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Naúfragos del Deseo

Naúfragos del Deseo



El mar los había escupido como juguetes rotos. La tormenta destrozó el barco durante la madrugada, y lo último que Santi recordó antes de despertar en la playa fue el estruendo del casco partiéndose en dos y la oscuridad tragándoselo todo.

Despertó en la orilla de una isla desconocida, con la ropa hecha jirones, la garganta seca y la cabeza doliéndole como si mil olas la golpearan aún por dentro. El sol picaba, el aire era salado y húmedo. Se levantó con esfuerzo y caminó entre la arena, esperando no ser el único con vida.

Y entonces la vio.

Sentada sobre una roca, con el cabello negro pegado al cuerpo por la humedad, y la piel dorada brillando bajo el sol, estaba Carol. Llevaba una blusa blanca empapada que apenas cubría sus tetas enormes, sin sostén, los pezones marcados como balas bajo la tela. El short estaba rasgado, dejando a la vista ese culo redondo y caribeño que parecía hecho para pecar.

—¿Tú también sobreviviste? —preguntó ella, jadeando, con el acento cubano arrastrándole el alma.

Santi apenas pudo responder. No por el golpe en la cabeza… sino por cómo la miraba.

—Sí… soy Santi. ¿Estás bien?

—Estoy viva. Mojada. Y no solo por el mar, papi… —dijo, mordiéndose el labio inferior.

El silencio fue eléctrico. No había barcos, ni radio, ni rescate. Solo ellos. Dos cuerpos jóvenes, desnudos por la mitad, con la muerte dejada atrás… y una vida salvaje por delante.

Carol se acercó, caminando descalza por la arena. Lo miró a los ojos y luego bajó la vista. Su sonrisa se ensanchó.

—Ay, pero tú estás armado, chico... —dijo, al ver el bulto que crecía bajo los harapos de Santi—. ¿Eso es por mí o por el trauma?

Santi soltó una carcajada. —Ambas cosas.

Ella no esperó más. Se arrodilló en la arena caliente, le bajó los pantalones y lo dejó libre. El pene de Santi cayó duro, grueso, húmedo por el sudor y la excitación. Carol lo tomó con ambas manos, como si encontrara un tesoro perdido.

—¡Coño! ¿Y este tronco de carne? Vas a tener que darme clases de supervivencia con esto...

Comenzó a chuparlo con lentitud, jugando con la lengua en la punta, mientras lo miraba desde abajo, entre la espuma del mar. Santi gimió, cerrando los puños. Ella mamaba con hambre de días, de libertad, como si chuparlo fuera su manera de celebrar que aún estaban vivos.

—Quiero que me cojas aquí mismo, en la arena, como un animal —dijo al levantarse, sacándose la blusa y mostrando sus tetas morenas, con los pezones grandes y oscuros, temblando con la brisa marina.

Santi la empujó acosto sobre una manta improvisada con hojas secas. Le bajó el short y quedó completamente desnuda, con las piernas abiertas, la concha húmeda y palpitante entre los muslos gruesos.

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La penetró de un solo empujón, profundo, rudo. Carol gritó de placer y sorpresa.

—¡Ay! ¡Papi, me vas a partir! ¡Pero sigue, coño, no pares!

La cogio como si el mundo se acabara otra vez. Como si el mar los pudiera tragar en cualquier momento. Entre jadeos, arena pegada al sudor y gemidos salvajes, se revolcaron hasta perder el control. Santi acabó dentro de ella, llenandola con fuerza, mientras ella se corría gritando su nombre, las piernas temblando como ramas en tormenta.

Quedaron abrazados, cubiertos de sal, con el corazón latiendo fuerte contra sus pechos.

El mundo no importaba ya. Solo la isla, el deseo... y la promesa de sobrevivir juntos cada noche.



La noche cayó sobre la isla con un viento cálido y el murmullo constante del mar. Tras el primer encuentro, sus cuerpos seguían vibrando, sucios de arena, sudor y placer. Santi tomó la iniciativa: necesitaban algo más que sexo salvaje en la orilla. Necesitaban refugio.

—Vamos a buscar algo más seco —dijo, cargando una lanza improvisada.

Carol, aún desnuda, lo siguió sin reparos. Caminaban como Adán y Eva, sin pudor, entre palmas y piedras, guiados por la luz tenue de la luna. Y entonces, entre las rocas del acantilado, la encontraron: una cueva amplia, oculta entre las enredaderas, con suelo firme, techo alto y olor a tierra virgen.

—Aquí sí me dan ganas de montar una casita... y un polvo serio —murmuró Carol, mordiéndose el labio.

Santi encendió una fogata. Juntaron hojas secas, palmas, ramas gruesas. En cuestión de horas, habían creado un rincón cálido, íntimo. Un pequeño hogar para dos cuerpos hambrientos de vida.

Ella se arrodilló frente a él, con las piernas abiertas, tocándose mientras lo miraba.

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—Esta noche... quiero dártelo todo, Santi. Hasta el culo —dijo sin vergüenza, con la voz ronca de deseo.

Él se acercó despacio, como un depredador. La tomó del cabello, la besó con fuerza, la mordió, la acarició. Sus dedos recorrieron cada curva, cada pliegue de ese cuerpo caribeño que lo volvía loco. La puso boca abajo sobre una cama de hojas. Su culo se alzó perfecto, redondo, moreno y tembloroso, brillando bajo la luz del fuego.


—¿Estás segura? —preguntó, pasando su pija por su raja, mojándola de nuevo.

—¡Mételo, papi! Quiero sentirte... completita —gimió, abriéndose con las manos—. No te contengas.


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Santi primero la penetró con calma por la concha, preparándola. Carol gemía, moviendo las caderas, dejándose usar. Luego escupió sobre su dedo y fue trabajando su otro orificio con paciencia. Cuando ya lo sentía más relajado, se colocó detrás, apuntando con su pija gruesa y empapada.

—Dame ese culo... —gruñó.

Y se lo dio.

Entró lento, sintiendo cómo se abría para él. Carol gritó entre placer y ardor, aferrándose al suelo con fuerza, las tetas colgando, su cuerpo temblando de puro goce.

—¡Ay, coño! ¡Me llenas entera! ¡Sí, sigue! ¡Rómpeme el culo, papi!

Santi empezó a moverse con ritmo, agarrándola de las caderas, hundiéndose cada vez más. El calor de la cueva, el olor de sus cuerpos, el sonido húmedo de las embestidas llenaba el aire. La cogio como un animal salvaje, sin frenos, sin culpa, hasta que sintió la presión subir por sus huevos.

—¡Me voy a deslechar adentro! —gritó.

—¡Sí! ¡Córrete en mi culo, mi amor! ¡Hazme tuya de verdad!

Y lo hizo. Se vino con furia, con gruñidos profundos, llenándola por dentro mientras ella se corría también, convulsionando entre gemidos y lágrimas de placer.

Quedaron tendidos, exhaustos, envueltos en el calor de la fogata y la oscuridad de la cueva. Carol se acomodó en su pecho, sonriendo como si nada más importara.

—Ahora sí... esta isla tiene dueño —dijo.

Santi la besó en la frente, acariciando ese culo que ahora también era suyo.


El sol se colaba entre las hojas con una intensidad dorada. Después de una noche brutal de sexo en la cueva, Santi y Carol se levantaron al alba. El cuerpo les dolía rico, marcado de mordidas, arañazos y placer. Pero había una necesidad que no podían ignorar: agua fresca.

—Vamos a buscar una fuente, papi —dijo Carol, aún desnuda, caminando con sus tetas bamboleantes bajo la luz del sol.

Exploraron durante un rato hasta que, entre árboles y lianas, encontraron una laguna natural, cristalina, rodeada de piedras y flores silvestres. El agua era clara, templada, y el lugar parecía sacado de un sueño húmedo.

—Mira eso... —dijo Santi, sonriendo.

Carol se metió al agua primero, dejando que su piel morena brillara bajo el agua. Se mojaba el cabello, las tetas, jugueteando como una ninfa tropical. Y de pronto, comenzó a moverse diferente... más lenta, más provocadora.

—Quédate ahí, mi amor. Quiero darte un regalito —susurró, hundiendo los dedos en el agua.

Comenzó a bailar para él. Una danza improvisada, erótica, llena de sensualidad. Movía las caderas con suavidad, haciendo vibrar su culo redondo, mientras sus manos recorrían su cuerpo. Levantaba los brazos, se giraba despacio, se acariciaba los pezones con los ojos cerrados.

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—¿Te gusta lo que ves? —dijo con voz grave.

Santi tenía la pija desde el segundo uno. La tensión era insoportable.

Carol se acercó , sonriendo como una diosa tropical. Se arrodilló frente a él, lo tomó su pija con ambas manos... y se lo metió a la boca. Lo mamaba con una mezcla de hambre y ternura.

—Mmm… esta pinga sabe a paraíso —dijo, saboreándolo—. Pero no me voy a quedar solo con esto.

Se puso de espaldas sobre una roca plana, con las piernas abiertas y el culo al borde.

—Mételo por mi concha primero. Quiero que me sientas ahí antes de que me partas otra vez.

Santi la tomó por las caderas y la penetró con fuerza, haciendo que ella gritara de gusto. La laguna amplificaba los gemidos, el agua salpicaba sus cuerpos, y el sol calentaba su piel mojada. La cabalgó con fuerza, su culo chocando con su pelvis en cada embestida.

—¡Más duro, papi! ¡Hazme tuya, como anoche!

Después la puso encima. Ella se montó, bajando lento con su concha, cabalgándo su pija mientras se tocaba las tetas, los pezones duros y oscuros brillando por el agua. Subía y bajaba como una salvaje, mientras Santi le agarraba el culo con ambas manos. Y le mamaba las tetas. 

—Ahora... dámelo por el culo otra vez —le susurró al oído, jadeando.

Se giró sobre él, tomándolo con la mano, y lo guió de nuevo a su entrada trasera. Se lo metió completo, gimiendo mientras se acomodaba sobre su verga. Lo cabalgó con el culo, rebotando con fuerza, completamente entregada.

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—¡Me estoy viniendo! ¡Dame esa leche, papi!

Santi no aguantó más. La bajó, la puso de rodillas frente a él y se la sacó justo a tiempo. Acabó en sus tetas, en esos dos montes gloriosos, llenándolos de semen caliente mientras ella se tocaba, jadeando de placer.

—¡Así me gusta! ¡Márcame, papi!

Ambos cayeron en el agua, riendo, jadeando, cubiertos de espuma y fluidos, como dos bestias felices en su nuevo Edén.

Esa tarde, el aire cambió. El calor se volvió más denso, el cielo oscureció en cuestión de minutos y las aves desaparecieron entre las copas de los árboles. Santi lo notó al instante. Llevaba ramas sobre el hombro, regresando a la cueva, cuando sintió la primera gota… grande, tibia… y luego otra… y otra más.

—¡Llueve, papi! ¡Se viene duro! —gritó Carol desde dentro.

La lluvia tropical estalló como una catarata sobre la selva. Gotas gruesas caían como balas húmedas, golpeando hojas, piedras y piel. Pero dentro de la cueva, se sentían protegidos… y provocados.

Carol estaba empapada. Se había quedado afuera un momento y ahora su cuerpo brillaba, mojado por completo, con el cabello pegado al rostro, los pezones marcados, y su piel oscura chorreando.

Santi la miró como si fuera una diosa del agua. Mojada así, con el culo redondo resaltado por el resplandor del fuego de la cueva y los truenos afuera, era imposible resistirla.

—Ven acá, que esa lluvia me puso caliente —le dijo, quitándose lo poco que tenía encima.

Carol caminó hacia él lentamente, moviendo las caderas, dejando que el agua resbalara entre sus tetas enormes, brillando como dos lunas de carne.

—¿Quieres jugar bajo la tormenta, mi amor? —susurró—. Pues agárrate...

Se agachó frente a él y empezó a lamerle el pecho, los hombros, bajando sin prisa hasta su pija , que ya latía con fuerza. Lo metió en su boca de nuevo, esta vez con más hambre, como si la lluvia la hubiera poseído.

Los truenos estallaban fuera, y adentro solo se oía el sonido húmedo de su garganta tragando cada centímetro.

—Te voy a cojer tan duro que la lluvia va a temblar —gruñó Santi, levantándola en brazos.

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La apoyó contra la pared de piedra, la levantó con fuerza, y le metió la pija en la concha de un solo golpe. Carol gritó y envolvió sus piernas alrededor de su cintura, mojada por dentro y por fuera, goteando deseo.

—¡Sí, papi! ¡Dámelo como la tormenta! ¡Fuerte, salvaje!

La embestía con fuerza, el eco del choque de cuerpos se mezclaba con los truenos. El agua filtrada de la cueva les caía encima, resbalando por sus espaldas, aumentando la tensión salvaje del momento.

Después la puso a cuatro patas sobre las mantas húmedas, le escupió el culo y se lo metió con furia, haciéndola arquearse de puro gusto.

—¡Rómpeme! ¡Llena todos mis agujeros! ¡Que el mundo se acabe de una vez!

Santi no aguantó más. La sacó, la puso de espaldas sobre la piedra, y acabó sobre su cuerpo, cubriendo sus tetas con chorros calientes que se mezclaban con la lluvia y el vapor de su piel ardiente.

Ambos jadeaban, exhaustos, mojados por dentro y por fuera. Afuera la tormenta seguía rugiendo… pero dentro, el fuego de sus cuerpos no se apagaba.

La tormenta había pasado, pero dejó tras de sí un aire espeso, húmedo, cargado de electricidad. El suelo aún estaba mojado, y la selva olía a tierra viva. Santi y Carol llevaban ya días solos en la isla, viviendo como bestias: comiendo lo que cazaban, bebiendo de la laguna, y cogiendo como si cada dia fuera el último.

Esa mañana, Carol se despertó caliente.

Muy caliente.

Desnuda sobre un lecho de ramas suaves, con las piernas abiertas, la concha húmeda y el culo marcado de las noches anteriores. Se tocaba suave, con los dedos, gimiendo bajito mientras Santi dormía. Pero él lo sintió.

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—¿Ya estás jugando sin mí? —dijo, con la voz ronca.

—Estoy chorreando, papi… tengo hambre. Pero hoy no quiero dulzura. Hoy quiero que me uses, como una perra de monte —susurró, dándose una cachetada en la nalga.

Santi se levantó, la tomó del cuello y la miró a los ojos.

—¿Seguro quieres eso?

—Hazme tuya. Sucia. Cogeme sin piedad.

Y entonces la bestia despertó.

Santi la empujó contra el suelo, le abrió las piernas con violencia, y comenzó a escupirle el cuerpo. En los pezones, en el ombligo, en la concha. Le metió dos dedos sin aviso, hurgando como si buscara oro. Carol gritaba de placer, sacudiéndose como poseída.

—¡Así, coño! ¡Hazme tu puta! ¡Rómpe’me ese culo otra vez!

Santi la volteó y le metió el pene directo al culo, sin piedad, escupiendo y empujando hasta que entró todo. Carol chillaba, babeando sobre la tierra, los ojos en blanco.

La tomó del pelo, le metió los dedos en la boca, la forzó a lamerle los huevos, la embestía por detrás. Estaban cubiertos de sudor, tierra, saliva y locura. Sin reglas, sin vergüenza.

—¡Dame leche! ¡Acábate en mi cara, papi!

Santi la sacó, se la frotó por la lengua, y le acabó en la boca y la cara, chorros calientes cayendo sobre sus mejillas, su lengua afuera como perra feliz. Ella se tragó todo y luego se pasó los dedos por la cara, lamiéndolos uno por uno.

—Así me gusta despertar...

Y justo cuando pensaban que todo era solo suyo, escucharon un ruido a lo lejos. Un sonido de motor...


Santi salió corriendo de la cueva, aún desnudo. En el horizonte, acercándose por el mar… ¡un barco de rescate!

Ambos se vistieron a las apuradas, entre risas, nervios y un extraño sabor de despedida. El bote llegó, los recogió… y mientras volvían a la civilización, se miraban con deseo, pero también con algo más.

Pasaron dos semanas.

Y Santi, ya en su casa, no podía quitarse a Carol de la cabeza. La buscó. Y la encontró.

—¿Te pensabas que me iba a olvidar de ti? —le dijo, sonriendo.

Carol le saltó encima, con una sonrisa salvaje.

—¿Y tú crees que después de cómo me partiste allá, te iba a dejar escapar?

Ahora vivían juntos. En una cama limpia, sí… pero con las mismas ganas sucias de la isla. Donde cada noche, Santi le recordaba que aunque la selva había quedado atrás… la bestia seguía viva en su cama.


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