
Cuando el abuelo de Jonny se rompió la cadera, el médico fue claro: necesitaba reposo absoluto y cuidados constantes. La familia decidió contratar a una enfermera domiciliaria. Alguien profesional. Responsable.
Pero nadie esperaba que esa enfermera fuera Lucía.
Curvas explosivas, labios carnosos y unos ojos verdes que parecían leer pensamientos sucios. Su uniforme blanco apenas contenía sus pechos. La falda ajustada subía peligrosamente cuando se inclinaba, y su andar tenía algo de ritmo, de fuego controlado.
El día que llegó a la casa, Jonny se quedó mudo.
—¿Usted es la enfermera? —preguntó, con la voz seca.
—Lucía, mucho gusto —respondió ella con una sonrisa cálida—. ¿Y vos sos…?
—El nieto. Me llamo Jonny..
Ella lo miró de arriba a abajo. Alto, delgado, con cara de chico bueno… pero ojos intensos. Interesante.
Los primeros días fueron normales. Lucía cuidaba al abuelo con ternura y profesionalismo: medicación, baños asistidos, ejercicios suaves. Pero cada tanto, mientras Jonny pasaba por el pasillo ella lo miraba. Y él… también.
Una tarde calurosa, el abuelo dormía profundamente, y Jonny bajó a la cocina en short, sudado tras hacer ejercicio. La encontró ahí, con el uniforme desabrochado en el escote, buscando agua.
—¿Querés algo frío? —preguntó él, notando cómo la tela se ceñía a sus pechos mojados.
—Depende… ¿vos me darías algo caliente también? —respondió ella, directa.
El silencio se volvió eléctrico. Él dio un paso. Ella no retrocedió.
—Hace días que me mirás así, Jonny. Y yo ya estoy mojada desde la primera vez que subiste sin remera.
Se besaron sin más palabras. Él la tomó de la cintura. Ella se trepó a la mesada. El uniforme subió por sus muslos.

—¿No se va a despertar tu abuelo?
—Duerme como un muerto. Y si se despierta… pensará que le estás dando masaje a mi corazón.
La lengua de ella era caliente, suave, salvaje. Él la desnudó ahí mismo, manosendole la concha y las tetas. Sacó su pija erecta y rozó esa piel ardiente. La penetró de una sola embestida, haciendo que ella jadee y se agarre de los estantes.

—¡Dios… Jonny! ¡Sí!
La cocina se llenó de gemidos, sus cuerpos chocando como animales hambrientos. Él la cogía como si fuera su fantasía hecha carne, apretandondole las tetas, chupandoselas. Ella lo montaba con las piernas abiertas, lamiéndole el cuello, apretándolo con su concha mojada y vibrante.
Se vinieron juntos. Con fuerza. Con una pasión que no se podía esconder más.
Al terminar, ella le acarició el pecho y le dijo al oído:
—No suelo mezclar trabajo y placer… pero por vos… puedo hacer una excepción.
Y Jonny, todavía jadeando, supo que esa enfermera iba a ser su medicina… y su adicción.

Esa tarde calurosa, el abuelo dormía profundamente después de tomar su medicación. Lucía revisó que todo estuviera en orden… y subió las escaleras sin hacer ruido.
Sabía que Jonny se estaba duchando. Lo había oído al pasar. Y esa imagen —el agua cayendo sobre su cuerpo joven, firme, con esa pija colgando pesada entre sus piernas— no se le salía de la cabeza.
Abrió la puerta del baño. El vapor lo cubría todo como una niebla caliente. Él no la escuchó entrar.
Lucía se mordió el labio. Se saco el uniforme, dejando caer la tela blanca al suelo igual que su tanga. Se acercó a la ducha, deslizó la puerta de vidrio y se metió.
Jonny se giró, sorprendido… y al instante, excitado.
—¿Lucía?
—Shh… Hoy te voy a dar un baño especial.
Lo empujó suavemente contra la pared. Se arrodilló bajo el agua y comenzó a lamerle la base de la pija, que ya se endurecía con violencia.
La chupó entera, mojada, tragándosela con una habilidad que lo hizo gemir fuerte. Él le agarró el pelo, jadeando.
—¡Mierda, Lucía… así no voy a aguantar nada!
Ella sonrió con la boca llena y lo chupó aún más profundo, como si quisiera vaciarlo en la garganta.
Después se puso de pie, se giró, y se frotó contra él.
—Cogeme en la ducha. Quiero sentirte adentro. Ahora.
Se inclinó con las manos en la pared, y Jonny la penetró. Mojada por el agua… y por dentro.
La tomó con fuerza. Le sujetó las caderas y comenzó a darle con todo, las embestidas sonaban sobre el azulejo, mezcladas con el chapoteo del agua y los jadeos de ambos.
—¡Sí! ¡Así! ¡Dámelo, Jonny! —gritaba ella—. ¡Rompeme, curame, llename!
Cuando el deseo llegó al punto de quiebre, la levantó en brazos, la llevó envuelta en toallas hasta la cama, y la tiró de espaldas.
Lucía se montó sobre él de inmediato, cabalgándolo con furia, saltando sobre su pija con las tetas rebotando frente a sus ojos.
—¡Te amo así, enfermera! ¡Sos una maldita adicción!
—Y vos sos mi dosis diaria de sexo —respondió ella, sin parar de moverse.
Jonny la agarró con fuerza, se giró, la puso en cuatro sobre las sábanas y le metió la pija en el culo.

Lucía gritó, sorprendida y extasiada.
—¡Sí! ¡Metémela por ahí! ¡Rompeme toda!
La cogió duro, salvaje, con las manos apretando sus nalgas carnosas hasta que el cuerpo le tembló.
Cuando sintió que no podía más, la giró otra vez, se arrodilló frente a ella y terminó con fuerza, chorreándole el semen caliente sobre las tetas.
Lucía lo miró con la lengua afuera, untándose una gota en los labios.
—Este tratamiento me lo vas a repetir mañana, ¿no?
—Mañana, tarde y noche —respondió él, jadeando—. Hasta que se me agoten las fuerzas… o vos me mates de placer.

Era una mañana tranquila. Lucía había pasado la noche en la casa, oficialmente para vigilar el estado del abuelo, aunque la realidad era que su uniforme terminó hecho un bollo en el piso del cuarto de Jonny… y él, exhausto, dormía aún con la sonrisa puesta.
Bajaron juntos a la cocina, aún con el sabor del deseo fresco en el cuerpo. Ella llevaba una remera suya, sin ropa interior. Él iba en bóxer y camiseta. Se reían bajito, cómplices.
Pero al girar por el pasillo, se encontraron con el abuelo sentado en la mesa, con su taza de café y el diario abierto.
Jonny se quedó paralizado. Lucía, roja como un tomate.
El viejo levantó una ceja, miró a uno, luego a la otra… y soltó una risa, de esas que salen del fondo del pecho.
—No se asusten, que no soy ciego —dijo, sonriendo—. Ni sordo. Ayer pensé que me estaban moviendo la cama… pero resultó que era el techo.
Jonny quiso decir algo, tartamudeó, pero el abuelo lo interrumpió:
—Me enorgullecés, muchacho. De verdad. No siempre se consigue una mujer así.
Lucía intentó disimular su vergüenza, pero el viejo no la incomodó más. Se centró en su nieto.
—En mis tiempos yo era igual. Ágil, bravo y con buena puntería —dijo guiñando un ojo—. Si la hacés feliz en la cama, va a cuidarte mejor que cualquier médico.
Jonny se rió, entre incómodo y halagado.
—No sabía que te ibas a tomar esto tan bien…
—¿Cómo no? ¡Mirá lo que estás comiéndote! —el abuelo señaló con el mentón a Lucía—. Si yo tuviera veinte años menos y esta cadera buena… te peleaba por ella.
Lucía no pudo evitar reírse.
—No se preocupe, don Aníbal. Usted tiene su encanto también.
—No me tiente, enfermera. Que el corazón me late… pero no siempre del lado correcto.
Rieron los tres. El ambiente se alivianó, pero la complicidad entre Jonny y Lucía se volvió aún más fuerte. Ya no había secretos.
Más tarde, cuando lo ayudaba a sentarse en el sillón, el abuelo le susurró a Jonny al oído:
—Escuchame bien… A una mujer así se le besa el cuello, se le aprieta la cintura… pero sobre todo, se la mira como si fuera lo más rico que te dio la vida. Eso no falla.
El día había llegado. El médico firmó el alta de don Aníbal. La recuperación había sido perfecta, y todos estaban contentos. Pero el ambiente en la casa estaba cargado de una tensión distinta… Lucía ya no tendría que volver.
—Bueno, chicos —dijo Lucía, mientras guardaba sus cosas en una valija pequeña—. Fue un placer atenderlos… en todos los sentidos.
Jonny la miró desde la puerta, sin saber si sonreír o abrazarla para que no se fuera.
—¿Tenés cómo volver a tu casa? —preguntó él.
—Pido un taxi. No te preocupes.
—Eso no. Te llevo yo.
Lucía lo miró un segundo. Había algo en esa mirada que decía más que mil palabras. Asintió con una media sonrisa.
El abuelo los despidió con una frase que les quedó retumbando:
—Portense mal… pero con cariño.
El viaje en el auto fue silencioso al principio. Cargado de deseo contenido. Jonny tenía una mano en el volante, la otra en el muslo de Lucía. Subía… y subía. Ella no decía nada, pero abrió un poco más las piernas.
—Estás mojada —susurró él, sin mirarla.
—Desde que bajaste en short esta mañana.
Llegaron al edificio. Subieron al departamento de ella. En cuanto se cerró la puerta, Lucía se lanzó sobre él.
Se besaron con hambre. Las ropas volaban. Él la alzó en brazos como la primera vez, la llevó contra la pared y la penetró ahí mismo, con ella aferrada a su cuello.
—¡Te extrañé, Jonny! —gimió ella.
—No te fuiste y ya te necesitaba.
Pasaron del pasillo al sofá, del sofá a la alfombra, y de ahí a la cama. Jonny la puso boca abajo, y se la cogió por detrás, con fuerza. Lucía gemía entre las sábanas, empapada, pidiéndole más.

Después se montó sobre él, cabalgó su pija, con desesperación, con las uñas marcándole el pecho, con los tetas rebotando sobre su cara.
—¡Quiero quedarme así! —gritaba—. ¡Cogiendo con vos todo el fin de semana!
—Entonces te vas a tener que mudar conmigo —jadeó él.
Ella se rió, sin dejar de moverse. Y él, enloquecido, la giró una vez más y terminó dentro de ella, profundo, vibrando.
Ambos quedaron abrazados, transpirados, exhaustos.
—¿Y ahora qué? —preguntó Lucía, con voz suave.
Jonny la miró, le acarició la mejilla y respondió:
—Ahora… quiero que seas mi medicina para siempre.
Lucía lo besó lento, mientras pensaba que, tal vez, ese chico no solo le calentaba el cuerpo… también le estaba empezando a calentar el corazón.
Pasaron unas semanas. Después de aquel fin de semana de pasión, vinieron algunos días tranquilos, dulces… demasiado dulces para ser eternos.
Lucía tenía una propuesta de trabajo en otra ciudad: una clínica privada le ofrecía un mejor sueldo, más estabilidad, y un nuevo comienzo. Jonny, por su parte, seguía con sus estudios, ayudando al abuelo y metido en sus cosas.
No fue una pelea. No hubo gritos. Solo una conversación larga, desnudos en la cama, abrazados, con la piel todavía húmeda.
—Si nos quedamos juntos —dijo Lucía—, uno de los dos va a tener que renunciar a algo.
—Y no quiero que renuncies a nada —respondió él, besándole la frente—. Porque fuiste lo mejor que me pasó… justo cuando no lo esperaba.
Ella sonrió, triste pero sincera.
—Entonces terminamos, ¿así?
—No. No te termino. Te dejo libre. Y yo también me quedo libre… pero lleno de vos.
La última vez que se vieron fue en la estación de tren. Lucía se despidió con un beso lento, largo, profundo. Con una lágrima que no le pidió permiso. Y Jonny le acarició la cintura, donde más le gustaba.
—Cuidate, enfermera hot —susurró él.
—Y vos, que no te cure cualquiera —respondió ella con una sonrisa.


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