
El consultorio del doctor León Ramírez estaba siempre lleno. No era casualidad. Era por su Profecionalismo y el uso de Medicinas Naturales.
León tenía cuarenta y dos años, manos firmes y voz grave. Sus ojos oscuros sabían mirar más allá de la bata, más allá de la piel.
Aquel martes por la tarde entró Natalia, una mujer de treinta años, piel trigueña, piernas largas, y un vestido ajustado. Fingía nervios, pero lo deseaba también.
—Buenas tardes, Natalia... —dijo León con una sonrisa, mientras la invitaba a sentarse.
—Hola, doctor. Vine por un chequeo… rutinario —respondió ella, cruzando las piernas con una lentitud calculada.
León revisó su historial. Se levantó con calma, cerró la puerta con seguro y bajó las luces del consultorio.
—Pasa al sillón, por favor. Ya sabes el procedimiento…
Natalia se quitó la ropa interior, se recostó con las piernas abiertas en el potro ginecológico y lo miró, esperando más que un diagnóstico.

León se colocó los guantes de látex, se inclinó entre sus muslos y la observó sin vergüenza.
—¿Has tenido molestias?
—A veces siento... una presión. Un vacío, aquí —susurró, guiando la mano enguantada de él hacia su vagina húmeda.
El doctor fingió examinarla, rozando sus labios con el dorso de los dedos, tanteando con dos dedos que se adentraron con lentitud. Ella soltó un gemido suave.
—Creo que lo que necesitas es… un tratamiento más profundo —dijo, quitándose los guantes y desabrochando su cinturón.
Su “herramienta” de carne sobresalió firme larga y gruesa, palpitando con autoridad. Natalia lo miró con los ojos encendidos.
—¿Estás segura de que quieres continuar?
Ella solo asintió, abriendo aún más las piernas. León se colocó entre sus muslos, frotando la punta contra la entrada ya mojada. Sin más, se hundió en ella, lento al principio, hasta quedar completamente dentro.
Natalia arqueó la espalda, jadeando. El potro crujía con cada embestida profunda y medida. León la tomaba de las caderas con fuerza, penetrándola con precisión quirúrgica, como si conociera cada rincón de su anatomía, cada punto exacto que la hacía estremecer.
—Ahí… doctor… más —gimió ella, sudorosa, aferrándose a los bordes del sillón.
León aceleró el ritmo, llenándola una y otra vez, hasta que Natalia se sacudió con un orgasmo que la dejó temblando, empapada y desbordada.
Él la miró desde arriba, aún dentro de ella.
—El tratamiento no ha terminado. Vas a necesitar otra sesión… mañana.
Natalia sonrió, con las mejillas rojas y las piernas flojas.
—Entonces… volveré, doctor.
Y así, una más pasaba a formar parte de la leyenda del consultorio. Donde el doctor Ramírez trataba a sus pacientes con una medicina que ninguna farmacia vendía.

El reloj marcaba las seis y veinte de la tarde. Afuera, la clínica parecía vacía, pero en el consultorio del doctor Ramírez aún quedaban citas por atender.
—¿Tu nombre? —preguntó él, sin levantar la vista del expediente.
—Diana… Diana Ríos.
Al alzar los ojos, León se encontró con una mujer de unos treinta y cinco años, elegante, segura, pero con un dejo de incomodidad. Su belleza era discreta, con labios llenos y una melena oscura que caía sobre sus hombros como un manto de misterio.
—¿Qué te trae por aquí, Diana?
Ella se sentó frente a él, cruzó las piernas y vaciló antes de hablar.
—Es difícil de explicar… últimamente no siento… casi nada. En la intimidad. Ni con mi pareja, ni sola… nada.
El doctor cerró la carpeta con calma.
—¿Has probado con distintos estímulos? ¿Lubricación? ¿Posiciones?
—Todo. Y nada funciona. Es como si algo se hubiera apagado ahí abajo.
León la miró fijamente. Sus ojos la desnudaban más que cualquier bata.
—Vamos a revisarte. A veces no es físico. A veces el cuerpo solo… necesita recordarse a sí mismo.
Diana lo siguió hasta la camilla. Se quitó la ropa sin que él se lo pidiera. Su cuerpo era firme, con unas caderas anchas y una piel que invitaba al pecado. Se recostó en el potro, abriendo las piernas con timidez, mientras él se colocaba los guantes.

El primer contacto fue suave, apenas un roce con los dedos enguantados. Pero su vagina estaba seca. Cerrada.
—Relájate. Déjame guiarte —susurró.
León acercó su rostro, sopló suavemente entre sus labios íntimos y empezó a lamerla, primero con lentitud, luego con una lengua más firme, profunda, precisa. Diana respiraba hondo, pero aún no reaccionaba.
—Nada… —murmuró, frustrada.
Entonces él se levantó, se quitó los guantes, abrió su pantalón y sacó su herramienta de carne. Firme larga, gruesa, palpitante.
—El cuerpo a veces necesita un estímulo más real. Más… humano.
Diana lo miró, dudando. Pero su cuerpo ya empezaba a calentarse, como si algo, muy dentro, comenzara a despertar.
Él apoyó la punta contra sus labios y la fue penetrando poco a poco. Primero apenas la cabeza, luego unos centímetros más. Despacio. Muy despacio.
Ella soltó un suspiro.
—¿Sientes eso?
—Un poco… —dijo, sorprendida.
Entonces él la tomó de la cintura y comenzó a embestir con más fuerza, más profundidad. Con cada estocada, Diana iba abriendo más las piernas, cerrando los ojos, respirando más rápido.
—Oh… doctor… ahora sí…
León la penetraba con maestría, con ritmo, con intención. Su “tratamiento” era directo, clínico, carnal. Su herramienta trabajaba como un bisturí viviente, cortando capas de bloqueo, hurgando donde ninguna terapia había llegado.
—Siento… siento todo —gimió ella, entre temblores.
Y de pronto, su cuerpo se arqueó en un orgasmo largo, estremecedor, de esos que nacen desde lo más hondo y se derraman por toda la piel.
León la sostuvo mientras temblaba, aún dentro de ella, descargando su propia tensión en un gemido contenido. Luego salió despacio, dejando a Diana jadeante, desnuda y redescubierta.
—¿Cómo te sientes ahora?
—Diferente. Desperté.
Él sonrió mientras la ayudaba a reincorporarse.
—El tratamiento puede requerir más sesiones… para consolidar el efecto.
—Entonces volveré. Pero no como paciente… como adicta —dijo, mordiéndose el labio.
Y salió del consultorio con las piernas flojas y el deseo por fin encendido.

El calor de la tarde pesaba sobre las ventanas del consultorio, pero dentro todo era frescura y silencio. El doctor Ramírez terminaba de limpiar sus instrumentos cuando la puerta se abrió y entró ella: Laura, 29 años, piel clara, mejillas rojas de vergüenza y una mirada que no se atrevía a sostener la suya.
—Buenas tardes —murmuró, cerrando la puerta tras de sí.
—Pasa, siéntate —dijo él, sin levantar aún la vista—. ¿Qué te trae por aquí?
—Eh… tengo una molestia, doctor. Un picor constante… abajo. Desde hace semanas. No es una infección, me hice exámenes. No tengo nada.
—¿Y cuándo te pica más? —preguntó, finalmente alzando la mirada.
—Cuando estoy excitada… o cuando estoy sola en casa, en silencio. Pero no es placer… es como una necesidad desesperada… como si algo me faltara.
Él sonrió con calma.
—Desnúdate y recuéstate. Vamos a ver qué clase de necesidad es.
Laura se quitó el short de mezclilla y la tanguita color rosa, revelando una conchita rasurada, rojiza, palpitante. Se acomodó en el sillón, algo nerviosa, abriendo las piernas despacio. Sus labios estaban inflamados, brillantes, pero no por enfermedad. Era hambre. Era ansiedad.

León se acercó, colocándose entre sus muslos.
—¿Sientes eso? —preguntó, pasando un dedo apenas por encima del clítoris.
—Sí… arde. Pero me gusta… —dijo, mordiéndose el labio.
El doctor observó unos segundos. Su experiencia no dejaba dudas.
—No es una infección. Es exceso de acumulación. Necesitas liberar tensión. Tu cuerpo está pidiendo algo más intenso. Más… profundo.
Laura lo miró con deseo, sin palabras. Él se quitó los guantes, se abrió la bata médica y su herramienta de carne apareció, lista, imponente. Su erección ya latía con hambre bajo la luz tenue del consultorio.
—¿Estás segura? —preguntó él, como cada vez.
—Por favor… sáname.
Sin más, la sostuvo por las caderas y apoyó la punta caliente contra sus labios húmedos. Ella tembló apenas sintió el contacto, como si el picor se concentrara en esa sola fricción. Entonces, él la penetró despacio, sabiendo exactamente cómo hacerlo: primero lento, casi suave, y luego aumentando la presión, hasta estar totalmente enterrado dentro de ella.
Laura gritó suave, con una mezcla de alivio y deseo.
—¡Ah, doctor! Ahí… ahí es donde me pica…
León comenzó a moverse con un ritmo calculado, directo, embistiéndola con su pija como si estuviera apagando un fuego interno. Cada embestida era un rasguño placentero que calmaba esa picazón ardiente que llevaba días devorándola.
Ella se arqueaba, le clavaba las uñas en la espalda, lo suplicaba sin pudor:
—No pares… sigue, más… me arde… pero me gusta…

León la tomó del cuello y la miró a los ojos mientras la penetraba más fuerte. Su herramienta, caliente y palpitante, frotaba cada pared interna de la concha de Laura como una medicina exacta.
Y entonces sucedió: un orgasmo tan intenso que hizo que Laura gritara sin vergüenza, convulsionando, soltando un torrente de placer contenido que le humedeció los muslos y la camilla. Su piel brillaba. Su cuerpo vibraba. Y el picor… desapareció.
León se retiró despacio, dejando su semilla como un sello invisible dentro de ella.
—¿Cómo te sientes? —preguntó mientras la ayudaba a incorporarse.
—Vacía… feliz… como si alguien me hubiera rascado el alma desde dentro —dijo ella, riendo por primera vez.
El doctor asintió con su eterna calma.
—A veces el cuerpo no necesita remedios. Solo necesita que lo escuchen… con el cuerpo.
Laura se vistió en silencio. Antes de irse, se detuvo en la puerta y se volteó.
—¿Y si vuelve el picor?
León sonrió.
—Aquí estaré. Para volver a tratarte… las veces que haga falta.
Habían pasado solo tres días desde que Laura abandonó el consultorio con las piernas temblorosas y el cuerpo sin picazón, pero su mente no había descansado ni un segundo.
Pensaba en él constantemente. En su voz, en su olor… pero sobre todo, en esa herramienta. Grande. Palpitante. Humana. Más efectiva que cualquier medicina. Su concha la recordaba. La deseaba. La necesitaba.
Y ella, simplemente, no pudo resistirse.
Esa tarde, el doctor Ramírez estaba por cerrar el consultorio cuando alguien tocó suavemente la puerta. Al abrir, la vio a ella: falda corta, blusa suelta sin sostén, y una caja en las manos.
—Laura… no tenías cita.
—No vine como paciente, doctor. Vine… a agradecerle.
Le entregó la caja. Al abrirla, él encontró un pastel casero de chocolate, aún tibio.
—Lo hice yo —dijo ella con una sonrisa—. Pero ese no es el único regalo que quiero darle.
Lo miró fijo, y sin esperar respuesta, se arrodilló frente a él.
—Laura…
—Shhh —susurró—. Déjeme hacer esto. Se lo merece.
Le bajó la bragueta con manos firmes y sacó su “herramienta”, que no tardó en endurecerse al contacto con su aliento caliente. La miró un instante, con una mezcla de reverencia y deseo animal, y luego comenzó a chuparla con una delicadeza que pronto se convirtió en hambre.
La metía hasta la garganta, con gemidos guturales. La saliva chorreaba por la base, y sus manos acariciaban los testículos con una suavidad adictiva.
—Ah, Laura… —murmuró él, dejando caer la cabeza hacia atrás.
Ella se detuvo, con los labios brillando y los ojos prendidos en fuego.
—Pero aún no he terminado de agradecerle, doctor.
Se levantó, se subió la falda, se bajó la tanga y se montó encima de él mientras seguía sentado en su silla de cuero. Bajó despacio, sintiendo centímetro a centímetro cómo esa herramienta la invadía otra vez.

—¡Ahhh… estaba tan desesperada por esto…!
Y empezó a cabalgárlo con furia, con hambre, como si cada movimiento borrara las horas de espera, como si el pastel fuera solo un pretexto y su verdadero regalo fuera entregarse por completo.
El chirrido de la silla acompañaba el golpeteo de sus nalgas. Sus tetas brincaban bajo la blusa sin sostén, y su boca abierta dejaba escapar gemidos dulces, rotos.
—Doctor… me voy a venir otra vez… me estoy volviendo adicta a su pija, a usted…
Él la sujetó de la cintura y la empaló con fuerza, haciendo que ella se corriera gritando. Su concha se contrajo violentamente, chorreando sobre él mientras lo abrazaba con todo su cuerpo.
Él también la sostuvo fuerte, descargándose dentro de ella con un gemido ronco, espeso, que le llenó las entrañas como una inyección directa de placer.
Quedaron jadeando unos segundos, sin palabras.
Laura se acomodó la falda, lo besó en el cuello y sonrió.
—Gracias, doctor… si sigue tratándome así… va a tener pastel todos los días.
Y se fue, dejándolo ahí, con la bragueta abierta, el consultorio oliendo a sexo… y un trozo de chocolate aún sin probar.
Desde que Laura salió aquella tarde, con su pastel y su concha goteando gratitud, el doctor Ramírez ya no fue el mismo.
Pasó los días revisando historiales, explorando vaginas ajenas, recetando tratamientos… pero con el cuerpo tenso, los huevos pesados, y una sensación nueva que no conocía: una ansiedad creciente, ardiente, en su carne y su mente.
Un picor, sí. No físico, sino interno. Psicológico. Emocional. Sexual.
La recordaba cabalgándolo, con esa cara de adicta feliz. La imaginaba mojada, esperando que él entrara a su casa y la tomara contra la mesa, con las manos llenas de masa de pastel y las piernas abiertas.
Cada vez que pensaba en ella, su pija se levantaba como si tuviera vida propia.
Y esa tarde, no aguantó más.
Eran las siete. La clínica estaba cerrada. Y él, con su bata blanca abierta, conducía directo a la dirección que Laura había dejado en la ficha de registro.
Tocó el timbre. Silencio. Volvió a tocar.
Y entonces la puerta se abrió.
—Doctor… —dijo Laura, sorprendida, envuelta solo en una toalla.
—Laura. Necesito… verte. No como paciente. Como hombre. Tengo un picor… un ardor en el cuerpo que no me deja dormir. Y solo vos podés aliviarlo.
Ella lo miró seria. Pero sus ojos brillaban. Dejó caer la toalla sin decir palabra.
Estaba completamente desnuda. Pechos firmes, pezones duros, y entre sus piernas, esa conchita que parecía llamarlo por su nombre.

Él entró como un depredador, cerrando la puerta con un golpe seco. La acorraló contra la pared, la besó con hambre, la lamió desde el cuello, las tetas, hasta el ombligo, y bajó con la desesperación de quien está enfermo de deseo.
Se arrodilló ante ella, como un pecador frente a un altar, y le abrió los labios con los dedos, devorándola con la lengua, lamiendo, chupando, mordiendo suave.
Ella se agarraba del marco de la puerta, gimiendo, arqueándose, temblando.
—Doctor… ahora el enfermo es usted…
—Y vos sos mi cura —gruñó, sacándose los pantalones.
La alzó en brazos con una fuerza brutal y la penetró contra la pared, con embestidas profundas, violentas, llenas de todo el ardor acumulado.
Él no la cogía. La necesitaba.
Cada empujón era un alivio. Cada gemido, una medicina. El picor se transformaba en sudor, en jadeos, en espasmos de placer que sacudían sus cuerpos.
Ella se vino dos veces. Él, al borde de la locura, se descargó dentro de ella con un gruñido animal, dejando su semen caliente en lo más hondo de su paciente favorita.
Quedaron abrazados contra la pared, respirando como bestias después del combate.
—Ahora entiendo —susurró él, besándole la frente—. Algunos males no se curan. Se alimentan. Y yo… necesito alimentarme de vos.
Ella sonrió con los ojos cerrados.
—Entonces venga cada vez que le pique, doctor. Estoy dispuesta a ser su tratamiento… personal.
Esa mañana, el doctor Ramírez no esperaba pacientes. Había bloqueado la agenda para ordenar papeles, limpiar el consultorio y, quizás, recordar el cuerpo de Laura con la mano cerrada en su erección.
Pero ella no le dio tiempo.
Entró sin golpear. Vestida con una minifalda negra, top ajustado, y esa mirada posesiva que ya no ocultaba.
—Doctor —dijo ella, cerrando la puerta —. Hoy no vengo a curarme. Hoy vengo a reclamar lo que es mío.
—¿Qué querés decir?
—Quiero ser tu novia. Exclusiva. Quiero que no haya más pacientes especiales. Solo yo. Solo vos. Que me cojas cada vez que te pique… y que me piques vos a mí cuando lo necesites.
León la miró. Su cuerpo ardía con solo verla. Sabía que no era profesional. Que estaba cruzando todos los límites.
Y aun así… su pija se levantó por sí sola bajo la bata.
—¿Estás segura de lo que pedís?
—Sí. Pero quiero sellarlo como se hace en este consultorio.
Dicho eso, se quitó la ropa como si quemara, lo empujó hacia la camilla, lo sentó, y se trepó encima con una sonrisa de loba hambrienta.
—Entonces, haceme tuya. Pero no como paciente… como mujer.
Se montó sobre él, guiando la cabeza caliente de su herramienta hasta mojarse con la punta. Luego bajó despacio, llenándose centímetro por centímetro, soltando un gemido suave mientras comenzaba a cabalgarlo con fuerza, con el culo rebotando, con el cuerpo sudado y feliz.
—Dios… sos adictiva… —susurró él, con las manos en sus caderas.
—Y tuya. Solo tuya.
Los gemidos llenaban el cuarto. El olor del sexo era brutal. Él la tomaba de la nuca y le apretaba las tetas, chupaba los pezones, ella lo montaba como si estuviera domesticando una bestia.
Y justo cuando estaban por venirse juntos, la puerta se abrió bruscamente.
—Doctor, olvidé que tenía consult… —era Valentina, la paciente que había venido semanas atrás por la falta de sensibilidad.
Se quedó congelada. Ellos también.
Laura, empalada hasta el fondo, con la cara roja. León, desnudo, con su pija latiendo dentro de la concha de ella.
Un silencio cargado de morbo.
Valentina cerró lentamente la puerta… pero no se fue.
—Perdón por interrumpir —dijo, con una voz apenas audible, mientras miraba la escena con los labios entreabiertos—. Solo quería decir que… desde que me atendió… recuperé toda la sensibilidad. Y más.
Hizo una pausa. Luego sonrió.
—Pero tal vez… necesito una revisión más profunda. Si a su novia no le molesta… podríamos compartir turno.
Laura, aún montada, le devolvió la mirada. Y sonrió como una loba.

—Solo si te animás a cabalgar después de mí, cariño.
Y el doctor Ramírez supo en ese instante que su consultorio estaba a punto de convertirse en un lugar mucho más… concurrido.

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