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Compendio III
DÍA 2
A la mañana siguiente, la desperté a las 6 am. Cuando trabajábamos en faena, ella lo odiaba. Pero al igual que en ese entonces, se veía hermosa, igual a un ángel.

La recibí con un panecillo y una taza de café. Me sonrió medio vestida. Hannah había dormido bien en la cama de mi pequeñita. Me comentó con una sonrisa que ella tuvo “muchos amigos para abrazar por la noche”, palabras que me hicieron tragar saliva.
De cualquier manera, le imprimí sus informes de trabajo. En mi defensa, sí la invité con la intención de que trabajara.
No obstante, Hannah me seguía gustando. Solíamos hacer el amor todas las noches en esos tiempos y la idea que su cuerpo apenas había cambiado me prendía.

Incluso se divorció de ese imbécil, Douglas, que claramente iba tras ella por el dinero y prestigio de su familia.
Hannah trabajaba, pero a ratos se distraía mirando el pasillo, la cocina, la ventana que colindaba con el patio. Teníamos una pala de juguete que las niñas nos “cedieron para recoger los regalos” de la perrita. Rayones con dibujos en las paredes. Cosas que la distraían con una sonrisa…

Me acerqué ofreciéndole una taza de té y me miró con esos hermosos ojazos azules. Podía darme cuenta de que andaba desconcentrada. Tras 2 años juntos en faena, podía notar cuando estaba bien y cuando su mente estaba en la luna. Me senté a su lado, aterrizándola, obligándola a que se concentrara.
Por la tarde, Hannah me ayudó a preparar la cena. Parecíamos de nuevo “una pareja casada”. En faena, nadie dudaba que nos comíamos mutuamente con locura: cada mañana, Hannah se aparecía en su puesto con una sonrisa traviesa, mientras que yo andaba constantemente tranquilo.
Cenamos entre bromas, nos tocamos y los sentimientos empezaron a volver de a poco.
Entonces nos sentamos a ver televisión en el living. Había recordatorios constantes de mi vida de casado con Marisol y como padre: restos de lápices de colores de las niñas, una foto de Marisol y mía en la mesa de centro. Pero a Hannah parecía no importarle. Lo estaba pasando bien.

Esa noche, me acompañó usando leggins y una blusa larga, tras tomar una ducha y se acomodó a mi lado, de la misma forma que lo hacía en faena para ver un poco de televisión. Su aroma era deslumbrante, recordándome de esas tardes heladas donde compartíamos la cama y sentía que ella era mi chica. Mi mujer en la faena. Creo que ella también lo sintió, puesto que su mano se apoyó sobre mi muslo, buscando mi calor como solía hacerlo en ese tiempo.
Y no mucho después, empezó todo…
La besé suavemente, derritiéndome en sus labios. Sus manos recorrían mi cuerpo con desesperación. Llevábamos años separados. Quizás, ella hasta salió con otros. Pero podía darme cuenta de que Hannah andaba caliente.
Su pequeña mano se deslizó bajo mi polera, sus uñas palpando mis abdominales. Ella siempre fue un poquito ruda y salvaje. Era una de las cosas que más extrañaba.
Pero una de las razones por las que me enganché con ella es que Hannah me recordaba a Marisol cuando era más joven: los pechos de mi esposa eran más pequeños y tiernos, y al igual que Hannah, su trasero era su único atractivo.

Además, los ojos azules de Hannah se parecen demasiado a las esmeraldas resplandecientes de Marisol, por lo que cada vez que pensaba que le hacía el amor a mi añorada, joven polola, me volvía extremadamente excitado.

Su mano se deslizó más abajo, encontrando mi erección y apretujándola por encima del pantalón. Me hizo gemir, mi propia mano palpando su mejilla.
•¡Todavía es enorme! – medio gimió, mientras mordisqueaba el lóbulo de su oreja.
-¡También te ha extrañado! – le respondí, regocijándome con sus caricias.
Su mano me acarició a través de la tela y la fricción me hacía sentir chispas por todo mi cuerpo. Sentía cómo mi determinación flaqueaba: la casa estaba tranquila, las niñas y mi esposa no estaban…
Estábamos solos, como en los viejos tiempos.
-¡Hannah! – le dije, intentando contenerme. - ¿Estás segura de esto?
Hizo una pausa, con su mano sobre mi erección, matándome en el proceso. Me miró a los ojos y, por un momento, distinguí la misma chispa salvaje con la que me incendiaba el mundo antes.
Se inclinó hacia a mí y haciendo un puchero demoledor, me susurró:
•Nunca he dejado de pensar en nosotros, Marco. No finjamos que esto no está pasando.
(I've never stopped thinking about us, Marco. Let's not pretend this isn't happening)
Y diciendo eso, la metió en su boca. Cuando Hannah estaba casado con el tarado de Douglas, no le agradaba dar mamadas. Sin embargo, tras mucho esfuerzo, me las arreglé para convencerla.

Incluso, al imbécil le terminó encantando. Pero Hannah siempre me dijo que prefería chuparme en vez de a él, puesto que la mía era más larga, sabrosa y más gruesa que la del cornudo ese.
Su boca estaba tibia y candente, su lengua bailando sobre el glande, calentándome con cada lametón. Tuve que recostarme en el sillón, gimiendo mientras me iba tragando más profundo.
Sus ojos nunca me dejaron, esos diamantes llenos de hambre y lujuria que por tanto tiempo extrañé. Hannah siempre fue así, ansiosa, hambrienta por más, como si me quisiera comer enterito.
Mi mano encontró la parte de atrás de su cuello, gentilmente guiándola a medida que su cabeza subía y bajaba. Sentía la rigidez de mi cuerpo con cada sacudida. Había pasado tanto tiempo desde que habíamos hecho eso y parecía que nunca perdimos la sincronía.
Pero estábamos mutuamente hambrientos el uno por el otro. Me montó, sacándose la blusa y deslumbrándome con esos maravillosos pechos. Sus pezones como moneditas me encantaron y se los chupé ansioso, como solía hacerlo en la mina.
Hannah gemía, una mezcla entre autoconciencia y lujuria embargándola.
Sus leggins le quedaban frustrantemente apretados, al punto que casi tuve que romperlos para sacarlos. Debajo de ellos, calzoncitos blancos de seda, justo como los que usa Marisol, protegiendo su “honor de niña buena”. Los hice a un lado, sintiendo su conchita hambrienta y hacer todo su cuerpo temblar y soltar un gemido desesperado y finalmente, coroné mi glande con su apretada vulva.
Los ojos de Hannah se abrieron de par en par y se echó para atrás, arqueando su cuerpo hacia mí a medida que la iba llenando por completo. Se sentía como volver a casa tras un largo viaje: todo se sentía conocido, pero a la vez era nuevo y sobrecogedor.

Estaba extremadamente apretada. Su trasero bajo mis dedos se sentía increíble. Si Hannah estaba saliendo con alguien, no podía darme cuenta. Mientras que la metía más y más adentro, ella me envolvía con su calor y sus juguitos amorosos. Le estaba encantando.
Nuestros cuerpos se movían bajo el ritmo que practicamos por años en nuestra vieja cabaña, una silenciosa sinfonía de pasión y deseo. Nos besamos, tocamos, nos susurramos cariñitos al oído que lo significaban todo en esos momentos.
Parecía como si estuviéramos tratando de compensar el tiempo perdido, por las caricias y besos que no nos habíamos dado en años.
Sus uñas se clavaban en mi espalda de una forma parecida a la de Marisol y podía sentir su cuerpo tensarse con cada embestida. Sabía que le faltaba poco. Siempre tuvo una manera de llegar al orgasmo rápido y con fuerza. Y justo como lo esperaba, lo hizo, su clímax golpeándola con la fuerza de una ola, sus músculos apretándose en torno a mi pene mientras jadeaba y gemía en mi cuello.
Me vine en su interior soltando chorro tras chorro de semen caliente. No me había acostado con nadie por una semana y estaba reprimido como un cura. En esos momentos, a ninguno de los dos nos importaba si la dejaba embarazada.
Era algo primitivo. Esencial. Nos necesitábamos y nos echábamos de menos. Nos quedamos pegados por un rato. Era algo que siempre le encantó de mí: después de acabar, nunca me quedaba flácido.
Nos besamos. Nos abrazamos. Le manoseé los pechos y ella protestó, todavía compitiendo con mi ruiseñor.
Nos separamos y nos besamos. No compartimos el mismo dormitorio esa noche y estuvo bien. Recién estábamos empezando, necesitábamos procesar nuestros sentimientos y todavía nos quedaba tiempo.
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0 comentarios - Soltero de verano (7): ¡Hannah! (II)