho, un eco que resuena en mi inseguridad—. Mmm, pero es grueso, como el pincel que uso para los detalles en mis diseños. —Ríe enérgica y su voz sube de tono, vibrante—. ¡Sofía y su apuesta sobre el mito de los pies pequeños... tenía razón!
Me encojo instintivamente, con mis manos queriendo cubrirme, mientras un recuerdo me golpea: Sofía riéndose en la facultad, diciendo que mis pies pequeños eran señal de algo más. Si le contara a Sofía, se burlaría de mí. Pensaría que María se decepcionará, como las demás. Me siento herido por su comentario, pero aun así no quiero que se vaya. Mi rostro arde, pero mi pene se endurece aún más bajo su toque, traicionándome; un calor que me avergüenza y excita a la vez.
—Estás rojito, qué lindo —dice, acercándose tanto que su aliento cosquillea mi piel sensible, haciéndome tensar y un escalofrío recorre mi cuerpo. Sus dedos juegan con mis testículos, un roce ligero que me hace cerrar los ojos y mi respiración se vuelve un jadeo—. Ni creas que me lo llevo a la boca, ¿eh? Qué asco, por ahí orinas —bromea, su tono cálido aligera el momento y su risa es como un destello de luz en la tensión.
Sus manos suben por mi pierna, acariciando mi abdomen con una suavidad que me hace temblar. El olor de su perfume me envuelve, un aroma que se mezcla con el calor de su cercanía.
—Eres mi píxel perfecto, Luis —susurra, sus ojos se suavizan y un destello de ternura rompe su fachada pícara—. En mis diseños, un píxel es pequeño, pero es lo que hace que todo encaje, que la imagen cobre vida. Tú eres así, mi puntito perfecto.
¿Perfecto? ¿Cómo podría serlo? Mi pecho se aprieta, entre la vergüenza y un calor que quiere creerle, un nudo de deseo y duda. Ella me besa, con sus labios urgentes y el sabor dulce de su boca mezclándose con el eco de su perfume, un torbellino que me arrastra.
—Te siento todo calentito, jaja —ríe contra mi boca, mordiéndose el labio mientras se aparta con una sonrisa felina. Sus ojos brillan como si supiera el efecto que tiene en mí—. Ya, te voy a mostrar mi posición favorita.
Se gira y se coloca en cuatro sobre la cama, arqueando la espalda con una lentitud que me corta el aliento, cada movimiento es como un pincel que traza una curva perfecta. Sus glúteos prominentes, firmes y redondos, se alzan frente a mí; la luz de la televisión dibuja una curva perfecta que desciende hasta su pubis. Sus labios se ven ligeramente hinchados, brillando húmedos, un destello que me hipnotiza. Mis ojos se clavan ahí, el calor de su piel y un leve aroma almizclado me llenan los sentidos, un perfume que me envuelve como una promesa. ¿Podré hacerla sentir algo? Mi corazón late a mil, el sudor baja por mi frente, mis manos tiemblan al acercarme.
María gira la cabeza ligeramente, con sus ojos brillando con esa picardía habitual, y pregunta con voz juguetona: —¿Tienes condones?
—S... sí —respondo, mi voz es un hilo nervioso, el calor sube por mi rostro mientras asiento, sintiendo el peso de la expectativa en el aire.
Abro el cajón de la mesita de noche con manos temblorosas, sacando la caja de condones extra XS que guardo allí; el empaque cruje en el silencio cargado de la habitación. María lo toma, inspeccionándolo con curiosidad, y suelta una risa suave pero genuina, con sus ojos danzando con diversión. —Vaya, ni sabía que venían de esta talla —dice, mordiéndose el labio mientras abre el paquete con facilidad, sus dedos hábiles desenrollan el condón sobre mí con maestría, un toque experto que me hace jadear, el látex se ajusta perfectamente, intensificando el calor de mi excitación y mis inseguridades.
Me acerco, mis manos sudorosas rozan su cintura, el calor de su piel me quema los dedos, y posiciono la punta de mi pene contra ella. El calor y la humedad de su entrada me envuelven a través del condón, un gemido suave escapa de sus labios, un sonido que vibra en mi pecho. Sus glúteos, tan prominentes, son una barrera que apenas me deja entrar. Consigo deslizar apenas la puntita, el calor me aprieta con fuerza, como si su cuerpo me retuviera.
—¡Métela toda, gordo! —pide María, su tono juguetón pero firme, pasando una mano por debajo de su cuerpo para guiarme, sus uñas rozando mi muslo. Un jadeo profundo resuena en su garganta, un eco que me empuja a intentarlo.
—E... eso es todo lo que puedo —confieso, mi voz es un hilo tembloroso, la vergüenza me quema, un peso que me hunde. No soy bueno en esto. ¿Podré hacerla sentir algo?
María no se inmuta. Con una risa suave, sin malicia, se acomoda, apoyando todo su cuerpo sobre la cama, elevando aún más sus caderas y arqueando la espalda con una curva pronunciada que me corta el aliento. Sus glúteos firmes se alzan, la luz de la televisión traza sombras que acentúan cada curva. El aroma almizclado de su piel se intensifica, envolviéndome como una promesa.
—Vamos, inténtalo otra vez —dice, su voz cargada de chispa, un gemido suave escapa de sus labios mientras mueve las caderas en un contoneo lento, invitándome a seguir.
Intento de nuevo, empujando con cuidado. Esta vez siento que logro ingresar un poco más, tal vez un poco menos de la mitad de mi corto tronco. El calor y la humedad me aprietan a través del condón, sus gemidos suaves me llenan los oídos, un canto que me hipnotiza. Me concentro en mantener un ritmo corto, casi contenido, desesperado por no perder el calor de su interior, por no fallar otra vez. Mis manos tiemblan en su cintura, el sudor resbala por mi frente, mi corazón late a mil.
Entre gemidos, María suelta un susurro que me sacude: —Dale más duro, gordo —pide, su voz vibra con deseo y sus caderas se mueven ligeramente al compás de mis intentos.
Intento intensificar el ritmo, empujando con más fuerza, pero mi torpeza me traiciona. Mi pene se sale con un movimiento brusco, y me golpeo contra sus muslos firmes. Un pinchazo de dolor me recorre y gruño, con la frustración apretándome el pecho. Mierda, hasta me lastimé.
—¿Qué pasó, se salió? —pregunta María, girándose ligeramente, sus ojos brillan con una mezcla de sorpresa y diversión. Su pregunta me golpea como un martillo. ¿Acaso no lo sintió? ¿No me siente dentro de ella? La duda me carcome, un nudo de inseguridad que se retuerce en mi estómago.
—S... sí —murmuro, mi rostro ardiendo y mis manos queriendo cubrirme, como si pudiera esconder mi vergüenza.
María ríe, un sonido cálido y juguetón que alivia y tensa a la vez. Se gira un poco más, mirándome por encima del hombro, un mechón de cabello cae sobre su rostro.
—Jaja, nunca creí que mis glúteos terminarían siendo un problema —bromea, su sonrisa traviesa y un guiño que parece querer quitarle presión al momento. Pero en mi cabeza, sus palabras resuenan de otra manera. No son sus glúteos el problema, soy yo. Mi anatomía no es compatible con lo que ella espera, con lo que merece.
—Tranquilo, gordo, vamos a hacer esto más fácil —dice, su voz se suaviza como si intuyera mi tormenta interna. Se acuesta boca arriba, colocando una almohada bajo sus caderas, sus piernas se abren lentamente, un movimiento que parece alargar el tiempo. Me guía con la mano, sus dedos cálidos rozan mi piel, un toque que me quema y me calma.
—Levanta mi pierna un poco, así —susurra, mordiéndose el labio, el brillo de sudor en su frente captura la luz y su cabello desordenado cae sobre la almohada.
Me coloco sobre ella, con mi corazón a mil y mis ojos clavados en el pliegue húmedo de su sexo. Los labios hinchados brillan bajo la luz, el aroma almizclado se intensifica, un perfume que me envuelve como una red. Ella me guía hasta que logro entrar, el calor y la humedad me aprietan a pesar del condón, y un gemido suave escapa de su boca, un sonido que resuena en mi pecho. La almohada eleva sus caderas, dándome una vista que me seca la garganta: su abdomen se tensa, sus pechos redondos se mueven con cada respiración agitada, sus dedos aprietan las sábanas, y las uñas se clavan en la tela. Un ligero jadeo escapa de sus labios, y ella me mira, sus ojos brillan con una chispa de deseo genuino.
—Así te siento más —susurra, su voz temblorosa, sus ojos brillan con picardía, un guiño que me acelera el pulso—. Se siente rico, Luis.
Mis manos, aún torpes, acarician sus caderas. Ella me guía, con sus dedos entrelazándose con los míos, mientras me susurra: —Tócame aquí —y lleva mis manos a sus pechos firmes. Mis dedos rozan la suavidad de su piel, y su cuerpo se arquea, empujándose contra mí en un movimiento que me hipnotiza. Su respiración se vuelve más profunda, y veo el brillo de sudor en su frente. Suena tan natural, tan experta… ¿Cuánta experiencia tendrá? Se dará cuenta de que yo no.
Llegué en un último empuje. Una oleada de calor estalló en mi pecho, mis músculos se tensaron y un estremecimiento me recorrió. El placer se derrumbó como una ola, dejándome temblando sobre ella. En ese instante, con un movimiento de sus caderas, me arrastra con fuerza contra su cuerpo. Sus uñas se clavan en mi espalda, un pinchazo de placer y dolor que me hace jadear. Ese arañazo me quema la piel, pero me agrada; es una marca de su urgencia, de su deseo por tenerme cerca. Ella me besa. Su risa es alegre, genuina, y contra mi boca escucho un susurro, una exclamación de pura felicidad: —¡Ay, soy feliz!
Mi respiración entrecortada se mezcla con la suya. Aun con mi cuerpo sobre el de ella, María juega con mi cabello, enredando sus dedos en los mechones, y acariciando mi nuca con un toque suave y juguetón. Su risa, suave y dulce, vibra en el aire que nos rodea. Ella sonríe contra mis labios, un brillo de sudor destella en su piel, sus ojos brillan con una chispa que no sé descifrar.
—Fue lindo... y divertido.
Mi pecho se aprieta. ¿"Lindo y divertido"? ¿Eso fue? No fue un "wow", un "excelente" o un "fantástico". Fue lindo y divertido. Su tono, lleno de ternura, lejos de tranquilizarme, solo me hace sentir más pequeño. ¿De verdad lo disfrutó? ¿Tuvo un orgasmo?
El eco de aquella noche, con María tarareando “Yo te voy a enamorar” mientras su cuerpo se fundía con el mío, se desvanece. Han pasado varios años, y ahora estoy de nuevo en el presente, sentado en el borde de nuestra cama. La laptop, cerrada, descansa a mi lado, pero las imágenes del video de cuckolding —un hombre grande, con su miembro imponente, mientras otro, pequeño como yo, observa— y los relatos de María sobre Marcos, con su “bulto enorme” contra ella, arden en mi mente. ¿Siempre he sido solo un píxel en su lienzo?, pienso.
Las dudas de aquella noche, como sombras, siguen ahí. A pesar de que hemos vivido tantas cosas, incluso una luna de miel en Japón, el comentario de María, "lindo y divertido", aún resuena en mis oídos. Mientras ella se gira ahora desde el espejo, su camiseta apenas roza sus muslos, el brillo de su piel trigueña captura la luz, mi pecho se aprieta.
—Luis... —susurra, acercándose. Sus dedos rozan mi mejilla, su perfume floral me envuelve como aquella noche hace años—. Entiendo que los leíste, pero... —su voz se corta, y sus dedos trazan el movimiento de una mano de arriba abajo con una picardía que me quema por dentro—. ¿Es que te gusta el relato con Marcos?
Su pregunta me congela. Mi corazón late a mil, un torbellino de vergüenza y deseo gira en mi pecho. ¿Sabe que sus fantasías despiertan algo en mí? La habitación parece latir, esperando mi respuesta. Y yo, con la imagen de su rostro en la intimidad, aún me pregunto si alguna vez he sido capaz de avivar su fuego al máximo, llevarla a su punto de ebullición. Me pregunto si mi amor solo ha sido una calidez que la mantiene a una temperatura agradable, pero nunca ardiendo de verdad.
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