Post anterior
Post siguiente
Compendio III
(Nota de Marco: Les pido disculpas por haber dejado pendiente esta historia por tanto tiempo. En mi inocencia, esperé enterarme sobre qué causó este incidente, pensando que podría tener una primicia o algún rumor al respecto. Pero lamentablemente, son accidentes empresariales que se sepultan en el olvido. Por otro lado, deseo narrar acontecimientos más recientes, pero como algún otro obsesivo como yo podrá entender, estos “pendientes” son picazones que quedan en la cabeza las que no puedes aliviar a menos que la termines antes. De antemano, gracias.)
EL INCIDENTE
Nuestra oficina corporativa sonó la alerta alrededor del 15 de enero del 2023, fecha que recuerdo bastante bien, no por el incidente en sí, pero porque al fin había alcanzado un alivio.
A pesar de que la primera temporada de “The last of us” no nos decepcionó, el año había empezado difícil con el colapso de nuestros sistemas, los servidores de respaldo volviéndose locos y conmigo atascado hasta las rodillas en dificultades, tratando de salvar cualquier resto de sanidad y orden que el departamento de IT (Tecnología de información) le quedase, por lo que no tuve opción más que dejar a mi ruiseñor ir con nuestras niñas de regreso a nuestro país sin mí. Me parecía lo más responsable que podía hacer, pero a la vez, un sacrificio silencioso.
Al principio, la soledad no me molestaba. La casa estaba tranquila, el refrigerador lleno y por primera vez en años, podía enfocarme en mis ideas. Pero justo cuando las cosas empezaban a normalizarse, la historia de esa bendita cápsula salió a la luz.
Una cápsula de Cesio-137, no más grande que una pila de reloj, se había caído de un camión en la autopista entre Adelaide y Perth. Aunque era el tipo de incidente digno para aparecer en “La dimensión desconocida”, en la vida real, fue todo un asco. Un problema para Recursos Humanos, una alerta para la salubridad nacional y lo peor de todo, un desastre logístico para varias mineras, incluyendo la nuestra.
Por suerte, no era mi problema. Yo acababa de saldar mi cuenta…
Hasta que Hannah me llamó.
Todavía trabaja en Perth, manejando mil y una cosas a la vez, como siempre. No ha cambiado en lo absoluto. Tal vez, no había conversado con ella directamente en tres años y a pesar de todo, agarró el teléfono como si no hubiésemos conversado desde el día anterior.
•¡Marco, esto es una locura! – Su voz era aguda, marcada con frustración. – Han movilizado a cuanto imbécil con autorización y escoba hay disponible para encontrar esa maldita moneda en la vereda del camino. Mientras tanto, me estoy ahogando con mi trabajo: cartas de mantenimiento, reportes de producción… ¡Y nadie está haciendo lo que le corresponde!

Me senté en el sillón, sonriendo a pesar de su tormenta. Había olvidado los matices exagerados que ella tomaba bajo estrés. De alguna forma, lo encontré entre nostálgico y encantador.
En realidad, me recordaba cómo era Marisol cuando empezamos a salir: fogosa, apasionada, proclive a sucumbir en espirales de locura, pero siempre sincera en el fondo.
-Entonces, ¿Por qué no vienes a acá? – le sugerí, medio bromeando.
Hubo un breve silencio en la conversación. Después, un respiro profundo.
•¿Estás loco? ¿Qué van a decir Marisol y tus hijas? – Me gritó con su furia acostumbrada.
Me reí levemente.
-¡No se encuentran acá! – le expliqué, en un tono más calmado. – Vuelven en unos días más. La casa está tranquila, la Wi-Fi es estable, tengo café y te gusta mi cocina. Hannah, en verdad que no quiero atraparte. Puedes trabajar desde acá. Alejarte del caos.
Ella dudó un poco, y por unos minutos, casi la podía ver parada, de brazos cruzados, caminando de un lado para otro con esas tiernas botas de seguridad que usaba en faena, molesta, pero ya aceptando.
•Pero… ¿Qué dirá ella de nosotros? ¿Tú y yo… a solas?
(But… what will she say about us? You and I... alone?)
Recuerdo que su voz se quebró levemente. Menos sospecha, pero mayor vulnerabilidad. Fue ahí que me pegó de lleno. Seguía siendo esa tierna mujer con armadura de hierro, al igual que antes.
-Marisol confía en ti. Y en mí, también. – le respondí, tratando de calmarla. – Puedes dormir en la pieza de las niñas, completar tu trabajo y regresar cuando todo se calme. Sin dramas ni malentendidos.
Ella suspiró profundamente.
•Está bien. Pero si algo pasa…- aceptó, con tono de amenaza.
-Nada va a pasar, a menos que tú lo quieras. – Le interrumpí. – Solo serán unos cuantos días a solas.
DÍA 1
Al día siguiente, me encontraba en el aeropuerto. Las puertas de la terminal local de Melbourne se abrieron y allí estaba: Hannah.
Por poco y no la reconozco. En mi mente, seguía esperando a la menuda mujer vestida de caqui con botas de metal manchada en aceite que conocí en la mina.

Sus cabellos estaban amarrados en una linda cola de caballo y su falda azul marino acentuaba su figura de una manera que probablemente detestaba. Su blusa era modesta pero ajustada, el tipo de vestido corporativo al que llaman “Casual inteligente” (Smart casual), pero que Hannah probablemente llamaba “Maldito corsé de porquería”.
Salió caminando rápido, impaciente, con los hombros tensos, en un extraño intento entre perderse en medio de la multitud y escapar al mismo tiempo.
Cuando me vio, se calmó. Una temerosa sonrisa se formó en sus labios.
•¡Hola! – Comentó, ajustando inconscientemente una hebra de sus cabellos detrás de su menuda oreja. – Gracias por ayudarme.
-Cuando quieras. – le respondí, ofreciéndole una sonrisa. – Te arreglas bastante bien. La vida corporativa ha hecho un numerito contigo.
Hizo un mohín, pero lo dejó pasar con una sonrisa, claramente aliviada que no la empecé a molestar demasiado.
•No te acostumbres. – comentó con la rudeza que tenía en faena. – Apenas vuelva a casa, quemaré estos zapatos.
-¡Vamos! Pareces como si te fueran a fusilar. – le comenté, tomando su equipaje.
•¡Así me siento! – comentó exasperada, esquivando la mirada. – Es solo que… tú sabes cómo era yo en la mina. No era exactamente… esto.
(It's just... you know how I was at the site. I wasn’t exactly... this.)
Sus palabras me resonaban al ver cómo se señalaba a sí misma. En efecto, incluso yo estaba acostumbrado a ver a esta menuda pero preciosa mujer empoderada, capaz de comandar una docena de hombres para hacer mantención a maquinas intimidantes dentro de una mina.
Sin embargo, verla así, femenina, vulnerable, atractiva no dejaba de ser agradable tampoco.
-¡Hannah, siempre fuiste así! – traté de tranquilizarla. - Trabajadora. Honesta. Un poco terrorífica cuando te enojabas. Nada de eso ha cambiado.
Y sorpresivamente, se sonrojó al escucharme, solo para disimularlo con una risa rápida y genuina.
•¿Te daba miedo? – preguntó desafiante.
-¡Hannah, me aterrabas! - asentí exageradamente, mientras la guiaba hacia el estacionamiento. – Pero solo cuando tus repuestos no llegaban a la fecha.
Su risa se disolvió, para mirarme con mayor dulzura.
•¡Aunque tú sigues siendo el mismo! – confesó, mirándome con esos preciosos ojos celestes.
-Bueno… sí. Con más canas, pero cierto. – Le respondí, tratando de no darle mayor importancia.
Por unos segundos, caminamos en silencio. Creo que los dos lo sentíamos todavía, pero no estábamos listos para confrontarlo.
•Gracias por no hacerlo raro. – me dijo, como si leyera mis pensamientos y confirmando mi intuición.
(Thanks for not making this weird.)
La miré, notando su aflicción.
-¿Por qué debería hacerlo? Estás aquí para trabajar. Y tener un poco de paz. – exclamé, manteniendo mi papel.
Entonces, caminó más lento. Podía sentir sus ojos estudiándome y por una milésima de segundo, aprecié el peso de lo que estaba cargando: años de fingir que no quedaba nada entre nosotros, años de pretender que aquellas noches en faena quedaron en el pasado.
Pero le sonreí y le abrí la puerta de mi camioneta.
-¡Ven conmigo, Hannah! Te llevaré a casa.
El sol se estaba escondiendo cuando me detuve en la entrada, los neumáticos crujiendo con suavidad sobre el ripio.

Nuestra pequeña y humilde casa en Fawkner se erguía modestamente detrás de un jardín salvaje y en parte cuidado. Con Marisol, no nos preocupábamos de las apariencias y con tres princesas más una perrita revoloteando, solo nos preocupábamos mayormente de ortigas y arbustos espinosos.

Lo que más me llamó la atención esa tarde de cálido verano fue el silencio del vecindario, de lo estrecho que era el sendero hasta la casa, de cómo se mecía la luz del porche cuando soplaba el viento.
En realidad, me sentí avergonzado. Una mujer como Hannah, criada prácticamente entre la realeza local de Perth, no merecía entrar a un humilde cuchitril como el que teníamos en ese entonces.
Sin embargo, cuando ella bajó de la camioneta, se levantó la falda levemente por encima de las rodillas mientras se arreglaba. Me fijé que la sujetaba con una mano, mientras que con la otra se protegía del deslumbrante sol del ocaso.
•Así que aquí es. – comentó con una mezcla de entusiasmo, alegría y orgullo. – Donde vives.
Una vez más, me sentí abochornado, por lo que me rasqué el cuello.
-Sí. Sé que no es una casa corporativa. Pero nos reubicaron para acá… hace un tiempo. Es una larga historia… - comenté desganado.
Pero ella me miró encantada, sus ojos celestes estudiando el cerco desgastado, el buzón desteñido, los diversos maceteros que Marisol y yo plantamos. Y después, me sonrió.
•¡Es perfecta! – Me dijo con alegría.
Parpadeé, inseguro si bromeaba conmigo o no.
-¿En serio? – consulté dudoso.
•¡Sí! – Me respondió, tomando su maleta y caminando impaciente hacia el recibidor. - ¡No habría esperado menos de ti! Es una casita pequeña, normal, donde debes cocinar todas esas comidas ricas que preparabas y lo que es mejor: que debes tener una hielera para cervezas.
Me reí en voz baja.
-Lamento decepcionarte… pero tengo niñas. – le dije, abriéndole la puerta.
En el interior, la casa olía perfumada a lavanda y se sentía un aroma dulce, a una de las velas que Marisol encendía de vez en cuando.
Hannah se detuvo en la entrada, explorando todo. Nuestro hogar era pequeño, incluso agradable cuando las niñas y la perrita dormían y Marisol y yo nos quedábamos a solas, con pisos de madera que crujían con cada paso y paredes pintadas en colores cálidos.
Cerca de donde dejábamos los zapatos, Verito se había entretenido rayando mis antiguas botas de seguridad. Una flor, un palote mío con lo que creo que era un casco y las palabras “mejor papito por siempre” (Best daddy forever) escrito por Pamelita.
•En realidad, te quieren. – comentó, tomando mi bota como si le trajera recuerdos.
-Sí. Todavía recuerdan esos turnos que me perdía por una semana. – comenté desanimado.
Nos produjo un silencio raro. Esas botas simbolizaban perfectamente el costo de nuestra relación: por un lado, nuestro amorío semanal que compartíamos en faena; Por el otro, el amor a mis niñas y el de Marisol, a las que dejaba en segundo lugar.
Pero, aun así, Hannah estaba encantada con nuestra casa.
•Este lugar se siente a ti. – comentó, absorbiendo el entorno. – Quiero decir, al verdadero tú.
Sus palabras me hicieron sentir incómodo, inseguro si acaso sentirme halagado u ofendido.
-Nos las arreglamos. – repliqué nervioso. – No es algo que nos resulte cómodo, pero a las niñas les hace feliz.
•¡Entiendo! – exclamó ella, luego de hacer un paneo general. – Quiero decir, no me molesta. Incluso… me parece lindo. Me recuerda a la cabaña, solo que mejor. No tienes un sofá de cuero que te hace doler la espalda.
-Bueno, el que tengo tampoco es bueno para dormir si te enojas por la noche. – repliqué con picardía.
La chispa entre nosotros volvía brillar levemente…
La llevé a través del estrecho pasillo a su “dormitorio de visitas improvisado”. La puerta del dormitorio estaba marcado con pegatinas de unicornios y caricaturas, con VERITO escrito por encima de PAMELA, como siempre denostando dominancia.
Pero, aun así, no le incomodaba. En realidad, creo que su sonrisa disfrutaba de mi propia vergüenza.
•¿Aquí es donde voy a dormir? – me preguntó, luego de abrir la puerta de las niñas.
-Sí, en el dormitorio de las niñas. – respondí inquieto. - Se nos está complicando con el espacio, pero Pamela todavía se pone molesta si le mueves algo, por lo que te imploro que uses la cama de Verito.
Con Alicia, nuestra situación era un tanto difícil. Con casi 4 años, todavía la teníamos durmiendo en su cuna en nuestro dormitorio matrimonial y lo que complicaba las cosas era que a veces despertaba por la noche (podrán imaginar cómo manejábamos nuestra intimidad en ese entonces) y que, si seguía creciendo, tendríamos que comprar una cama formal para ella.
Pueden creer que el problema se habría arreglado con comprar un camarote, pero al igual que mi ruiseñor cuando vivíamos juntos, Verito y Pamelita tienden a patear por las noches, por lo que el miedo de que una de ellas se terminara cayendo de la cama era bajo, pero existente.
Pero gracias a las obsesiones de Pamelita, el dormitorio estaba ordenado y limpio. La cama de Verito estaba lista con sábanas de lino y una frazada azul pálida. En la silla del escritorio, el enorme conejo de Verito hacía guardia, como si estuviese listo y dispuesto para abrazar.
•¡Me gusta! – Comentó Hannah, dejando la maleta despacio en el suelo. - ¡Me encanta todo!
Asentí, pero bajé la mirada unos segundos, tratando de disimular mi sumisión.
-No es gran cosa. ¿Seguro que estarás cómoda? – le pregunté.
Hannah se giró, ajustando de nuevo ese mechón rebelde tras su oreja.
•No vine aquí buscando comodidad, Marco. – comentó en ese tono enigmático de las mujeres.
(I didn’t come here looking for comfort, Marco)
Nos miramos fijamente. Y noté dentro de ese momento de calma, una nueva chispa del pasado, de aquellas largas noches en faena, donde ella se sentaba entre mis piernas luego de haberse bañado, acurrucándose en mis brazos para ver un episodio antiguo de “La dimensión desconocida” en mi computador.
Pero en lugar de responder, retrocedí un poco y le cedí espacio.
-La cena estará lista en una hora. Te dejaré instalarte. – le informé, antes de darle privacidad.
Y fue así cómo rompí temporalmente el hechizo. Aunque no del todo.
Hannah se sentó en nuestro pequeño comedor, con las rodillas apretadas, sus manos sobre sus faldas. La mesa tenía arañazos por los bordes, desgastada por años de uso, definitivamente de segunda mano, pero aun así querida.
Para mi vergüenza, se fijó en el dibujo de Verito pegado en el refrigerador: un monstruo de tallarines con salsa con enormes ojos, con una nota que decía “Yo amo a papá”, con un corazón en lugar de palabras.
•Pensé que, a estas alturas, tendrías un chef. – comentó con una sonrisa, trozando su tortilla de espinaca que le serví de aperitivo mientras rompía el silencio. – O al menos, una cocina más elegante.
Le sonreí de vuelta.
-Tengo un chef. El detalle es que su sueldo no es mucho.
Siguió burlándose, divertida.
•Debería haber traído vino. – agregó, meneando la cabeza. – algo que complemente… ¿Tu queso caliente?
Le serví un plato humeante de pasta en la mesa, ofendido por su comentario.
-Rigatoni al forno. Casero. – comenté en un acento italiano exagerado. – Las niñas le llaman “la comida pegajosa de papi”.
Hannah volvió a reír más suave esa vez, con menor resguardo.

•Bueno, entonces, supongo que es un honor.
Pero como si la presencia de las niñas se rehusara a dejarnos, al tomar tenedor, se fijó en una de esas notas que Pamelita dejaba junto con las servilletas cuando jugábamos al restaurant: una nota garabateada con lápiz de color que decía “Mesa reservada para papi, mami y nosotras”, firmada con un corazón. La tomé de sus manos rápidamente.
-Discúlpame. Pamela las deja por todas partes. – me excusé con una sonrisa de disculpa, guardándola en la cajonera de los cubiertos. – Le gusta jugar al restaurant.
Hannah me miró con ternura.
•No tienes que disculparte. – exclamó en un tono más risueño. – Es adorable.
Comimos tranquilamente en silencio por un rato. Se notaba claramente complacida al ver que le había comprado una botella de su cerveza favorita, mientras yo bebía mi acostumbrado jugo de durazno, aunque de cuando en cuando, Hannah gemía de gusto por el sabor.
•Esto es mejor de lo que he probado en Perth. – comentó, limpiándose con la servilleta. -No has perdido tu estilo.
Encogí los hombros, bajando el perfil.
-Cocino para sobrevivir. Me ayuda a relajarme. A Marisol y a las niñas les gusta. – comenté sin hacer mucho revuelo.
Volvió a mirar a los alrededores, pero más despacio. Se fijó en una foto familiar encima del estante de los manteles: Marisol con un moño en el pelo, sosteniendo a Alicia en brazos, yo a su lado sonriendo con harina en la nariz y cara. La típica foto del recuerdo.
•Te encanta esta vida, ¿Cierto? – comentó con nostalgia.
No respondí de inmediato. Me limpié las manos con un paño y acarré los platos sucios hacia la encimera, puesto que habíamos terminado de comer.
-Sí, me encanta. – le respondí, con un suspiro de cansancio y satisfacción. – Incluso cuando es ruidoso, desordenado y las niñas me desvelan. Es estupendo. Me entretienen mucho.
Hannah asintió, pero hubo un cambio en su mirada: su sonrisa se tensó brevemente, su mirada paró de divagar y se enfocó abiertamente en mí.
•¿Alguna vez piensas qué pudo haber pasado… si las cosas hubiesen sido diferentes? – preguntó titubeante. – Si tal vez, tú y yo…
Dejó la idea en el aire, su inquietud flotando como el vapor de la cocina.
La contemplé pensativo unos segundos. Luego sonreí, no de forma burlona, pero algo más gentil. Agradecido de ella.
-Pienso en la suerte que he tenido. – respondí optimista. – Aunque no todo salió como deseábamos… todo nos salió bien. Para ti y para mí.
Hannah volvió a asentir, pero las emociones le apretaron la garganta. Sorbió un poco de cerveza para pasar el mal trago.
Suspiré profundo, abrí el refrigerador y le serví un poco de helado.
-Todavía no hemos terminado. – comenté, divertido por su sorpresa. – Como tu antiguo cocinero, espero que me devuelvas el plato limpio.
Y una vez más, ese ambiente que compartíamos en faena se hizo presente, robándole una sonrisa.
Probó un bocado.
•Todavía eres un dolor en el culo, Marco. – comentó coqueta, incluso meneándose, como si mostrara la mercancía.
(You're still a pain in the ass, Marco!)
Me reí.
-Y tú todavía hablas como cuando estábamos en faena. – le respondí, divertido.
Pero ninguno de los dos volvió a hablar de lo que pudo haber pasado entre nosotros.
Al menos, no esa noche.
Post siguiente
1 comentarios - Soltero de verano (6): ¡Hannah! (I)