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Mi sobrino es un salvaje 2

Enzo apareció al día siguiente. Sí, otra “sorpresita” de Fabricio. El muy desgraciado me lo contó después de que, a regañadientes, aceptara tener al chico en casa. Obvio, lo castigué sin sexo esa noche. Igual estaba contento, porque sabía que me había convencido de algo de lo que normalmente no me convencería. Era un buen tipo, pero también era algo manipulador. Y siempre usaba su pose de cachorro herido para que las cosas le salieran como quería.

El sábado a la tarde sonó el timbre y ahí estaba Enzo.

Transpirado, con la remera pegada al cuerpo como segunda piel, un bolso cruzado al hombro y una sonrisa medio descarada. Era alto. Muy alto. Yo, con mi metro cincuenta y cinco, lo vi como si estuviera frente a un poste de luz. Calculo que metro noventa, fácil. Era como una muralla humana.

Morocho, de piel tostada y curtida, con marcas del sol que parecían contar su historia. Rasgos duros, serios. Pero cuando me vio salir, sonrió. Y fue como si todo su rostro cambiara, iluminándose.

—Hola, tía —me dijo.

¿Tía? Me sorprendió que me llamara así, pero bueno… técnicamente, algo de eso había. Aunque ese título me sonó casi grotesco al imaginar que ahora iba a cumplir un rol más parecido al de una madrastra improvisada. Una locura.

Abrí el portón, lo saludé con una sonrisa educada. Él puso su mano en mi cintura, una mano dura, áspera, de trabajador. Apretó apenas, pero fue suficiente para que me recorriera una chispa rara por el cuerpo. Sentí su olor a sudor mezclado con algo indefinible, intenso, y cuando lo miré de cerca me di cuenta: tenía los ojos verdes.

—Vení —le dije, señalando la entrada.

Fabricio nos esperaba en el umbral. Se saludaron con un abrazo torpe, hablaron un rato. Yo me quedé ahí, mirándolos, como si la escena no tuviera nada que ver conmigo.

De entrada, me pareció un poco bruto, casi desagradable… si no fuera por esos ojos y por esos músculos tensos que parecían estar a punto de reventar la tela de la remera.

Entramos a la casa. Hicimos un mini tour: la sala, la cocina, el patio. Cuando vio la pileta llena, su cara se iluminó como la de un niño. Sentí ganas de decirle “tranquilo, Tarzán, no es para tanto”.

Había algo en él que me incomodaba. Una especie de actitud descarada, confianzuda. No era una falta de respeto abierta, pero se notaba en cómo se paraba, en cómo me miraba. Y no era precisamente la mirada de un sobrino a su tía.

 

Yo llevaba un vestido floreado, ajustado a la cintura, con el pelo recogido en un rodete bajo y los labios pintados de un rojo intenso. Siempre me gustó vestirme para llamar la atención. No estoy de acuerdo con eso de vestirse diferente según el contexto, porque me parece una hipocresía. El vestido me marcaba el trasero, y sé que desde algunos ángulos mi tanga quedaba dibujada en la tela. Tampoco llevaba corpiño. Me gustaba decirme a mí misma que nadie tenía por qué mirarme, pero ahora que Enzo desviaba los ojos hacia los pezones que se marcaban en la tela, me arrepentía de no haberme puesto un corpiño.

Ahora que lo conocía, que veía sus gestos, sus miradas, mientras charlaba animadamente con mi novio, me cayó la ficha: un chico de 18 años, lleno de hormonas, viviendo en la misma casa que yo… Era obvio que no me iba a mirar como a una tía precisamente.

—Vení, te voy a mostrar tu cuarto —dijo Fabricio.

Habíamos acordado que él iba a pasar a mi habitación, para dejarle el cuarto a Enzo. Lo que significaba que yo iba a compartir el mismo espacio con mi novio, cosa que no me gustaba, pero bueh. Ya de entrada, el pibe estaba rompiendo con mis costumbres.

Dos meses, me repetí en mi cabeza. Solo dos meses. Tenés que tener paciencia, Delfi.

—¿Y qué te pareció? —me dijo Fabricio a la noche, en la cama, acariciándome la cabeza.

—Un animalito salvaje —le respondí, sin filtro.

Él soltó una risa.

—No seas mala.

—No soy mala, es la verdad. Pero bueno, tampoco soy tan prejuiciosa. No digo que todos los pibes de barrio sean iguales… pero, no sé, me pareció raro.

—Bueno… no imaginaba que iba a ser tan villero —reconoció Fabricio—. Juan Carlos no era así. Era un tipo humilde, sí, pero educado. De clase media tirando a baja. Yo tampoco pensé que su hijo iba a salir con ese vocabulario.

La imagen de Enzo me vino a la cabeza. Esos gestos bruscos: abría las puertas de un tirón como si fuera a arrancarlas, se rascaba la cabeza con la palma entera como un perro mojado y escupía al costado cuando nadie lo miraba, con ese aire de "acá estoy yo". Había tirado frases como "¿Dónde me clavo el morfi?" o "¿Y qué onda con este barrio, dónde pinta la joda?" que me habían hecho contener la risa para no ser desubicada.

Miré a Fabricio, que parecía estar en una especie de disyuntiva moral. Como buen progre de Buenos Aires, se veía obligado a tolerar todo, pero yo me di cuenta de que Enzo lo había intimidado un poco. No es que el chico hiciera algo malo, pero tenía modales rústicos y ese modo de hablar que te choca de entrada.

Fabricio deslizó su mano por mi pierna, buscando distraerme.

—Está bueno esto de dormir juntos —me dijo.

—No, no está bueno —le respondí—. Es un imperativo social bastante tonto. Lo más cómodo es dormir por separado, como hacíamos antes.

—Bueno… solo son dos meses —insistió, acariciando el interior de mis muslos por debajo del camisón de seda que tenía puesto.

—Sí, solo dos meses —murmuré, apartándome de su mano—. Y espero que pasen rápido.

Me levanté de la cama.

—¿Qué hacés? —preguntó, desconcertado.

Me quité el camisón y busqué una bikini para meterme en la pileta.

—Voy a nadar —dije, mientras me ponía la parte de arriba—. No voy a cambiar mis hábitos por él.

—No, obvio —dijo, aunque me miró con cara de miedo, como intuyendo que, ante el menor comentario imprudente, me la agarraría con él—. Hace calor, está lindo para nadar —agregó después, como invitándose a la pileta.

Lo fulminé con la mirada, porque sabía que mi nado nocturno era un ritual. Mi momento sagrado.

—Pero mejor voy a ver una película que me recomendaron —se excusó enseguida, resignado, acomodándose en la cama.

Salí del cuarto, cruzando el living y la cocina a oscuras. Abrí la puerta del fondo. El patio estaba apenas iluminado, una luz tenue caía sobre la pileta. Y ahí lo vi.

Enzo.

Estaba en el agua, quieto, con esos ojos verdes brillando en la penumbra. Me miraba como un depredador midiendo a su presa. Y sí, ya lo había pescado varias veces lanzándome esas miradas cargadas de lujuria, como si mi cuerpo fuera un pecado al que quería hincarle el diente. Parecía especialmente obsesionado con mi trasero, como casi todos los hombres, pero en él había algo más intenso, casi animal.

Respiré hondo, tratando de no mostrar nada, pero me puse seria para que entendiera que notaba cómo me recorría las tetas con la mirada.

—No sabía que estabas acá —le dije, más nerviosa de lo que me hubiera gustado sentirme.

—Es que no podía dormir —me dijo, con esa voz grave y relajada, apoyado en el borde de la pileta—. Este cambio de mundo es un flash, ¿sabés? Me cuesta acostumbrarme a este barrio… bah, no sé. Igual dicen que a las cosas buenas uno siempre se acostumbra.

Yo lo miré de reojo, sin contestar.

—Pero si querés, me voy, te dejo tranqui —agregó, levantando las cejas.

—No, quedate —le dije, más por cortesía que por ganas.

Lo cierto es que sí quería estar sola. Sentía esos ojos verdes flotando sobre el agua, mirándome con un deseo descarado. Eso me inquietaba. Y me molestaba todavía más que Fabricio pareciera no notar nada… o peor, que lo notara y no le importara.

Me acerqué a la escalerita para meterme a la pileta. Ni bien empecé a bajar, Enzo giró un poco el cuerpo, como si me diera privacidad. Pero yo sabía que me estaba mirando el culo de reojo.

—Che, me acabo de dar cuenta de que no te había dado las gracias —me dijo de repente, mientras yo me sumergía—. Soy un boludo.

—No te preocupes —respondí.

—¿Hace mucho que salís con el tío Fabri?

—Casi cuatro años —contesté seca, incómoda. Estaba ahí en bikini, consciente de que para un chico como él eso era prácticamente un espectáculo erótico gratuito.

—Mirá vos… debe ser re loco, ¿no? Que yo caiga así, de la nada. Y que te aparezca un sobrino que ni conocés.

—Sí, supongo que sí. Igual me imagino que para vos también debe serlo.

—Sí, obvio. Este barrio no tiene nada que ver con el que yo vivía. Allá es otro mambo. Pero tranqui, apenas consiga un laburo me rajo.

—No creo que con lo que ganes apenas consigas trabajo te puedas ir tan rápido —le dije—. Lo mejor es que consigas un trabajo lo antes posible, así en un par de meses ya podés arreglarte solo.

—Guau… qué suerte tiene el tío Fabricio —largó de repente.

—¿Suerte? —pregunté, con las cejas levantadas.

—Y… vive en una casa enorme como esta, con pileta… y con una mina como vos.

Me quedé helada un segundo.

—¿Una mina como yo? —repetí.

—Sí… una mina inteligente, elegante, linda.

No esperaba que tan rápido me tirara onda, pero me hice la tonta. Podía tomarlo como un simple cumplido.

—Gracias… —le dije—. Pero no sé qué tanta suerte tiene.

—Bueno, eso no te lo voy a discutir. Igual… él no es celoso, ¿no?

—¿Celoso? ¿Por qué lo sería?

—Y… con una mina como vos… Por cómo te vestís.

Fruncí el ceño, molesta. Sabía que era medio troglodita, pero no esperaba que me lo dijera así, tan directo.

—¿Y qué tiene de malo cómo me visto? —le respondí, cruzándome de brazos bajo el agua.

—Nada, al contrario, me encanta. Pero si tuviera una novia así, yo no sé…

—Es que no todos pueden tener una novia como yo —le solté, clavándole la mirada—. Y además, las mujeres nos vestimos como nos da la gana, tengamos novio o no. ¿Entendés?

—Claro, claro… de poder, pueden —dijo con una media sonrisa—. Pero por eso te digo que qué suerte tiene el tío, porque con vos al lado debe haber chabones que te miran con ganas todo el tiempo. Yo si estuviera con alguien así me tendría que agarrar a piñas todos los días.

—Yo sé defenderme sola —corté, seca—. No necesito que nadie demuestre su hombría por mí.

—Eso no te lo discuto —dijo él, sonriendo, mientras empezaba a nadar alrededor mío.

Me di cuenta de que hacía círculos como un tiburón rodeando a su presa. Me incomodaba a propósito, estaba segura.

—Bueno… yo ya me voy —anunció de repente—. Voy a subir por la escalerita, caminar hasta allá y agarrar la toalla… ¿sabés?

Lo miré, confundida. No entendía para qué me decía todo eso. Pero me di cuenta del motivo a medida que salía del agua: estaba desnudo.

Me quedé helada, con la boca entreabierta.

Su cuerpo, bañado por la luz tenue, parecía esculpido. Una espalda ancha, con algunas cicatrices viejas, como de raspones que no quise imaginar de dónde venían. Hombros marcados. Brazos tensos, venosos. Abdominales duros, de los que parecen tallados a cincel. Las piernas, gruesas y poderosas, que anunciaban una potencia terrible.

La verga le colgaba pesada, enorme, acorde a su tamaño corporal. No tenía una consistencia del todo fláccida. Se notaba que ese corto momento que tuvimos lo empezaba a calentar. No pude evitar pensar en cómo se vería esa verga erecta. Sería monstruosa, hermosa.

De repente, me clavó esos ojos verdes que brillaban en la penumbra. Se quedó parado en el borde de la pileta, sin apuro.

Me tapé los ojos, roja de vergüenza y bronca por mi reacción.

—Pensé que te habías dado cuenta de que estaba en bolas —dijo él, con una media sonrisa en la voz—. Por eso te avisé que salía, para que no miraras.

—Perdón… perdón, no quise —murmuré.

—No pasa nada, a mí no me molesta. Solo lo había mencionado por vos..

No vi su rostro, pero supe que estaba sonriendo, disfrutando de mi incomodidad.

Escuché cómo sus pasos húmedos se alejaban. Bajé la mano despacio y lo miré de reojo. Estaba secándose con la toalla.

Me odié a mí misma por darme cuenta de que yo también me había excitado. Definitivamente, tener a ese pibe en casa iba a ser para quilombo.

 

3 comentarios - Mi sobrino es un salvaje 2

Mauricio_2431 +2
Buenísimo. Volverá a comerse pija de terceros.