
Soy madre de tres hijas.
Tía presente. Madrina amorosa.
Soy esa mujer que todos ven como ejemplo.
Fuerte, clara, elegante.
La que habla y la escuchan.
La que impone respeto sin gritar.
Una mujer con carácter, dicen. Una señora de verdad.
Pero nadie sabe lo que pasa cuando estoy sola.
Nadie imagina la oscuridad caliente que me recorre el cuerpo cuando cae la noche, o cuando me encierro un minuto en el baño.
Ahí, en ese rincón de mi intimidad, me transformo.
No sé bien cuándo empezó…
Tal vez fue por aburrimiento, por carencia, por curiosidad. O por todo eso junto.
Pero un día, alguien me mandó una foto. Una verga dura. Grande.
Y pensé en borrarla.
Pero no lo hice. La miré.
Y esa misma noche, me toqué pensando en ella.
Después llegaron los videos. Las frases sucias.
Los hombres que me escriben tratándome como una cosa, como una puta.
Y en lugar de indignarme… me mojaba.
Me daba asco mi propio deseo. Pero seguía.
Las noches se hicieron más intensas.
Mientras mis hijas dormían, yo me encerraba y me tocaba hasta quedar exhausta.
Gemía bajito. Mordía una toalla. Me sentía libre y atada al mismo tiempo.
A veces, me detengo frente al espejo, aún con los dedos húmedos, aún latiendo entre las piernas, y me pregunto:
—¿Qué estás haciendo?
Y la respuesta me duele. Pero también me excita.
Sigo siendo yo.
La madre que lleva a sus hijas al colegio.
La tía que arma tortas caseras.
La madrina que manda mensajes de apoyo, que regala abrazos, que todos respetan.
Pero también soy esa mujer que guarda decenas de fotos de vergas en su celular.
Que las mira mientras cocina.
Que contesta mensajes como: “Decime puta tuya, quiero escucharte mientras me hacés acabar.”
Y que goza como nunca antes.
No entiendo cómo pueden convivir esas dos versiones de mí.
Pero conviven.
Una frente al mundo.
Otra, a solas conmigo misma.
Y ambas son reales.
A veces lloro después de tocarme.
Otras veces me río.
Y muchas otras me digo:
—Nadie puede saberlo. Nadie jamás.
Porque sé que si esto saliera a la luz… se rompería algo.
O tal vez no.
Tal vez muchos lo sospechan. Tal vez algunas mujeres también lo hacen.
Y yo simplemente soy la única que se atreve a decirlo en voz baja, como ahora.
Porque estoy cansada de fingir que no siento.
Porque incluso siendo madre, tía y madrina, soy mujer.
Y mi deseo no pide permiso.

Segunda parte – El mensaje que no pude ignorar
Fue un martes.
Yo estaba en la cocina, preparando una merienda para mis hijas.
La licuadora sonaba, las risas de ellas venían del patio… y mi celular vibró.
Lo miré, sin pensar demasiado.
Era él.
Un nombre sin apellido. Solo una inicial.
Un hombre del que no sabía nada real, solo su cuerpo, su voz sucia y su manera de hacerme sentir completamente suya a través de un mensaje.
"Te quiero ver. Te espero mañana en ese hotel que te mandé. No vengas si tenés dudas. Pero si venís, sabés cómo vas a terminar: de rodillas, siendo la perra que ya sos cuando estás sola."
Tragué saliva.
Podía haberlo borrado.
Podía haberlo bloqueado.
Podía seguir con mi vida normal.
Pero ese mensaje se me quedó pegado en la piel todo el día.
Mientras vestía a mis hijas.
Mientras le respondía audios a mi hermana, a la mamá de mi ahijada, a la vida.
Ese mensaje estaba ahí.
Entre mis piernas.
Entre mis dudas.
Esa noche, no me masturbé.
No quise.
Quería sentirlo de verdad.
Quería saber si era capaz.
Y si al menos una parte de mí lo necesitaba.
Dormí mal. Temblé. Me mojé sola en la cama sin tocarme.
Y al amanecer, decidí.
Les dejé el desayuno preparado a las niñas, las llevé al colegio con una sonrisa.
Me vestí como siempre: discreta, femenina, elegante.
Pero debajo, solo llevaba una bombacha diminuta… y nada más.
Ni corpiño.
Ni pudor.
Cuando llegué al hotel, me temblaban las manos.
Me miré en el espejo del ascensor.
Vi a la madre. A la señora. A la madrina.
Pero también a la otra.
Y por primera vez… acepté ser ambas.
Golpeé la puerta.
Se abrió.
Y ahí estaba él. Alto. Fuerte. Con los ojos clavados en mí como si supiera todo.
No me dijo nada.
Tampoco yo.
Solo me empujó suavemente contra la pared, me agarró del cuello con firmeza y me dijo al oído:
—Decime quién sos.
Y yo…
Yo lo miré, sintiendo el calor bajando por mis muslos, y le susurré:
—Soy la puta que te lee todas las noches mientras mis hijas duermen.
—Eso sos —me dijo él—. Y ahora vas a ser mía, de verdad.
Y lo fui.
Esa mañana no fui madre.
No fui ejemplo.
No fui tía ni madrina.
Fui cuerpo, lengua, gemido.
Fui deseo suelto.
Fui lo que tanto escondía.
Y por primera vez… no me sentí mal.
Me sentí viva.

Última parte – La semilla del secreto
Pasaron semanas.
Intenté seguir como si nada hubiera pasado.
Volví a mi rutina.
Madre. Tía. Madrina. Esposa.
Pero algo dentro mío había cambiado.
No era solo un recuerdo… era una huella.
Cada vez que me tocaba, no lo hacía pensando en fantasías.
Lo hacía recordando ese cuerpo real, esa voz que me hizo arder, esa mañana donde fui todo lo que siempre negué.
Y después vino el atraso.
Primero lo ignoré.
Después me asusté.
Hasta que una tarde, mientras mis hijas jugaban en el patio y yo miraba sin ver, sentí la certeza: estaba embarazada.
Mi marido me abrazó emocionado cuando se lo conté.
Lloró, incluso.
Esa noche me hizo el amor con ternura, con esa entrega de quien cree estar construyendo una familia.
Y yo… también lloré.
Pero no por culpa.
No por engaño.
Lloré porque sabía.
Sabía que esa vida que crecía en mí no era de él.
Sabía que esa semilla fue plantada en una mañana de placer brutal, cuando dejé de pensar y me entregué por completo.
Y aún así… no me arrepentía.
Ese hijo nacerá en una casa llena de amor.
Será criado por un padre que lo va a adorar, por hermanas que lo van a cuidar, por una madre que va a dar todo por él.
Pero yo siempre voy a saber la verdad.
No como un peso.
Sino como un fuego secreto.
Como una marca en el alma.
Como el recuerdo vivo de que soy muchas mujeres en una sola.
La respetada.
La admirada.
La que da la vida.
Y también…

La que se mojó por palabras sucias, la que se abrió por deseo, la que se atrevió a cruzar una línea sin retorno.
No hay contradicción.
Hay historia.
Y esa historia vive ahora dentro de mí… latiendo.
2 comentarios - Confesión entre fotos, culpa y placer